viernes, 18 de diciembre de 2020

Héctor Santiago conversa sobre Reinaldo Arenas: “I Love NY era nuestro himno”*

 


Por Enrique Del Risco 

Héctor Santiago es un personaje de novela que escribe obras de teatro. Una de esas obras, Vida y pasión de La Peregrina, basado en la biografía de la escritora Gertrudis Gómez de Avellaneda ganó el respetado Premio Letras de Oro correspondiente a los años 1995-1996. Pero volviendo al personaje de novelas, Héctor Santiago lleva viviendo más de cuatro décadas en el corazón de Manhattan con la misma intensidad con que nació y vivió en Cuba. En su país fue testigo y víctima del tránsito de la “homofobia cultural” republicana a la “homofobia de Estado” de la Revolución o la Involución, como prefiere llamarle con su idiosincrático vocabulario. Santiago puede ser, a la vez que escurridizo y púdico en ocasiones, un fabuloso conversador. En estos años he tenido la fortuna de poderle hacer un par de entrevistas. Esta, la más breve de las dos, está centrada en la vida de su amigo Reinaldo Arenas.

Primero que todo háblame de ti mismo. ¿Cómo fueron tus primeros años de vida?

Yo nací marcado por el inconformismo, la rebelión y la libertad de elegir. Esto es como un novelón. Mi madre era una rubia, blanca, de clase media, descendiente de franceses y gallegos. Los Ruiz-Valladares vivían entre la ciudad de Matanzas en la calle Terry y San Juan de Dios y también en La Habana, donde vacacionaban en la Playa de Santa Fe. Allí se encontró con un hermoso negro pescador muy pobre. Afortunadamente, como el amor no tiene color ni riquezas, el flechazo fue inmediato y su única opción fue secuestrarla. Ella se negó a regresar con su familia y la desheredaron. Allí nací en una covacha de huecos con algunas tablas. Pero con la felicidad inmensa que da el mar sin fronteras, y como un cervatillo salvaje andaba libre por la costa, el pueblecito y entre pescadores. Nos mudamos a Santiago de las Vegas donde vivían los Armenteros-Moreno mi familia negra. Era un pueblito encantador de la periferia habanera, con bastante clase media negra, algunos exesclavos centenarios y mambises veteranos de la guerra de independencia, la herencia de los vegueros que se rebelaron durante la colonia y los ahorcaron, las vegas de tabacos y los pequeños talleres familiares de los torcedores del tabaco. Y el tejar donde se fabricaban objetos de barro, y a donde venían a trabajar desde La Habana Amelia Peláez y otros artistas plásticos de la República, y yo recogía las piezas rotas de las cerámicas que no les gustaban. Luego mi madre me llevó a vivir a la capital, pues al divorciarse de mi padre los Valladares la perdonaron. ¡Se había vuelto blanca de nuevo! Pero yo siempre sería “el hijo del negro”. Así que mi formación fue viviendo entre negros y blancos –los negros siempre me han sido más fascinantes e interesantes–. Vivía en el barrio de Los Sitios, que era un bastión de la cultura popular, la religión y el marginalismo afro-blanco. De eso, el mar, los pescadores y sus mitos, los guajiros tabaqueros con su respeto a la Naturaleza y las deidades del monte, los negros pobres, los refinados, y mulatos profesionales, la grandeza, dignidad y alegría que acompaña a la penuria de nuestro pueblo, la exquisitez bretona y el ímpetu gallego, se ha nutrido mi vida-obra, este vicio de no soportar la maldad ni poder vivir sin libertad, la lengua inquieta ante la hipocresía, mi desprecio por la complicidad con las injusticias y el rechazo al veneno de la egolatría del carácter del cubano, que tanto daño nos ha hecho dividiéndonos en tribus.

¿Cómo te diste cuenta de que el régimen castrista y tú no tenían nada que ver? ¿Quién se dio cuenta primero? ¿El régimen o tú?

Yo. Mi madre empleaba a una lavandera llamada Patria Reyes. Cuando se vislumbraba la carestía, mi madre se dio cuenta que muchas ropas no eran retornadas y cuando comprobó que Patria las robaba la despidió. Un día de enero de 1961, a las dos de la madrugada, irrumpió la Seguridad con unos milicianos, sin orden judicial, rompiendo las paredes del baño a culatazos, con bayonetas cortando los colchones. regándolo todo, etcétera. Buscaban las supuestas armas, explosivos y panfletos, pues Patria acusaba a mi madre de pertenecer a la organización contrarrevolucionaria La Rosa Blanca y se la llevaron pese a no encontrar nada. Durante un mes y medio recorrimos todas las dependencias policiacas y nos decían que no sabían nada. También de madrugada la abandonaron como un trasto en la puerta de nuestra casa, sin una explicación ni disculpa. Era un guiñapo: flaca, miedosa, enferma de los nervios. Moriría enajenada –sin que mis compatriotas me dieran permiso para regresar a Cuba a despedirla–. Así que pronto vi lo que se avecinaba. Pero soñador, por gracia y desgracia, como solemos ser los creadores, y esperanzado como la mayoría del pueblo tras salir de la dictadura de Batista, creía en un mundo mejor y esperaba que la maldad se rectificaría a sí misma. Y como tantos, mariposa de la luz, su llama me quemaría. Ávidos de poder, controlar a la sociedad cubana y hacer desaparecer a la República, la Involución avanzaba a pasos rápidos: la separación de la familia, el control de la educación, los fusilamientos y el “con la revolución todo, sin la revolución nada”. Yo, que como un sabueso husmeo todo lo que es a contracorriente y siempre me meto en líos, pertenecía a las malditas Ediciones El Puente y practicaba abiertamente la Santería de mis ancestros, escribiendo prosa y teatro afrocubano que pronto me censuraron y prohibieron.[1] Fue en 1961, cuando la Operación de Las Tres P: Pájaros, Putas, Proxenetas. Dos policías me recogieron en el área marica del Malecón frente a la embajada americana, me violaron, y sin causa, fianza, ni juicio, sin avisarle a mi familia, me internaron en la Galera 16 del Vivac de la Prisión del Castillo del Príncipe que era para los maricones. En su inmenso patio redondo con una brújula en el piso de granito, entre los más de mil recogidos, estaba Virgilio Piñera temblando y llorando. Allí con diecisiete años me volví un viejo, sosteniendo frente a una vieja cámara de trípode Kodak del 1955 un cartel con un número. De donde comenzó mi trauma con no dejarme fotografiar ni dar entrevistas en vivo, que más o menos tras mucha terapia estoy manejando.[2] No por mí, sino para ser una de las voces de nuestra Historia oculta.

Uno de los mandamases de la galera era Juan Baró, un legendario mulato del submundo habanero conocido como Juana Picadillo, que se apiadó de mí y me hizo tragar jabón amarillo de lavar para que me diera diarrea, pues como “carne fresca” me iban a “vender”, para que me violaran los matones de la galera de delincuentes comunes. Allí descubrí el submundo marica, la cultura carcelaria y una Habana desconocida, que enriquecieron al creador y rebelaron a mi espíritu, decidiendo para siempre pertenecerle. Mi madre buscó a un abogado que me localizó e hizo que me soltaran al cabo de un mes y medio.

Algo que nunca he olvidado y quizás recordarán los que entonces transitaban por la Avenida de los Presidentes y estudiaban en la Escuela de Letras de la Universidad es que al bajar las escaleras de la loma del Príncipe había una inmensa valla que decía: “La Revolución es el mayor acto humanitario” y firmaba El Supremo. Ese expediente me acompañaría, como a tantos, marcándome como maricón y por ende contrarrevolucionario, y serviría para que me enviaran a la UMAP. Así se me fue muriendo el sueño de otra Cuba, sustituido por la otra Cuba que tantos ni imaginábamos: el infierno. El golpetazo definitivo fue cuando, como al apóstol san Pablo, se me cayó la venda en el camino del asco. En 1963 o 1964 se celebraba otro aniversario de la creación de la UNEAC y lo celebrarían con un espectáculo. La Sección de Danza invitó a la independiente Compañía Dionea que yo dirigía y donde bailaba.[3] Montaron un escenario en el jardín con una enorme mesa con el banquete. Al final todos bebían más que comían, con sus mundos intelectualoides circulando al cuadrado. En la acera había una parada de ómnibus, y todos miraban por las rejas. Yo cogí una bandeja y comencé a darles los ya desaparecidos camarones y rollitos de jamón con queso y aceitunas. El Administrador de la UNEAC, un negro llamado Bienvenido del que no recuerdo el apellido, que era el esposo (¿?) de la cantante tortillera Doris de la Torre, me vio y dio la voz. Vino nuestro Poeta Nacional comunista, defensor de los negros y los desposeídos –¡nada más ni nada menos que Nicolás Guillén!–, quien me armó una bronca tremenda y puso fin al banquete del pueblo revolucionario. Desde entonces me quedé marcado en la UNEAC y finalmente me prohibieron la entrada –lo que no me importaba, porque desde entonces me prometí no pertenecer a ninguna institución y lo he cumplido–. Estaban echadas las cartas sobre la mesa: la Involución me aplastaría. Y yo la denunciaré más allá de mi muerte.

Hay quienes achacan las persecuciones contra los homosexuales por parte del Estado como reflejo y resultado de la tradicional homofobia cubana mientras otros hablan de una instrumentalización totalitaria de bajas pasiones del vulgo con las que el Estado y su líder trataban de reforzar su poder (tal y como ocurrió en otras sociedades totalitarias). ¿Cuál de estas dos visiones te parece más acertada? ¿Notas alguna diferencia entre la homofobia anterior y la “revolucionaria”? ¿Sabes si había “recogidas” masivas antes de 1959? ¿Se diferenciaban en algo de las que hubo después?

Por razones ajenas a mí mismo, te contesto esto muchísimo tiempo después que me lo enviaste. Porque se cumple otro aniversario de la muerte de Reinaldo Arenas. Soy muy callado para mis cosas personales. Menos a la hora de hacerle saber al mundo lo que hemos pasado, porque la neutralidad no existe, el silencio es parte de la complicidad, y ayuda a los verdugos y las versiones de sus sátrapas por todo el mundo –incluidos los del exilio que no son exiliados–. De eso he dado testimonios: “Demystifying las UMAP”, de Joseph Tahbaz; “El trabajo los hará hombres”, de Abel Sierra Madero; en un trabajo Félix Luis Viera en Cubaencuentro, en tu blog Enrisco; en el blog de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio del maestro Eduardo Loló. Menos Tahbaz todos heterosexuales. ¡Gracias en nombre de los que ya no están! Allí explico la Homofobia Cultural hasta 1958, y la diferencia con la Homofobia del Estado y sus métodos después de 1959. Quien indague en lo que se ha escrito sobre eso, descubrirá, pese a sus imperfecciones, cuán tolerante era la república y el sadismo del homoodio de la Involución. Baste leer las Memorias de Christine Jorgensen, la primera trans del mundo: “Nunca me sentí tan respetada y bien tratada como en Cuba”. Allí modeló vestidos de Dior en el cabaret Tropicana entre otras apariciones públicas y no lo detuvieron, ni tampoco a los maricones que fueron a recibirlo al aeropuerto habanero con una pancarta dándole la bienvenida. Y la orquesta Aragón le escribió un chachachá: “Yo no voy a Dinamarca porque me cambian la marca”, algo que el gobierno de Batista no censuró ni prohibió. Y en contraste, cuando regresó a Miami, bajándose del avión la Escuadra del Vicio la apresó por inmoral. Y del mundo nocturno habanero di un testimonio “De Fuller a Musmé” en el blog TransCuba. Cuando se hizo demasiado frecuente la aparición de los travestis en la televisión, es cierto que se emitió una ley prohibiéndolo, pero no se extendía a los teatros ni a los cabarets, y los travestis estaban sindicalizados en el Sindicato de Actores y cubiertos por la Ley de Protección al Artista Cubano. También había una Ley contra la Ostentación Pública que dejaba al criterio de la policía aplicar una multa o que limpiaran la estación de la policía, y los soltaban, sin juicio alguno, ni un dosier, ni implicaba la expulsión del trabajo o la Universidad. Ni nunca se cerraron los más de quinces clubs gays que había en La Habana, ni encarcelaron en el cabaret Montmartre o en Tropicana a las modelos travestis, o los prohibieron en las congas en los carnavales como en Las jardineras y Las bolleras, ni entraron en las oscuridades de los cines gay como El Duplex, el Cinecito y Radio Cine, ni cerraron los tres prostíbulos masculinos que habían, ni hubo recogidas masivas, ni cerraron los bares de ligues de la Avenida del Puerto, entre otros: La Campana, para los marines yanquis, y el Helena, para los marineros griegos. Ni se abrieron campos de concentración para Ernesto Lecuona, Bola de Nieve, Luis Carbonell, Felo Bergaza, y tantos creadores homosexuales que el público adoraba. Datos que hablan por sí mismos y son irrebatibles. Desmantelando la justificación de que el homoodio de la Involución, era la continuidad del mismo en la república.

Fuiste testigo y víctima de la sistemática represión de Estado contra los homosexuales como relatas en “Reinaldo Arenas, las cucarachas y yo”. ¿En qué medida te afectaron personalmente?

Fue una mezcla de espanto, al ver cómo en situaciones extremas se puede perder lo que nos distingue como humanos. Y una epifanía, el descubrir también que como humanos, se puede alcanzar lo más luminoso del espíritu aún en las más terribles circunstancias. Allí continuó forjándose mi carácter, se alimentó el creador y descubrí el orgullo de ser intransigente contra todo lo que sea enemigo de nuestra esencia humana. Como le dije a una de esas rojas académicas feminofascistas, que han secuestrado al digno movimiento feminista, “Si el mundo no hubiera sido intransigente con Hitler, usted y yo estaríamos hablando en alemán, yo tendría en mi camisa un triángulo rosado y California sería un estado nazi”. Nos acusan de parcializados y maniqueístas. Pero cuando te han metido en un campo de concentración, te han cazado como a un animal por maricón, te han destruido como creador, no quedan más colores que el blanco y el negro: el gris queda para los verdugos y los que defienden lo que no conocieron.

También de mi mundo UMAP di un testimonio en Cubaencuentro. Después de un año al poeta José Mario y a mí nos sacó Mirta Aguirre, una comunista de la vieja guardia desgarrada entre su feroz estalinismo y su lesbianismo, pero que a escondidas detrás de su máscara de hierro ayudó a muchos. Me han criticado por comparar a la UMAP con Auschwitz. Fue mi error creer que eso estaba implícito en lo que escribía. Jamás he pretendido crear un símil con el Holocausto judío: ese horror no tiene parangón con nada sucedido en la historia de la humanidad. Es que la UMAP cabe en la categoría de campo de concentración acordada por la ONU. Reclusión forzada, negación de los derechos civiles y procedimientos judiciales, internamiento por orígenes étnicos, credos religiosos, ideas, afiliación política, etcétera. El uso del trabajo forzado, la similitud del funcionamiento de sus campamentos, con la vigilancia armada reforzando el confinamiento, con los castigos, los procedimientos represivos, las torturas, la pobre atención médica, la escasa alimentación, la degradación física y psicológica, el aislamiento de los demás internados –con los triángulos rosados de Auschwitz y el escudo nacional de la UMAP–. Además de que sus instalaciones eran idénticas en sus componentes físicos, rodeadas de alambradas, incomunicadas y aisladas de los pueblos y ciudades. Ser judío o maricón no es per se un delito criminal.

¿Tienes idea de cómo afectó esta represión a Arenas en los sesenta? ¿Disfrutaba de cierta protección institucional a través de la UNEAC o estaba tan expuesto como el que más?

Él, como todos nosotros, compartió la misma represión brutal: expulsándote de las becas, escuelas y universidades, botándote de los trabajos, las recogidas policíacas, algunos fingiendo una falsa heterosexualidad, casándose y teniendo hijos, otros convirtiéndose en colaboradores y en el maricón-antimaricón. Era una tremenda presión psicológica y social. Imagínate lo que es cada día convertirte en tu propio represor, autovigilándote las ropas que te ponías, tus gestos, de qué hablabas, evitando los lugares “de antisociales”. Vivías vigilado todo el tiempo –con el peligro de que te denunciaran por pedófilo para quitarte la casa o tu puesto en el trabajo–, imposibilitado de tener una relación abierta: en fin, dejando de existir para existir como te imponía el Estado Comunista. La UNEAC no protegía a nadie, simplemente utilizaban tu talento y capacidad, tolerándote mientras fueras un cordero. Era una cueva de leones donde se espiaban unos a otros, se traicionaban vendiéndose como unas rameras intelectuales, por un viaje al extranjero, una publicación o una exposición. La lista de los que expulsaban cuando no querían ser marionetas, tiene bastantes nombres como los de José Mario, Heberto Padilla y Belkis Cuza Malé. Estabas en la nómina de la UNEAC, así que tenías que cumplir con lo que te exigían, como a un trabajador estatal, y a la vez soportar que una entidad cultural te dictara el comportamiento político. Aunque detestaras a la maquinaria estabas forzado a ser parte de ella y servirle. ¡Puro Maquiavelo!

¿En qué circunstancias conociste a Arenas? ¿Qué impresión te causó al principio?

Las clases del Seminario de Dramaturgia del Teatro Nacional, al que yo pertenecía, se daban en la Biblioteca Nacional, donde él trabajaba. También se reunían allí los miembros de las Ediciones El Puente. La biblioteca poseía una maravillosa sección de discos, de música clásica y popular desde el 1950 y donde todavía se podían escuchar a los que ya comenzaban a marcharse, y allá íbamos a oírlos antes de que desaparecieran, igual que los libros de los escritores exiliados, y la sección Homosexualismo. Por la noche todos nos íbamos a disfrutar la bohemia y el encanto de los sitios de las noches marginales habaneras. Todo ese mundo que ya se presentía marcado para desaparecer. En 1963, con el pretexto del ciclón Flora, cerraron todos los centros de entretenimiento e impusieron una Ley Seca, enviando a los cantantes, músicos y empleados a trabajar en el campo, y después algunos no reabrieron. Realmente en ese tiempo había muchas personalidades fascinantes, entre los monstruos sagrados de la generación del treinta y los interesantes de la del cuarenta. La nuestra del sesenta buscaba su voz, era muy variada, joven, romántica, pretenciosa e inexperta. A mí me había marcado mucho el poeta José Mario, otro valiente maricón público. Pero Reinaldo fue una avalancha inesperada. Y su escritura un terremoto sin precedente alguno.

¿Dónde veías a Arenas? ¿De qué hablaban?

Estábamos sitiados. Así que la persecución misma iba creando sus refugios por toda la ciudad. Reinaldo y yo éramos hombres del mar y nos veíamos a menudo en la Playita 16 en Miramar, nos fascinaba la decadencia de los cabarets de la Playa de Marianao y la bohemia de los bares de La Rampa, comandados por el Gato Tuerto del inconmensurable Felito Ayón. Nos íbamos con la pandilla de los negros –Nicolasito Guillén Landrián, Sara Gómez, Nancy Morejón, Rogelio M. Furé, Maguie Prior, Manolo Granados, Ángel Acosta León y otros– a los toques de tambores en Regla y Guanabacoa, y las rumbas en los solares. Con los de El Puente y otros periféricos, comíamos en las fondas nocturnas por toda la ciudad, en el Barrio Chino, íbamos a los bares gays y al mundo mezclado del puerto con sus calientes marineros y las putas divinas, perseguíamos en los viejos cines los dramones mexicanos de los cincuenta. Había muchos Reinaldos, buenos y malos. Y nunca sabías cuál te iba a mostrar. Si echabas a un lado el malestar por sus puñaladas, al final su complejidad te resultaba fascinante y entretenida. Además, tenía el don de una conversación locuaz e incansable, una gran cultura que se deslizaba amenamente sin que fuera pretenciosa, ostentosa ni insoportable. Poseía ese rasgo cubano de ser una cotorra perpetua, muy locuaz, barroco, cantinfleando, entremezclando los tópicos, interrumpiéndolos y regresando a ellos para terminarlos. Carpentier con su garraspado español-cubano-francés era único, Lezama una amena enciclopedia sin pretensiones. Gastón Baquero era fascinante con su amena cubanidad. Y el desparpajo de Reinaldo era desconcertante.

Reinaldo Arenas en las Cataratas del Niágara (FOTO René Cifuentes / Univisión)

¿Cómo era Arenas?

Reinaldo era un personaje de su propia picaresca. Con un sentido del humor muy inventivo y ácido. Podía destruirte y ridiculizarte en un segundo. Y al siguiente te acogía muy cálidamente. Siempre se interesaba por lo que estabas creando. Tenía una gran necesidad de afecto y te hablaba de sus proyectos y te leía lo que había escrito. Cuando escribía se encerraba y no existía más mundo que ese momento. Le encantaba que se rieran de sus burlones desparpajos. Creo que cubría su desamor con su lado más agrio. Su infancia, el peso de su madre y el abandono de su padre, lo cargaba por siempre. Pero no vacilaba, a veces, en mostrarte su cariño –si entendía que te lo habías ganado–, porque era muy desconfiado y no se entregaba fácilmente. La vida injusta que le dieron la llenaba con el sexo, y su desesperación espiritual con escribir, que era su urgencia y el único propósito de vivir. Coincidiendo en eso con otros a los que ya había matado el Estado, pero que sin escribir sí se morían: Lezama Lima, Virgilio Piñera, Dulce María Loynaz, Carilda Oliver Labra… Los que lo conocieron saben, eso espero, de la intensidad que emanaba de lo que yo llamaba “sus ojos gitanos”. En Nueva York la playa nos quedaba lejana en Coney Island o el Bronx, pero teníamos en el barrio en Manhattan el río Hudson. Él era ateo como Virgilio, pero apreciaba la intensidad y belleza de la obra religiosa de Lezama, Dulce María Loynaz y Baquero. Yo fui a echar unos girasoles en sus aguas por el día de Ochún, y nos sentamos a ver la puesta del sol en la ribera de New Jersey. Entonces le vi en el rostro el espíritu trascendido del cual hablan los místicos. Se dio cuenta y se me escapó con una frivolidad.

¿Cómo te fuiste de Cuba?

Yo tenía un dosier bien amplio. Había estado detenido varias veces por mis escritos, en recogidas de antisociales, porque no ocultaba mi identidad homosexual, por practicar abiertamente la Santería cuando era un delito sin ninguna ley en contra, por mis reuniones con los grupos marginales afines, y a cada rato me registraban la casa confiscándome los manuscritos. Siempre estaban presionándome para que colaborara y denunciara a los homosexuales y “desafectos” del mundo de la cultura. En 1970, una bondadosa amiga que trabajaba en una de las oficinas de Cultura en el Palacio del Segundo Cabo, me vio en la lista de la parametración de los teatristas y me advirtió. Ya llevaban mucho tiempo en algo macabro que llamaban La Bolsa de Valores, donde botaban a los que no querían en los grupos y cobrabas por años sin trabajar, salvo que alguien te pidiera para reforzar de segundón alguna puesta en escena o un espectáculo. Había pasado por muchos grupos y hecho de todo, así que tenía pocas opciones y llevaba en la frente la cruz de ceniza como “desafecto al Sistema”. Había pedido varias veces la salida del país y me habían concedido una beca en un grupo de teatro francés –eso está en mis papeles en la Universidad de Miami–. Y por esos absurdos de la Involución, aunque era el “enemigo”, no me la concedían. Así que me decidí, junto con otros tres, a lanzarme al mar en una balsa por la costa del pueblo habanero de Tarará. Nos descubrieron y cumplí tres años en una granja de trabajos forzados en Taco-Taco en Pinar del Río y en la cárcel Cinco y Medio de la Carretera Luis Lazo en la galera de los maricones. En 1979 cuando el presidente Jimmy Carter propicia “el diálogo” de la Comunidad y comienza la Reunificación Familiar, tras toda una aventura picaresca pude exiliarme como expreso político en España, con la categoría de parole que me concedió la ONU.

Al llegar a los Estados Unidos ¿Qué hiciste en aquellos primeros tiempos?
Agradecido de lavar platos y limpiar casas. Por un encuentro fortuito con Elizabeth Taylor, comencé a trabajar como decorador por contrato en Bloomingdaleʼs. Después dando clases de danza y ejercicios aeróbicos, y otras sobrevivencias hasta mi retiro. En La Habana, en el cine Payret, había visto la película La comezón del séptimo año con Marilyn Monroe, que me descubrió a Nueva York. Y me dije: allí quisiera vivir. Mi tiempo en Madrid, viendo a los cubanos que llegaban, me hizo comprender que, si vivía en Miami, sería como no haber salido de Cuba y yo quería ampliar mi mirada. Así que en la embajada norteamericana pedí la visa para Nueva York, aunque no tenía a nadie aquí. Y tras las odiseas propias del acomodamiento, terminé viviendo en el barrio Hell’s Kitchen en el midtown de Manhattan, con una comunidad cubana formada por muchos creadores de los sesenta en adelante –y los hermanos teatristas puertorriqueños y dominicanos–. Además, estaba en el centro teatral de Broadway y en el conglomerado del teatro off Broadway en la Calle 42. Lo que me propició regresar al teatro en español y con mi inglés trabalenguas al neoyorquino.

¿Cómo te conectaste con Arenas en Estados Unidos?

Cuando llegaron a Nueva York los refugiados del Mariel. Vivíamos a unas cuantas manzanas. Había entre los cubanos que ya estaban aquí y los del Mariel una gran necesidad de conocerse. A unos y a otros les habían arrebatado una historia en común, los amigos querían llenar el vacío entre ellos, y al filo de la libertad se produjo una gran euforia creativa.

Se habla mucho del impacto de la llegada de los marielitos a los Estados Unidos. ¿Qué recuerdas de la llegada de los marielitos a Nueva York?

El Mariel fue sangre fresca para el exilio. Y les destruyó a los defensores de la tiranía roja, la versión del apoyo incondicional del pueblo y de la perfecta utopía que el mundo debería copiar a sangre y fuego. Al fin y al cabo, eran los hijos jóvenes de la Involución, los viejos que lucharon por ella, sus militantes, funcionarios, creadores y artistas, los pobres, y los negros que eran uno de los pilares de su propaganda. ¿Y si venían unos enfermos mentales? ¿No era porque los sacaron de los hospitales y manicomios, para deshacerse de ellos como una basura, abandonándolos a su suerte, botándolos en los barcos y forzando a este país a ocuparse de ellos? ¿Ese es el humanismo revolucionario? ¿Y si venían delincuentes? ¿Cómo era posible que tras veinte años de paraíso rojo hubiera delincuentes? ¿No era porque los sacaron de las cárceles? ¿No era porque cualquiera podía ser un delincuente, por comerse una piña en una cooperativa agrícola te condenaban a tres años de cárcel? Si a los campesinos se les moría una res tenían que llevarla a las autoridades y después de certificarlo debían arrancarle la piel y entregárselas o te echaban hasta cinco años. En Santa Fe a uno de mis amigos le encontraron una langosta que no había declarado y le echaron cuatro años de prisión, porque eran para “producir divisas” –pagar las guerras internacionalistas alrededor del mundo o que las comieran los compañeros extranjeros que venían a solidarizarse–. Así que esos cientos de “delincuentes” los fabricó la misma Involución. Además de que era imperioso robarle a la cúpula lo que ellos le robaban al pueblo. En esas apariencias, desconocimientos y complicidad, se basó la propaganda de los neoyorquinos rojos para desprestigiarlos –que aún continúa con otros rojos por todo el mundo–. Eso les hizo muy difícil que los respetaran y hacerse de un sitio en este país. ¡Pero lo lograron donde quiera que se asentaron, creando trabajos y haciéndose profesionales!

¿Cómo fue el encuentro entre los intelectuales cubanos que salían de Cuba y el exilio intelectual que ya existía acá?

Fue un gozo reencontrarnos con los creadores que borraron de la historia cultural de Cuba por haberse exiliado. A los que reverenciábamos de oídas y en la clandestinidad nos prestábamos sus libros, los discos, las fotos y los programas de sus exposiciones: Lydia Cabrera, Gastón Baquero, Carlos Montenegro, Agustín Acosta, Cabrera Infante, Celia Cruz, La Lupe, Olga Guillot, Bebo Valdés, Cachao, Rafael Carruana, José Gómez Sucre, Cundo Bermúdez, Natalio Galán, Aurelio de la Vega, Ernesto Lecuona, Armando Oréfiche. La lista es larga. Pero antes tuvimos que luchar. Teniendo que demostrarles a los americanos rojos, que apenas con treinta años no éramos asesinos batistianos, ni latifundistas, explotadores capitalistas, delincuentes, ni racistas. Ni tampoco los comunistas que las torpes divisiones del mal llamado “exilio histórico” crearon. Éramos un ciclón, ansiosos de vivir, recuperar todo lo que perdimos del acontecer mundial, rescatar nuestra sexualidad, deseosos por crear, trabajar para hacernos un futuro, conocer las tendencias artísticas y técnicas desconocidas. También éramos bastantes irreverentes, engreídos y combativos. Por lo que hubo miedos, rechazos y distanciamientos. Pero todos tuvimos la humildad de acomodarnos y la relación terminó por ser muy buena. Respetándoles el sufrimiento, lo que habían contribuido a nuestra cultura y aceptándolos como nuestros maestros. Y ellos respetándonos lo que habíamos sufrido, comprendiendo nuestras ansias e inmadurez. Lo que allanó el camino cuando sucedió lo del Mariel y pudimos unirnos para ayudarlos.

Reinaldo Arenas en Nueva York (FOTO René Cifuentes / Univisión)

¿Cómo era la relación de Arenas con Nueva York? ¿Cuáles eran sus lugares favoritos? ¿Qué grupos frecuentaba?

Realmente el “I Love NY” era nuestro himno. Esta ciudad nos es fácil y en ella habitan Dios y el Diablo. Pero la libertad que le ofrece al espíritu, sus variados personajes y su inspiradora riqueza creativa, son únicas. Sobre todo, para los que veníamos sin mundo ni libertad. Realmente era una magia indescriptible caminarla, sin que te estuvieran espiando los Comité de Defensa ni que la policía te recogiera. Su grandeza es ese respeto a las manifestaciones de la humanidad del individuo, que para algunos puede ser su frialdad. Si te desnudas en la Quinta Avenida con una flor metida en las nalgas, siempre que por la ley te cubras los genitales, nadie hará de eso un gran rollo porque esa es tu elección y siempre el próximo está en camino. Siendo una ciudad tan vasta y rica, por camadas le íbamos descubriendo sus sitios interesantes y fascinantes. Nos gustaba mucho descubrir las comidas de otros países. Reinaldo gozaba mucho del Barrio Chino, la Pequeña Italia en Manhattan, el Barrio Árabe en Brooklyn y el Indio en Queens. Le gustaba mucho reunirse con los primeros exiliados de los sesenta de Nueva York y Nueva Jersey, para hablar de la Cuba desaparecida. Frecuentaba las dos librerías hispanas en la Calle 14, y la Librería Francesa en el Rockefeller Center. Devoraba los museos sobre todo el Metropolitano. En Cuba nos gustaba caminar por el cementerio habanero de Colón. Yo le descubrí el fabuloso Greenwood en Brooklyn. Se extasiaba con el Jardín Japonés en el Jardín Botánico de Brooklyn, y con el del Bronx, con su victoriano palacio de cristal del Conservatory, y el molino colonial Stone Mill junto a la cascada del río Bronx. Por eso lo afectó muchísimo la falta de movilidad y energía cuando se enfermó. Aunque estoicamente en esos tiempos no hablaba mucho del sida y lo ocultaba por el estigma y el rechazo.

¿Cambiaron los gustos personales de Arenas en Nueva York? Por ejemplo, ¿qué música le gustaba oír?, ¿qué películas le gustaba ver?

Nueva York nos invitaba a quitarnos la piel vieja, recobrar el tiempo perdido y vivir nuestro homoerotismo. Los ochenta fueron los años del delirio, que se pagaron de mala manera con el sida. Escribía oyendo música clásica, canciones en francés y le gustaban los boleros y Celia Cruz. Devoraba todas las películas de la Edad de Oro de Hollywood, y las que nos perdimos por prohibidas durante los sesenta y los setenta. Y fue una borrachera descubrir el archivo del Performance Arts del Lincoln Center. Si alguien tenía películas mexicanas de las rumberas cubanas allá corríamos.

Tengo entendido que Arenas era un gran conversador ¿De qué temas le gustaba hablar contigo?

Él nunca se fue del campo. Se llamaba a sí mismo “un guajiro”. Le fascinaba ir al Parque Central. Cuando lo llevé a Fort Tryon en el uptown, donde está el museo de los Cloisters, cayó en trance. Hablaba de su infancia y de Holguín. De cuando la UNEAC lo mandó al campo a cortar caña y fue su inspiración para el poema El central. Lo atraía la literatura colonial cubana, desde que hizo la investigación para la reescritura de Cecilia Valdés y utilizó a Gertrudis Gómez de Avellaneda, pero en general sus tópicos eran muchos y variados.

¿Le gustaba tanto la maledicencia como dicen?

Yo encontraba su maledicencia ingeniosa, temible y a la vez entretenida. Ese fue el origen de todos los enemigos que se buscó y las puertas que le cerraron. Muy pocos nos acostumbramos a ella. A veces se pasaba de la raya y los encontronazos eran muchos, y la mala fama lo fue siguiendo. Desde mi mundo yo consideraba que era como un payaso solitario que con el látigo trataba de hacerse notar. Obligándote a la dicotomía de tener que elegir entre la persona y el creador. Yo he conocido a grandes creadores que como personas son una mierda. Y a grandes personas que como creadores son una mierda, defendiendo la inhumanidad de la Involución cubana. Me era un enigma, que pese a todos los problemas que eso le ocasionaba, Reinaldo continuara con esas maneras que lo demeritaban.

¿Recuerdas anécdotas que reflejen la relación de Arenas con Nueva York?

Fuimos a una institución gay, The Center, en la Calle 13 en el West Village, que agrupaba a muchas organizaciones rojas, donde unos latinoamericanos del mismo color iban a hablar de los dones del paraíso cubano y lo horrible de este país, donde vivían. Cuando terminaron, Reinaldo les dijo: “El pájaro que tenemos en la casa, tiene asegurado el pan y el refugio. Pero sigue estando en una jaula”. Era exhaustiva la batalla porque te escucharan en una ciudad que es un bastión rojo, pero él no se cansaba. Le cerraron muchos caminos y se hizo de muchos enemigos, porque su lengua era libre y no perdonaba la mediocridad o la complicidad con la maldad. Todo esto lo compensaba el que disfrutara mucho la variedad de la ciudad, su vida nocturna y el hecho de que no durmiera. Además de la excitación de los peligrosos retos de los lugares prohibidos del sexo.

¿En privado Arenas era tan burlón como en público? ¿Qué recuerdas al respecto?

Reunía la mala leche de Francisco de Quevedo, Cervantes, el desenfado libertario del mundo homosexual y el desparpajo defensivo de las locas cubanas: todo eso era parte de su obra y su personalidad. Tenía la capacidad de que, con pocas palabras y razones precisas, iba al directo y destrozaba a cualquiera. Como con Bola de Nieve. Bola de Nieve partía de su dura experiencia como negro en Cuba, lo que lo hizo un fanático defensor del régimen, por lo que Virgilio Piñera lo llamaba La viuda de Robespierre. Y aunque Bola estaba al tanto de la UMAP y la represión odiofóbica y tenía miedo, él sabía que su apoyo lo blindaba del homoodio y fabricaba excusas. Incluso cuando estaba en México se cuidaba de no tratar a sus antiguos compañeros exiliados como Olga Guillot y Celia Cruz. Un día Arenas y yo estábamos en una fiesta en El Soho y le preguntaron si era amigo de Bola de Nieve y contestó: “Bola Roja, querrá decir”. Solía crearles apodos a sus amigos y enemigos, muy inventivos, graciosos y demoledores. Y escribirles todo tipo de cosas en tarjetas que les daba o enviaba. Con él no había término medio: te peleabas a muerte, lo combatías por siempre, lo ibas vadeando o participabas con él.

Arenas tiene dos artículos muy diferentes entre sí: uno en que manifiesta su entusiasmo inicial por Nueva York y otro que era una especie de despedida de la ciudad que recoge una visión mucho más amarga y sombría de la ciudad. Hasta donde lo conociste cuál fue tu impresión, ¿nunca se adaptó a la ciudad u ocurrió un proceso de desencanto progresivo

A él no le gustaba esa herencia de la hipocresía anglo, la superficialidad, el localismo y la incultura del modo de ser de muchos americanos. Pero reconocía su afabilidad, su inventiva, su libertad y el goce por la vida, entre otras cosas. Así que veía a Nueva York entre la aceptación y el rechazo. Él buscaba en la ciudad gay una relación afectiva que lo condujera al amor, pero en el desenfreno de esos tiempos sólo había sitio para el placer –en los antros del sexo las gentes ni se preguntaban el nombre y apenas se hablaban–. Viniendo de la afabilidad cubana eso le costó mucho trabajo asimilarlo, pero se fue adaptando, comprendiendo que en esas circunstancias nunca encontraría el amor. Otra cosa que lo desesperaba por incomprensible, era que en el mundo de la democracia lo atacaran sin piedad por su posición libertaria, que más que política era filosóficamente humanista y universal, aunque enfocada hacia Cuba, que era su misión. Mientras las instituciones culturales y educativas norteamericanas les abrían las puertas a los creadores oficialistas de Cuba ofreciéndoles becas, conversatorios pagados, publicaciones, eso mismo se lo negaban a los exiliados. También le preocupaba el paso del tiempo y no ser gustado –en una ciudad con un desmedido culto a la juventud y la belleza–. Puede que, junto con las dificultades económicas, todo esto comenzara a ensombrecer la mirada que tenía de la ciudad. Tristemente, al final de su vida fue que comenzó a recibir buenos pagos por su obra. También lo afectó mucho la paulatina desaparición de la ciudad gay y la muerte de sus amigos por el sida. Y finalmente su contagio. Nueva York ya no era su Nueva York.

Desde el mundo gay, latinoamericano e intelectual de la ciudad ¿cómo se le percibía a Arenas? Cuando hablas de “ostracismo académico por consideraciones políticas”, ¿a qué te refieres?

Él era el blanco preferido de los utópicos rojos, que controlan las instituciones académicas y culturales y los medios de información. Sobran los ejemplos de cómo ellos cercenan a los que no piensan igual. No importaban las irrefutables evidencias que les presentaran: siempre preferían ignorar la realidad del descalabro cubano. Además de que sus luchas por la libertad individual y el derecho de expresión no se extendían a nosotros. Luchaban por los derechos de los homosexuales, siempre y cuando no fueran homosexuales cubanos exiliados. Te contaré tres historias.

Una. Reinaldo y yo estábamos en una recepción en una galería de pintura en el Soho. Por no desentonar conversábamos en inglés y el acento nos delató. Nos preguntaron de dónde éramos y al responder que de Cuba nos convirtieron en las estrellas de la noche; todos querían hablarnos, preguntarnos sobre Cuba y contarnos sus experiencias e impresiones a lo Walt Disney de un país que no reconocíamos. Cuando nos preguntaron que cuándo regresábamos y les dijimos que éramos exiliados, fabricaron un muro alrededor de nosotros y nos ignoraron durante el resto de la noche.

Otra. El Victory es un teatro en la Calle 42 de Manhattan que se especializa en teatro infantil y juvenil. Trataban de llenar la cuota “latina” para un festival y me solicitaron una obra. Les envié El día que se robaron los colores, les gustó y aceptaron montarla. Me pidieron una biografía, donde yo siempre incluyo mi represión en Cuba y mi condición de exiliado. Una semana después me llamaron, diciéndome que lo sentían, pero la obra no se adecuaba a la línea artística de la institución.

La tercera. Estaba en una universidad de California, donde recibí un segundo premio por Camino de ángeles, una obra sobre el sida –de la lista de los premiados me desaparecieron, pero el diploma está entre mis papeles en la Universidad de Miami–. Era un conversatorio sobre el teatro “latino”. Y al hablar del teatro cubano en los Estados Unidos, un director chicano de teatro dijo: “Cuando me cae en las manos una obra de esos cubanos la boto a la basura”. Lo gracioso, o terrible, es que el tema de la mesa era: “¡La censura del teatro latino en el ámbito teatral norteamericano!”

¿Qué nos puedes decir de “la loca desenfadada y quevediana que le pone los pelos de punta a los moralistas del exilio? ¿Cómo fueron sus relaciones con ese exilio tradicional y viceversa?

Esos “viejos del exilio que afortunadamente se están muriendo todos”, como dicen. Se trajeron la Cuba de sus tiempos con ellos. Y encerrados en sus pasados construyeron el difícil momento de un exilio, que tuvo que luchar contra el racismo sureño de la “Cuban invasión” y el “No dogs, no Cubans”. Y contra la maquinaria roja que los presentaba a todos como batistianos torturadores y asesinos, explotadores, reaccionarios, agentes de la CIA. Con los medios de información fabricando el Robin Hood barbudo que este país se creyó. Ya cómodos, lograron convertir un cementerio para viejos jubilados en la ciudad de Miami, al margen de los norteamericanos, obligándolos a ser bilingües, y construyendo su propia economía.

Entonces suceden los hechos del Mariel, creando una nueva realidad que los desequilibra y a la que responden creando el “exilio histórico”. Lo cual fue un tremendo error divisorio, porque la libertad no conoce purezas de grupos, exclusivismos, ni épocas. Ni siquiera se les acercaron a los del Mariel, no les dieron tiempo a que se acomodaran al cambio brutal del comunismo al capitalismo y a la periferia norteamericana, no los ayudaron con la transición para vivir de una nueva manera. Hubieran descubierto en ellos a las víctimas del mismo monstruo que los pisoteó. Se creyeron el discurso de los mismos rojos, que los habían desprestigiado a ellos como reaccionarios, gusanos y contrarrevolucionarios. Reinaldo no sólo era la presencia testimonial de la persecución, también era la valiente voz pública homosexual en ese nido tradicionalista, que le respondía con el homoodio cultural de la república, nuevamente coincidiendo con sus enemigos. Reinaldo respondió prescindiendo de ellos, viéndolos como la copia de la realidad de la cual salió huyendo. Así que salieron perdiendo, Reinaldo, ellos, y la idea de un exilio unificado. Fue un gran triunfo para los rojos en ese momento.

A Arenas le chocaba bastante el mundo gay norteamericano: “Locas que buscaban otras locas”, según escribió él. Percibiste algo así en tu trato con él. ¿Recuerdas alguna circunstancia en que esto se puso de manifiesto?

El mundo gay latinoamericano sigue enclaustrado en la copia del mundo hetero de la relación mujer-hombre. Con el papel tradicional del pasivo-mujer-penetrado y el activo-hombre-que penetra. Lo cual ha cambiado en la comunidad homosexual norteamericana, donde todos los papeles se intercambian y nadie subyuga absolutamente a nadie, y el bugarrón y el bisexual han quedado en la periferia del acontecer gay. Porque este gay de ahora busca en otro gay lo que estos no pueden darle: enamorarse del otro, mantener un hogar juntos, crear una economía en común y una personalidad civil en cualquier comunidad donde vivan –ahora casarse y tener hijos–. Reinaldo no entendió eso. Siguió buscando al macho perenne para entregársele sometido. Su error fue salir a buscarlo por los cines, los baños de vapor y las oscuridades. Quejándose de la inconexión entre los cuerpos musculosos y viriles, y la sexualidad sin códigos. No comprendiendo que una cosa era la piel y otra la esencia del ser homosexual.

¿Llegaste a colaborar con la revista Mariel? En caso afirmativo, ¿qué nos puedes decir de la experiencia?

No. En aquel momento me construía el futuro exiliado: con dos trabajos, estudiando inglés y metiéndome en la piel del “American way of life”. Es ahora que se está reconociendo su tremenda importancia, y todo el talento que estaba reprimido en Cuba. Crearon una sólida obra que nada tiene que ver con lo que se hacía en Cuba. Continuaron la herencia, impuesta por la represión, la economía y la necesidad del salir de la aldea, de nuestros forjadores de la identidad nacional en el siglo XIX: Heredia, Villaverde, La Condesa de Merlin, Félix Valera, Gertrudis Gómez de Avellaneda, José Martí y otros, que crearon el grueso de su obra en la emigración y el exilio, en español, inglés y francés.

Tengo la impresión de que viviste bastante de cerca la fase en que fue un “aterrado enfermo de sida enfrentado a su mortalidad” ¿Qué nos puedes decir de aquel Arenas?

Eso está en el testimonio “La larga muerte de Reinaldo Arenas” en Internet.

De la muerte de Arenas hubo varios testigos: Lázaro Gómez Carriles, la traductora Dolores Koch y tú. ¿Puedes contarnos en detalle cómo ocurrió todo?

Te refiero a lo mismo.

Luego del éxito inicial de sus dos primeras novelas a su salida de Cuba no consigue publicar en las grandes editoriales de la lengua hasta su muerte. Sin embargo, al morir, su autobiografía, Antes que anochezca, se convierte en best-seller. ¿Crees que ese éxito póstumo, aunque merecido, fue una manera de malentenderlo?

Fue la maldita ironía de ignorarlo desde que salió por el Mariel hasta su muerte. Y la complicidad de los que nunca quisieron escuchar las pesadillas que traía consigo, leerlas, ni reconocer sus valores como escritor: los tontos útiles de siempre. Los ciegos que siguen sin vernos.

¿Qué piensas de la película de Julian Schnabel Before Night Falls y de otros recuentos sobre Arenas? ¿En qué medida se alejan y en qué medida se acercan a la idea que tú mismo tienes de Reinaldo?

A los grandes hombres les echan muchas sombras las luces de sus mitos. La obra de Reinaldo no es la totalidad de su persona. Y cuando no se conoce personalmente a un creador se suele recurrir a las referencias de otros. Son muchos Reinaldos de los que queda bastante por desentramar. La película, la ópera, los estudios, los ensayos y análisis son válidos para mostrar su riqueza y muchas facetas. Son las fuentes y la invitación al público para que lo investigue y reconstruya. El tiempo modifica la memoria y cada cual elige lo que le es más afín y le interesa. Lo realmente importante es que la persona y el mito sigan cumpliendo su misión fundamental. Demostrar que la Involución cubana es el desastre de los tiempos soñados, que impusieron las masas manipuladas y manipuladoras. Ciclo eterno que se repite con otras involuciones, y la necesidad que tiene la manada del lobo Alfa de imaginar y ansiar lo que no tenemos, y esperar que la utopía nos regale los frutos fáciles que nos promete.

¿Cómo valoras la importancia de Arenas para la literatura cubana y la cultura en general?

Nunca un maricón isleño se reveló tan maricón en su obra, haciendo del desenfado y el choteo cubano un estilo. Reinaldo fue La Voz. Te le puedes acercar, pero ni siquiera imitarlo, porque la copia se delata por ella misma. Él entró en la esencia de Cuba sin populismos ni folclorismos. Desde adentro, con una manera de narrar que plasma la esencia caribeña-cubana. Y desde allí, con la pluma barroca del buen español, lo descompone, juega con él, lo hace popular y culterano, ameno, entretenido, a la vez, que nos desgarra. Maravillados de los mundos que nos entrega y lo que desconocíamos, lo seguimos hasta la última página. Con la cualidad de narrarnos el espanto de una manera que nos saca risas. Salimos perdiendo con la desgracia de su temprana pluma rota. Salimos ganando con el regalo de su buena tinta.

Exilio, Nueva York, diciembre 1 de 2020


Notas:

[1] Llevaba al Seminario el libro El Monte de la gusana Lydia Cabrera y se los prestaba a todos los negros dramaturgos que lo desconocían. Seguía la tradición de vestirme de blanco los jueves Día del Santísimo Sacramento e ir a las clases con los collares del Santo. Un día me estaba esperando el rojo dramaturgo argentino Osvaldo Dragún que era el director del Seminario, con un mitin de repudio urdido por mis compañeros dramaturgos que me expulsaron. Cuando la Crisis de los Cohetes crearon unas brigadas artísticas a la soviética, para entretener a las tropas, ir a las fábricas, etcétera. Yo monté mi guion “A Míster Bombita se le cayó el tabaco”. Que tuvo mucho éxito. Dragún me propuso regresar, pero decliné el volverme a sentar entre mis verdugos. Años después me lo encontré enfermo en el aeropuerto de Madrid y me dijo quiénes habían urdido. Escribí aquella obra porque entonces, como ahora, pienso que de la misma manera que desconocieron a los cubanos con el Tratado de París en 1898, la enmienda Platt en 1901, el fracaso del Diálogo Cívico dirigido por Don Cosme de la Torriente para salir del atolladero de la dictadura en 1958, y desecharon a Batista abriéndole el camino a las barbas, el gobierno americano no debía de entrometerse en nuestros destinos y dejarnos a nosotros mismos luchar por nuestra libertad. Una vez más, con la Crisis de los Cohetes. sin contar con los cubanos de la oposición, como lo hizo el presidente Obama. Porque donde hay tiranos hay oprimidos y se merecen que los escuchen.

[2] Debo, en parte, el fin de este silencio a mi amigo José Abreu, que me forzó pidiéndome una foto para una entrevista que me hizo en El Nuevo Herald. Y también a mi amigo Luis de la Paz cuando participé en sus Viernes de Tertulia en Miami. Eso no quiere decir que aún no tiemblo cuando me tiran fotos.

[3] El programa de ese día está en la Universidad de Miami, en el Cuban Heritage Collection.



*Tomado de Rialta Magazine

lunes, 14 de diciembre de 2020

Necesidad de libertad: homenaje a Reinaldo Arenas

 


El pasado lunes 7 de diciembre de 2020, en ocasión del 30 aniversario de la muerte del escritor Reinaldo Arenas, se realizó un conversatorio con artistas e intelectuales que lo conocieron o han estudiado e investigado su vida y obra. La primera parte del evento estuvo dedicada a los testimonios de primera mano y la segunda abrió espacio para la conversación entre los testimoniantes y resto de los asistentes. Esperamos que lo disfruten.







sábado, 12 de diciembre de 2020

«El espíritu que animaba nuestro empeño de construir un mundo nuevo se ha esfumado»


Por Melissa C. Novo 

La deformación del público lector en Cuba, tras la Revolución, se produjo como parte de un proceso mucho más complejo de reescritura y emergencia de nuevas configuraciones de la vida pública. Surgió, en su lugar, una especie de público-masa. Aunque algunos consideren que la visión de Jürgen Habermas (y otros representantes de la Escuela de Frankfurt) es elitista, varios de sus juicios no solo son ciertos, sino que ofrecen una perspectiva crítica al respecto, siempre saludable para reflexionar y debatir. Para el filósofo alemán «el contacto con la cultura forma, mientras que el consumo de la cultura de masas no deja huella alguna, proporciona un tipo de experiencia que no es acumulativa, sino regresiva».[1] Y un panorama similar se ha dado en la isla a partir de 1959.

La ausencia, aún hoy, en el país, de una legislación definida —única— de la «política cultural» es problemática. La regencia (y vigilancia) ideológica sobre las artes ha colocado en jaque la vitalidad de la literatura (ahondando en este ámbito de manera específica), pero también ha inducido peligrosas consecuencias para el autor como individuo privado que es despojado de sus derechos.

El control gubernamental de las artes no es un fenómeno social nuevo; la denuncia de la censura y del ocultamiento deliberado de la historia, tampoco. Pero la polémica en torno a Cuba semeja una herida condenada a no sanar; sobre todo porque en las instancias gubernamentales no se reconoce, como debiera, este problema que ocurre desde el propio 1959 (demarcado en 1961) y que continúa.

Enrique del Risco Arrocha (La Habana, 1967) es una de esas voces (exiliadas, silenciadas, excluidas como autor cubano dentro de Cuba), de esos escritores que nos recuerdan la irreverencia de David y la ilusoria, aunque verdadera, fortaleza de Goliat. Es un hombre muy simpático, diestro en hacer reír ante situaciones dolorosas, lo cual te provoca más llanto y más risa. Y es un hombre serio, consecuente. Su historia, como bien él ha dicho, no constituye una excepción, sino una punzante y triste norma de la realidad cubana. La obligación de institucionalizarse para poder ser un autor en Cuba ha provocado episodios como en los que excava Enrique.

Puede ser este otro viaje tormentoso hacia un pasado que no toda persona suele enfrentar con tranquilidad, con distancia, con comprensión y, hasta cierto punto, con perdón. Y tienen toda razón para no hacerlo, porque no se trata de un acto sencillo. Sin embargo, puede Enrique, ante preguntas molestas, enseñar y denunciar y regresar a un sitio de diálogo necesario para construir un espacio verdadero o, al menos, uno más sincero.

Esta conversación con Enrique del Risco, aunque a distancia, ha sido, en derroche, cercana. Su amabilidad, y disposición para compartir sus vivencias, ayudan a contar la otra Cuba: la de la censura, la de las prohibiciones, la de la persecución y la del acoso a los escritores.   

¿Cómo ocurrió su inserción en el panorama editorial cubano y cuál era su visibilidad en el ámbito literario?

Cuando di a conocer mis escritos, primero en publicaciones periódicas como DedetéLa Hiena TristeBohemiaAlma Mater, era bastante joven. Cuando esas publicaciones desaparecieron a inicios del Período Especial seguí leyendo mis textos en diferentes lugares. Había estado entre los fundadores de la peña de 13 y 8, en el museo del municipio Plaza —de donde salieron los futuros integrantes de Habana Abierta— y seguí leyendo textos míos donde quiera que me invitaran: bibliotecas, peñas en cines (como la del Mara y la del Acapulco), teatros, galerías, museos, casas de cultura, etcétera. Fue una época muy fecunda en peñas, dirigidas en su mayoría por gente joven con la que compartía intereses comunes y diverso grado de complicidad.



No obstante, en algunas peñas, como la de mi antigua Facultad de Historia en la Universidad de La Habana, me prohibieron la entrada o sufrí algún tipo de acoso o conatos de actos de repudio. En 1993, junto con un par de humoristas más, Pedro Lorenzo y Eduardo del Llano, fundé la peña Esperando por Gutenberg, en La Madriguera de la Quinta de los Molinos, la cual mantuvimos con una frecuencia mensual durante un año. Y en 1994 un grupo de humoristas conseguimos publicar, con el auspicio de la Asociación Hermanos Saíz (AHS), la revista Aquelarre. Sin embargo, semanas después nos enteramos de que la edición había sido secuestrada (aunque el eufemismo oficial en Cuba creo que es «recogida»), con intenciones de convertirla en pulpa de papel. Cuando le exigimos a la AHS una explicación nos citaron a una reunión donde se apareció la plana mayor de la UJC [Unión de Jóvenes Comunistas] (nadábamos en siglas en aquella isla: la maldita circunstancia de las siglas por todas partes). Allí, el jefe de la UJC nacional mandó a callar al presidente de la AHS de entonces, Fernando Rojas —él mismo un censor muy entusiasta que con el tiempo ha llegado a ser viceministro de Cultura—, y dejó claro que no querían ver publicada una revista satírica con textos titulados «La historia nos absorberá» o «El humor entre la libertad y el poder». O con una nota que explicaba que uno de los textos incluidos inicialmente había sido censurado por el propio presidente de la AHS. Intentamos llevar el mismo proyecto a la UNEAC [Unión de Escritores y Artistas de Cuba], pero allí también lo rechazaron.

Usted dijo en una ocasión que no creía que la Seguridad del Estado comenzara a vigilarlo por lo que escribía, ¿por qué cree que lo comenzó a hacer entonces?

Tengo la impresión de que en aquella época la Seguridad del Estado nos vigilaba a todos. O al menos a todos los que le pareciéramos mínimamente sospechosos de tener alguna independencia de criterio. Era una labor preventiva la que hacían. Para devolverte al «buen camino». De lo contrario tomarían otras medidas más serias, por supuesto.

Cuando hablo de vigilancia generalmente la pienso a partir de los años universitarios, pero, ahora que lo dices, ya desde antes la había notado. Cuando aparecieron en uno de los baños del edificio docente de mi preuniversitario unos carteles diminutos de «Abajo Fidel», en apenas una hora todos los que estábamos cerca en el momento en que descubrieron los carteles ya estábamos siendo interrogados por agentes de la Seguridad. No mucho después escribí una obra de teatro satírica sobre cuestiones internas de la escuela, la vocacional Lenin, sobre la calidad de la merienda y problemas por el estilo. «Galileo y el masarreal» se llamaba. Pues, aunque apenas se la mencioné a algunos amigos, un día vino a verme un estudiante con quien apenas tenía trato a hacerme preguntas sobre la obra. Evidentemente alguien había dado el chivatazo sobre lo que estaba escribiendo, y habían enviado a este estudiante, un tipo brillante pero manipulable, para que me hiciera un interrogatorio discreto sobre mis escritos. Él estaba a punto de entrar en la UJC y supongo que se trataba de un encargo para demostrar su lealtad. Y eso que en aquella época yo era un creyente casi absoluto en la «Revolución» y mi obra era una tontería de muchachos. Yo creo que en eso estriba el éxito de un régimen así, y la sensación de ahogo que produce: en que se toman todo, hasta lo más insignificante, absolutamente en serio.   

Llegado a la Facultad de Historia y Filosofía fui el jefe de propaganda de la FEU [Federación Estudiantil Universitaria] durante tres o cuatro años consecutivos. Y me creía cosas. Seguía siendo un creyente en la Revolución, pero, al mismo tiempo, pensaba que estaba en nuestras manos la responsabilidad de reencauzarla «por el camino correcto», como se decía entonces. Un camino diferente, no necesariamente opuesto a la dirigencia de entonces, aunque muy pronto comprobamos que el choque con ellos era inevitable. Pensábamos, por ejemplo, que podíamos recuperar la autonomía universitaria que hubo en tiempos de la República, y en una reunión llegamos a pelearnos a gritos con el ministro de Educación Superior y con el presidente nacional de la FEU, Felipe Pérez Roque, quienes nos insultaron por defender la reimplantación de la autonomía.

En la universidad todo el tiempo nos enfrentábamos a la UJC y las elecciones eran peleadas porque los de la UJC no querían que saliéramos los de la Federación, pero nuestros compañeros insistían en votar por nosotros. El mural de la FEU que yo hacía era un antecedente de mi muro de Facebook y a cada rato lo secuestraban los del Partido, los del decanato, la UJC o hasta del rectorado. Creamos un mural especial al que le pusimos «El Ágora», donde los estudiantes podían colocar sus opiniones, pero los choques que tuvimos con las autoridades universitarias y políticas por ese minúsculo espacio de libertad fueron constantes. En una reunión de la universidad se llegó a decir que nuestra facultad estaba en segundo lugar en problemas ideológicos. Al día siguiente de enterarme, y con todo el orgullo del mundo, puse en un cartel del mural: «Por fin nuestra facultad se destaca en algo: alcanzamos el segundo lugar en problemas ideológicos». En aquellos días solo se nos adelantaba la Facultad de Matemáticas, donde se acababa de crear un partido político socialdemócrata que terminó con unos cuantos presos. En otra ocasión, en medio de la campaña oficial defendiendo el unipartidismo del Partido Comunista, dibujé a un personaje con un cartel que decía: «Queremos un solo partido: Argentina-RFA», y los de la UJC volvieron a cargar con el pobre mural. Pero cuando vino la contraofensiva ideológica tras la caída del muro de Berlín, ya yo estaba alejado de mi activismo en la FEU, inmerso en la investigación de mi tesis, que versaba, precisamente, sobre el movimiento universitario de los años cincuenta.

Enrique del Risco (gafas y camisa verde). La Habana, 1993. Cortesía del entrevistado.

Cuando sus vigilantes le pidieron colaborar con ellos, ¿en qué sentido lo solicitaron? ¿Qué debía hacer? ¿Se trataba de una petición para fungir como centinela de otros escritores con los que usted se relacionaba, o algo más?

Un día se aparecieron en la esquina de mi casa; esperaron a que llegara de la universidad. Al entrar yo en la casa llamaron por teléfono diciéndome que fuera hasta la esquina: allí estaban ellos, en un Moskvitch verde, sonriendo y diciendo que montara, que aquello no era Argentina. Todavía estaba reciente el tema de los desaparecidos, así que en el acto capté la insinuación. Me informaron que al día siguiente en mi clase de Cultura Cubana aparecería un estudiante belga, de raza negra, que era en realidad un agente de la CIA con la misión de crear disturbios raciales en Cuba. Que debía hacerme amigo de él y sacarle toda la información posible. Incluso me ofrecieron dinero para que lo invitara a salir, oferta que rechacé. «¿Cómo iban a ofrecerme dinero del pueblo para que yo sacara a pasear a un agente de la CIA?», decía el comunista creyente que todavía quedaba dentro de mí.

Dije que aceptaba la «misión» para que me dejaran salir de una vez de aquel carro en el que me estaban dando vueltas. Eso sí, les advertí que nunca me pidieran información sobre ningún amigo. «Tú verás cómo te vamos a hacer un agentazo», me dijo uno de los segurosos como despedida, a lo que respondí, supongo que aterrado, pero intentando algún aplomo, que yo solo quería ser historiador. Al día siguiente estaba allí el belga, tal y como me habían dicho, pero no pasé de darle los buenos días. No tengo madera de espía. Para ningún bando. La próxima vez que me vieron me preguntaron por dos compañeros de estudios: Rafael Rojas, y Ramfis Ayús (quien murió hace años, en México), ambos estudiantes de Filosofía en aquel entonces. Les respondí que eran amigos míos y, encima, primeros expedientes en sus carreras respectivas, y les pregunté si tenían algún problema con la gente inteligente. Posteriormente me volvieron a citar, no acudí, pero no volvieron a insistir. Cuando reuní los textos de El compañero que me atiende no incluí mi experiencia en parte porque no quería ser de esos antologadores que aprovechan las antologías para incluirse en ellas y en parte porque ya en el libro había una historia muy parecida a la mía, incluso con el mismo seguroso, contada por el escritor Francisco García González, condiscípulo mío entonces y amigo de toda la vida.

No me molestaron más. Al menos no de modo visible. Sospecho que su cálculo era que, si no me podían captar, al menos hacerme saber que me vigilaban, que conocían mi dirección, mi teléfono, mi familia, con quiénes me reunía, a qué fiestas iba. Cosas así. Por supuesto esas experiencias, especialmente humillantes a esa edad, uno se las callaba de pura vergüenza, hasta que muchos años después dos de mis compañeros de grupo me confesaron que habían pasado por lo mismo. O sea, de un grupo de veintitantos estudiantes de mi curso hubo al menos tres intentos de captación más aquellos a los que sí captaron, más los miembros del llamado «Batallón UJC-MININT», estudiantes que abiertamente trabajaban para la Seguridad: te puedes llevar una idea del nivel de vigilancia al que estábamos sometidos y de la paranoia reinante. Pero de alguna manera uno se las arreglaba para actuar como si eso no existiera… hasta que las cosas se empezaban a poner serias. Y a los estudiantes extranjeros, todos de izquierda y con un pedigrí revolucionario demostrado, eran a los que más vigilaban.

Por cierto, cuando gané el Premio de Cuento 13 de Marzo, tres años después de graduarme de la universidad, en 1993, uno de aquellos segurosos estuvo presente en la premiación. Por cuestiones que son largas de contar comprendí que el jurado, al ver que mis cuentos eran un tanto heterodoxos políticamente, se había puesto en contacto con la Seguridad del Estado para que diera el visto bueno a mi premio. Querían dármelo, pero al mismo tiempo, evitar meterse en problemas. Eso explica la presencia durante la premiación del agente que me había «atendido» en la universidad, alguien que para entonces trabajaba en la Academia de Ciencias. (Porque nosotros teníamos también nuestras propias fuentes de información y de alguna manera sabíamos, por ejemplo, que antes de pasar a vigilarnos en la universidad aquel agente, «Rubén», estuvo encargado de vigilar al equipo de baloncesto en sus giras por el extranjero y que al escapársele uno de los basquetbolistas el castigo fue ponerlo a vigilarnos a nosotros).

Sus únicos dos libros publicados en Cuba son Obras encogidas (1992, Ed. Abril) y Pérdida y recuperación de la inocencia (1994, Ed. Pinos Nuevos). ¿Puede comentar cómo se produjo la publicación del primero de ellos?

Gracias a mi amigo Luis Felipe Calvo Bolaños, miembro del grupo humorístico Nos-Y-Otros, quien era corrector primero de El Caimán Barbudo y, luego, de la Editorial Abril, publiqué allí un pequeño plaquetteObras encogidas. Puro sociolismo que todavía le agradezco. Me cuenta Luis Felipe: «no hubo complicación porque fue la época de la escasez de papel (y de todo) y el plaquette vino a ser a nivel editorial ejemplo de la consigna de hacer más con menos. Lo imprimía la Editorial Abril, pero salía bajo el sello (y el filtro) del Banco de Ideas y Ediciones Poramor donde, entre otros, estaban Alex Pausides, director entonces del Caimán [Barbudo], con quien tenía buenas relaciones, y Jacqueline Teillagorry, que había sido la editora del Caballero del Miembro Encogido de Nos y Otros. Una amiga cercana».

Y la publicación de un libro en Cuba por una editorial estatal (que eran las únicas existentes) tenía un efecto curioso. Porque no importaba cuán subversivo pareciera algo. Si una instancia superior lo aprobaba, las instancias inferiores no se atrevían a cuestionarlo. Al menos en La Habana. En provincias tengo la impresión de que ocurría lo contrario: reprimían primero y después preguntaban quién lo había autorizado.

¿Cuál era la temática de los cuentos que le pidieron excluir de Pérdida y recuperación de la inocencia? ¿Cómo y quién le comunicó esa petición? ¿Qué alegaron al respecto?


Recuerdo que uno de los cuentos eliminados era una fábula sobre una zorra que daba un discurso. La zorra podía tomarse como una alegoría de Fidel Castro, pero tampoco le puse barba ni mucho menos. También eliminaron un breve test «patriótico» sobre lo que haría uno en caso de que el enemigo le tomara preso a un hijo, como le había ocurrido a Carlos Manuel de Céspedes, el «Padre de la Patria». Y creo que el otro cuento excluido era «Sin inercia», que todavía me gusta bastante y era una suerte de homenaje a «El guardagujas» de Arreola: hablaba de un país en el que los trenes llegaban siempre tarde. Luego, les dio por marchar hacia atrás, pero resultó ser que los trenes empezaron a llegar a tiempo a su destino. La solución del enigma era que el país marchaba hacia atrás a mucha más velocidad que los trenes. No obstante, cuando alguien propone hacer marchar el país hacia adelante terminan fusilándolo. Eso era demasiado para la censura de la época. También me hicieron sustituir el comienzo del cuento «Postépica» por sinónimos. De: «Nadie negará que el espíritu que animaba nuestro empeño de construir un mundo nuevo se ha esfumado», quedó así: «Ciertamente puede afirmarse que el impulso vital que antaño conducía cada uno de nuestros pasos ha sufrido algunas modificaciones». En ediciones posteriores del cuento he restituido el comienzo original, pero debo reconocer que esa retahíla de eufemismos a que me obligó la censura no deja de tener gracia.

Fue traumático que me pusieran a decidir entre eliminar esos textos y renunciar por completo al libro. Por suerte me había preparado para esa situación. Antes de la primera reunión hice mi propia lista de cuentos. La de los intocables y la de aquellos con los que me permitiría negociar. Fue como prepararme para negociar mi alma con el diablo. O más bien, para negociar con el diablo y de algún modo conseguir que mi alma saliera intacta. Así de tremendo uno se toma las cosas a esa edad, que es el único modo en que uno puede conservar cierta dignidad en tales circunstancias. Por suerte el representante del «diablo» solo mencionó cuentos de mi lista de cuentos «negociables», no de la otra.

Francisco López Sacha, jefe de la sección literaria de la UNEAC, fue quien fungió como intermediario entre el jurado y yo. El jurado nunca quiso dar la cara. Era ridículo porque López Sacha todavía no se había leído los cuentos y tramitaba aquella censura de oídas. De cualquier manera, me asombraba que Sacha consiguiera retener tantos detalles de un cuento que solo conocía de oídas. En algún momento me cansé de aquellos trámites absurdos y me aparecí en el apartamento del jefe del jurado, Ambrosio Fornet. Con esa mezcla de miedo y rabia, frecuente en cierta especie de funcionarios, me sacó de allí diciendo que no podía permitir que mi libro se convirtiera en el «pararrayos» de la colección Pinos Nuevos. Supongo que los rayos a los que aludía eran la furia del Poder, pero no lo dijo. Eso se sobreentendía. También me advirtió que por un cuento como el de Carlos Manuel de Céspedes me tocaban de dos meses a dos años de cárcel por «desacato» contra héroes nacionales y mártires. De ahí salió mi idea de escribir todo un libro con cuentos sobre la historia cubana. Una idea que a la larga se convirtió en Leve historia de Cuba.

Enrique del Risco / Foto: Cortesía del entrevistado

Usted dijo que se marchó de Cuba en 1995, entre otros motivos, por cansancio de la censura y la represión. Además de lo anterior, ¿qué otros episodios específicos de censura a su obra o castigo a su persona vivió en Cuba?

Aunque no era suicida tenía menos precauciones que otros escritores para evitar la censura. Eso explica que chocara con ella constantemente. Debo aclarar que mis años formativos en la universidad fueron, en cierta medida, excepcionales. El proceso de la perestroika en la Unión Soviética, que a Cuba llegó muy atenuado, dio paso a una permisividad como no se había conocido antes y sospecho que tampoco después. Los represores nunca dejaron de vigilar, pero ya no estaban tan seguros de qué era lo que debían reprimir. ¿Acaso lo que pedíamos en Cuba —mayor transparencia informativa, mayor libertad de expresión, apertura política y creativa— no era ya política oficial en la Unión Soviética? Trataban de intimidarnos, pero al mismo tiempo veían lo que pasaba en otros países comunistas y temían que la historia les pasara la cuenta. Debido a eso estaban un tanto más contenidos que en épocas anteriores. Por las mismas cosas que hacíamos en la universidad a finales de los ochenta habríamos sido expulsados sin contemplaciones unos años antes. O después.

Por eso fueron tan importantes los fusilamientos de Ochoa y Tony de la Guardia para nuestra generación: fue la señal, tanto para los que buscaban un cambio como para los represores, de que ya no habría espacio para ninguna veleidad reformista. En el juicio se habló todo el tiempo de narcotráfico y corrupción, pero de lo que se trataba era de restablecer las reglas del totalitarismo. A sangre y fuego. Y dejar claro que nadie estaba exento de represalias. Ni siquiera los Héroes de la República de Cuba. O los Ministros del Interior.

Pero ya a principios de los noventa era imposible retroceder a la sociedad hipercontrolada anterior a la perestroika. En parte por lo que acabábamos de vivir. En parte porque el Estado no tenía los medios con que contaba antes para imponer su control. La censura, al menos en La Habana, se hizo algo más sutil. Cosas inaceptables en televisión podían permitirse en teatro. Por ejemplo, mi monólogo «Plegaria a San Zumbado» lo pude colar en un festival en el Mella como homenaje al humorista Héctor Zumbado, y a partir de ahí lo representaron en teatro algunos de los mejores actores del país (Osvaldo Doimeadiós, Luis Alberto García, Carlos Ruiz de la Tejera, etc.). Sin embargo, cuando Carlos Ruiz de la Tejera grabó el monólogo para televisión, lo sacaron del aire a última hora, sustituyéndolo por un monólogo de otro autor. Esa misma noche el propio Carlos me llamó para disculparse.

Con el grupo 30 de febrero, que integré junto a Armando Tejuca y Jesús Castillo, hice varias exposiciones que combinaban la gráfica, la instalación, el chiste textual y el performance («Tarequex 91» en la sala Juan David, «Del Bobo un pelo» en el Museo 9 de abril y varios periódicos murales que bautizamos como «aquelarres» —en la Universidad de La Habana, en la CUJAE, en el teatro Mella) que terminaron (o empezaron) censuradas. Un día teníamos programada una expo en el Museo del Humor sobre juegos infantiles, pero con trasfondo satírico, y Tejuca, el pobre, se negaba a salir para San Antonio de los Baños porque estaba cansado de que nos censuraran todas las exposiciones. A duras penas pude convencerlo de que fuéramos, y esa vez, por variar, no hubo censura. En otra ocasión Castillo, Tejuca (que eran ingenieros civiles) y yo llevábamos una maqueta de arquitectura reconvertida en parodia de un campo de entrenamiento para las milicias al teatro Mella, para presentarla a un festival de humor. Ni siquiera conseguimos entrar en el teatro. El presidente de la AHS, Fernando Rojas, decidió en la misma entrada que nuestra maqueta no podría ser parte de la expo del festival.

Al graduarme, opté por un puesto de historiador en el cementerio Colón, como una especie de autocastigo preventivo: busqué un puesto más bien indeseable para no exponerme a que me estuvieran amenazando con despedirme. ¡Más bajo no podía caer! Trabajo en el cementerio era precisamente lo que les ofrecían a muchos de los que salían de prisión. Eso me dio bastante libertad para hacer lo que hacía. Porque lo difícil es encontrar un momento en aquellos años en que no sufriera algún tipo de amenaza o censura. Pero ¿con qué me iban a amenazar? ¿Con privarme de mi sueldo de dos dólares al mes? A veces la censura era discreta como cuando vendieron la edición de Pérdida y recuperación de la inocencia a ocho dólares el ejemplar —eso era cuatro veces el salario mensual promedio de cualquier trabajador. El libro no lo censuraron oficialmente, pero solo estaba al alcance de turistas que se irían pensando que en Cuba había libertad de expresión.

A veces las amenazas eran indirectas como cuando presenté Obras encogidas en una galería de Isla de la Juventud y, luego de la presentación, estuvieron a punto de despedir a la galerista. Por suerte, ella no se dejó intimidar y sus superiores renunciaron a expulsarla. De cualquier manera —insisto—, mi caso no era especial. Lo hacían con todo el mundo, todo el tiempo. Hasta doblegar a la gente o convertirla en paria. La única manera de escapar a esa disyuntiva fue yéndome de Cuba.

Una vez que sale usted de Cuba era previsible —por cómo ha actuado tradicionalmente el poder gubernamental— que dejara de figurar o de ser visibilizado como un escritor cubano. Pero, ¿ha conocido, además del silencio y el borrado de memoria, alguna acción concreta para demeritarlo dentro de la isla? 

Antes de salir de Cuba trabajaba en el guion de una película más bien horrenda a la que había aportado el protagonista y una buena cantidad de ideas, pero lo cierto es que mi nombre nunca apareció en los créditos, algo que agradezco, y que es esa una de las tantas muestras de borrado automático que se practica allá. En ese sentido he tenido suerte: dos editores de provincias desafiaron a su cuenta y riesgo ese ninguneo automático para incluir textos míos en dos diferentes antologías dentro de la isla. Ambos editores me prometieron tratar mis textos con respeto y que no los harían parte de ninguna maniobra de blanqueo de memoria, y así lo hicieron. Porque si triste es que te borren de la memoria cultural de ese país, más triste es que te usen para maquillar esa misma máquina de exclusión que es la cultura oficial en la isla.

En cambio, cuando Cuba fue invitada de honor a la feria de Guadalajara en el 2002, la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica quiso crear una antología de cuentos cubanos con independencia del lugar de residencia de los autores o sus opiniones políticas. Cuando ya se habían seleccionado los textos, el régimen cubano aprovechó la muerte de uno de los antologadores, el escritor Jesús Díaz, para conseguir que un grupo de autores, entre ellos yo, fuéramos excluidos de la antología. Si eso lo consiguieron con una editorial mexicana, ¿qué no podrán conseguir dentro del país?

No hace mucho el poeta Oscar Cruz me pidió un texto para el número 12 de La Noria, la revista que publica en Santiago de Cuba y, luego, me enteré de que toda la edición había sido secuestrada. No creo que mi texto haya sido el motivo principal: en el índice de ese número aparecen varios autores que vivíamos fuera del país y ninguno era muy complaciente con Aquello. Por otra parte, si en el Diccionario de la Literatura Cubana de 1980 ignoraron la existencia de un autor como Guillermo Cabrera Infante, y en el de la música cubana de Helio Orovio sacaron la ficha de Celia Cruz, no sorprende que EcuRed, la Wikipedia local, haya heredado ese espíritu de exclusividad. En EcuRed me tratan con bastante consideración, pero a otros autores o los ignoran o los maltratan inmisericordemente. (Saliéndonos del campo literario, debo recordar que Roberto Robaina, siete años presidente de la UJC y seis años ministro de Relaciones Exteriores y, luego, defenestrado del puesto de canciller, no tiene ficha en la citada EcuRed). Mientras los que pretenden dirigir la cultura cubana mantengan esa actitud matona y rencorosa, mientras sigan pensando que la cultura existe para alabar al poder o disimular sus desmanes, lo más vivo y activo de la cultura nacional, que suele ser siempre lo más crítico, va a seguir quedando fuera.

Notas:

[1]: Habermas, J. (1994). Historia y crítica de la opinión pública (A. Doménech, Trad.; Cuarta edición). Editorial Gustavo Gili, S. A.


Tomado de El Estornudo

lunes, 30 de noviembre de 2020

Diálogo del diálogo



-¿Y ahora qué? ¿Dialogamos?

-¿Dialogar de qué? ¡No hay nada que dialogar!

-¿No decían que…?

-Eso era el viernes, eran otras las condiciones objetivas y subjetivas.

-Sí la verdad. Todos esos tipos frente al MINCULT.

-Ni porque los distrajimos el jueves con una ambulancia del MINSAP. Cualquier cosa pudo haber pasado.

-Pudo aparecerse la prensa extranjera.

-Sí, y ni siquiera golpes le podemos dar, solo escupidas.

-Extranjeros al fin y al cabo.

-Hay que tratarlos bien o si no…

-¿No regresan? ¿Cómo los turistas?

-Peor, se quedan y se ponen a contar lo que ven.

-Con lo bonito que es contar lo que no se ve. Como decía El Principito…

-“El fin justifica los medios…”

-No “lo importante no se ve con los ojos sino con el corazón”.

-Qué bonito, parece el lema del Granma. O una canción de Buena Fe.

-Hablando de Buena Fe. Vi a uno de ellos en el MINCULT ¿No estaría pensando en virarse?

-¡Qué va! ¿Te imaginas a esos ganándose la vida allá afuera?  ¡Ni que cantaran reguetón! A ese le dimos instrucciones de que se incorporara al grupo, a analizar la situación. Como al otro, al de la yuca.

-¿El Bobo?

-No, al de la canción del taíno que tenía que lucharla. Hay que reconocer que ha hecho un trabajo impresionante.

-Pero ¿a ese no le hicimos un seguimiento hace unos años?

-La gente tiene derecho a rectificar. La Revolución es generosa. Ahora lo tratamos diferente.

-¿Cómo a la prensa extranjera?

-No, mejor. Sin saliva. En el MINCULT nos estaba haciendo un favor. Apoyando el diálogo.

-¿Tú no dices que el diálogo es malo?

-Depende. El viernes era bueno.

-Me tienes confundido.

-A ver. El diálogo es bueno entre gente como nosotros, que nos entendemos. Tú me preguntas y yo te respondo. Es hasta democrático.

-Ok…

-Pero con los otros, con el enemigo, no hay diálogo que valga. Al enemigo ni un tantico así.

-Nunca.

-Bueno, a veces hay que aceptarlo como último recurso.

-Como el viernes.

-Como el viernes. Para ganar tiempo. Pero en general con el enemigo no hay que gastar saliva.

-Excepto si es la prensa extranjera.

-Claro. Los escupes y el MINREX se encarga del resto.


-Ahora que lo veo, entre el MINSAP, el MINCULT y el MINREX haciéndonos el trabajo no nos va a quedar nada que hacer.

-No te hagas el gracioso. ¡Con el rato que llevamos haciendo horas extras!

La táctica del fuera de juego aplicada a San Isidro


Entre los tantos tabúes que rompió el pacífico asedio del viernes al Ministerio de Cultura en La Habana por parte de cientos de artistas no es el menor el haberse solidarizado con un grupo -el Movimiento San Isidro- ya marcado como enemigo del régimen. Los manifestantes de la calle 2 pasaron por encima de toda diferencia -política o de cualquier otro tipo- que pudiera haber entre ellos y los represaliados para exigir su libertad y defender su derecho a expresarse, independientemente de que estuvieran o no de acuerdo con lo que hicieran con esa libertad. Los que protestaban el viernes parecían descubrir y ejercer al mismo tiempo ese principio básico de la libertad de que su ejercicio implica muchas veces contradecir la inercia y las expectativas de la mayoría pero por eso mismo debe ser defendido entre todos.

La respuesta del régimen (¿podemos llamarle de otra manera a algo que es gobierno, Estado, policía, aparato de propaganda y represivo al mismo tiempo?) ha sido, como de costumbre, aplicar una vez más la regla del fuera de juego. O sea, la redefinición, en pleno juego político, de los campos “amigo” y “enemigo”. Luego de no reportar los sucesos del viernes la prensa se ha volcado a satanizar el Movimiento San Isidro. Las acusaciones son las de siempre: agentes de la CIA, mercenarios, cabeza de playa de una invasión extranjera etc. Lo de menos es lo ridículas que luzcan tales acusaciones sino la advertencia que lanzan a los que el viernes expresaron su solidaridad con los perseguidos: quien cruce la retrazada línea que divide ambos campos -un tanto borrosa en estos días de solidaridad espontánea- pertenece al bando enemigo y será tratado como tal. Quedarán -una vez más- fuera del juego. En cambio, los que den el discreto paso atrás para desmarcarse del MSI serán tratados como los nuevos rebeldes oficiales que no buscan otra cosa que el necesario mejoramiento del régimen actual de cosas. ¿Cuántas exitosas carreras actuales no fueron erigidas sobre rebeldías abandonadas a tiempo?
Suelen ser pocos los que persisten en cruzar la línea ahora redefinida por los máximos árbitros. Porque, a fin de cuentas, quedar en fuera de juego es una situación muy delicada. Pregúntenselo a Heberto Padilla.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Sobre la imposibilidad del diálogo en dictadura


Se habla de la imperiosa necesidad del diálogo en estos días. No cuando un pequeño grupo de artistas es acosado en su sede ni cuando esta es asaltada por la policía. Se habla de diálogo cuando un grupo mucho mayor de artistas protesta frente a la sede del Ministerio de Cultura y el diálogo es una alternativa más limpia y ecológica que lanzar gases lacrimógemos.


Pero no podía haber diálogo real cuando los artistas que hablaban en nombre de todos sabían que si no aceptaban las condiciones de los funcionarios los manifestantes que habían dejado en la calle serían aplastados por la policía apostada por los alrededores, esperando la señal de ataque. Una cosa es creer en el dialogo como instrumento básico del entendimiento humano y otro es pensar que todos están dispuestos a establecerlo con solo proponérselo. En 60 años el MINCULT no había estado dispuesto a conversar con sus críticos y solo lo hicieron cuando le ocuparon la calle por sorpresa. Pero si aceptaron el diálogo no fue para saber lo que querían los manifestantes: de sobra los funcionarios del MINCULT saben lo que quieren los artistas. Quieren la libertad que les han negado con cada uno de los decretos represivos que ha respaldado. Los artistas quieren que su ministerio los respalde, no que colabore con sus represores. Pero los funcionarios del MINCULT se limitaron a usar el diálogo como una manera de manipular y confundir a los manifestantes, de ganar tiempo. De demostrarle a sus jefes reales que son más eficaces en disolver una manifestación que la propia policía.

No, mientras siga la lógica que quienes único se atreven a disentir son delincuentes, mercenarios y traidores -y tal es la lógica de un sistema totalitario tan bien resumida en la frase "dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada"- no hay forma de dialogar. Uno puede hablar con una pistola apuntándole a la cabeza. Físicamente no es inviable. Sin embargo, no me negarán que a la conversación resultante le faltará algo de naturalidad.