viernes, 24 de diciembre de 2021

Enrico Mario Santí: retrato del crítico como héroe*

 

De niño me imagino a Enrico Mario Santí vestido de cowboy**. En parte porque no había héroe más socorrido en una época en que todavía estaban de moda el valor y la entereza. En parte porque me ayudará a prefigurar los cimientos de su condición de crítico. De niño también fue exiliado de la flamante Revolución cubana, aunque hablar de exilios a los doce años parecería exagerado. De lo que estoy seguro es que no habrá salido de Cuba con su traje de cowboy. En parte porque a los doce años a uno la ropa de cowboy empieza a quedarle ridícula. En parte porque un disfraz de cowboy no tenía nada que hacer en un aeropuerto. No. A un sitio tan solemne como era un aeropuerto en 1962 se va de traje y corbata. Sobre todo, el aeropuerto de La Habana de octubre aquel año, sección “salidas internacionales” justo antes de que Cuba y los Estados Unidos se enredaran en un amago de apocalipsis atómico.

De traje y corbata fue como conocí a Santí, muchísimo tiempo después, en noviembre de 1996 en la Casa de América de Madrid durante un homenaje a nuestro común admirado Guillermo Cabrera Infante. Él como presentador estrella, yo como parte del público. Pero para que lo encontrara allí en lo que debió ser aquella noche el centro del exilio intelectual cubano debieron ocurrir muchas cosas. Y no solo lo digo por mí, que no es poco explicar cómo alguien que de niño en La Habana se disfrazaba de soldadito verde olivo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias llega a un homenaje a Cabrera Infante en Madrid. Hablo de Enrico Mario Santí, cuyo recorrido fue incluso menos predecible que el mío. Impredecible debió ser pasar de falso cowboy a elegir como destino vital el estudio y la enseñanza de literatura, una profesión que en los Estados Unidos puede tener mucho de rural, pero definitivamente muy poco de agropecuaria. Impredecible que el hijo de exiliados, y exiliado precoz él mismo, se especializara en la obra de Pablo Neruda, profeta de la Revolución cubana. O que, en 1979, Santí estuviera en el Palacio de la Revolución de La Habana en una reunión de jóvenes cubanoamericanos con el Líder Máximo de la Revolución que había hecho inhabitable aquella isla para sus padres. (En aquel concilio se habló de una nueva era. La era en que la Revolución, ya madura y establecida, podía establecer un diálogo constructivo con al menos una parte de la emigración. No sería difícil a aquella edad y en aquel tiempo creer cosas. Tener fe en superar los malentendidos que habían enemistado mortalmente a la generación de los padres de Santí con los que eran entonces mis héroes.)

Y sin embargo a Santí le bastó mirar más allá o más acá de las escuelas y las vaquerías que le mostraban como el rostro perfecto de la Revolución para descubrir su esencia falsa y macabra. Lo descubrió en las almas de sus parientes, descascaradas por el miedo. O en las ruinas domésticas de un país devastado por el voluntarismo y el desprecio de la realidad. Esos detalles, los mismos que el resto de sus compañeros de viaje ignoraban para entregarse mejor a la fe recién descubierta, le bastaron a Santí no solo para desencantarse, sino para actuar en consecuencia. En su caso, ser consecuente consistió en aplicarse a la obra de escritores desencantados de la utopía: desde Octavio Paz a Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas. O exponerse a la discreta pero persistente condena al ostracismo por parte de sus colegas, incómodos ante tanta franqueza: una cosa es reconocer íntimamente la miserable realidad de aquellas utopías, incluso en sus momentos más deslumbrantes, y otra muy distinta es consagrar la vida a su desmontaje público.

Por eso me lo imagino de niño vestido de cowboy. Porque Enrico Mario Santí ha hecho de la crítica literaria no solo una opción estética sino también ética. Incluso si ello lo lleva a marchar en dirección contraria de la mayoría de los colegas y de las modas que asolan su gremio. A quedarse solo ante el peligro. El peligro de la incomprensión o el menosprecio, quiero decir. Solo, como un llanero solitario o un samurái errante, esos paradigmas del héroe terco y abandonado a sus propias fuerzas. Se requiere mucho valor para arriesgar el beneplácito del gremio con tal de conservar lo que Santí llama, no sin cierto orgullo, su “sentido crítico”. Sentido que le ha permitido lidiar con los desafíos que le proponen algunos de los escritores más importantes de la lengua, sin que el pulso le tiemble frente a los vaivenes de los intereses de turno. De ahí que, incluso ejerciendo oficios tan apacibles como los de profesor y crítico literario, yo insista en ver a Santí como héroe, heroicidad que practica con una convicción que no se aprende en ningún libro. O si se aprende en los libros sería en medio del deslumbramiento que solo producen ciertas lecturas infantiles. Mucho hay de infantil en mostrar tal alegría y entusiasmo en el ejercicio de la crítica literaria cuando el resto de los adultos parecen dominados por el oportunismo y el miedo.

Esa es la razón por la que imagino a Santí como un niño disfrazado de cowboy. Por eso y porque supongo que sería muy difícil encontrar un disfraz de samurái en Santiago de Cuba a mediados del siglo pasado. Y en un reino construido de atrezo y especulaciones como es el literario nunca deberíamos renunciar a ser, al menos, verosímiles.

*Este texto es parte del libro Vereda tropical. Homenaje a Enrico Mario Santí, editado para la Editorial Casa Vacía por Jorge Brioso y Sandra Rossi Brito. 

**Debo hacer constar que al escribir el artículo desconocía la foto que lo encabeza. No fue hasta que le envié el texto a Santí que este me envió la imagen que ahora lo acompaña.


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