Luego de la guerra Hispano-Americana de 1898 los Estados Unidos le echaron mano a Puerto Rico como mismo algunos meten las toallas del hotel en sus maletas: como al descuido. Como esperando que alguien les preguntara qué hacían con una isla en la maleta para cambiar de conversación y ponerse a hablar del clima. Así Estados Unidos nombraba a los gobernantes de la isla, pero no les reconocían la ciudadanía americana a los nativos. Estos debían sentirse como toalla de hotel después de llevar un buen rato en la maleta del huésped: preguntándose qué hacían allí.
Así hasta que en marzo de 1917 el presidente Woodrow Wilson firmó la Jones– Shafroth Act que dejaba a Puerto Rico en el limbo de la maleta cerrada, pero en cambio les otorgaba a los puertorriqueños la ciudadanía norteamericana. Pero con tan mala suerte que apenas un mes después Estados Unidos le declaraba la guerra a Alemania que ya desde hacía tres años andaba enredada a los tiros con medio mundo. Así que el primer privilegio de que disfrutaron 18 mil boricuas como ciudadanos norteamericanos fue arriesgarse a que les volaran la cabeza en la guerra.
De alguna manera había que resarcirse de tanto privilegio y lo mejor que se les ocurrió a los puertorriqueños fue invadir Nueva York. Pacíficamente. Si el censo de 1920 registraba 7,364 puertorriqueños en la ciudad en el de 1930 ya eran 44,292, convirtiéndose en los hispanos más numerosos de la ciudad. Estos formaron comunidades en Brooklyn y diferentes zonas de Manhattan, pero en ningún sitio florecieron mejor que en el este de Harlem.
Primero hubo que vérselas con los italianos que habían llegado primero. En mayores cantidades que en Little Italy. Tenían de representante a la cámara a Fiorello La Guardia quien luego sería alcalde y más tarde aeropuerto. Pueden imaginarse el choque entre italianos y boricuas: West Side Story sin música ni coreografías. Pero los puertorriqueños persistieron y al poco rato llenaron el barrio de bodegas y botánicas para satisfacer las necesidades materiales y espirituales de sus clientes. Y restaurantes con mofongos, pastelitos, asopaos y cuchifritos para que no se notara la diferencia con Puerto Rico excepto por la falta de sol y de parqueo.
Quien dice negocios también dice organizaciones y aparecieron la Porto Rican Brotherhood (1923) y La Liga Puertorriqueña e Hispana (1926). Y publicaciones como el periódico bilingüe Puerto Rico Herald fundado por Luis Muñoz Rivera (padre de Luis Muñoz Marín, futuro fundador del Estado Libre Asociado que es como pretender que la toalla esté en el hotel y en la maleta al mismo tiempo). O la revista el Gráfico que adquirió el tabaquero y activista Bernardo Vega para defender los derechos de los trabajadores antes de que aparecieran las redes sociales y ya no hubiera manera de despertar la conciencia de clase.
Los boricuas hicieron todo lo posible por hacer su Harlem un barrio habitable al que empezaron a llamarle redundantemente, El Barrio. La bibliotecaria Pura Belpré convirtió la rama local de la Biblioteca Pública de Nueva York en centro cultural comunitario. Y se tocaba música por todas partes porque un boricua sin música se seca más rápido que el orégano sin agua. Rafael Hernández trajo sus canciones. Y su hermana Victoria convirtió su tienda en Madison y la 113 en sitio donde los músicos lo mismo compraban cuerdas de guitarra que averiguaban si había “guiso” para ellos esa noche.
El Barrio seguiría creciendo y para 1950 ya vivían allí 63,000 boricuas que convertían alegremente el mercado en “La marqueta” y los techos en “rufos”. Y hasta llegarían a tener su propio museo, sus hípsters y su yogurt artesanal, pero eso mejor lo cuento otro día.
1 comentario:
Bueno, y El Museo del Barrio en la 5ta. Ave. en East Harlem, que no sólo de arroz blanco con habichuelas (frijoles coloraos), carne guisada y tostones (en boricua, "una mixta") vive el hombre, y la mujer también, por supuesto. Saludos.
Publicar un comentario