Fragmento de mi libro inédito Nuestra hambre en La Habana:
Una vez comí en un restaurante sin que mediara la generosidad de Tejuca. Mi abuelo y mi madre iban a cumplir años con dos días de diferencia y alguien me dijo que en un restaurante ubicado en una zona rural al sur de la ciudad se podían hacer reservaciones si se estaba dispuesto a acampar allí desde la noche anterior. Al llegar había varias personas pero no como para preocuparme con las reservaciones. Me imagino la hosquedad habitual, el recelo entre desconocidos que van a pernoctar juntos en una parada de autobús en una carretera en medio de la nada y, luego, la relativa relajación al darnos cuenta de que todos alcanzaríamos nuestro objetivo. Lo normal. Hasta que llegó la media noche y todos comenzaron a dormirse. Yo también lo intentaba cuando escuché una conversación entre dos hombres que suponían ser los únicos que seguían despiertos. Acababan de conocerse y, sin embargo, ya habían alcanzado el tono confesional de los viejos amigos. Eran negros y hablaban precisamente de colores. De colores de piel. De repente uno de ellos preguntó:
—Oye, ¿alguna vez has sentido el olvido del color?
Aquello sonaba como el nirvana. Al menos para alguien a quien le recordaban el color de su piel a cada instante. De la peor manera posible.
El otro respondió seguro.
—Sí compadre, lo he sentido —y soltó uno de esos suspiros en los que va concentrada toda la vida. A la mañana siguiente conseguimos reservaciones y por la noche estaba con toda mi familia celebrando y comiendo. También nos hicimos una foto. No recuerdo lo que comí esa noche. Lo que nunca voy a olvidar es aquel diálogo sobre el olvido del color. Ni aquel suspiro.
1 comentario:
Bellisima historia. Toda una revelacion del peso del color en Cuba.
Abrazotes, Yoyi
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