domingo, 13 de enero de 2019

Prólogo a "El compañero que me atiende"

—¡Dios mío, Dios mío! —dijo el guardián—. ¡Cómo le cuesta entrar en razón! Se diría que solo busca irritarnos inútilmente, a nosotros que, sin embargo, somos en este momento las personas que mejor le quieren.

                          Franz Kafka, El proceso

¿Cómo se escribe en un mundo en el que cada escritor, cada ciudadano incluso, tiene un policía secreto de cabecera? La respuesta en el caso cubano está en cada libro escrito en la isla a partir de 1959, en cada compromiso estentóreo, en cada silencio, según lo que imponga el momento. Lo que intenta responder este libro es algo levemente distinto. Este libro intenta exponer cómo se escribe sobre ese policía de cabecera, un ser que presume de invisibilidad. Si la obligación más constante de un escritor fuera hacer visible lo invisible, concordaríamos en que describir ese ente encargado de vigilar nuestros pasos —sobre todo los pasos en falso— es un esfuerzo esencialmente literario.

Porque —lo aclaro de antemano— este libro no es un memorial de agravios. En el caso cubano, en la lista de los agraviados por un régimen que está cerca de completar su sexta década, los escritores puntúan más bien a la baja. Comparados con otros sectores de la sociedad, hasta podría decirse que han recibido un trato preferencial, escrupuloso. Lo que intenta este libro es recopilar una mínima parte de las aportaciones cubanas a un género anunciado ya por Kafka desde las primeras páginas de El proceso. Esa primera oración que informa que K., «sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana». Un género caracterizado por la ausencia de crimen y por lo difuso, al menos en sus etapas iniciales, del castigo. Y por las peculiares relaciones entre los supuestos criminales y los agentes de la ley, agentes menos preocupados por el castigo de sus perseguidos que por su salvación. Hasta donde sé, nadie se ha tomado el trabajo de definir el género. Bauticémoslo de momento como género totalitario policiaco. No confundir, por supuesto, con el policiaco totalitario, versión totalitaria del policiaco occidental o, si se prefiere, versión policiaca del realismo socialista. Fue este muy popular donde quiera que se instaurara la dictadura del proletariado. A ese realismo socialista policial o policiaco totalitario —como prefiera llamársele— se le encomendaba convertir en narrativa los sueños del Estado sobre su propia invulnerabilidad: un género que concebía todo crimen común como ataque al pueblo en el poder y, por consiguiente, un acto contrarrevolucionario.

El género totalitario policiaco, en cambio, parte de la convicción (estatal) de que toda disidencia contra el Estado socialista no solo es criminal y punible sino contra natura. En este género, el agente del orden no persigue el crimen, sino su posibilidad. O dicho con las palabras de uno de los guardianes de K. «El organismo para el que trabajamos, por lo que conozco de él, y solo conozco los rangos más inferiores, no se dedica a buscar la culpa en la población, sino que, como está establecido en la ley, se ve atraído por la culpa y nos envía a nosotros, a los vigilantes». Más que el delito, lo que investiga y persigue es una culpa preexistente al delito mismo. Esa culpa (o «pecado original» al decir del Che Guevara) consistía en «no ser revolucionario». O si nos remitimos a una terminología todavía más refinada y condescendiente que marcó época, dicha culpa radicaba en «no estar integrado». Si no se les podía exigir a todos los ciudadanos que fueran revolucionarios («el eslabón más alto que puede alcanzar la especie humana» Che dixit) lo menos que podía pedírseles era «estar integrado». Integrado, se sobreentiende, a los rituales políticos y sociales del Estado.

¿ALGUIEN DIJO «TOTALITARISMO»?

Antes de internarnos en  la descripción de este género, demos explicación del continuo uso de términos tan desagradables como totalitario y totalitarismo. Aquí se entiende totalitarismo en la económica definición de Umberto Eco que lo describe como «un régimen que subordina todos los actos individuales al estado y su ideología». O que, añado, si no logra tal subordinación, al menos la pretende. Es justo en esa incapacidad de desentenderse de asuntos tan triviales como escuchar música o cortarse el pelo que estriba su vocación totalitaria. Más allá de la satanización que han sufrido estos términos (con los millones de muertos de Stalin y Mao en nombre de la revolución mundial y los de Hitler en nombre de la superioridad de la raza aria) nos interesa el totalitarismo en su aspecto utópico y positivo, precisamente por la aspiración a la totalidad y a la perfección que el término sugiere. (Del negativo se encargan multitud de volúmenes, como si pudiera atribuírsele la invención del mal. Y sabemos que no es así: el totalitarismo no ha creado el mal, apenas lo ha organizado como nunca antes). Hablo del siempre estremecedor intento de crear mundos en los que, al decir del poeta Emilio García Montiel, «Todo era hermoso: desde el primer ministro hasta la muerte de mi padre. Y perfecto, como debían ser los hombres y la Patria». Debe recordarse que el objetivo primordial de estos regímenes no era la opresión o el exterminio de personas o grupos, sino la emancipación y el bienestar, ya fuera de una raza o de toda la humanidad. La opresión o el exterminio serían apenas un subproducto doloroso, pero inevitable, del avance hacia dicho objetivo. Y el primer obstáculo con el que debe lidiar un régimen que aspire a una perfección tan completa son las imperfecciones y la corrupción humanas. O como dijera el fallecido paladín Fidel Castro: «el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie —por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera—, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella».

Es obvia la ventaja del ideario comunista frente al provincianismo nazi. Siendo los comunistas la vanguardia de la humanidad en su marcha hacia la Tierra Prometida de la sociedad sin clases, resistirse a su avance era sencillamente inhumano: una inhumanidad creada y estimulada por las sociedades basadas en la explotación del hombre por el hombre. Así que una vez instaurado el Estado socialista cualquier tipo de oposición o resistencia era inconcebible. Inconcebible por ser contraria a la propia naturaleza humana, una naturaleza que el socialismo había conseguido restablecer.

No pretendo decir que alguna sociedad totalitaria funcionó realmente así. Solo intento resaltar la naturaleza paternalista de cualquier régimen totalitario, su dedicación profunda al bienestar de la humanidad. Aunque esta no lo quiera. De ahí que, una vez eliminada la clase opresora, corrupta sin remedio, la policía secreta insista en la bondad intrínseca de los sospechosos, achacando sus desvaríos a simple y pura confusión. Esa concepción totalizante explica que la policía secreta racionalice sus acciones como un intento de redimir a sus investigados, devolverlos a su natural pureza. Aunque hubiese que castigarlos. (En 1984, un clásico del género totalitario policiaco, el interrogador le advierte al interrogado: «Eres un caso difícil. Pero no pierdas la esperanza. Todos se curan antes o después. Al final, te mataremos»). El problema de los culpables no es la ley, puesto que la ley no legisla qué música debe oírse, qué chistes deben contarse o con quién puedes reunirte. Su culpa radicará en ellos mismos: en sus distracciones o desvíos, en su falta de atención hacia sí mismos y hacia su entorno. Uno de los agentes que participan en el arresto de K. trata de «aconsejarle que piense un poco menos en nosotros y que se vigile a sí mismo un poco más». Al fin y al cabo, si a lo que aspira una ideología es a la perfección social e individual, no hay mejor vigilante que uno mismo. Pero por muy buena opinión que un Estado tenga de sí mismo y de la población a la que asiste y encamina, a veces la voluntad de sus ciudadanos no es suficiente: los elementos descarriados necesitan atención y estímulo. Ahí es donde entra en escena la figura legendaria del compañero que nos atendía. Que probablemente nos siga atendiendo.

UN PERSONAJE MITOLÓGICO

Allí donde los personajes de Kafka actuaban a ciegas, los del socialismo real (o del totalitarismo real) se manejan con bastante más seguridad, asistidos por una sólida red de sobreentendidos. No se preguntan, como lo hacía Joseph K.: «¿Qué clase de hombres eran aquellos? ¿De qué hablaban? ¿A qué servicio pertenecían?». Ni al reunir un poco de valor le espetan a su interrogador: «¿Quién me ha acusado? ¿Qué organismo tramita mi proceso? ¿Es usted funcionario?». Tampoco se cuestionan la ausencia de uniforme. Todos saben que se trata de «el compañero que te atiende». «En Cuba, [explica el poeta Manuel Díaz Martínez en un texto que es parte de este libro] cada escritor o artista de alguna significación tiene asignado un policía, un «psiquiatra», especie de confesor a domicilio, por lo general con grado de teniente, que vigila, analiza y orienta a su oveja para salvaguardarla de las tortuosas seducciones del lobo contrarrevolucionario». Solo que, llegado a un punto, no se requería ser escritor o artista ni tener «alguna significación». Ya ellos se encargarían de decidir si uno tenía o no alguna significación. A sus «atendidos», en cambio, no les cabía duda lo que significaba la presencia del «compañero». Quien tenían enfrente ya se había anunciado antes por alguna de las tantas series televisivas, películas y libros destinados a exaltar la labor del Departamento de Seguridad del Estado. Que no tuvieran la galanura y prestancia de los actores que encarnaban los agentes ficcionales era lo de menos. Su mera presencia hacía redundantes casi todas las preguntas de K. Ni siquiera tenía sentido preguntar por el delito cometido. En un Estado tan urgido de perfecciones cualquier cosa es delito y, en el gran esquema de las cosas, todos somos de alguna manera culpables. Y la mejor prueba de la culpabilidad propia es que el compañero que te atiende ha decidido hacerse visible. Porque hubo una época —época mucho más espiritual que la actual, queridos jovenzuelos— en la que cada región o institución del Estado estaba atendida por algún compañero de camisa a cuadros o guayabera y bigote espeso. Agentes que no disimulaban demasiado su presencia. O más bien personajes que trataban de hacerse todo lo visibles que podían dentro de su supuesto anonimato. Eran parte de nuestra realidad, como los árboles a la entrada de una escuela: igual de inadvertidos, solo que con más movilidad y menos sutileza. Hasta que les llegaba la ocasión —que iba desde una minúscula pintada disidente en el baño común hasta la urgencia del agente por cumplir sus cuotas de reclutamiento— de hacerse visible ante algún elegido. Por lo general, no se hablaba de arresto, esa instancia claramente definida en la nebulosa novela de Kafka. Para ello siempre habría tiempo, parecían decirte con su estudiada paciencia. Sus palabras iban más bien en sentido contrario. Trataban de convencerte de que no eras culpable, al menos no demasiado. Que el Estado o la Revolución, decían, confiaba en ti, que conocía todos tus pasos y era comprensivo con tus faltas y, precisamente por eso, solicitaba tu ayuda. «De vez en cuando, este «hermano de la costa» [nos advierte Díaz Martínez] confía alguna misión sencilla a su pupilo o pupila para comprobar su fidelidad a la patria, es decir, a Fidel, ya se sabe».
Catálogo de exposición del MININT de 1974 sobre la vigilancia a escritores e intelectuales

Sin pretender ser experto en el tema, conozco de suficientes casos en los que la esperanza de colaboración era lo bastante baja como para dudar de que se la tomaran en serio. Simplemente buscaban advertirte de su presencia. Evitarte que los obligaras a actuar de manera más drástica. De ahí que los que escogían como «objetivos» no fueran ni los que consideraban inofensivos ni los que ya imaginaban en el campo enemigo. Para los primeros bastaba con la guía y consejo de organizaciones más públicas. En cuanto a los segundos, suponían que las advertencias no servirían de mucho, de modo que esperaban la ocasión de darles un buen escarmiento bajo la forma de detención preventiva o algo peor.

Muchos de los que no hayan conocido el sistema y no se hayan visto arropados por su manto protector, se sentirán tentados a compararlo con el que impera en las sociedades llamadas democráticas o, con algo más de razón, en los regímenes autoritarios no totalitarios. Pero las diferencias entre un sistema y otro son abismales. Por mucho que Foucault se haya empeñado en descubrir en las llamadas democracias liberales una suerte de Auschwitz metafórico, dotado de panópticos y vigilantes invisibles, la cotidianidad totalitaria hace inservibles las metáforas del francés sobre la vigilancia y el control. No solo porque el vigilante en las sociedades comunistas se haga visible de vez en cuando y extraiga de esa visibilidad momentánea buena parte de su poder coercitivo. Téngase en cuenta que al hacerse visible se asiste a la revelación momentánea de lo que constituye la base del poder, ese iceberg que en la superficie se manifiesta en forma de desfiles multitudinarios, frenéticos apareamientos entre el líder y la multitud, y en la incansable esperanza en un futuro mejor.

En contraste con las manifestaciones públicas la base del iceberg totalitario está constituida por un entramado de secretos, de delaciones, del conocimiento íntimo que tiene el poder de ti y de los que te rodean, de tus miedos y paranoias. A ello se añade el asfixiante estado de indefensión frente a ese poder, la desesperanza ante la posibilidad de cambio y la sospecha de que cualquiera podría ser informante o colaborador del sistema. El panóptico de Bentham y Foucault es multiplicado en el Estado totalitario por miles de ojos que vigilan cada uno de tus gestos, miles de lenguas que hacen llegar toda esa información a oídos del compañero que te atiende. Y por el temor omnipresente a la existencia del algún micrófono oculto. No por gusto comenta Gerardo Fernández Fe que «el micrófono —incluso el que deviene mental— ha quedado para nuestra historia nacional como ese punto diminuto que favorece la relación de poder que va del tirano hasta el poeta, penetrándolo, para luego domarlo o expulsarlo». Pero más abrumador que todo lo anterior resulta la convicción que intentan inocularte de que solo hay dos campos posibles: el territorio amigo, que está encabezado por el líder y custodiado a retaguardia por los compañeros que te atienden, y el enemigo, encabezado por el presidente de turno de los Estados Unidos y apoyado en la sombra por agentes encubiertos que al menor descuido podrían captarte. De modo que la mejor manera de inmunizarte contra los avances del enemigo será convertirte en informante de los órganos de seguridad. Lo que en circunstancias normales parecería hundirte en la perdición (consumir productos prohibidos, reunirte con gente equivocada), como informante significa avanzar hacia la primera línea de defensa de la patria. A partir de ahí, cualquier liviandad ideológica que te permitas será vista, en el universo paralelo de la contrainteligencia, como un sacrificio en pro del bienestar común. Ni la Iglesia medieval conoció de tantas sutilezas teologales.

Lo anterior es la descripción del funcionamiento de la sociedad bajo la perspectiva ideal de la Seguridad del Estado. No obstante, en el mundo ideal de la propaganda totalitaria, no serían necesarios siquiera los órganos de inteligencia. En condiciones ideales el pueblo mismo se bastaría para dar cuenta de cualquier avance del imperialismo. (Esa misma lógica ideal domina todavía el tratamiento a los opositores. La primera línea de defensa es negar su existencia. Cuando no queda más remedio que reconocerlos se les declara mercenarios al servicio del enemigo: en un sistema que es todo justicia no se concibe que haya gente que disienta radicalmente de este si no es alentada por el enemigo externo. Por los motivos más sórdidos e interesados posibles. Bajo esa misma lógica del absoluto, los cuerpos represivos denominados Brigadas de Respuesta Rápida representan al pueblo organizado espontáneamente en defensa de sus intereses. Los malabarismos a que se acude para mantener tales ficciones son increíblemente ridículos y poco convincentes. Sin embargo, sirven para proteger otras ficciones bastante más decisivas, como la de un poder que se justifica en la defensa del país frente al ataque de mercenarios apoyados por sus enemigos externos).

FICCIONES

Y hablando de ficciones, volvamos al objetivo fundamental de este prólogo: explicar y justificar el género que intenta reunir esta antología. Aclaremos que el género totalitario policiaco se distingue del policiaco totalitario (o socialista, si lo prefieren) en haber sido una experiencia que por lo regular demoró bastante en convertirse en literatura. El policiaco totalitario, en cambio, es una literatura que aspira a convertirse en realidad. Ni más ni menos que la ideología que lo inspira.

Excepcionales por su precocidad son algunos de los títulos más emblemáticos del género totalitario policiaco como El proceso o 1984 de Orwell. Después de todo, como reconoce el personaje K., este vive en «un Estado constitucional». Por su parte, el autor de 1984 lo más cerca que estuvo de conocer un régimen totalitario por dentro fue durante las represiones comunistas contra los anarquistas en la retaguardia republicana de la Guerra Civil española. Pero, a pesar de su brillantez, ambos textos pueden parecerle, a quien ha vivido en el interior de un régimen como el que describen, inconsistentes a la hora de representar la verdadera textura totalitaria. Incapaces de captar esa mezcla entre una vigilancia y control muy eficaces con la chapucería inherente al sistema en su conjunto. En cambio, dicha textura sí se percibe en los cultores autóctonos del género. Ya sean rusos, checos, polacos, rumanos o alemanes orientales. (Resulta paradójico que los norcoreanos, quienes han alcanzado un mayor grado de perfección totalitaria, hayan contribuido tan poco al género. Paradójico pero perfectamente explicable). Desde los libros de Mijaíl Bulgákov a los de Vladímir Voinóvich y Mijaíl Kuráyev o el monumental Los archivos literarios de la KGB de Vitali Shentalinski en la Unión Soviética; de las obras de teatro de Sławomir Mrożek a las películas de Andrzej Wajda en Polonia; de los libros de Kundera, Iván Klíma, Havel o Vaculik (su título Una taza de café con mi interrogador resume muy bien esa pegajosa textura totalitaria) a varias películas de la Nueva Ola en Checoslovaquia; desde la escritora Herta Müller al cineasta Cristian Mungiu en Rumania. En fechas más recientes, el cine alemán ha producido ciertas obras que incursionan en el género, pero a la más famosa de ellas, La vida de los otros, vuelve a escapársele la fórmula exacta de la textura totalitaria, su rara excelencia en un sistema esencialmente chambón, una película que termina debiéndole más a Orwell —si creemos a Orwell capaz de tanto sentimentalismo— que a la realidad de la desaparecida RDA).

Entre cubanos ocurre algo similar. Textos precursores de este género, como el cuento «Aquella noche salieron los muertos» (1932) de Lino Novás Calvo, o la obra de teatro Los siervos (1955) de Virgilio Piñera, publicados antes de que el totalitarismo se instalase en la isla, padecen de limitaciones similares. Así, a pesar de la brillantez con que Novás Calvo dibuja la dinámica totalitaria, o la descripción del absurdo de sus pretensiones ideológicas en el caso de la obra de Piñera, a ambos se les escapa algo del sabor esencial, del tejido de la rutina totalitaria. Pasarán unos cuantos años para que consigan describir dicha textura autores como Heberto Padilla (Fuera del juego, La mala memoria, «otro de esos libros atestados de micrófonos y de suspicacias que los estados policiales terminan generando» comenta Gerardo Fernández Fe), Guillermo Cabrera Infante (Mapa dibujado por un espía), Reinaldo Arenas (El color del verano, Antes que anochezca), Eliseo Alberto (Informe contra mí mismo), Jesús Díaz (Las palabras perdidas), Juan Abreu (A la sombra del mar), Roberto Valero (Este viento de cuaresma), Miguel Correa (Al norte del infierno) o hasta el propio Piñera. Este lo intentó primero en su obra teatral La niñita querida y, poco después, en la novela Presiones y diamantes. Todos coinciden en incluir los componentes centrales del género totalitario: la vigilancia ubicua, el miedo, la sospecha y la paranoia generalizados, la relación pegajosa y muchas veces ambigua entre vigilados y vigilantes («somos en este momento las personas que mejor le quieren» dice un guardián de El proceso), el contraste entre la miseria del sistema y la opulencia de la represión, su absurdo inagotable.

Aviso, no obstante, que el esfuerzo de esta antología por convertir lo totalitario policiaco en género literario pasa por reconocer que más allá de la unidad temática, del similar recuento de vicisitudes, poco tienen estos textos en común. Lo totalitario policiaco, tal como lo concibe esta antología, incluye cualquier variante de lo literario: de la poesía a la prosa, de la ficción a la no ficción, del cuento a la novela, a la obra teatral o a las memorias. También habrá que reconocer que pese a lo extenso de la experiencia, son relativamente pocos los cultores del género a nivel mundial. Y eso se explica por lo poco rentable que siempre ha resultado abordarlo en medio de un régimen totalitario (pregúntenles a los norcoreanos) y lo anacrónico que resulta una vez que este ha desaparecido, dejando un rastro de pesadilla tan ardua de explicar como de comprender. En ese sentido, la extensa antología que presento a su consideración es, cuando menos, una anomalía.

ESTA ANTOLOGÍA

Debe aclararse de entrada que esta es una antología voluntaria. O sea, fueron los propios autores, no sus familiares o albaceas, los que en pleno uso de sus facultades mentales (es un decir) enviaron sus textos. Fueron los autores quienes encontraron alguna afinidad entre sus textos y el tema propuesto. Este requisito de la voluntariedad excluye automáticamente a:

1. los muertos 2. los que incluso habiendo escrito textos que pudieran entrar con pleno derecho en esta antología no desearon participar en ella 3. los que por mero descuido del antologador no fueron invitados

Esta antología incluye textos escritos para la ocasión y otros que ya habían sido escritos o incluso publicados antes. Esta antología cumple así con dos necesidades distintas pero no incompatibles entre sí: la de reunir bajo un mismo marco temático textos dispersos y la de ofrecerles la oportunidad a ciertos autores de compartir historias que esperaban una ocasión como esta para ser contadas. Esta antología no solo resalta por la variedad de géneros (relatos cortos, fragmentos de novelas, poesía, ensayo, teatro) o de estilos, sino por la diversidad de perspectivas sobre un tema en apariencia tan restringido. Entre tanta queja acerca de la decadencia de la literatura nacional, anima descubrir que maneras tan uniformes del acoso encontraran respuestas tan distintas, tan individuales. Así, estas páginas también ensayan una defensa de la individualidad, tanto en el plano sensible como en el creativo. Nos permiten ver cómo, ante la invasión continua de lo privado y lo íntimo hasta casi anularlo, los escritores han respondido como mejor saben hacerlo: con esa mezcla de obstinación y orgullo que les permite enfrentarse a sus miedos con plena confianza en un sentido (estético o hasta ético) que trasciende las rutinas de la opresión.

El orden a que se atiene esta antología intenta ser cronológico. No se trata de ordenar los textos de acuerdo a la edad de los autores sino al proceso de construcción de dos sujetos: el de los compañeros que atienden y el de los atendidos. Porque por mucho que nos empeñemos en ver una continuidad sin fisuras en el sistema cubano, al menos respecto a los sujetos en cuestión habrá que reconocer una evolución histórica. En la primera parte (1959-1979) se da cuenta de una época en que el sistema daba sus primeros pasos y le eran ajenas ciertas sofisticaciones. Los agentes no tenían otro encargo que la vigilancia y la represión directa («Impala»). De lo que se trataba era de definir si el sujeto se encontraba «dentro» o «fuera» de la Revolución. Si se determinaba que estaba «fuera», no cabían otras opciones que la cárcel, los campos de concentración al estilo de las UMAP o el exilio («Prólogos»). Fue más tarde, cuando el sistema se sintió lo suficientemente fuerte como para no concebir siquiera un exterior a sí mismo, cuando ya la Revolución lo era «todo», que empezaron a cobrar sentido las «atenciones» de los «compañeros». Ya no se trataba solo del oficial operativo que decide el momento adecuado de actuar contra determinado sujeto, de sacarlo del juego. «El compañero que atiende», ese eufemismo que a la vez sirve de sinécdoque totalitaria, es un momento posterior y superior de la llamada Revolución Cubana. El momento en que, delimitado con claridad el campo amigo del enemigo, y tras el práctico exterminio del segundo a través de la cárcel, el exilio o la marginación programática, todavía queda una zona que, sin dejar de ser considerada parte del campo propio, necesita ser reencauzada, recibir de vez en cuando un llamado de atención.

Tomemos como fecha tentativa los inicios de 1971, cuando casi simultáneamente ocurren la detención del poeta Heberto Padilla y el Primer Congreso de Educación y Cultura. En dicho congreso se lanzó una ofensiva contra el llamado imperialismo cultural, el elitismo, el apoliticismo, «el esnobismo, la extravagancia, el homosexualismo y demás aberraciones sociales», ofensiva enfilada «a la erradicación de los vestigios de la vieja sociedad que persisten en el período de transición del capitalismo al socialismo». Allí se clamó por la exclusión de todos los elementos corruptores del sistema educativo y cultural a través del famoso proceso de «parametración». En cambio, el revuelo causado por el «Caso Padilla» (ver «Edwards, Padilla, los micrófonos y los camarones principescos») debió de servir de alerta sobre lo indeseable que sería que se repitiese un escándalo similar y la necesidad de resolver situaciones parecidas con mayor discreción. El congreso preparó el camino a los procesos encaminados a separar los frutos podridos de los sanos. Pero eso no sería suficiente. Junto a la desintoxicación pública debía conducirse una labor de profilaxis. Lo que hoy, incluso en los círculos más oficiales cubanos, se llama con desdén «Quinquenio Gris» fue en realidad la década dorada del régimen. Aquella donde más se acercó la sociedad a lo que promulgaban los textos programáticos del partido comunista. Al menos en la superficie. No fueron esos años un desvío momentáneo de los puntos de vista más bien liberales y heterodoxos de los dirigentes de la Revolución, sino la culminación de un largo y complejo proceso de concentración de poder político, económico, social, cultural y simbólico. Años en que, gracias al reforzamiento de la alianza con el Bloque Soviético y al distanciamiento de los aliados de la izquierda occidental en el plano externo y al máximo control social en el interno, el régimen estuvo más cerca de parecerse a la idea que tenía de sí mismo. Mientras que para los elementos considerados contrarrevolucionarios o antisociales se habían diseñado instrumentos legales como la Ley contra la Vagancia o posteriormente la Ley de Peligrosidad (ver «Prólogos 2, 3 y 4») para el resto de la sociedad quedaba la obligación de definirse en un sentido o en otro. Fue en ese momento en el que le dieron los toques finales a un sistema en el que al decir de Daniel Díaz Mantilla «uno va cediendo espacio y libertad mientras la barbarie engorda y los rufianes se adueñan de su mundo, hasta que un buen día descubre que la cárcel se hizo ubicua. Al final, uno termina arrinconado, vencido, demasiado débil ya para luchar, convertido en mero juguete a merced de los salvajes». Y en esas labores de domesticación social la Seguridad del Estado iba tomando cada vez mayor importancia.

Sospecho que fue su confianza en lo mucho que había avanzado su Revolución en el pastoreo de almas lo que llevó a Fidel Castro a cometer uno de los mayores errores de cálculo en su larga carrera de estadista. Me refiero a su decisión de retirar la custodia de la embajada peruana en La Habana cuando su embajador decidió acoger a un grupo de solicitantes de asilo que habían empotrado un autobús en la sede diplomática. ¿Qué cifra habrá calculado que entraría en la embajada? Si acaso una cantidad —¿200? ¿500?— suficiente para incomodar al embajador, pero muchos menos que los más de diez mil que ante los ojos del mundo sacudieron la apacible realidad oficial y forzaron a las autoridades del país a recurrir a la ya probada fórmula del éxodo masivo. Hacia Perú unos centenares (como lo refleja «La isla de Pascali» de Ronaldo Menéndez) y luego, a través del puerto de Mariel hacia los Estados Unidos (ver «Departures», «Una mujer decente») alrededor de 125 mil. A juzgar por los textos reunidos aquí fue en los años ochenta cuando se hizo más visible y ubicua la figura de «el compañero que atiende» al cubano promedio. Años en que, a falta de organizaciones opositoras a las que vigilar y castigar, pero sobre todo, ante una sociedad expectante de que se reprodujeran los cambios que estaba trayendo la perestroika a Europa del Este, se hizo más necesaria la intimidación profiláctica, el susto preventivo. En aquellos años surge de manera independiente el grupo literario El Establo (representado en esta antología con los textos de Raúl Aguiar, Ronaldo Menéndez, Daniel Díaz Mantilla, Verónica Pérez Kónina, Ricardo Arrieta, Yoss) que conoció muy de cerca la atención de la Seguridad del Estado. Dicho grupo pagó su osadía de existir independientemente de las instituciones oficiales con una persecución que se refleja de manera directa o indirecta en varios textos de esta antología. (Que en los siguientes años acapararan la mayoría de los premios nacionales a jóvenes escritores puede servir a la vez para valorar el peso literario del grupo y las sutilezas de la Seguridad del Estado en tiempos tan complejos). En aquellos años ochenta, apacibles si se los compara con lo que vino después, los «compañeros» padecían de una avidez infinita por crear nuevos casos y captar informantes como muestran «Rubén», de Francisco García González o «Un verano en la barbería» de Antonio José Ponte. Como si se tomaran en serio la posibilidad de controlar cada partícula de la vida nacional.

En el último año de la década se produjo uno de los eventos más intrigantes y menos comentados de las relaciones entre las fuerzas del orden y los intelectuales. El 26 de marzo de 1989, el ministro del Interior decidió celebrar el treinta aniversario de la creación de los órganos de la Seguridad del Estado en compañía de una representación de la intelectualidad cubana. Eran, les recuerdo, los meses previos a la caída del Bloque Soviético, meses convulsos en Europa del Este, que en Cuba transcurrían con relativa tranquilidad. Una de las pocas señales de agitación social eran los frecuentes choques entre los artistas plásticos y la Seguridad del Estado. Sonaba extraño, por tanto, que el encargado de aquellas persecuciones dijera: «[y] a no podemos ceder a la tentación facilista de ponerle un rótulo político [se sobreentiende que disidente] a cualquier fenómeno que tenga lugar en la sociedad y que pueda desagradarnos e impactarnos. Muchas veces las cosas no son tan sencillas. El tratamiento tampoco puede ser en la mayoría de los casos esquemático o represivo». Francamente provocador parecía su llamado a los intelectuales a ejercer «una más auténtica y profunda libertad de pensamiento». O su ofrecimiento de «contar en este esfuerzo con la confianza, la comprensión y el respaldo sinceros del Ministerio del Interior». Poco antes del final de su discurso el Ministro recalcaba:

Estamos y estaremos siempre abiertos al diálogo, en la disposición de escuchar y de discutir cualquier idea, cualquier problema que pueda preocuparles, en el cual consideren útil nuestro conocimiento o participación. No me refiero solo a los compañeros que tienen relaciones de muchos años con el Ministerio, ni me refiero tampoco exclusivamente a los que puedan opinar más cercanos a nosotros, sino también a los que tengan ideas distintas o que vean los problemas con otros matices y enfoques.

Estremecimiento aparte por la alusión a los intelectuales con «relaciones de muchos años con el Ministerio», el discurso podía servir lo mismo para alimentar el cinismo que la esperanza. ¿El jefe de los represores invitando a expresarse con auténtica y profunda libertad de pensamiento? ¿Se había contagiado con la ola de cambios que sacudía a Europa del Este o se trataba de una trampa? ¿Había sido enviado por el capo di tutti capi o hablaba a nombre propio? La respuesta a esas preguntas llegaría primero en forma de palabras y luego de hechos concretos. «¿Y cómo se puede suponer que las medidas aplicables en la URSS sean exactamente las medidas aplicables en Cuba o viceversa?» dijo Fidel Castro en presencia del líder soviético el 4 de abril, apenas nueve días después del discurso de su ministro del Interior. Como si acabara de descubrir que la URSS y Cuba no eran el mismo país. Pero no se trataba de mero desajuste oratorio. Tres meses después de su discurso, el 28 de junio, Abrantes era cesado como titular del Ministerio en vísperas de la llamada Causa Número 1 en la que se condenarían a varios oficiales del MININT y del MINFAR a penas que incluían fusilamiento para el general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia. Pero la caída de José Abrantes no terminaría con su destitución. El mismo ministro que en marzo se había manifestado a favor del diálogo y el entendimiento sería condenado en agosto a veinte años de prisión en la llamada Causa Número 2. Veinte años de los que cumpliría apenas uno y medio: el 21 de enero de 1991 el ex ministro moría de un infarto en la misma prisión especial de Guanajay cuya construcción había supervisado personalmente. Evito añadir la coletilla insidiosa de «murió en extrañas circunstancias». Extraño hubiera sido que saliera vivo de allí.

Durante los revueltos noventa, con la caída del Bloque Soviético y la crisis que recibió el ocurrente título de Período Especial, cambiaron las reglas del juego. Podría decirse incluso que con la contracción del presupuesto nacional y del propio Estado a niveles de mera supervivencia y el abandono discreto del marxismo-leninismo a favor de un nacionalismo agresivo y difuso, el régimen cubano deja de ser totalitario para convertirse en un fascismo común y corriente. No es que abandonara su vocación totalitaria sino que carecía de medios para ponerla en práctica. Desaparecida la Unión Soviética, cuna de la ortodoxia ideológica que se había transplantado al país, el afinado instinto de supervivencia del régimen aconsejaba «el descoyuntamiento ideológico» de que habla Eco para caracterizar al fascismo. Un descoyuntamiento que apela al nacionalismo y al culto múltiple al pasado, al heroísmo, a la austeridad y al estoicismo para que tanta incoherencia conservara un orden y la confusión se mantuviera dentro de cierta estructura.

Con las sucesivas explosiones de descontento y la aparición de grupos opositores cada vez más numerosos, a los compañeros —ahora bajo nueva administración— no les quedó más remedio que ser más pragmáticos y concentrarse en los casos más urgentes y peligrosos. No quiere decir que dejasen en paz a los escritores o aspirantes a serlo, sino que decidieron establecer prioridades. Si antes el apoliticismo les resultaba sospechoso, a partir de entonces el alejamiento de las realidades sociales empezó a ser visto con aprobación. De la incesante sospecha ideológica se pasó a una vigilancia más pragmática. Tal pragmatismo lo sufrieron en carne propia los intelectuales firmantes de la famosa Carta de los Diez. Mientras el poeta Manuel Díaz Martínez sufriría un acoso continuo que lo llevaría al exilio, otros firmantes como María Elena Cruz Varela, Jorge Pomar, Fernando Velázquez, Roberto Luque Escalona, Jorge Crespo Díaz y Marco Antonio Abad irían a prisión. Posteriormente, otros autores incluidos en este libro como Amir Valle, Ángel Santiesteban u Orlando Luis Pardo Lazo también conocerían de cerca el nuevo pragmatismo seguroso. El primero por su Habana Babilonia, resultado de sus investigaciones sobre la prostitución en la Cuba de los noventa. Santiesteban y Pardo Lazo, por complementar el sentido crítico de sus textos con acercamientos a grupos disidentes, que es algo más de lo que puede soportar la probada paciencia de los que velan por la seguridad de la Nación.

Pero en general, y a diferencia de los ochenta, la presencia de dichos compañeros se hizo más discreta y puntual. Emergen en casos extremos, como cuando se trata de decidir quién viaja al exterior (ver los textos «Memoria de un teléfono descolgado» de Norge Espinosa y «Monstruo», de Legna Rodríguez Iglesias). No obstante, buena parte de los escritores más jóvenes confiesa no saber si alguna vez han sido objeto de vigilancia. Que no sea parte de su experiencia vital no quiere decir que les sea ajena como tema literario y creativo, como en el caso de la premiada novela La noria de Ahmel Echevarría o de Archivo de Jorge Enrique Lage. (En el cine nacional puede también notarse un creciente interés en el tema, desde el cortometraje Monte Rouge del director Eduardo del Llano a el censurado largometraje Santa y Andrés del realizador Carlos Lechuga. O el documental Seres extravagantes de Manuel Zayas (inspirador de Santa y Andrés), con esa escena impagable en donde, en medio de una entrevista al poeta Delfín Prats, un policía irrumpe en su vivienda para pedirles documentos de identidad a todos los involucrados en la entrevista, mientras la cámara recoge su estupor). 

RECONOCIMIENTO

Este libro demuestra exhaustivamente que la vigilancia y la atención de los compañeros no solo han infundido temores de todo tipo en los escritores patrios sino también una profusa y variada creatividad. Creatividad que incluye incursiones en el género fantástico («Ganas de volar», «La ciudad de las letras»), en la ciencia ficción («El co. que me atiende», «Mi comisario del otro mañana»), el humor («Lengua», «Universos paralelos») y la recreación de realidades paralelas («Un día en la vida de Daniel Horowitz», «Nuevas revelaciones sobre la muerte de mi padre»). El punto de vista de la narración no se limitará al del vigilado o al de un narrador omnisciente: a veces aparecerá el del vigilante («Un verano en la barbería», «El agente Ginger») o el de testigos confusos sobre su papel en la historia que se desarrolla ante sus ojos («Los hombres de Richelieu», «La isla de Pascali»). Pero dentro de esta variedad vuelve a haber coincidencias que podrían considerarse como ejes temáticos del género: la vigilancia («La Carta de los Diez», «Seres ridículamente enigmáticos con nombres simplones», «Un día en la vida de Daniel Horowitz»), el interrogatorio («Honecker en la campiña», «Mississippi tres», «Infórmese, por favor»), la intimidación («Cállate ya, muchacho», «Controversia»), la invitación a «colaborar» («Interrogatorio con música de fondo», «Rubén»), el reencuentro con los vigilantes muchos años después, casi siempre en otras funciones distantes de la original («El cabrón rampante», «Opuscero», «De vez en cuando la vida») y los arrestos («Los hombres de Richelieu», «Nada de “compañeros”»). En este libro se intenta incluso entender al compañero que alguna vez nos atendió. Al fin y al cabo, con todo y que su oficio es incompatible con «la dignidad plena del hombre», son también víctimas de un sistema que ve en ellos meras herramientas represivas. Un sistema que no se compadece de la humanidad que puedan conservar. «Nunca le tuvimos odio» dice Rafael Almanza de su represor particular: «algo en esa persona era valioso, el escritor de las décimas se imponía al soldado, por mucho que él se esforzara en reprimirlas. Él no lograba reprimir con eficacia, porque él mismo reprimía lo mejor de sí, las décimas y las críticas que le acudían a la garganta, y tal vez ya se había dado cuenta, demasiado tarde, que había perdido lo mejor de sí mismo». He decidido dejar para el final el texto del poeta Néstor Díaz de Villegas («Cargaré con la cruz del compañero») no solo por ser un caso paradigmático de la represión en Cuba: el de un adolescente que sufre cinco años de prisión por un poema en que se disculpa con una calle a la que han cambiado su antiguo nombre por otro más acorde a los nuevos tiempos. Amerita que su texto cierre la antología el que consiga conectar viejas vigilancias y represiones con otras nuevas, nacidas en sociedades democráticas, algo que yo definiría como totalitarismo por cuenta propia. Cuando el poeta ha creído dejar atrás para siempre los fanatismos laicos que lo atormentaron en su juventud, los descubre echando raíces en los más frívolos terrenos del capitalismo tardío (me refiero, por supuesto, a las universidades). 

Hela aquí, otra vez, la certeza inconmovible, la convicción cuasirreligiosa. Su ropa cuenta la consabida historia de falsa modestia, de recato militante (¿no es cualquier uniforme la expresión de la entrega a la causa de moda?), también una historia de rebajas, no comerciales, sino espirituales, el deseo de ser menos, de creerse menos —y hacérselo creer a los otros.

Al contrario de lo que sugiere Néstor Díaz de Villegas en su texto, esos nuevos brotes totalitarios no parecen obedecer a ninguna ideología concreta sino a la fe difusa en alguna forma de pureza. Eso que George Steiner llama La nostalgia del absoluto. Si el compañero que nos atiende en los estados totalitarios concentra papeles surgidos en sociedades previas (el policía, pero también el maestro, el confesor, el psicoanalista, el testigo de Jehová, el crítico literario, el verdugo: la poeta María Elena Hernández lo describe como «lector./ Corrector voraz./ Casi un padre./ Casi una patria»), estas nuevas encarnaciones del espíritu totalitario se vuelven a multiplicar en variantes menos profesionalizadas, más fanáticas y menos cínicas del compañero que atiende. Vuelven a perseguir con saña el menor diversionismo, el más mínimo desvío del sentido (histórico, social) que asumen como inevitable. Su objetivo no es el de la sociedad sin clases como pretendía el ideal comunista, sino construir un mundo libre de toda incorrección política. Y lo intentan con la misma convicción medieval sobre la necesidad de la erradicación absoluta del mal que exhibían los viejos vigilantes totalitarios.

Esta antología, por otro lado, aunque la supongo pionera en su especie y envergadura (al menos entre los escritores cubanos), no aspira a la originalidad, como originales no fueron las circunstancias que engendraron sus textos: recuerden que en los últimos cien años un tercio de la población mundial padeció alguna forma de totalitarismo. (El poeta alemán Hans Magnus Enzensberger anota en su Tumulto —otro libro atiborrado de micrófonos— la reacción de su esposa soviética al llegar a Cuba: «Muy al contrario de mí, Masha comprendió desde el principio cuáles eran las reglas del juego que imperaban en la isla. Se sentía a sus anchas»). Esta antología no será muy distinta de otras sobre el mismo tema en cualquier sitio donde la realidad totalitaria se instaló. Este libro es —como hemos dicho— un reconocimiento al aporte que han dado los órganos de la Seguridad del Estado cubana a nuestra literatura más allá de la detención e internamiento de Jorge Valls, Heberto Padilla, Belkis Cuza Malé, Reinaldo Arenas, José Mario, Rogelio Fabio Hurtado, Manuel Ballagas, Ángel Cuadra, Juan Abreu, Nestor Díaz de Villegas, René Ariza o Ángel Santiesteban entre tantos otros. Es una manera de agradecerle haber puesto a prueba nuestro carácter como seres humanos, pero también como escritores, de permitirnos conocer cuán resistente era nuestro impulso creativo al miedo y la intimidación. Y también agradecerles su perseverancia como lectores y críticos porque, como escribe Verónica Pérez Kónina, «¿Quién sino ellos se hubiera leído nuestras primeras obras, tan imperfectas, tan ilegibles? ¿Quién hubiera seguido con tanta atención todo lo que escribíamos? ¿Quién otro podría haberle dado ese aire de azarosa aventura al oficio de escribir?». ¿Quiénes —añadiría yo— sino los compañeros que nos atendieron, podrían haber insistido en darnos una idea desmesurada, pero por eso mismo estimulante, de la importancia de nuestra escritura, al conectar cualquier hoja garrapateada por nosotros con la estabilidad del todopoderoso régimen que defendían?

Se agradecerá de antemano la respuesta de estos órganos por boca de sus literatos de guardia. Sus previsibles reclamos de que los hechos que se mencionan en este libro son absoluta invención de los autores. Es por ello que no me he tomado el trabajo de deslindar los testimonios de las obras de ficción, como mismo la realidad totalitaria es indistinguible de las paranoias que produce. Declarar —como sospecho que harán muchos— que lo que se describe aquí es mero producto de la imaginación será una manera de reafirmar la índole literaria de este libro. Un libro que, de inicio, quedará condenado a perdurar más que la realidad en la que dice inspirarse. Y eso no es poca cosa.

Enrique Del Risco West New York, New Jersey, Julio del 2017

1 comentario:

Realpolitik dijo...

Muy bien que Díaz de Villegas aborde el totalitarismo de la academia, algo digno de desprecio, por muy superiores que se crean sus practicantes. En resumen de cuentas, sólo logran desprestigiarse y desacreditarse, aunque desgraciadamente también logran hacer bastante daño.