Texto aparecido hoy en Diario de Cuba
Últimas páginas del
diario del Comandante en Jefe Fidel Castro
Me morí.
No se puede culpar a nadie. Es absolutamente mía la
responsabilidad.
Alguna vez lo dije. Si la
Revolución fuera destruida sería por causa nuestra. Después de más de seiscientos
atentados fracasados de la CIA contra mi persona fue mi propio corazón el que
dejó de funcionar. Por voluntad propia. Y sin mi consentimiento, debo decir.
Pero no es este momento de culpar a nadie aunque siempre haya abrigado sospechas
contra él. Temí que por debilidades propias de su naturaleza inconscientemente
actuaría de acuerdo con el enemigo. La ya conocida generosidad de nuestra
Revolución me impidió actuar por anticipado temiendo que cualquier acción
preventiva pudiera poner en peligro una vida que no me pertenecía solo a mí
sino a todo un pueblo. Aprovechando un descuido mío mi corazón se detuvo y la
circulación de la sangre, descrita hace siglos por el científico Miguel Servet,
español como mi padre, se interrumpió y mi organismo todo dejó de funcionar. Mi
conciencia, en cambio, ha sobrevivido. He ahí una ardua tarea que deberá
resolver el materialismo dialéctico.
Así que estaba muerto pero nadie quiso
asumir la inmensa responsabilidad de darse por enterado. Ni siquiera se
atrevieron a cubrirme la cara con una sábana que es lo que se hace en las
películas producidas por el imperialismo, un imperialismo que se regodea innecesariamente
en la muerte y la violencia. Ese mismo imperialismo del que más temprano que
tarde veremos pasar su cadáver. Pero gracias a que no me cubrieron con una
sábana pude seguir atentamente todo lo que ocurría en la pantalla del televisor
(Tampoco se atrevieron a apagarlo por temor, supongo, a que yo no estuviera
muerto y que, al despertar, me enfureciera por haberme perdido alguna noticia.
Como esta de mi muerte. No sería la primera vez). Y sí, pude ver a mi hermano
anunciando mi fallecimiento. No lo hizo mal, debo reconocerlo. Realizó la tarea
con una sobriedad extraña en él. Y aunque reconozco que yo lo hubiera hecho
mejor, lo felicito. Ciertamente yo le habría impreso mayor solemnidad al
anuncio pero no se puede estar en todo.
Al hacerse pública la estremecedora
noticia de mi fallecimiento el primero en llamar fue el presidente venezolano
Nicolás Maduro. Aunque se le explicó varias veces que la noticia era real y no una
maniobra para confundir al enemigo insistió en ponerse al habla conmigo. Cuando
ya no quedó otro remedio Raúl hizo traer a una espiritista –recomendada por Abel
Prieto, un joven valioso- para que nos pusiera en contacto ultrasensorial al
querido presidente venezolano y a mí. Gracias a esto Maduro me felicitó y me
deseó suerte en mi nueva etapa que él llamó eterna pero a la que prefiero
referirme en términos menos dramáticos. No obstante, la insistencia de Maduro
nos fue útil al permitirnos dirigir cada detalle de las complejas operaciones
que se requirieron para mis exequias.
Lo primero que hubo que decidir
fue qué hacer con mi cuerpo. Compañeros especialistas explicaron que había
pasado demasiado tiempo desde la traición de mi víscera pretendidamente más importante.
De modo que ya serían impracticables los procedimientos taxidérmicos que me permitirían
conservar una cercanía física con mi pueblo. Hice saber que no lo pensaran más.
De no estar de cuerpo presente ante mi pueblo prefería que me cremaran. Así
evitaría el lento y humillante proceso de la descomposición del cuerpo. En eso
intervino mi querido Hugo Chávez quien me felicitó por la audaz iniciativa que
habíamos tenido Maduro y yo de reunirnos con él. Fue difícil explicarle a
Chávez que Maduro seguía vivo. Pero más difícil fue explicárselo a Maduro quien
al escuchar la voz de Chávez tuvo una confusión que tardamos horas en
aclararle: él, Raúl y el imperialismo seguían vivos y Chávez y yo, muertos. Y
Stalin. Y Napoleón. Cuando preguntó por Cristo decidimos cambiar de
conversación.
No quiero aburrirlos con detalles.
Porque no voy a engañarme: sé que estas páginas serán leídas por miles de millones
de personas en busca de inspiración y por tanto no deben contener detalles
intrascendentes. Debo resignarme a que nada en mi vida es privado (excepto mi
vida privada, que es secreta).
De común
acuerdo los especialistas y el difunto, decidimos proceder de inmediato a la cremación.
El propio difunto ordenó, ante la mirada incrédula de la compañera espiritista,
que aplicaran al cadáver la máxima temperatura posible. El fallecido estaba
dispuesto a tolerar esa incomodidad con resignación, como mismo estuvo
dispuesto a tolerar las peores pruebas mientras vivía. Y así fue. En medio de
aquellas asfixiantes temperaturas me comportaba estoicamente cuando escuché la
voz de mi querido Hugo Chávez advertirme que eso apenas era el comienzo. Pero,
antes que le pudiera preguntar a qué se refería, Maduro le gritó a Chávez que la
iguana que tenía de mascota en Miraflores lo miraba fijamente mientras le decía
que tenía mucho calor. “Yo creo que el Comandante Fidel ha encarnado en la
iguana” concluyó. Le tuve que pedir a la espiritista que cortara por completo
la comunicación con Maduro para poder concentrarme en el duro trayecto que
tenía por delante.
Porque todavía me quedaba por
recorrer todo el país a bordo de un arcón rodante tirado por un jeep militar
soviético. A todos les debía quedar claro que, aunque mi cuerpo hubiera sido
reducido a cenizas, mi espíritu seguía en pie de guerra. Había perdido la batalla
biológica mas no la guerra espiritual. Sólo lamento que la isla no fuera más
larga para haber dilatado algo más el viaje hasta mi última morada. Y que la
capital no hubiese estado en el cabo de San Antonio y darle a nuestra provincia
más occidental la misma oportunidad de despedirme que al resto del país. Ya en
las inmediaciones del cuartel Moncada, lugar de tanta trascendencia para la Historia
patria y universal, el motor del jeep soviético, testigo de mis batallas contra
los elementos, se detuvo. Como antes lo había hecho mi corazón. Tal parecía que
lo sobrecogiera la significación del momento. Hubiese querido lanzarme desde el
jeep como antes lo había hecho desde un tanque en las arenas de Playa Girón.
Ser yo quien empujara el vehículo detenido, en lugar de esos soldados tan poco marciales
que me acompañaban. Sin embargo comprendí, con la claridad de quien redescubre
su lugar en este mundo, que mi misión en ese momento era mantenerme sereno al
pie de mis cenizas. Que debía empezar a acostumbrarme a que mi pueblo
aprendiera a arreglárselas sin mí.
“Toda la gloria del mundo cabe en
un grano de maíz” dijo el Héroe Nacional junto al cual, humildemente, di orden
de guardar mis restos. Porque a eso recuerda la enorme piedra que hicimos bajar
desde la Sierra Maestra para acoger mis cenizas: a un grano de maíz. Solo que
en esa mole de roca sedimentaria no caben uno sino millones de granos de maíz.
Saquen ustedes sus propias conclusiones.
Chávez tenía razón. Acá el calor
es infernal, muy al contrario de la edulcorada descripción que del paraíso nos dieron en escuelas regidas por jesuitas o hermanos de La
Salle. Pero no pienso permanecer aquí por mucho tiempo.
Mi espíritu inquieto y rebelde no lo soportaría. Trataré de reencarnar lo más
pronto posible aunque quizás no lo haga en un ser humano. La escasa aptitud
para la longevidad que posee la raza humana me ha resultado decepcionante. Quizás
reencarne entonces en un galápago como el que vi en el patio del palacio de
Miraflores. Mi única preocupación es cuán difícil le sería a una tortuga de
tales dimensiones lanzarse desde lo alto de un tanque de guerra.
Porque
me temo que alguna guerra habrá.
Y
muertos, muchos muertos. Parece algo inevitable en el destino de ciertos ejemplares
superiores, dicho sea esto con toda la humildad del mundo.
2 comentarios:
Desternillante, excelente, lo disfruté como enano con zapatos grandes.
Fernando Fernández
¡Buenísimo! Me siento mejor por estar en Internet la Noche Buena :-)
abrazote
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