martes, 30 de abril de 2024

Tres escritores de Miami, tres libros

Presentación en NYU el pasado 26 de abril. De izquierda a derecha: Alfredo Triff, Rosie Inguanzo, Ernesto G y Enrique Del Risco

¿Cómo explicar y darle sentido a esta súbita invasión literaria mayamense al corazón de Nueva York más allá de la amistad?”, me preguntaba alguien el otro día. O puede ser que ese alguien fuera mi propia conciencia, tan impertinente.

Como si la amistad de por sí —y más siendo una amistad que pasa por la literatura— no acarreara un montón de afinidades que la ortopédica división en géneros literarios no consigue alienar.

Procedamos entonces a repasar un libro de crónicas, otro de ensayos y un poemario como la expresión de seres afines, por más que luego los destierren a extremos distantes de la librería, ese lugar que parece condenado a la extinción. Examinemos estos libros pues, bajo la categoría de “Producción espiritual del exilio cubano en Miami” o la menos académica de “gente que se quiere entre sí”.

El Premio Nobel de Literatura y máximo exponente de la antropología de los campos de concentración, Alexandr Solzhenitsyn, en algún rincón de su Archipiélago Gulag, intenta explicar la producción literaria universal a partir de la división básica de la sociedad entre capas superiores e inferiores, y el mundo que estas se proponen describir.

Según Solzhenitsyn, de esta división y de los mundos que tratan de representar, emergen cuatro esferas principales.

Primera esfera: los superiores describen (representan, teorizan) a los superiores, es decir, a sí mismos, a los de su mundo. Segunda esfera: los superiores representan, teorizan, a los inferiores, a sus hermanos menores. Tercera esfera: los inferiores representan a los superiores. Cuarta esfera: los inferiores a los inferiores, a sí mismos.

De acuerdo con esta tesis, cada una de las esferas tendría su talón de Aquiles: a los superiores que se describen a sí mismos, si bien les sobra cultura y preparación, los limita la vida acomodada y satisfecha que viven o “la incapacidad de comprender realmente” a los más desfavorecidos. De igual manera, estos últimos tienen la desventaja de la falta de preparación, de oportunidades y hasta de tiempo, cuando se trata de representarse a sí mismos, y el lastre de la envidia y el rencor cuando se trata de representar a las castas superiores.

Solzhenitsyn decía esto a propósito de las nuevas oportunidades literarias que ofrecía la existencia de una supuesta sociedad sin clases como la soviética: la democrática represión contra toda la sociedad hacía que, aquellos con la preparación y los intereses que podrían identificarse con las clases superiores, se vieran, en los campos de concentración estalinistas, forzados a sufrir una experiencia que en cualquier otra sociedad estaría destinada únicamente a las clases más bajas.

En el caso cubano, la vida miserable de la casi totalidad de la sociedad debería hacernos entender cualquier experiencia humana, empezando por las de los más menesterosos. Nuestra paupérrima vida cubana de hambre y apagones, de indigencia moral, legal y textil, de internados cuasi carcelarios y ruralismo forzado, de robos, falsificaciones y fugas innumerables, debería acercarnos lo mismo al peón agrícola que al preso; al espalda-mojada y a la prostituta que al mendigo o el ladrón en su desnuda humanidad.

Pero sabemos que no es así.

Cuando la vida nos da una oportunidad, reaccionamos como cualquier otro ser humano: tratamos de aprovecharnos al máximo de ella sin mirar atrás y, si lo hacemos, es para observar con asombro y altanería a esos seres que nos resultan tan ajenos.

Libros como Crónicas de La Pequeña Habana son una notoria excepción a esta costumbre, una alternativa generosa a nuestro insistente egoísmo.

Lo primero que se puede notar en el libro de Ernesto G es su parentesco con dos clásicos de la literatura cubana exiliada: Boarding Home de Guillermo Rosales y el Curso para estafadores de Eddy Campa.

En el retrato que hace Ernesto G de ese antiguo campo de batalla en vías de gentrificación que es La Pequeña Habana, encontramos prácticamente los mismos personajes de Rosales y Campa, solo que envejecidos, acusando el desgaste que produce el tiempo y esa derrota interminable que es la historia del exilio cubano y de Cuba entera.

La diferencia fundamental entre el libro de Ernesto G y los que lo precedieron —además del tiempo transcurrido— es que ha sido escrito desde afuera. En un acto de honestidad literaria, Ernesto G no trata de imitar la indigente interioridad del desclasado.


La Pequeña Habana es para Ernesto G un coto al que va a cazar historias antes que estas se extingan junto al mundo en que surgieron. Lo que convierte a estas crónicas en otro pequeño clásico cubano es la sensibilidad con que Ernesto G observa a su objeto de estudio, la profunda complicidad y ternura con que se acerca a quienes otros usarían como pretexto para sentirse superiores.

Esa sensibilidad ante el dolor ajeno, pero más aún, hacia el saber ajeno, la sabiduría del que ha sufrido incontables derrotas, es la manera que ha encontrado Ernesto G de comprender a seres que solemos ver como parte del mobiliario urbano y comunicarnos la humanidad que nos une.

En pocos libros como en Crónicas de La Pequeña Habana las palabras “cubano” y “humano” se acercan tanto, más allá de la rima consonante.

En cuanto al libro ¿Por qué el pueblo cubano (aún) apoya el castrismo? de Alfredo Triff lo primero que debe notarse es su título tramposo.

Si algo lo salva de una demanda por publicidad engañosa es que el libro ofrece mucho más de lo que anuncia su título, y no menos.

Esta vez no se trata de analizar un hábitat urbano específico con las subespecies que produce, sino de estudiar fenómenos que afectan por un lado a Estados Unidos y por otro a Cuba. O, dicho en términos cubanos, al universo.

En realidad, el libro se divide en dos partes casi idénticas en número de páginas. “La invasión de los woke” se titula la primera, como si se tratara de un nuevo capítulo de la Guerra de las galaxias, cuando en realidad nos habla de algo mucho más peligroso: allí Triff analiza la aparición de una secta neopuritana que, bajo la benevolente consigna de la justicia social, vuelve a dividir el mundo en opresores y oprimidos. Pero esta vez, en lugar de las clases sociales centrales al marxismo, la división opera en base a la raza, el género y cualquier otra condición involuntaria.

Una secta de cruzados de la justicia social que le parecerían extremistas de izquierda al mismísimo Mao Zedong. Una secta que, en vez de dedicarse a destruir nuestro planeta como cualquier invasión galáctica, se conforma con achicharrarnos las neuronas.

“Castrismo nuestro de cada día” se titula la segunda sección del libro, en posible referencia al pan que se produce en la Isla, casi tan repulsivo como el propio castrismo.

Además de intentar explicar la persistencia del poder castrista, su modus operandi y la lógica que hay tras su concienzuda vocación destructiva, Triff nos da claves esenciales sobre su funcionamiento.

Una de ellas es la igualación en el punto más bajo de la sociedad, el más infortunado. Un magnífico ejemplo de esto es el antológico ensayo “La ruralización (castrista) de La Habana”, que nos explica cómo la sistemática destrucción de La Habana, por medio del abandono y la obstrucción de toda iniciativa privada de reparación, obedece a una lógica de culpabilidad y castigo.

Según Triff, para el castrismo inicial “El ‘lujo’ citadino (lo que otros llamarían simplemente arquitectura y urbanismo coherentes) es el reflejo de una debilidad moral”. Eso explica por qué cuando el castrismo trata de crear su propia versión del lujo, el resultado sea tan feo: así al menos no podrá acusársele de inmoral.

El de Triff es un libro pendenciero, nacido para la polémica. Al autor le interesa más detectar los síntomas de las diferentes enfermedades que diagnostica antes que recetar una cura. Más que las respuestas que buscan sus ensayos, son las preguntas que plantea lo que le otorga su carácter inquietante y vital.


¿Cuáles son los peligros que entraña querer convertir —como insiste el wokismo— los derechos humanos en privilegios? ¿Cuáles los de presentar la libertad de expresión como un peligro para la diversidad? ¿Por qué los woke son incapaces de detectar en nuestro siglo, y hasta en su propia actitud, aquellas mismas perversiones que con tanto furor abominan en el pasado? O, hablando de genética contranatura, ¿cómo llega a ser woke un cubano?

Por su parte, las Baladas crueles de Rosie Inguanzo, en lugar de ocuparse del universo como hace su compañero de viaje Alfredo Triff, no se ocupan más que de sí misma y de sus alrededores. Ni falta que hace.

Rosie Inguanzo viene a desnudarse ante nosotros, verso a verso, y ya no es posible mirar para otro sitio. Rosie no tiene que hablar del mundo para hacer suyas todas sus desdichas. Su cuerpo y su espíritu lo contienen todo.

Desde los primeros versos de Baladas crueles, escuchamos el memorial de agravios contra la familia, el Estado y la biología:

Soy una niña de Henry Darger y tengo genitales masculinos
soy una niña monstruo
una niña esclava en la isla-cárcel y en la casa de los
gritos y de los golpes
soy una pequeña niña con un pequeño pene


Aquí no hay propaganda engañosa. Baladas crueles es un título justo, ajustado a su contenido, quiero decir. Solo que la crueldad de la que se habla desde la portada, ha sido ejercida contra el yo de la poeta, incluso antes de nacer:

Tengo los pulmones débiles
me faltó gestación porque mi madre-monstruo quiso
abortarme
hizo fuerzas y pujaba
en la isla-cárcel fue castigada con la agricultura


En el departamento de horrores, Rosie Inguanzo compite, desde el arranque, con Solzhenitsyn. Sin ser victimista. No es la queja interminable del que sufre su dolor, sino el grito de quien entiende al verdugo. Sin perdonarlo.

De quien entiende que la vida es una infinita cadena de violencias que ejercemos sobre el más débil, los que hemos sido débiles, en cuanto conseguimos algo de poder.

El niño que es maltratado por el profesor de piano, de adulto golpeará a sus hijos mientras tararea tangos. El asesino (metafórico o real) de la amiga que “había sido violado en la cárcel castrista / siendo adolescente / luego tiene una causa pendiente con la vida / esto lo hace altamente peligroso”.

“Esas cosas no se hablan”, dicen todas nuestras madres en nuestras cabezas, como lo dice la madre de la poeta en la suya.

Pero Rosie tiene otros planes. A la crueldad no se la derrota con el silencio, su mejor aliado. A la crueldad se la arrastra por la oreja y se la planta bajo el farol de la poesía, para que la conozcan en su retorcida lógica. En vez de disimular bajo metáforas o ingeniosidades, Rosie ha decidido llevar el dolor por fuera y de paso recordarnos, como el cronista del Gulag, que toda creación es hija declarada o bastarda de algún agravio profundo y sin cura.

1 comentario:

Realpolitik dijo...

¿Cómo llega a ser "woke" un cubano? Igual que llegó a ser un furibundo comunista, inclusive con antecedentes "burgueses" y catolicones (y los hay hasta hoy, y fuera de Cuba). O para decirlo de otra forma, el oportunismo lo puede todo, y la miseria humana más todavía.