La de arriba es, si no me equivoco, una imagen de la presentación de la película “Plaff” por su director Juan Carlos Tabío en el teatro Enrique José Varona de la Universidad de La Habana. Lo sé porque estuve allí. Fue en diciembre de 1988, durante el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. “Plaff” era un producto típico de su época. Época en que los cineastas cubanos, empujados por los vientos de cambio que traía la perestroika soviética, comenzaron a atreverse algo más allá de las críticas al machismo más elemental o a la burocracia, eso que en la terminología de la época llamaban "rezagos del pasado" o "errores y tendencias negativas". Pero el hecho mismo del estreno de la película se encogió ante el debate que estalló en la sala apenas terminada la proyección. Soliviantados por las lecturas de "Novedades de Moscú", aquella revista que venía a enseñarnos que pese a las diferencias culturales o históricas los horrores del socialismo real eran idénticos en todas partes, nos movía el mismo impulso libertario que sacudía a la juventud soviética de entonces. Luego de tantos años de imitar la obediencia rusa ahora se nos hacía mucho más natural emular su rebeldía aunque todavía nos costara trabajo decidir contra qué dirigirla. ¿Tenía sentido atacar la burocracia como si no fuera la esencia misma de un regimen que todavía llamábamos “revolución”?
El director, Tabío, tuvo mucho cuidado de no hablar de más, de no ser acusado de azuzar a la ya enardecida audiencia. “Una película no es más que una provocación -dijo Tabío con palabras que transcribo de un documental descubierto al azar- para que termine en el espectador y ustedes son los que van a hacer la realidad. La película no hace la realidad”. Ni falta que hacía que lo advirtiera. Nótese en la foto que, en medio del debate, toda la audiencia estaba de pie. Esa era la realidad de la que el director intentaba tomar distancia.
Así, como el de aquella noche, es como yo imagino los debates de la convención francesa a inicios de la revolución hacia 1790 o 91, cuando los debates todavía eran posibles. A la izquierda del estrado -¿la casualidad es así de ordenada o fue que los convocaron expresamente como tropa de choque?- estaban los estudiantes más conservadores, los de la facultad de derecho, defendiendo a su querida Revolución de los supuestos ataques de la película. Y del grueso de la audiencia formada por las facultades más liberales de entonces -Matemáticas, Artes y Letras, Filosofía e Historia, Psicología, Periodismo- que exigía del director una declaración de intenciones más allá de su película. De ahí la insistencia de Tabío, atrapado por las pinzas del público polarizado, en defenderse distinguiendo entre película y realidad.
El debate fue feroz. A gritos y de pie. A un espectador ajeno pero experimentado y atento no se le escaparía que aquella era una discusión expresamente política. Que lo que nos obsedía no era aquella película en particular ni las relaciones entre cine y sociedad en general sino la insoportable asfixia que imponía un régimen que aquella comedia ligera apenas aludía lateralmente. No teníamos siquiera palabras para nombrarlo -ni “régimen”, ni “dictadura”, ni “totalitarismo”- pero el ahogo era tangible. Cuando el Tabío hablaba del cine como provocación en realidad intentaba apagar el fuego que su propia película había encendido, desembarazarse de la responsabilidad que luego se le quisiera achacar. Como su maestro Gutiérrez Alea, era firme seguidor del principio de que un director no debe exponer otra opinión que la que la que se insinúa en sus películas.
No obstante, no éramos espectadores ajenos ni experimentados ni teníamos palabras suficientes para enfrentar aquello. Hablábamos todavía de “revolución” de la que nos veíamos como legítimos herederos aunque me pregunto si ya no empezaba a costarnos trabajo creerlo. Si no nos hastiaba de que, ante la duda, era la libertad -palabra incluida en nuestro vocabulario- la que siempre sufría, la que se posponía eternamente. Todavía nos faltaba, -ahora lo veo- la tremenda educación sentimental que supuso para mi generación el juicio y fusilamiento del general Ochoa y el resto de los oficiales procesados junto a él. Ese que, bajo el pretexto del encausamiento por narcotráfico, nos advirtió que, si no había contemplaciones con un Héroe de la República de Cuba, menos la habría con ninguno de nosotros.
Recuerdo terminar aquella noche con uno de los protagonistas de la película condescendiendo a hablar con un grupo de nosotros en los bajos de la biblioteca central de la universidad. A oscuras -el alumbrado público siempre fue deficiente en aquella ciudad- intentaba aplacarnos, insistiendo en que la revolución podía cometer errores pero debíamos tenerle paciencia, confiar en ella.
Han pasado 34 años desde entonces. Han perdido todo sentido palabras que entonces usábamos profusamente como “confianza”, “paciencia”, pero sobre todo “revolución”. Si es que alguna vez lo tuvieron.
Así, como el de aquella noche, es como yo imagino los debates de la convención francesa a inicios de la revolución hacia 1790 o 91, cuando los debates todavía eran posibles. A la izquierda del estrado -¿la casualidad es así de ordenada o fue que los convocaron expresamente como tropa de choque?- estaban los estudiantes más conservadores, los de la facultad de derecho, defendiendo a su querida Revolución de los supuestos ataques de la película. Y del grueso de la audiencia formada por las facultades más liberales de entonces -Matemáticas, Artes y Letras, Filosofía e Historia, Psicología, Periodismo- que exigía del director una declaración de intenciones más allá de su película. De ahí la insistencia de Tabío, atrapado por las pinzas del público polarizado, en defenderse distinguiendo entre película y realidad.
El debate fue feroz. A gritos y de pie. A un espectador ajeno pero experimentado y atento no se le escaparía que aquella era una discusión expresamente política. Que lo que nos obsedía no era aquella película en particular ni las relaciones entre cine y sociedad en general sino la insoportable asfixia que imponía un régimen que aquella comedia ligera apenas aludía lateralmente. No teníamos siquiera palabras para nombrarlo -ni “régimen”, ni “dictadura”, ni “totalitarismo”- pero el ahogo era tangible. Cuando el Tabío hablaba del cine como provocación en realidad intentaba apagar el fuego que su propia película había encendido, desembarazarse de la responsabilidad que luego se le quisiera achacar. Como su maestro Gutiérrez Alea, era firme seguidor del principio de que un director no debe exponer otra opinión que la que la que se insinúa en sus películas.
No obstante, no éramos espectadores ajenos ni experimentados ni teníamos palabras suficientes para enfrentar aquello. Hablábamos todavía de “revolución” de la que nos veíamos como legítimos herederos aunque me pregunto si ya no empezaba a costarnos trabajo creerlo. Si no nos hastiaba de que, ante la duda, era la libertad -palabra incluida en nuestro vocabulario- la que siempre sufría, la que se posponía eternamente. Todavía nos faltaba, -ahora lo veo- la tremenda educación sentimental que supuso para mi generación el juicio y fusilamiento del general Ochoa y el resto de los oficiales procesados junto a él. Ese que, bajo el pretexto del encausamiento por narcotráfico, nos advirtió que, si no había contemplaciones con un Héroe de la República de Cuba, menos la habría con ninguno de nosotros.
Recuerdo terminar aquella noche con uno de los protagonistas de la película condescendiendo a hablar con un grupo de nosotros en los bajos de la biblioteca central de la universidad. A oscuras -el alumbrado público siempre fue deficiente en aquella ciudad- intentaba aplacarnos, insistiendo en que la revolución podía cometer errores pero debíamos tenerle paciencia, confiar en ella.
Han pasado 34 años desde entonces. Han perdido todo sentido palabras que entonces usábamos profusamente como “confianza”, “paciencia”, pero sobre todo “revolución”. Si es que alguna vez lo tuvieron.
4 comentarios:
Interesante. Puedo imaginar la inquietud de cada uno de Uds. por abrir de cantazo la puerta que Tabío había entreabierto, lo suficiente para que una luz de otra tonalidad iluminara el recinto. Saludos.
Signo de los tiempos. El despertar de una conciencia anestesiada es un proceso gradual y doloroso. ¡Gracias, Enrisco!
Muy bueno. Un baño de realidad, a pedacitos fuimos despertando de aquella infame pesadilla.
Todavía a finales de los noventa, sin aire acondicionado y ruinoso allí se proyectaban películas.
Creo que después nunca más se ha hecho.
Tres años atrás una amiga que alquilaba tuvo allí una reunión con el MININT, hecha expresamente para aterrorizar arrendadores, sobre las consecuencias para los dueños de negocio del consumo de drogas de sus clientes. Supongo que aquellos cuentapropistas estaban semejantes a ustedes en esa foto. Parados y escandalizados. Otros, quizás, colaboradores.
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