viernes, 8 de octubre de 2021

Jorge Brioso: plaga, ira, revuelta y poesía


 
Al comenzar la cuarentena por la epidemia de coronavirus que ha asolado este 2020 tenía pensado entrevistar a Jorge Brioso a propósito de la salida de su libro El privilegio de pensar (Editorial Casa Vacía, Richmond, 2020). Casi de inmediato caí enfermo y al salir de dos semanas de fiebres continuas mi mente estaba en cualquier parte menos en mis proyectos prepandemia. Cuando al fin retomé la idea de entrevistar a Brioso sentí que él, yo y los Estados Unidos en que ambos vivimos desde hace un cuarto de siglo estábamos en un sitio diferente al de hacía unos meses. Este es el resultado de la conversación tomada a los prudenciales 1 639 kilómetros que separan a West New York, en Nueva Jersey, de Minneapolis.

Sé que ahora mismo trabajas en un libro que conjuga tu lectura de la obra del poeta cubano Néstor Díaz de Villegas con reflexiones sobre dos fenómenos que han dominado estos meses norteamericanos: la plaga y la revuelta. Teniendo en cuenta que el segundo te atrapó en su epicentro, la ciudad de Minneapolis ¿Cuál es tu lectura tanto de la muerte de George Floyd a manos de la policía como de la revuelta subsiguiente? ¿O te resulta demasiado pronto, demasiado próximo, para pensarlos? 

Empiezo por el final de tu pregunta. Mientras escribía el libro sobre Néstor Díaz de Villegas –en el que el contexto en que leo, la peste que nos asola, tiene un protagonismo tan relevante como su poesía– me hacía la siguiente pregunta: ¿cómo darle credibilidad a un relato sobre la peste, la muerte, el colapso de un país, cuando se vive en una de las ciudades menos golpeadas por esta crisis, Minneapolis, y cuando se escribe desde un interior a salvaguarda de todo y en el que no se carece de nada? La respuesta a mí pregunta llegó de forma abrupta con el asesinato de George Floyd a manos de la policía de mi ciudad. Las protestas y la destrucción que desató este crimen llegaron, literalmente, a las puertas de mi casa. El tenor de mi pregunta entonces cambió: ¿es posible mantener la distancia necesaria para la reflexión cuando todo naufraga?

O para decirlo en los términos de Hans Blumenberg, ¿se puede ser espectador y náufrago a la vez? La pregunta es tan antigua como la propia literatura. Homero, al final del Canto IV de la Ilíada, imagina al aedo como un testigo perfecto ya que vive el fragor de la batalla sin estar sometido a su peligro, al estar protegido de los dardos enemigos por la diosa Atenea que lo lleva de la mano. En el libro II de De Rerum Natura, Lucrecio recoge el tópico de Homero e imagina al filósofo también como un espectador ideal; ya que desde la seguridad de una roca puede observar a los que naufragan en un barco o pasearse, sin riesgo, entre los ejércitos que combaten. La verdadera filosofía, según Lucrecio, se convierte en el mejor de los asideros, en el punto de vista privilegiado, porque mantiene una radical distancia, afectiva y reflexiva, de los avatares de la fortuna. Nietzsche le da nombre al topos, “pathos de la distancia”, en la sección novena — “¿Qué es aristocrático?” — de su libro Más allá del bien y del mal donde intenta construir una nueva jerarquía espiritual que posibilite el ejercicio del pensamiento.

Yo, que no tengo dioses, ni creencias, ni jerarquía espiritual que me defiendan, construyo mi “pathos de la distancia” a través de una mediación que involucra lo que la tradición literaria y filosófica ha pensado sobre el tema que me interesa reflexionar.

Respecto al asesinato de George Floyd a manos de la policía y las posteriores protestas y disturbios que se sucedieron por toda la geografía americana hay mucho que decir. Lo primero que hay que entender, creo yo, es la ira de la población afroamericana ante la brutalidad policial de la cual ha sido objeto.

La ira es la primera palabra que comparece en la literatura occidental. La Ilíada comienza así: μῆνιν ἄειδε θεὰ. Estas palabras enlazan tres de los temas que configuran la trama del libro: la cólera o ira, el canto y la diosa que inspira.

No obstante, la ira en el primer poema épico en Occidente tiene un carácter ambivalente. Se le vincula a la inspiración y al canto, como ya se dijo, pero también a la ofuscación, ceguera(ἄτη) que es la hija mayor de Zeus y a todos confunde y ofusca, incluido su propio padre. Por otro lado, la ira también está vinculada a μένος, la energía que inspira el valor, la virtud que distingue a los mejores en este libro. Sin coraje no hay coraje.

La fórmula aristotélica para reflexionar y establecer una praxis respecto a las pasiones, encontrar el término medio, μεσότης, solo sirve cuando se intenta incorporar esta pasión en un proyecto civilizatorio, en una práctica política. Pero antes, hay que hacer un proceso de diagnóstico. Hay que dejar que se abra la escucha hacia ese ruido incivil que yace en el grito de los grandes airados que, como Medea, ya no tienen nada que esperar.

Escuchemos, por ejemplo, el final de la memoria-testamento de Reinaldo Arenas, Antes que anochezca, el gran texto cubano de la ira, donde el escritor lucha por adueñarse de su muerte –mientras su cuerpo languidece por los estragos del SIDA y él ha decidido suicidarse– de la única forma que lo puede hacer un exiliado, dándole un carácter político:

Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando. Ninguna de las personas que me rodean están comprometidas en esta decisión. Solo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país.

Démosle la palabra ahora a Kimberly Jones, escritora y activista negra, a partir de un video colgado en Youtube, el 30 de mayo, cuatro días después de la muerte de George Floyd:

¿Por qué queman su propio vecindario? […] El vecindario no es nuestro, nada nos pertenece […] nada nos pertenece. Trevor Noah lo dijo de forma muy hermosa anoche, el contrato social está roto, porque quien se supone que está a cargo de mantener el orden nos está matando […] Y si el contrato social está roto, qué carajo me importa que quemen The Hall of Fame o un maldito Target […] En lo que a mí respecta, pueden quemar toda esta mierda hasta que no quede nada. Y así y todo no sería suficiente […] Y ellos son afortunados que los afroamericanos lo que buscan es la igualdad y no la venganza.

A través de la ira se vocaliza esa dimensión de lo humano, su dignidad, que según Kant, y detrás de él toda la tradición moderna, expresa el carácter insustituible, invaluable, de cada vida humana. Todos los airados de nuestro tiempo son indignados porque sienten que esa cualidad irreductible a todo, incluso al bien común, que su vida porta, ha sido mancillada. Pero, a la vez, la ira contiene un costado incivil, un exceso, una vocación absoluta de venganza difícilmente acomodable en cualquier proyecto de convivencia democrático.

Ese momento de ira es comprensible pero antes hablas de “incorporar esta pasión en un proyecto civilizatorio, en una práctica política”. ¿Qué proyecto civilizatorio, qué práctica política tienes en mente? O más importante aún: ¿qué proyecto civilizatorio, qué práctica política promueven los que tratan de darle sentido a esa ira?

Cuando me refería a la forma en que se podría incorporar la ira en un proyecto civilizatorio hacía alusión al concepto del término medio aristotélico, μεσότης, esencial para la educación de todas las pasiones. Aristóteles en la Ética Nicomáquea habla de la necesidad de no ceder ni a la iracundia, el exceso de ira, ni a la indiferencia total, la apatía respecto al núcleo valorativo que está en juego en esta pasión que se vincula a la propia estima personal.

Aunque se prefiera olvidarlo, toda noción de justicia contiene cierta dosis de venganza. Las Euménides no se olvidan totalmente del tiempo que fueron Erinias pero, como nos enseña Esquilo en la tercera parte de La Orestíada, es necesario que las diosas de la venganza se transformen para que la fundación de la ciudad sea posible.

Todo proyecto de convivencia, toda paz, necesita dejar sin resolver ciertos daños, ciertas injusticias para que el vivir juntos sea posible.

Respecto a los que tratan de darle sentido a la ira en las protestas, disturbios y revueltas en los Estados Unidos habría que distinguir entre la legítima desobediencia civil y los que capitalizan la ira para tratar de crear un estado de insurrección permanente.

jorge brioso
Un grafiti en un muro de Minneapolis (FOTO Yansi Pérez)

Sobre ese estado de insurrección permanente de que hablas –y a la que parece tender parte de este movimiento– muchos le atribuyen una inspiración marxista-leninista. Incluso circulan viejos videos de la cofundadora de BLM Patrisse Cullors declarando ser una “marxista entrenada”, lo que sea que eso signifique. Tú, tengo entendido, piensas que estos nuevos movimientos de la izquierda más que marxistas son hobbesianos. ¿Puedes explicar por qué?

Se inicia un siglo en el que sospecho que las revoluciones –que para bien o para mal habían marcado la historia occidental desde finales del siglo XVIII hasta muy entrados en la segunda mitad del siglo XX– carecerán de protagonismo político y en que la gran potencia mundial parece que no será más un país occidental, cosa que nunca había sucedido al menos desde que se puede hablar de una historia de la humanidad a nivel global.

Independientemente de lo que esos movimientos piensen de sí mismosla figura de Hobbes me parece esencial para entender el siglo que entra porque lo que él contrapone al orden civil, al Commonwealth, al Estado no es la revolución sino el estado de naturaleza. Este estado de naturaleza tiene muchos equivalentes con el concepto griego de stásis, que abarca muchas de las formas de conflicto a las que nos enfrentamos en el siglo en que vivimos actualmente como son la guerra civil, el desorden civil, la revuelta, la disolución de una sociedad en múltiples facciones beligerantes –lo que Donald M. Snow llama “guerras inciviles”–, todas las formas de guerra no convencionales, desde el terrorismo a los drones, etc.

Importa subrayar que la stásis –que en el mundo antiguo era la categoría que se consideraba contraria a la polis— se convierte, en mi opinión, en una de las categorías centrales para pensar lo político, al menos desde el conflicto, en nuestro tiempo.

Hobbes también resulta central para pensar la mutación que ha sufrido la noción de obediencia en los totalitarismos del siglo XXI con su fórmula de máxima opresión a través de un minimalismo doctrinal. En este siglo vivimos una forma inédita del totalitarismo, un totalitarismo antidoctrinario, donde el dogma se reduce a sus mínimos. Ya no hace falta aleccionar las conciencias para poder dominar. Esta nueva forma de totalitarismo puede convivir en paz con el pilar que sostiene las democracias liberales: la libertad de conciencia, el carácter privado y libre —incluso anárquico– de las nociones de bien. En estos regímenes totalitarios, se puede pensar lo que se quiera siempre y cuando estos pensamientos no atenten contra el orden civil reinante. Dictadura de la mayoría y sacralización del propio desorden interior. Se dejará que los demonios interiores subviertan todos los órdenes imaginables en el foro interno siempre y cuando estas rebeliones del alma no traten de intervenir en la esfera pública: la calle es de Fidel o de Xi JinPing. Anarquía interior, obediencia, sin convicción, del orden existente. Resulta casi imposible derrocar a un régimen en el que nadie cree. Esa será una de las nuevas fórmulas de la opresión en nuestro tiempo. Quizás el régimen que mejor ejemplifica esta forma de gobierno, aunque no es el único, es el régimen chino.

Las otras dos formas de obediencia que se despliegan en la geografía espiritual de nuestra época son la que proponen los woke y la que viene vinculada al ecologismo. Estas dos no son explicables por Hobbes, pero tampoco por Marx.

Los woke, los platónicos del siglo XXI, pretenden vivir fuera de la caverna donde se produce la ilusión, los ídolos, que configuran la apariencia del mundo. Su estado, como el filósofo guardián de la República platónica, es el de una constante vigilia. Para los woke, la idea de que la verdad, la belleza, el bien, y la justicia hablen en idiomas diferentes constituye el último ídolo de la tribu que su combatividad, siempre alerta, tiene que disolver. El woke hereda la iconoclasia de la tradición moderna: llama a destruir todos los ideales con los que se construyó el dominio blanco, patriarcal, heterosexual y occidental de las culturas dominantes. Por otra parte, resulta impensable para un woke, la idea de una belleza amoral, incivil, blasfema, maldita tal y como lo cultivó la tradición moderna. El woke pone la iconoclasia en función de la construcción de un nuevo ideal —como Platón pretender unir lo bello, lo bueno, lo verdadero, lo justo y lo santo– que se siente inexpugnable porque se alimenta de todo lo que había sido excluido, borrado, negado. No se debe olvidar, sin embargo, que en nombre de los derrotados se puede implementar, como lo demostró hasta la saciedad la historia de los socialismos reales, una disciplina tan férrea, sino más, de la que implementaron los vencedores de siempre. Lo que hemos visto, hasta ahora, en la noción de justicia que proclaman estos nuevos márgenes es que muchas veces no distinguen entre el comportamiento público y el privado, la intención y el hecho, la alegada culpabilidad y el acto del crimen. Esto último, es un rasgo clásico de los totalitarismos a la vieja usanza que castigan no solo los actos prescritos por la ley sino la propia conciencia e incluso la tendencia al delito, independientemente que se hubiera cometido o no.

Otro de los modelos éticos, de comportamiento, de noción de lo que es el bien vivir que se yergue en el horizonte de este siglo es el condicionado por la crisis ecológica en la que estamos sumidos. Este modelo de obediencia involucra a más dimensiones de la vida humana que ninguno de los otros concebidos en el Occidente moderno ya que se pretende regular los hábitos alimenticios y reproductivos, la relación con los recursos naturales y con las otras especies, los hábitos de consumo y el propio modelo económico, extractivista, que rige a la economía moderna. Y lo que es mucho más importante, se pone en cuestión el ideal desde el cual se funda Occidente tanto desde el punto de vista cultural, político, económico y ontológico: la idea que acuña Pico della Mirandola de que el ser humano no tiene un lugar en el cosmos y que, por ende, su capacidad de autoinvención es infinita. Esta nueva forma de disciplina obliga al ser humano a reencontrar su lugar en el cosmos y asumir las restricciones, límites, deberes que esa localización en la escala cósmica conlleva. Esta forma de disciplina, si se impone, supondría una ruptura radical con el tipo humano que Occidente configuró pues propone una relación entre la cultura y la naturaleza, entre lo dado y lo por hacer, entre lo que se considera inmutable y lo sujeto a cambio, radicalmente diferente a las implementadas durante la historia moderna de este hemisferio.

Estas dos últimas nociones de obediencia, aunque responden a paradigmas diferentes, suelen tener muchos adeptos comunes.

Estas restricciones –a la expresión, al comportamiento– de las que hablas, unidas a la actual polarización política que reduce todo a oposiciones binarias, elementales, ¿qué espacio van dejando a ese “privilegio del pensar” de que habla tu último libro?

Como bien sabes, se piensa contra viento y marea. La filosofía nace como la parodia de un diálogo. Nace escenificando su distancia irreductible con el ágora, con el espacio donde se dirimen los asuntos públicos. Los textos que Platón llama diálogos son interrogatorios teatralizados. El elenchos (ἔλεγχος), el método socrático, es una dialéctica negativa que obliga a sus interlocutores a aceptar que ignoran todo sobre la virtud que supuestamente defienden: el coraje, la belleza, la piedad. Como desconocen el concepto de areté, no pueden tener el conocimiento de la virtud que dicen predicar.

Parodia no quiere decir negación. Toda parodia es a la vez crítica y homenaje. Pero lo que no se puede ignorar es la distancia que la filosofía crea respecto a lo político. Esa distancia, siempre imprescindible, resulta incluso de mayor utilidad en tiempos como los que vivimos ahora.

Respecto al privilegio del pensar, al que dediqué mi libro anterior, es otro de los grandes temas de la filosofía, lo que la opone de modo radical a los sofistas: la creación de una noción de pensamiento que no se deja medir por ninguna pauta externa al mismo. Ni el trabajo, ni el dinero, ni las doxas, ni los oráculos, ni la clepsidra, ninguna medida humana ni divina, puede servir como regla que determine el valor y la cotización del pensamiento. Hay un privilegio inherente al pensar que no se deja traducir en categorías externas. Este ideal es una falacia, pero sin ella no hubiera sido posible la filosofía ni la propia literatura moderna.

La filosofía, además, se ve a sí misma, como para-doxa, crítica de las doxas, del consenso, de la opinión pública, del sensus communis, de la materia prima con la que se construye la democracia. La renuncia a cualquier forma de autoridad que no provenga del consenso y, por ende, a cualquier noción de verdad que no se derive de un arbitraje democrático parece hoy un principio incuestionable para una parte importante de la filosofía. Pienso en los casos de Rawls, Habermas, Rorty, etc.

No se trata de domesticar el lado incivil del ejer­cicio filosófico, como hacen los filósofos antes mencionados, pero sí de hacerse cargo de él de un modo crítico. La filosofía no puede renunciar a su vocación creativa, a la invención de nuevos ideales de lo humano, incluso si esto tiene como consecuencia la condena de la ciudad, como fue en el caso de Sócrates. Pero esto supone también una responsabilidad crítica con el lado obscuro, con los ídolos que toda noción de lo humano conlleva. La definición anterior exige una forma totalmente diferente de asumir la práctica filosófica. Todos los que han escrito sobre el costado incivil del ejercicio filosófico: Karl Popper, Bernard-Henri Lévy, Mark Lilla, etc., ven como única solución que la filosofía refrene su vocación totalizante y le exigen buenas maneras, que se civilice y se adapte al modelo de convivencia que ellos consi­deran más viable. Pero, si la filosofía pierde su furor creativo, desaparece. Los que celebran ese lado incivil se niegan a tomar en consideración el hecho de que la creación de un nuevo ideal de lo humano siempre lleva consigo la capacidad de generar miríadas de ídolos, con las idolatrías que le son inherentes y la cuota en vidas humanas y destrucción que suele ser su precio. Otro problema nada menor, inherente a la noción del ejercicio filosófico antes planteado, es la relación que se propone en el mismo entre ideal e ídolo, entendidos como dos polos de una misma fuerza, lo que conlleva que no se pueda extirpar el uno sin que desaparezca el otro. ¿Cómo moderar esta compleja dialéctica?

Esa es la nueva tarea del pensamiento.

Una gasolinera en Minneapolis (FOTO Yansi Pérez)
Una gasolinera en Minneapolis (FOTO Yansi Pérez)

Ahora, viendo el asunto desde un punto de vista más personal: luego de haber crecido en el sistema totalitario cubano, luego de la caída del muro de Berlín y las esperanzas que alimentó, ¿cómo percibes esta suerte de totalitarismo light que se va imponiendo incluso con las mejores intenciones? ¿Te desconsuela que el siglo XX haya tenido tan poco que enseñarnos o simplemente te consuelas pensando que es lo más normal del mundo que no se haya aprendido nada de ello?

Cuando en el 2001, Iván de la Nuez publicó la antología de ensayos Cuba y el día después, donde se trataba de imaginar cual sería el futuro de la isla después de la muerte de Fidel Castro, la hipótesis que nadie manejó es que nada cambiaría. Tampoco nadie pudo imaginar que Cuba despertaría en un mundo que ha dejado de estar convencido de que la democracia sea la mejor forma de convivencia para los seres humanos. La broma macabra que nos tiene deparada el destino es que cuando Cuba llegue a ser democrática –si esto llega a suceder mientras tú y yo estemos vivos– ya nadie más querrá serlo.

Respecto a los totalitarismos que tú llamas light yo distinguiría varios aspectos: 1. el totalitarismo adoctrinal, sin que esto suponga una disminución en su capacidad represiva, que describí anteriormente, y que es el que se ha impuesto en los países comunistas como China, Vietnam y, en menor medida, Cuba; con la gran excepción de Corea del Norte donde pareciera que nada ha cambiado. 2. La corrección política que domina en muchos ambientes en las democracias occidentales y que pretende erigirse en una nueva policía del pensamiento.

La ironía de todo esto es que ahora que los totalitarismos comunistas se desentienden de lo que piensan sus ciudadanos, siempre y cuando bailen al son que le tocan, el costado que se considera más liberal de las democracias occidentales se empeña en ejercer un control inquisitorial del alma y la memoria de sus ciudadanos.

Como reacción a esto, y creo que esto explica al menos en parte el trumpismo, se ha configurado una nueva fuerza política de claros rasgos autoritarios que mezcla, en un explosivo coctel, xenofobia, racismo, una lectura del mundo en clave teoría conspiratoria, un intento de vivir la política en la intemperie de las instituciones que garantizan el funcionamiento de la democracia representativa y una exacerbación del excepcionalismo norteamericano que está haciendo añicos la alianza atlántica que fue la que permitió el período de mayor prosperidad política y económica que se vivió tanto en los Estados Unidos como en Europa. La disolución de la alianza atlántica supondría el fin del predominio occidental sobre el planeta.

No se puede obviar, como mencioné antes, la radical redefinición del modelo de humanidad que conllevarán los retos que como especie humana nos abocamos en este siglo. Basta, para ilustrar lo que digo, fijarse en lo siniestramente ridículo que han resultado todos los intentos de resistencia, en nombre de la libertad individual, ante las medidas que aconsejan las autoridades sanitarias para una gestión menos costosa en vidas humanas de esta crisis.

Si hay un principio que yo considero sacrosanto es la libertad individual; sin embargo, reconozco que aquí se topa con un obstáculo que la supera.

Y lo que temo es que este siglo estará plagado de ejemplos así. Se habla de que habrá que llevar a cabo cambios radicales en la forma en que nos alimentamos, la necesidad de controlar la natalidad, de cambiar de raíz nuestros hábitos de consumo. Y la lista continúa…

Todo eso si se quiere que la especie sobreviva, si no se quiere destruir el planeta.

¿Qué consecuencias tendría esto para la libertad individual? ¿Qué significaría ser libre en un mundo así? ¿Cómo se garantizaría que quien administra todas esas restricciones no se convierta en el peor Estado totalitario que ha conocido la humanidad?

La suerte de la filosofía en este siglo depende de que aprenda a situarse ante estas preguntas.

Nestor Díaz de Villegas en Cabaret Neuralgia en 1999 FOTO Pedro Portal | Rialta
Nestor Díaz de Villegas en Cabaret Neuralgia,1999 (FOTO Pedro Portal)

Pero en medio de este apocalipsis suave sigues empeñado en hablar de poesía, de poetas. Y peor aún que poetas: poetas contemporáneos. Te repito la pregunta que alguna vez se hizo Heidegger siguiendo la melodía del pensamiento de Hölderlin: ¿para qué poetas en tiempos de penuria? 

Me interesé en la obra de Néstor Díaz de Villegas porque es el poeta cubano en el que experiencias límites como la prisión, el exilio, la adicción, la enfermedad, el vérselas cara a cara con la muerte, descubren su mejor expresión. Quería indagar si el límite que su escritura expresa podía conectarse con los confines a los que ha sido lanzada la cotidianeidad en los tiempos en que vivimos. Quería saber si la poesía, la forma de lenguaje en la que más confío, podía darle aliento al menos a una de las miles de bocas que se ahogan, ya sea porque la enfermedad o la policía les arranca el aire.

Me centré en cierta parte de la obra de Néstor, la que está escrita en sonetos, porque me interesaba el siguiente problema: ¿cómo pensar en los lindes del caos a través de la mediación de la más estricta de las formas?

Su obra me permite cuestionar algunos de los presupuestos estéticos de nuestro tiempo. Una época que pareciera estar convencida de que bajo todo orden se esconde un tipo de dominio y de que, por otro lado, en lo no configurado o en lo derruido habita un núcleo de pureza, un resto, que se ha salvado o ha sobrevivido al imperio que la forma le impone a lo real.

La máxima que sintetiza la poética de Néstor, en mi opinión, aparece en un soneto titulado “Idolatría” que forma parte de su libro Vicio de Miami. En ella se habla de un idólatra que carga con las tablas de la ley. Se impone una pregunta: ¿Cómo trataría un idólatra a las tablas de la ley? ¿Cómo es posible que el enamorado de lo deforme sea el responsable de portar las tablas que fundarán el ideal, la norma, el parámetro de lo permitido?

Lo novedoso de lo que plantea Néstor, el reto que le impone al pensamiento, es que este tiene que concebir algo que le resultaba inadmisible: quien planta la norma es un enamorado de lo que se desvía. El que trae el nomos a la ciudad es, a la vez, el primer criminal que la infringe. El poeta es la ley y la trampa.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Let's go Brandon !