lunes, 8 de octubre de 2007

Una anécdota

Hace unos días escribí en Encuentro en la Red sobre el nuevo proceso de quejas y sugerencias abierto por el régimen cubano. Debo advertir que mi sana desconfianza viene de mi experiencia personal. No hay nada que se atreva a decir la gente o que no se atreva a decir que ellos no sepan. Se trata como otras veces de un proceso de catarsis muy limitada, de crear la impresión de que les interesa contar con la opinión de la gente. Recuerdo que cuando el llamamiento al Cuarto Congreso del Partido yo estaba trabajando en el Cementerio de Colón. Ya yo no me creía nada (había creído un montón de cosas durante demasiado tiempo pero hasta yo tengo mis límites) pero por no quedarme callado por aquello de que tragarse las cosas hace daño al sistema cardiovascular me solté a hablar de la libertad de expresión, del muy triste papel que jugaba la prensa en Cuba etc. Se deben imaginar cómo debió haber caído eso en aquella reunión. Aparte de los sepultureros, a los que no les interesaba nada de nada, la mayor parte de la plantilla la constituían los queridos CVP’s que eran, creo que en su totalidad, miembros del Partido. En cuanto terminé de hablar sentí un rumor que un negro de la Alabama de 1930 hubiera reconocido enseguida como ese que precede a un linchamiento. Esa iba a ser la única resonancia que iban a tener mis palabras: rumores que pronto se convertirían en acusaciones –fatales- de contrarrevolucionario y agente enemigo. Sin embargo, antes que ninguno de aquellos miembros del Comité de Vigilancia y Protección dijera algo más o menos inteligible el administrador del cementerio se paró y dijo que mi preocupación ya había sido debatida en diversas ocasiones al más alto nivel y que el partido y el gobierno estaban conscientes de esa situación. En principio pensé que el administrador no había entendido nada. Estuve a punto de repetir lo que había dicho antes, algo que por supuesto no era motivo de discusión de ninguna instancia superior. Pero entonces el administrador –un tipo joven y relajado pero con bastante experiencia a sus espaldas- se sentó y se quedó mirándome fijamente como diciendo: “Cabrón, te acabo de salvar la vida así que mejor te quedas callado el resto de la reunión porque la próxima vez no te va a salvar nadie”. Y por supuesto permanecí callado. Nunca tuve oportunidad de agradecérselo en Cuba pues implicaba una complicidad que dada su posición como administrador nunca admitiría. Años después en Nueva York me lo encontré, dueño de una dulcería pequeña y acogedora de la octava avenida, y aceptó mi agradecimiento con la sonrisa del que no le puede dar mayor importancia a un asunto ya demasiado antiguo y que había despachado apenas con un gesto instintivo: el instinto de supervivencia pero de esa supervivencia colectiva que llamaría solidaridad sino fuera porque la palabra de tan maltratada ya significa bien poco.

2 comentarios:

analista dijo...

A veces de debemos mucho a pequeñas acciones. UNa vez al inicio de los actos de repudio cunado el Mariel, había que ir a tirar huevos a una colega que había presentado irse. En mi bronca con el Sec. Genral de la UJC, el gordo Parra, dijo una muchacha que era del secretariado: "Parra déjalo, que el tiene alergia a los huevos". Con tu anécdota me acordé de eso, que ya lo había olvidado. Por eso fue que me salvé en tablillas.

Anónimo dijo...

Muy bien el relato pero me parece incompleto. Falta saber lo que decía su informe de la reunión a las instancias superiores: ¿omitió tu intervención? Imposible. ¿La matizó? Es probable (pero hasta qué grado). De cualquier forma, con lo que sabes, se puede concluir que como funcionario actuó de forma eficiente: controló la situación en público y evitó que en tu caída cayera él por ampararte por cierto tiempo. ¿Debes agradecérselo? Y sí, pero dudo que lo haya hecho por ti (y antes, esperaría, hasta que puedas abrir tu "folder" en ya sabes donde).