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martes, 18 de febrero de 2020

13 y 8*

Foto tomada del blog de Arsenio Rodríguez Quintana

13 y 8 eran las calles que marcaban la esquina en la que se reunían cada sábado a descargar con sus guitarras, aunque en realidad ellos tocaban protegidos de la intemperie, en los salones de una casa vieja convertida en museo municipal. Al fundador de la peña, Vanito, lo conocía desde el preuniversitario. Uno de esos tipos de los que cada escuela incuba muy pocos ejemplares. O ninguno. De los que siempre andan inventando algo. Un día puede ser un grupo de teatro. Otro, formar un coro que parodie una canción norteamericana que súbitamente ha conseguido una popularidad inusitada. O fundar una banda que toque canciones que alguna vez estuvieron de moda con la única condición de ser lo bastante simples como para que puedan interpretarlas gente que apenas domina los instrumentos. Alguien que no te sorprende cuando te dice que hará sus estudios universitarios en una escuela de dramaturgia. Ni te asombra cuando te lo vuelves a encontrar años más tarde y te cuenta que intenta abrirse camino como cantautor, que escuches esta canción que acaba de componer y encima la canción te parece cabronamente buena.
Y entonces te invita a participar en su peña. Te dice que ya ha visto cosas tuyas en alguna revista y que podrías leer tus textos en público entre cantante y cantante. Y al principio es un grupo pequeñito compuesto casi exclusivamente por amigos, o amigos de amigos, que se aparecen por pura curiosidad o por sentirse capaces de corear estribillos que el resto de la humanidad ignora. Algunas de las canciones serán brutalmente malas, pero habrá otras bastante mejores o incluso buenas y, sobre todo ―y esto será a partir de entonces su principal atractivo y lo que empezará a atraer gente algo más diversa y no necesariamente conocida entre sí―, distintas a cualquier cosa que hayas oído hasta entonces. Y lo que comienza en una suerte de chapaleo para espantar el aburrimiento de las tardes de sábado, un alto en camino al cine o al teatro, va tomando forma. Tomará ―usemos una frase ridícula porque hay mucho de irrisorio en tomarse en serio una canción― la forma de las cosas que vendrán. Y los peores músicos empezarán a sentirse incómodos y desaparecerán de la peña, mientras otros bastante mejores van a descubrir un espacio que parece haber sido inventado para ellos. Y los que se quedan entrarán en una competencia feroz y estimulante: descubrir que el éxito de la semana pasada habrá que afianzarlo con una nueva canción. Y el de esta última semana con el de la semana siguiente, so pena de convertirse en autores de una sola pieza y ser desplazados de la atención de las muchachas, que es todo lo que está en juego en esos conciertos. Primero aparecerá el Boris, a quien ya conocía de la misma escuela en la que me había encontrado a Vanito. Y luego Barbería, Pepe del Valle, Alejandro Gutiérrez, Mario Icháustegui, José Luís Medina, Carlitos Santos y el poeta Arsenio Rodríguez. Y la peña se ampliará en público y pretensiones, más o menos en la misma medida que el repertorio colectivo. Cuando se les trate de definir aparecerá la frase insidiosa: la voz de una generación. Una definición inexacta si se considera que las voces de la mayoría de los que cantan no sobresalen por sus registros. O en un sentido menos literal: que ser “la voz de una generación” no es mucho decir en un país donde ―en lo que toca a expresar opiniones― ha producido generaciones afónicas una tras otra. Hasta entonces la máxima de las audacias era escribir notas marginales a la Partitura Oficial de la Idea: la necesidad de desviar una mínima parte del amor por la Causa hacia temas más discretos, como una chica o una flor; o de combinar ambos sentimientos en uno sólo; o describir la melancolía que produce no estar siempre a la altura de la Idea. Canciones que podían pasar por rebeldes cuando en la mayor parte de los casos era una manera sofisticada de hacer que los oídos más sensibles pudiesen tolerar las disonancias del discurso oficial. Los síntomas más decisivos de que en aquel museo estaba tomando forma una voz distinta no eran las palabras que contenían las canciones sino el tono de éstas, un tono distante de la melancolía que desde hacía tiempo se había impuesto como el único modo de darles cierto peso a las palabras. Cada uno por su lado se aparecieron dos tipos ―Raúl Ciro y Alejandro Frómeta― que eran la seriedad misma y no tardaron mucho en convertirse ―y Raúl que odia que lo definan no perdonará esta definición― en los brujos de aquella tribu de músicos. Eran los que intentaban darle forma a aquella reunión espontánea de gente con ganas de compartir algo apelando a la fórmula mágica de la “búsqueda de sentido”. Y esa búsqueda adquirió la extravagancia de conciertos furtivos en la misma escuela en la que habíamos estudiado Vanito, Boris y yo, con estudiantes y directores lanzados en nuestra persecución con intenciones radicalmente opuestas: los primeros para congraciarse con los músicos y los últimos para expulsarlos. Esa búsqueda de sentido también generó el único concierto en el que ―en una isla donde la rotura de una cuerda se consideraba una catástrofe― un músico rompiera alevosamente su guitarra estrellándola contra el piso.

Así fue hasta que por fin, no sé bien si agotados por la tensión que produce la búsqueda de sentido o la del incómodo celo de las autoridades, la peña se fue desbandando para multiplicarse en varios proyectos independientes. Ya para ese entonces, 13 y 8 era bastante más que una de las tantas esquinas de la ciudad. Era un sello que garantizaba una manera distinta de aproximarse a la música, cierta dignidad. 


lunes, 20 de enero de 2020

Publicidad*


No, éste no es el capítulo destinado a emitir anuncios, el momento que usted aprovecha para ir a orinar o para buscar cualquier chuchería en el refrigerador o en la despensa. Aquí se habla del medio más elemental y barato de que se vale la mercadotecnia: darle un paquete de volantes a alguien que los distribuirá a los peatones, los echará en los buzones del barrio o por debajo de las puertas. Porque en algún momento empecé a alternar los ocasionales trabajos como ayudante del Tigre con la repartición de volantes. Conseguí ese empleo gracias a Silvia, en la academia de computación donde trabajaba. En aquella época estaban de moda las academias y la competencia entre ellas se dirimía en el frente de la publicidad. Las que apenas podían permitirse una docena de profesores acudían a la distribución de impresos a la entrada de institutos de enseñanza media y universidades. Por lo general  era sólo una hora al día, de ocho a nueve de la mañana en el horario de entrada de los estudiantes. Pagaban mil pesetas la hora. Si la repartición era más de una vez el mismo día en el mismo sitio el precio de la hora bajaba a las setecientas cincuenta pesetas.

Lo peor del trabajo era el frío y el deseo de los estudiantes, condensado en miradas y gestos, de que te evaporaras en el acto. Con el frío no había otra opción que abrigarse bien y dar saltitos a cada rato para que no se te congelaran los pies. Con las malas miradas –más bien escasas― no había mucho que hacer. En general, los estudiantes eran bastante educados. Tomaban su papelito y seguían camino e incluso con cierta frecuencia llegaban a mascullar las gracias. Una buena parte echaba los volantes en el cesto más cercano aunque a algunos no les alcanzaba la paciencia para llegar hasta él y los soltaban a medio camino. En realidad nada de eso me incomodaba mucho. Lo único desagradable que llegaban a hacer era tomar el volante en la mano, estrujarlo con furia frente a ti y luego arrojarlo a tus pies. Todo sin decir una palabra. Por suerte eran muy pocos los que se tomaban tanta molestia en aquellos intercambios mudos de gente amodorrada a primera hora del día. Lo que me fastidiaba era tanto esfuerzo en demostrarle su desprecio a gente que ―con tanto derroche de papel― sólo le hacía daño a los árboles. Puede que lo hicieran en un arranque de conciencia ecológica. Nunca me quedó claro. 

No era un mal trabajo después de todo y no requería de ninguna habilidad especial. Sólo la de llegar a tiempo y aguantar la hora correspondiente en el lugar que nos asignaran. Gracias a ese empleo conocí buena parte de los alrededores de Madrid y sus respectivos centros de enseñanza: un instituto de economía en Vicálvaro, varias facultades de la Complutense, la Universidad Autónoma de Madrid y algunos sitios más que no recuerdo. Si se exceptúa una conferencia que di en la Complutense sobre literatura a los estudiantes de Ana, ese fue todo mi contacto con el mundo educativo durante mi estancia en España.

Lo mejor del trabajo era la compañía. La academia nos enviaba en parejas a repartir volantes. Casi siempre íbamos Ricardo y yo, pero prefería hablar con los que repartían volantes por otras academias. Se trataba de aquellos mismos que, según las leyes de la competencia, debíamos derrotar en el campo de la publicidad de infantería, pero con quienes, una vez llegados al frente, enseguida pasábamos a confraternizar. Por lo general eran españoles y duraban poco. Ganar mil o mil quinientas pesetas al día no era atractivo para nadie por alta que estuviese la tasa de desempleo. El único que permaneció repartiendo volantes todo el tiempo que estuve era un español que rozaba los cincuenta. Era el factótum de una academia rival y no le pagaban por horas. Ésa era una de las tantas obligaciones que requería su empleo. Y fue una suerte porque era un tipo de conversación fluida y repleta de detalles interesantes. Una suerte de erudito de la cotidianidad española. Hablábamos de músicos, futbolistas y otras celebridades locales, de costumbres españolas, historia reciente o del origen de alguna frase que estuviese de moda. Por él me enteré de las letras alternativas al himno de España una vez anulado el texto original compuesto por José María Pemán en tiempos de Franco. O de las ocurrencias del entrenador de fútbol Helenio Herrera, el autor de la célebre frase “con diez se juega mejor”. O del origen de ciertas costumbres que ni siquiera habían adquirido el rango de tradición. Por él tuve acceso a mucha de esa trivia que los libros suelen desdeñar, pero que es decisiva para comprender la vida de un país e irla asumiendo con cierta conciencia.

Yo tenía muy poco que ofrecerle. Cuando me preguntaba por alguna tradición cubana equivalente a las de España, muchas veces tenía que confesarle que había sido reemplazada por algún ritual diseñado por el gobierno. Al principio se esforzaba por entender cómo era la vida en mi país, pero la minuciosa retahíla de miserias que componían la rutina cubana lo abrumaba y enseguida cambiábamos de conversación. La miseria suele ser aburrida incluso si se conoce de segunda mano. Sin embargo, siempre nos buscábamos para continuar nuestro palique sobre cualquier pequeñez que se me ocurriera preguntarle y él respondía con gusto y detalle. Con las intermitencias a que obligaba el curso escolar, la repartición de volantes fue el trabajo más constante que tuve entre semanas hasta que comenzó mi aventura como editor de una revista en noviembre de 1996.

*Capítulo del libro Siempre nos quedará Madrid. El volante que ilustra el texto es uno de los que repartía en aquella época y que acabo de encontrar.

lunes, 25 de junio de 2018

Carlos Edmundo de Ory


Hoy El País le dedica página al poeta Carlos Edmundo de Ory y a su biografía escrita por el también poeta José Manuel García Gil. Ory es el mismo a quien en “Siempre nos quedará Madrid” me refiero como “vieja gloria de la poesía española”. Justo el personaje que desencadenó –la provocación era su verdadera profesión- un incidente que refiero en el libro y que me ayudaba a explicar qué es la política para un cubano exiliado:
A veces las cosas son algo más complicadas. Como cuando me invitan a Cádiz a presentar el nuevo número de la revista de arte y literatura que dirige Mané. La invitación incluye una comida. Mesa en un restaurante y, frente a mí, una vieja gloria de la poesía española. Alguien cuyo currículum incluye hasta la creación de un movimiento poético. Hace ya mucho tiempo que vive en Francia. Un poeta ya pasados los sesenta disfrutando de su regreso a la tierra natal como extraño centauro: mitad hijo pródigo, mitad vaca sagrada. Reverenciado por los hijos y nietos de los mismos que alguna vez le negaron el pan y la sal de la gloria provinciana. Un viejo malicioso y socarrón con sonrisa arrugada, mirada azul de diablo joven y unas ganas tremendas  de divertirse en la sobremesa. “Así que cubano. ¿Y eres anticastrista?”― me pregunta. El otro elemento con que cuenta el viejo poeta para su diversión ―además de mi respuesta― es un compositor que a pesar de su comprobada ausencia de voz, insiste en presentarse como cantautor. El resultado: uno de los cantantes más inaudibles en la historia de la música occidental, quizás porque su secreto sea cantar en una frecuencia indetectable para el oído humano (menos de veinte hertzios o más de veinte mil). Aunque se hizo famoso en el pasado por canciones que veladamente criticaban el franquismo ―ateniéndose a una lógica no por defectuosa menos popular― profesa un fervor público y notorio a la dictadura del sitio de donde vengo.
Apenas respondo al poeta viejo que no me interesa definirme por mis opiniones sobre el hijo de puta que gobierna mi país, hacia mí se gira el compositor público y cantante secreto. Lo hace para defender un régimen que considera justo y necesario. (Definición de mi abuelo sobre la diferencia entre lo justo y lo necesario: uno se puede meter el dedo en el culo y quedarle justo, pero no es necesario). Durante los siguientes minutos me pierdo el brillo de los dientes del poeta, su sonrisa ladina, porque ando empeñado en demostrarle al músico lo inhabitable que es el régimen que él exalta. Al parecer llego lo suficientemente lejos como para que apele a sus más recónditos conocimientos de Historia cubana extraídos de la segunda parte de “El Padrino”. Su argumento más sólido para justificar casi cuatro décadas de dictadura es éste:―Antes de la Revolución, Cuba era un prostíbulo norteamericano.Le ahorro los detalles históricos y me voy por la vía más fácil: decirle que ahora el país se ha convertido en un prostíbulo español. Eso lo obliga a recurrir a su teoría sobre el diferente valor de las esencias nacionales.
―Es preferible que Cuba sea un prostíbulo español que uno norteamericano.No dice en qué consiste la superioridad de los penes españoles sobre los gringos, pero su tono indica que no vale la pena explicar lo obvio. Éste es el punto de la historia en que al escucharla mis amigos debaten sobre cual hubiera sido mi mejor respuesta: unos habrían preferido una bofetada mientras otros se inclinan por el silletazo en la cabeza. Una historia de esa índole siempre es propicia para que cualquiera desboque sus más violentas fantasías al amparo del pluscuamperfecto de subjuntivo: “Si yo hubiera estado allí…”. Yo me refugio en ese punto del protocolo que desaconseja terminar la comida a la que te invita un amigo volcando la mesa y enviando a uno de los huéspedes de honor al hospital. Porque en aquel instante soy tan inaudible como el cantante clandestino en sus conciertos. La rabia me impide discutirle por qué mi país podría aspirar a otra cosa que a burdel de alguna potencia extranjera o por qué los penes de la Madre Patria no deberían tener preferencia sobre los del resto del mundo.
Al final de la noche vuelvo a encontrarme con el cantante afónico en un bar de la ciudad: oscila al compás del hielo del cubalibre que lleva en la mano. Insiste en convencerme de las razones últimas de su embeleso con la dictadura que me vio nacer. Lo acompaña una chica que al mismo tiempo que sirve de traductora de su jerigonza alcohólica intenta atraerme a los abrazos del músico mientras yo vuelvo a recordarle ―como si sirviera de algo― que no tiene sentido discutir con el estómago lleno y el cerebro embotado sobre un país hambriento de casi todo. Que ese trago que lleva en la mano vale lo mismo que medio sueldo de mi padre. Pero allí en medio del bar el músico es la encarnación misma de la política, una abstracción que no se detiene en esos pormenores.

martes, 21 de febrero de 2017

Oviedo


Capitulo inédito de “Siempre nos quedara Madrid” que ahora publica Viceversa Magazine

De Santillana seguimos camino a Oviedo. Allí nos espera gente que no hemos visto nunca pero con quienes ciertas circunstancias parecen condenarnos a su amistad. A Gustavo no lo conocí en La Habana por muy poco. Tenemos varios amigos comunes e incluso uno de ellos me invitó a la fiesta de despedida que le iban a hacer a Gustavo antes de salir para España. Por alguna razón no pude ir pero al poco de llegar a Madrid ya me había puesto en contacto epistolar con él. A Nadia, su novia, la reconozco como la chica que una noche en una fiesta entre amigos de la universidad en un pueblo perdido había roto la única botella de ron que nos quedaba: el tipo de historias que llevaban en esos días el sello de lo inolvidable. Estábamos en una suerte de discoteca en la que habíamos colado de contrabando una botella que situamos debajo de la mesa y desde la que a ciegas nos íbamos sirviendo tragos. Así hasta que la chica movió el pie en la dirección equivocada destruyendo nuestra esperanza de seguir bebiendo en la discoteca a precios de almacén. O posiblemente ya no quedara bebida en el lugar. Aquella noche todos habíamos odiado un poco a aquella chica a la que nadie conocía bien. Nos hubiéramos dedicado a odiarla las horas siguientes de no ser porque un policía se llevó a la estación a uno del grupo. Los detalles no estaban claros pero supusimos que lo habían detenido por llevar el pelo demasiado largo o por no ser de allí o por cualquiera de las razones a las que un policía de pueblo acude para sacudirse el aburrimiento. De manera que el resto de la noche en vez de odiar a la chica de la botella nos dedicamos al más la provechosa tarea de rescatar a nuestro compañero de manos de la policía verba mediante. Así que buena parte de la visita a Oviedo la empleo en bromear acerca de aquella botella rota seis años atrás con esa insistencia que utilizo cuando creo hallar algún punto ligeramente incómodo para el interlocutor y divertido para mí. Meses después Nadia me dirá que la había confundido con otra chica. Ella nunca había estado en aquel pueblo ni su pie fue el que rompió nuestra botella. Me explicará que si no me lo aclaró durante nuestra visita fue para no arruinarme la broma. “Parecías tan divertido que me dio lástima decirte la verdad”.Tienen un apartamento mucho más amplio que el que compartimos con Silvia en Madrid pero no tardamos en darnos cuenta de que no les va bien. Que su estrechez de inmigrantes es todavía más ajustada que la nuestra. Incluso un viaje de fin de semana a Madrid les queda fuera del alcance de su presupuesto. Por no tener en Oviedo ni siquiera tienen más que un par de amigos a los que no llegamos a ver. La ciudad se les ha convertido en una trampa tranquila de la que reniegan sin descanso pero que no se atreven a abandonar por miedo a que les vaya peor. O porque todavía no han perdido la esperanza de que la promesa que los llevó hasta allí termine por cumplirse.Habían llegado a Oviedo atraídos por el ofrecimiento de un pariente lejano. Un familiar muy bien situado en el gobierno del principado de Asturias que les prometía una legalización rápida e indolora y hasta algún trabajo. Al llegar se encontraron con una situación muy distinta a la del momento en que se hicieron las promesas. Con lo que se encontraron más exactamente fue con un escándalo. Un francés le había propuesto al gobierno del principado una abrumadora inversión del Banco Internacional Saudí para construir una refinería a cambio de una subvención estatal que copatrocinara el proyecto. La generosa oferta saudí terminó siendo uno de los timos más famosos de la historia reciente de España. Cuando se descubrió la estafa todavía el gobierno no había desembolsado su parte pero el ridículo de dejarse engatusar tan mansamente y la entusiasta publicidad que generó el proyecto obligó al gobierno a renunciar. Nadia y Gustavo son el final de la larga cadena de traspiés que provocó el descubrimiento del “timo del petromocho” pero todavía esperan que los restos de influencia que le quedan al pariente otrora poderoso basten para arreglar sus papeles. No descarto que sea la sombría perspectiva de Gustavo y Nadia lo que haga parecer a Oviedo la ciudad más fea de las que he visitado hasta el momento, una fealdad apenas redimida por su catedral. Será por eso  por lo que me parece una ciudad gris y silenciosa en la que basta levantar un poco la voz para tener la sensación de estar en una cueva. La vista de Oviedo desde el Alto del Naranco, (la elevación que la domina rematada por un Cristo escrupulosamente feo), confirma la impresión que he tenido mientras recorría sus calles: un montón de construcciones amontonadas para realzar la gloria de su catedral. Pero vale la pena la caminata hasta la cima del Naranco y de paso visitar las iglesias románicas de Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo. Nuestra maravilla ante esas acumulaciones de piedra vieja tallada con gusto sencillo parece no agotarse en estos días.     
Treinta horas en Oviedo nos bastan para recorrerla y formar amistades que todavía perduran con la intermitencia de la distancia. Recuerdo a Gustavo aprovechar el recorrido por el centro de la ciudad para recordarnos a cada paso cada edificio construido con dinero sacado de Cuba mucho tiempo atrás. Lo hacía con el ademán del aristócrata venido a menos. Cuando no hay apellidos a los que achacarles grandezas pasadas la historia es un buen sucedáneo. Así la gloria de los viejos indianos o la riqueza antigua de una isla que no habitaban nuestros antepasados pueden servir para creer que el mundo tiene algo que agradecernos.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

La memoria, desmemoriada

Hoy chateaba con un viejo amigo, el diseñador Jorge Hernández a quien conocí hace un cuarto de siglo, cuando empezaba a colaborar con la revista Alma Mater, una de las publicaciones con que colaboraba en esos años. Le hablé del momento en que el Siempre nos quedará Madrid hice alusión a aquella revista y a su consejo de redacción por lo que me parecía de ilustrativo que ocurrió con toda nuestra generación. A seguidas el fragmento a que me refería:

"Al llegar, con alivio, reconozco a Otto. El nombre corresponde con la cara que recordaba vagamente cuando me lo mencionaron. Diseñador de la revista de los universitarios en Cuba, una que anunciaba como fecha de fundación 1922 (“La revista joven más antigua de Cuba”, era su lema) y cuyas páginas estaban destinadas a las mismas rutinas propagandísticas del resto de las publicaciones cubanas: o sea, a la exaltación fervorosa de la Nada. Si por algo destacaba era precisamente por el diseño. Por algunas de esas raras casualidades que se daban en Cuba de tanto en tanto en la revista se había reunido un grupo de diseñadores jóvenes con una concepción de la imagen gráfica forjada en el trasiego de revistas extranjeras y el deseo de darle sentido a su talento más allá de la chapucería ambiente. Una revista que daba ganas de abrirla aunque luego esos deseos se apagaran con la lectura de los primeros párrafos"


"Luego se atrevieron a algo más: a cambiar el formato de la revista, a buscar nuevos colaboradores, tocar temas prohibidos. Eran tiempos propicios para la audacia. Con la perestroika en marcha en la Unión Soviética, los censores locales andaban desorientados y esa circunstancia la aprovecharon todos los que en la isla soñaban con cosas distintas a las que ofrecía el escaso repertorio de la realidad local. Con hacer algo. Junto con el cambio de formato aparecieron nuevas secciones y se invitó a colaboradores con la misma urticaria creativa. Como sucedió en ciertas publicaciones, estaciones de radio, instituciones culturales o grupos que se iban organizando informalmente en aquellos días, el impulso inicial chocó enseguida con la resistencia sedimentada por décadas de obediencia y sospecha. Cuando el bloque soviético pasó de experimentar con las reformas a disolverse, los censores nativos recuperaron su brújula que esta vez ya no apuntaba a Moscú sino se alineaba estrictamente con sus urgencias locales para no correr la misma suerte que su antiguo modelo. Si durante unos meses permitieron excentricidades como la aparición en portada de Karl Marx sentado en un pupitre escolar o la simple mención de escritores prohibidos durante décadas, ya no quedaban excusas para tanta tolerancia. Y ahora está frente a mí Otto, uno de los tantos que terminó chamuscado en medio del experimento, con su figura de galán a escala reducida y su sonrisa pícara"

Ahora al enviarle el fragmento de Siempre nos quedará Madrid Jorge me aclara que para el momento del cambio de formato ya Otto Treto se había ido. Que para el tiempo en que Alma Mater adopta el formato tipo sábana el director era Armando Fraga, entre los redactores estaban José León y Joaquín Borges Triana, el realizador era Dani Sibianu y el diseñador era el propio Jorge Hernández. Y estas precisiones van más allá de la corrección de una impresión errónea que pudiera dar mi libro sino porque me parece de elemental justicia reconocer los nombres de las personas que estaban detrás de una de las publicaciones más atrevidas desde todo punto de vista en la época. Aquellos esfuerzos podrían parecernos ingenuos en estos tiempos pero si se le contrasta con lo que arriesgaban entonces desde una publicación oficial no puede menos que agradecerse y admirarse, como mismo sus lectores agradecíamos y admirábamos cada número que salía a la calle. Y si uno se asoma a la revista actual y ve que sus páginas están en buena medida dedicadas a la campaña por la libertad de Los Cinco (que Son Tres) el asombro ante lo que alguna vez fue aquella revista es mayor aún.  



miércoles, 29 de enero de 2014

El mapa del tesoro

Texto de la presentación que hiciera de "Siempre nos quedará Madrid" el escritor Orestes Hurtado en la Fundación Hispano Cubana el 8 de julio del 2013:

Enrique Del Risco Arrocha. Habanero del 67. Año designado en Cuba como el del Vietnam heroico y en que a la par que se crea el Instituto del libro Cuba se retira de todas las convenciones internacionales de derechos de autor. Jean François Revel en su cuarteto de características de toda sociedad totalitaria marca estos: 1. ignorancia voluntaria de los hechos, 2. capacidad para vivir inmersos en la contradicción respecto a sus propios principios. 3. negativa a analizar sus propios fracasos y 4. rechazo al progreso. Este hecho del gremio de los libros corrobora varios de ellos. Es el año del premio Casa a Dos viejos Pánicos, de Celestino antes del alba, de De donde son los cantantes (en Francia) y (después de premio, batalla editorial y otros cuentos) de Tres Tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante. También es el año en que el departamento de filosofía de Universidad de La Habana lanza Pensamiento Crítico. Impulsada por Jesús Díaz, quien fuera 28 años después, también el fundador junto a Pío Serrano, Felipe Lázaro y Annabelle Rodríguez, de Encuentro de la Cultura Cubana, en cuya redacción (en el 96 o cerca) nos enzarzamos Enrique y yo en habladurías interminables y más bien herméticas.
 Dejo atrás el 67 y el 96 y me concentro en lo habanero. Y lo voy a hacer desde un recuerdo casi infantil. Coleccioné, entre otras minucias, cromos de jugadores de baseball de las Grandes Ligas. Las que llamamos cariñosamente postalitas. Heredé una colección y la tripliqué encontrando por el Vedado una caterva de coleccionistas como yo. Visité patios, solares y portales raros. Llevaba el puñado que estaba dispuesto a intercambiar y mi ávido contrincante (que podía ser de cualquier edad y condición mental) me ofrecía el suyo. Así observé una fauna altamente curiosa. La de los coleccionistas , la de los tipos que anotaban en libretas y libretas unas interminables listas, que a veces eran estadísticas de baseball o partidas de ajedrez o todo lo que sabían del río Limpopo. Esa estirpe de freakis habaneros.
 No me refiero a la tribu urbana de los rockeros. Que tiene toda mi simpatía por su altivez, resistencia y sus corrosivas humoradas, de la que son dignísimos representantes actuales los punkies de Porno para Ricardo. Me refiero a los freaks, a los fenómenos, a tipos estrafalarios que en La Habana, en rincones destartalados de La Habana han coleccionado en papeles astrosos los vestigios de una vida diversa, heterogénea, llena de sucesos, de nombres, de cifras y proezas  de otro tiempo y casi de otro mundo. Ellos, los coleccionistas de datos me impresionaron, me comunicaron una obsesión y una alegría: se podían coleccionar las historias, se podían salvar de la aplanadora. Creo que Enrique sabe a qué tipo de habanero me refiero. De qué obsesión y de qué alegría hablo, que suceden en un pueblo muy novelero, con escasa memoria y con una ética más bien resbalosa. Los que escribimos coleccionamos datos de unas vidas (reales o imaginadas, nosotros o unos conocidos que iban en el vagón de delante y a los que sólo vimos unos segundos).
 Enrique clasifica, ordena las historias de su primer exilio y de los destinos y argumentos que entonces conoció. Un escritor de variados recursos e itinerarios. Que atraviesa en libros como Obras Encogidas o Pérdida y recuperación de la inocencia por la prosa aséptica, cercana al apólogo o la fábula, a Arreola con Mrozek y que ofrecía una sarcástica imagen del dogma y de la heroicidad revolucionaria (para usar un concepto de Ichikawa). Un escritor que atraviesa el bosque de la Historia en reescrituras y ensayos entendidos como narraciones . La Historia como un cuento que debe ser contado con todos los venenos que inocula y con al menos un antídoto eficaz, el humor, la risa inteligente, la electricidad transitando por la columna vertebral del idioma. Ese es el escritor de Leve Historia de Cuba (perpetrado a cuatro manos con Francisco García) y el ensayista de Elogio de la levedad. Condición la leve, que es la del olvidadizo taíno, pero que es también la del que no quiere que le sea interrumpido el ritmo, lo narrado. 
Un escritor, que en sus libros mayores de cuentos (Lágrimas de cocodrilo y ¿Qué pensarán de nosotros en Japón?), las situaciones humanas, los hechos y sus consecuencias, cuentan con un habilísimo cronista al que no importan género o tema sino que todos los elementos de la narración ocupen por sí mismos su sitio en la orquesta y se entone compleja cantata de razones. No tengo dudas de que algunas de estas narraciones tienen cabida en la más selecta antología del cuento en español hoy. 
Creo que fue Auden el que ante la más veraz versión de la realidad que podía dar una autobiografía, oponía las ventajas del biógrafo. Según Auden, el biógrafo, que soy yo en esta tarde, percibe mejor “la cultura de un hombre y la influencia, en su vida, de los presupuestos que da por sentados”. En la obra de Enrique Del Risco se pasean Twain y Swift, Vonnegut y Carver, Miguel de Marcos y Paquito d´Rivera. Pero no son importantes los nombres, sí las actitudes, las tradiciones narrativas que se invocan.
Enrique Del Risco (como Alfonso Reyes exiliado en el Madrid modernista) encuentra aquí las amplitudes de idioma y bibliotecas que le hacen escribir sus más densos alcances. Asimila en un periquete los oficios de espía y embalsamador con los que el escritor debe saber disfrazarse. Siempre nos quedará Madrid son unas memorias divertidas y tristonas a un tiempo, precisamente enrisquianas y generacionalmente de todos nosotros.
 Cuando leí el libro atravesé por varios estados contrapuestos. Primero me decía: 
¡este buen hombre está hablando de mí, de mí mismo mismamente! Después pasé por la etapa: este buen hombre ha narrado algo que también pude haber armado yo como libro. ¡Vaya, se adelantó! ¡Cómo son los seguidores de los Yankees! Más tarde llegué a la plácida orilla de entender que todo eso era verdad, pero que me alegraba tanto de que hubieran sido escritas estas memorias de un tiempo grato en resonancias por quien mejor lo iba a hacer. Alguien que ante el hábito del escritor cubano de novelar el yo (de Hombres sin mujer a La Habana para un infante difunto) pretende la prosa de aprendizaje de las latitudes exiliadas por un yo abundoso en crisis y aventuras (lo que un tipo, que bien sabía lo que decía, como Schwob, veía en la base de toda novela). No hay contradicción. Las crisis y las aventuras de Siempre nos quedará Madrid son la espigada selección de unos derroteros seguidos en sus significados, en su diálogo con lo que ha sido siempre el exilio.
Enrique quiere hacernos creer que ensayó un manual de autoayuda para náufragos en esta península. Le creo sólo las intenciones sarcásticas de darnos una suerte de arte de vivir. El género mayor, la zona de la escritura  que para el sabio importa. Ese más relevante género para el filósofo. Schopenhauer al inicio del capítulo II del suyo: “Que lo que uno es contribuye más a nuestra felicidad que lo que uno tiene y que lo que uno representa lo conocemos ya más o menos de una forma general”. El autor de Siempre nos quedará Madrid trata aquí con lo que uno es, con las vicisitudes de un grupo humano en condiciones de desamparo, de límites próximos, de ética que resetea contenidos castristas por otros casi franquistas. En condiciones de cambio, reciclaje o caducidad. Para todos nosotros es un gran acontecimiento ético que se hayan narrado nuestros avatares del primer exilio. Es un libro, es un estribillo, es una intensidad recorrida, una Cuba con la consistencia de la brisa, un Madrid en la madrugada. 
Con sorna preguntaba Cabrera Infante si una historia que uno escribiese sin inspiración en lo real se podía convertir en la biografía de alguien que desconocía el escritor. Este libro, Siempre nos quedará Madrid, supondrá para unos cuantos que desconocen la historia de Cleo y Enrique en España la certeza de que ésa es su biografía (hecho a hecho). Enrique Del Risco, su blog, sus polémicas, su activismo, su obra suele tener eco, lectores, una caterva de amigos que acompañamos con gesto admirativo tan proteica y decente labor. 
Las raíces arquetípicas del narrador, que bien supo ver Benjamin, estaban en el viejo sabio que lo ha oído todo y ha permanecido inmóvil regurgitando las historias mientras el tiempo y hasta el cadáver de su enemigo desfila frente a su puerta. En el viejo sabio detenido y en el viajero, quien va a lo desconocido y arranca la flor mística, tal vez papiroflexia barata que trajo en el bolsillo, y que en la tribu es acogida como mito o ejemplo. ¿Quién reúne esas dos mitades sino el exiliado? El que olvida lo que trae y desembarca con inmensas ganas de saber donde no le esperan. El exiliado como narrador absoluto. 
Anota Roberto Calasso cómo lo más ajeno a veces nos da la clave, nos descifra el mapa. Relata una leyenda tomada de Martin Buber: la historia del Rabí Eisik de Cracovia. Que insistentemente tiene el sueño de que un tesoro fabuloso le espera en Praga junto a un castillo y un puente. Tras noches y noches en que se repite el sueño, por fin se decide a iniciar el esforzado viaje a Praga desde Cracovia. Llega y comprueba el paisaje soñado. Ahí está el castillo y el puente. Pero no sabe dónde buscar y se queda dando vueltas, vigilando. Ante un personaje desaliñado que no se aparta del sitio y del que no se sabe sus intenciones, pues interviene la guardia del castillo. El capitán sospechando, se le acerca y pregunta qué le hace estar deambulando por allí. Eisik, sumiso, le cuenta de su sueño y que le ha traído hasta el castillo y el puente. El capitán suelta una carcajada y le menciona que él también ha tenido un sueño: en él descubría un gran tesoro detrás de la estufa, en casa de un tal Eisik, en Cracovia. El Rabí calla y regresa a su hogar. Ahí, detrás de la estufa, le esperaba un tesoro.
¿Cuál es la moraleja más rápida? El tesoro está casi siempre cerca y no lo hallamos casi nunca. ¿Cuál es la que propone Calasso? La solución al enigma, la explicación del mapa del tesoro suele darla un extranjero, que además ignora que nos está iluminando. Sepan que no he dejado de hablar del prodigioso repertorio de encuentros que es la obra de Enrique Del Risco. Sepan que no he dejado de agradecer el mapa del tesoro que para unos cuantos atentos lectores significa Siempre nos quedará Madrid.

miércoles, 22 de enero de 2014

Sí, me acuerdo

El año pasado, en Madrid, el escritor Orestes Hurtado me hizo un par de hermosas presentaciones de mi libro "Siempre nos quedará Madrid" pero no es hasta hace unos días que no me envió el texto revisado. Pero nunca es tarde, como dice el refrán, para sorprenderse con las palabras que han usado un libro tuyo como pretexto. Los dejo con la primera de esas presentaciones.

I. 
Sí, me acuerdo. Así entona Marcelo Mastroianni la letanía de recuerdos en sus memorias. “Sí, me acuerdo cuando sonaba Stardust y yo bailaba con...”.
 Sí, me acuerdo que Enrique y yo estuvimos en el velorio de Gastón Baquero. Yo lo había visitado en la residencia en que pasó los últimos tiempos. Lo visitaba, conversábamos. Lúcidas, calmas maneras. Recuerdo su entusiasmo por Chibás, que había traducido a Joyce. Un viejo que se iba y que mantuvo su amabilidad, su elegancia de pensamiento. Un viejo exiliado al final de su camino. Enrique y yo estuvimos en el velorio. Dimos un largo paseo hablantín y llegamos al tanatorio. Allí estaban todos.
 Varias décadas de huidos, escondidos, plantados, transplantados, viejitos cubanos, seres entre la pérdida y lo inasible de lo que tenemos. Gente talentosa, noble, con vidas enrevesadas, y que a fuerza de destilar el mejor dialecto podían ser siempre los testigos, los que sí que pueden hacer el cuento. Éramos los más jóvenes allí. Los únicos casi acabados de llegar.
 Comprobábamos nosotros que era cierto aquel dicharacho que en el aterrizaje alguien nos repitió con voz neutra, esperando el efecto: “los primeros veinte años son los más difíciles, luego la cosa va cogiendo su nivel”. Que aquello era cierto y que el exilio era un largo camino con viento. Long and winding road. Que el tiempo pasaba transparentemente por el rostro del exiliado. Que ellos habían atravesado décadas de lejanía, silencio, olvido, desaparición de todo vestigio en la isla de que alguna vez existieron. Eran los testigos de un proceso del que, como dice mi mamá, el que se salva queda bobo.
 Sí, me acuerdo del único texto que publiqué en Tribuna Hispana, la revista en que trabajó Enrique en los años narrados en Siempre nos quedará Madrid. Allí apareció su detective interplanetario Chick Ferrari. Delicioso rincón que me salvaba de toda la escombrera de noticias que lo rodeaba. Un pequeño texto que Enrique casi me arrebató. Extraigo un fragmento que tiene 16 o 17 años de escrito y lo hago para que vean que siempre estuvimos atentos a la amplitud y desolación que vivíamos.
 Viajamos por extensas necesidades: por irnos, por no poder seguir aquí, por ir allí, porque nos obligan a irnos, porque allí nos llaman insistentemente, por saber, por no saber. El que se va renuncia a todo lo vertebrado. Nos vamos y arriesgamos tanto. Poco nos aquieta envolver lo tambaleante en palabras. Resignados y nerviosos, breves.
 Cuando el viajero llega, cuando cuelga sus más finas prendas para que no se le arruguen, hemos entrado en el exilio. Vocablo que invoca hambre en la buhardilla, pero que colecciona y regala preguntas importantes.
 Nadie tan en el exilio como el escritor, ese pervertido a un tiempo tan fácil y tan difícil de aniquilar. El que trabaja con la materia de los desencuentros está en otra parte. Vulgar como todos. Imposible como nadie. No lo elevo. Sólo lo nombro como el obrero del recorrido (por no decir de nuevo viaje) entre nosotros y nosotros mismos.
 Irse no es abrir la puerta y cruzar la calle hacia ninguna parte. Exiliarse es quedarse en el rincón más solo. Alguna tarde solucionamos el enigma: estamos solos, creyendo abrir los ojos, reventados, vacíos, igualitos a los demás, pero con una certeza. La memoria de una lejanía que mereció la pena.
 “Los dioses en el exilio”, el melodioso recorrido de Heine por cómo fueron sepultadas con el cristianismo las deidades grecorromanas, se llamó en la primera impresión en alemán “Los dioses en la miseria”.
 En el exilio un balcón del que salen voces nos atraviesa, nos sienta en un salón que vimos una definitiva vez en la infancia. En el exilio no sólo somos extranjeros, también escépticos, desamparados.
 La simbología, siguiendo a la literatura, ha fijado que el extranjero representa el papel del que destrona y ocupa el poder. “Es un símbolo de las posibilidades de cambio imprevisto, del futuro presentizado, de la mutación en suma”.
 En el desamparo del exilio, en el escepticismo a que nos somete, tenemos una posible senda. Expuestos a una luz extraña, desmitificadora, desnudos, quizás insinuamos respuestas. El exilio como la más salvífica experiencia estética. La idea de que todo exilio ocurre dentro y protege, desde su desolación, del cuento de la realidad.
 Queda claro que atendimos desde el inicio. Queda claro, no gracias a que yo invoque una serie de anécdotas o ideas. Queda claro porque existen libros como Siempre nos  quedará Madrid, que narra el exilio madrileño, el primer exilio antes de irse a Nueva York, del escritor Enrique del Risco Arrocha. Habanero del 67. Narrador, ensayista, historiador, polemista, bloguero, profesor en el departamento de español y portugués de la Universidad de Nueva York. Autor de libros como Obras encogidas, Pérdida y recuperación de la inocencia, Leve historia de Cuba, Lágrimas de cocodrilo, El comandante ya tiene quien le escriba, ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? y Elogio de la levedad. En este último traza la historia de los mitos nacionales cubanos y cómo se reescribieron, cómo se comentaron y es libro que en las muchas sendas que abre, desvela no sólo las escrituras hechas sino también las muchas que no hemos sido capaces de articular como nación… aún.
 Relecturas y reescrituras son las bases de la historia narrada. La historia como trama, donde también es necesario hacer estallar convenciones y cánones, pero jueguito en que hay que mantener el ritmo. Eso pedía Reinaldo Arenas: “hasta el final, la ecuanimidad y el ritmo”. Enrique posee licencia para narrar, porque tiene bien presentes las reglas de lo que se cuenta al lado de la hoguera. Esas antiguas reglas de la claridad y la cadencia, el detalle iluminador y el fino estilismo del control entre diversos registros del idioma.
 Enrique llega a su primer tomo de memorias. Habrá más. Llega en plenitud de facultades como narrador. Después de un espléndido libro de cuentos ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? Llega al reto de escribir sobre lo ocurrido 18 años atrás, en una ciudad, que como ya sabemos, ha desaparecido. Sobre la experiencia de unos exiliados cubanos en el Madrid de mediados de los noventa, entre el tardofelipismo y el inicio del reinado de Mr. Ansar.
 Pues sí, Enrique se apresta a narrar con emoción (el sympathos de los griegos) su renacimiento agrio y risueño en esta ciudad. Con bonhomía, con nobleza afilada que permite al otro asombrar con su diferencia. Con los ardides del narrador nos muestra razones, bondades y miserias, el cubano que inventa, el que se reinventa y por supuesto, el cubano que revienta. Al principio hablaba de la atención. De atender a las historias y los sentidos. Erráticas unas, efímeros otros. Que nos rodeaban y rodearon en aquel año 95. Enrique sabe que ese aprendizaje de la atención es la cultura. Lo que da substancia, lo que sostiene los hechos narrados. Parece la novela picaresca del primer expatriado, pero se trata de la memoria de una España, algo aturdida, en su primer encuentro real, masivo, constante con el que llega de lejos. Como si fuera el fascículo final de una serie sobre la transición. Una España que recibía con sospechas a estos escapados del paraíso. ¿Cómo? ¡Algo está mal en vosotros, chavales! Una España cándida, de porteras, pero en la que sonaba un idioma que nos interesó, ese español de Jardiel Poncela o Cansinos-Assens por ejemplo. Enrique sabía leer ahí una ganancia, una estancia del idioma llena de sugerencias. Gracias a Jardiel o a las porteras. Narrando ese Madrid al que, mientras llegan ellos (Cleo y Enrique), se le va arrimando una primera inmigración variopinta, una primera posibilidad de mestizaje. En el narrador confluyen Jardiel, las porteras y hasta Ilf y Petrov. Una sucesión de aventurillas que van superponiendo láminas y esas láminas producen en el lector una sensación: el cambio, el de algunos de ustedes, el impacto quiero decir, fue tremendo. Que el primer exilio no lo notó Enrique un buen día, nos sucedió a todos. Todas nuestras aventurillas de exiliados, emigrantes, desterrados, transterrados, desislados, se parecen.
 Casi ninguna puede ser contada con tanta simpatía, con tanta curiosidad, con tan detallista manera la estática milagrosa de lo que somos. Casi ninguna podrá contarse con la melancólica vía que Enrique elige situando un tiempo de bares y cantinas y canutos y cuerpos y música y letras libres. Una edad que parecía, efectivamente, un divino guión. Pero había que estar allí en medio, sonriente como Enrique,  para padecer el humano, demasiado humano guión y ahora contarlo en Siempre nos quedará Madrid.
 Aquel Madrid, aquel tiempo, aquellos descubrimientos. De artilugios, oficios, cantidades. Las herramientas todas del hombre, pero todas todas. El descubrimiento de expresiones que por primera vez sabíamos a qué aludían. Gracias a situaciones propias, familiares, que nos llegaban como sopladas desde la isla o del lugar al que intentas incrustarte. Esos hallazgos, esas iniciaciones urbanas los escribe Enrique del Risco, el exiliado. Y anota algo más difícil de representar, cómo el idioma se amplía, capta más, se hace más preciso. Es un lenguaje que abarca y convierte en comedia (no del arte) (sino del que parte), tantos avatares, tantas historias descabelladas de nuestra generación acá y acullá. Un lenguaje que no obvia las enfermedades mentales que persisten en ese primer limbo ni se deja arrastrar por la problemática relación del taíno con la verdad narrada, con el cuento, la muela, el chisme y el brete. Gran virtud es la claridad y el ritmo en la prosa de Enrique del Risco. Con esas cercanías podemos seguir con exactitud los detalles de un espacio-tiempo y llevar los ejemplos a que sean hechos y actitudes de la manada, de la tribu, de una generación. Generación, que a mí por fastidiar y evocar a un tiempo, me gusta llamar “la generación prendida”. La de los que se exiliaron a mediados de los noventa, la del escritor que se enfrenta a un Madrid, que como espacio literario es huérfano. Una ciudad a la que ni Cansinos, ni Gómez de la Serna, ni Sawa ni Emilio Carrére, por citar a vuelapluma, le han hecho lo que Joyce a Dublín. Ese remover las coordenadas aún espera por la gran novela moderna que lo haga. Pero esas historias pendientes de narrar suelen envolver al que llega.
 Esa es la ciudad que Enrique pasea, graba (siempre supo que la narraría) y con una piedad y un ritmo que para su literatura siempre ha necesitado este escritor. Pero que fueron adquiridas aquí, en Lavapiés o La Latina. Me atrevería a desafiar a los especialistas en su obra en este tema. De la parodia al análisis zumbante del discurso de la Historia (sus reescrituras) o la Levedad (que puede entenderse como un territorio de abandono de la presión, de las imposiciones exteriores: un goce, una libertad y una expansión alveolar. Un tono que nada interrumpe. Ensanchamientos del sentido y de la búsqueda personal del escritor que aquí, en Madrid,  se evidenciaron para Enrique del Risco y que son hondura, tristitia temporum, voluntad de vivir manifestándose, partidito de fútbol con unas litronas de porterías, libertad pobre pero propia, Siempre nos quedará Madrid. Autopsia a un tiempo en que la cubanidad quizás fue amor, pero no fue jamón.

martes, 1 de octubre de 2013

Siempre nos quedará Montreal

El viernes 18 de octubre a las 6 de la tarde estaré presentando Siempre nos quedará Madrid en la Universidad de Concordia en Montreal (1455 de Maisonneuve, metros Peel y Guy-Concordia), sala H-527. La Asociación de Hispanistas de Canadá ya ha anunciado el evento.

viernes, 26 de julio de 2013

Edición electrónica

Para los que me estaban preguntando: ya está disponible la edición electrónica de "Siempre nos quedará Madrid" en Amazon. 

Ahora no me digan que hasta que no salga la versión para coro y orquesta no la compran.  

P.D.: Ya la edición electrónica de "Siempre nos quedará Madrid" anda por el lugar cinco en la categoría "Memorias" de Amazon, sólo por detrás de tres ediciones diferentes de la biografía de la difunta cantante Jenni Rivera y una biografía de Leticia Ortiz (la consorte del príncipe Felipe) y por delante -aquí el placer es infinito- de "Diarios de motocicleta" lo cual -para no estar muerto ni ser princesa- no está nada mal.

sábado, 13 de julio de 2013

lunes, 8 de julio de 2013

En buena compañía

Video de la presentación de "Siempre nos quedará Madrid" en el Centro de Arte Moderno de Madrid el pasado jueves 4 de julio en compañía del escritor y amigo Orestes Hurtado:

martes, 2 de julio de 2013

Nos vemos en Madrid

Video promocional de mis presentaciones en Madrid este jueves 4 (Centro de Arte Moderno, Galileo 52) y el próximo lunes Fundación Hispano Cubana, Orfila 8 1ro A) cortesía impagable de Ernesto González (a.k.a. Maurice Sparks) y su iSawFinger Productions. 

miércoles, 26 de junio de 2013

Para eso son los amigos

Palabras de presentación del libro de memorias Siempre nos quedará Madrid que leyera Tersites Domilo el sabado pasado. Quien tiene un amigo tiene un central de los de antes, de los que producían azúcar y no estadísticas:


El 17 de enero de 1871 publicó el New York Times una entrevista con Anita Quesada de Céspedes, la esposa del Padre de la Patria, hecha unos días mientras estaba detenida antes en La Habana. La Sra. Quesada había sido capturada por los españoles al intentar salir clandestinamente de Cuba. En su entrevista, la Sra. Quesada pondera la caballerosidad de los soldados españoles que la habían apresado en las costas de Camagüey. Cuenta que el general Chinchila esperó bajo un aguacero mientras la primera dama de la República en Armas se reponía de los rigores de la manigua en la tienda de campaña del oficial. Incluso, cuenta la Sra. Quesada, los españoles tuvieron la amabilidad de llevar lejos de su tienda a los prisioneros que iban a fusilar, para así ahorrarle escuchar el estertor de muerte de los condenados.
Ese mismo día, por cierto, el Times informaba que Ana de Quesada acababa de llegar a New York en el vapor Ciudad de Mérida. Salía así de la prisión y de la guerra de Cuba para entrar en la guerra sorda que sostendría aquí con la infatigable Emilia Casanova, esposa de Cirilo Villaverde.
Menos suerte tendría el poeta Juan Clemente Zenea, capturado con ella y fusilado siete meses más tarde en el Foso de los Laureles de la Cabaña. Cuenta Enrique Piñeyro que en el momento de enfrentar las balas, Zenea se quitó sus gafas de miope irredento y las depositó en el piso a su lado. Quería que los cristales con los que miraba el mundo llegaran intactos a las manos de la mujer que veinticinco segundos después de ese gesto sería su viuda. No es improbable que Zenea tuviese una opinión diferente de la de Anita de Quesada sobre la bondad de los soldados ibéricos. Y no se trataba simplemente del color del cristal con que los miraba.
La anécdota, en fin, resume varios destinos típicos de los cubanos que sueñan con probar nuevos aires: la cárcel, la muerte, Nueva York, las rencillas entre emigrados…
Enrique Del Risco y su esposa “Cleo”, como Zenea y Anita de Quesada, también cayeron en manos de los españoles tras un intento de salida de Cuba, aunque este resultara más exitoso que el de aquellos patriotas. Siempre nos quedará Madrid es el recuento de su salida azarosa y su vida de exiliados ilegales en la Madrid de mediados de los noventa. Su experiencia —y los recuerdos de su aventura— parecen estar entre esos dos extremos que representarían Zenea y la Sra. Quesada.
Este relato es la crónica de una vivencia que comparten dos millones de cubanos. Y es un intento de explicar(se) los sinsabores y las sorpresas de quien decide largarse del lugar donde ha nacido. El libro —la vida de Enrique y su esposa en Madrid— se va poblando poco a poco de una fauna que parece destinada a ilustrar el retablo de los milagros. La generosidad entusiasta que se transforma luego en recelos y malentendidos, la convivencia con gente con la que nunca se le hubiera a uno ocurrido vivir en su sano juicio o en su país de origen, la esperanza sin brújula pero sin muerte del emigrante, la bondad que sorprende a la vuelta de una esquina como un atracador: esos son los elementos del ajiaco/fabada que Del Risco va cocinando en estas páginas.
Desde esa descripción del Madrid de los años noventa, Del Risco —que es miope como Zenea— describe también a Cuba y describe sobre todo los cristales que le tocaron para mirar al mundo. Cada quien es miope a su estilo, pero el asunto es saber exactamente qué graduación necesitamos. La vida cubana es la graduación del cristal con que el autor mira a Madrid, y ese es uno de los ejes de su relato. Del Risco pesa cada experiencia madrileña —ir al cine, entrar en un bar, celebrar la Navidad o su cumpleaños— a partir de la aridez habanera de su vida anterior.
Es ahí donde el libro alcanza su mayor intensidad. Estas son las memorias de dos jóvenes que llegan a España y pasan quince meses pagando la imprudencia, pero que cada día se sienten dichosos de haber logrado largarse de su país. Como he dicho antes, esa dicha no es un síntoma de desarraigo, sino el resumen de una experiencia vital que pasó de la fe a la desesperación después de visitar el desengaño y llegar al aburrimiento. Del Risco dibuja —como no he visto hacer a nadie hasta ahora— una nueva relación con Cuba que no encaja en los arquetipos usuales. La Cuba que Del Risco asume como suya no es la República, que no conoció, ni es el país del "socialismo real" en el que creció, y que se le fue haciendo cada vez menos real y tolerable. En los puntos de comunicación y distanciamiento que el autor describe o sugiere en su libro se define una nueva relación con un archipiélago del que cada cual elige los islotes que considera más amigables. El destierro para Del Risco y su generación no es el distanciamiento físico de un país, sino el extrañamiento —a veces voluntario— de ciertas zonas de la cubanidad irremediablemente envenenadas por la historia.
Del Risco viene a recordarnos que el dolor del exilio a ratos es proporcional a la hospitalidad de la tierra natal. Cuando el aire patrio se enrarece lo suficiente, exilio puede ser un sinónimo de alivio; porque la distancia permite saborear la cubanidad con la cucharita del té, y ponerla bajo llave cuando se salga del plato. Uno lee un libro que nos revela cosas absolutamente nuevas o que nos hace ver lo conocido con nuevos ojos, porque el autor tiene una mirada mucho más fina que la nuestra. Mirado así, este será un libro excelente para dos tipos de cubanos: los que se han ido del Cuba o el que planifica irse. O para cualquiera que pretenda entenderlos.
Siempre nos quedará Madrid es un libro escrito con una buena dosis de ironía. Y la primera víctima de esa navaja es el propio autor, que nos describe en detalle su casi absoluta incapacidad de sobrevivir en un país normal o de conseguir un trabajo que no consista en hablar o escribir. Pero el desfile de personaje incluye hombres crónicamente infieles, músicos alucinados por el humo de impuros cigarros, mujeres celosas hasta el crimen o el suicidio, matones cobardes, tacaños incondicionales y estafadores devotos.
Sin embargo, hay también en el relato una filigrana más pura: el cultivo de la amistad y la decisión de rescatar ciertas cosas esenciales son las tablas de salvación a las que recurren los protagonistas en un momento de sus vidas en que todo parece ir a la deriva. Los españoles que le tocaron en suerte a Del Risco no le cedieron la tienda de campaña como el caballeroso general Chinchila haría con Anita de Céspedes, pero tampoco lo llevaron a pasear junto a los laureles como al pobre Zenea. Su destino madrileño fue más común, más como el nuestro. Pero su relato tiene la lucidez y el humor que permite al lector repasar su propia experiencia con una mirada más aguda y más amable. Y eso basta para darle a Enrique Del Risco las gracias.   

Siempre nos quedará Madrid en Madrid

En julio tengo dos presentaciones en Madrid precisamente del libro Siempre nos quedará Madrid. Primero el jueves 4 de julio -o sea, la semana que viene- en el Centro de Arte Moderno (calle Galileo, 52. Metro: Quevedo/ Arguelles) a las 20:00 y el lunes 8 de julio a las 19:00 en la Fundación Hispano Cubana (C/ Orfila, 8, 1º A. Metro: Alonso Martinez). Todos los que anden por allá están invitados.





sábado, 22 de junio de 2013

Siempre nos quedará Queens

A la gente de los alrededores le recuerdo que hoy sábado 22 de junio presento mi libro "Siempre nos quedará Madrid" en la librería Barco de Papel en Queens (4003 80th Street, Elmhurst, NY 11373. Teléfono (718) 565-8283) a las 7:00 pm. Además de un servidor estará como presentador Jorge Ignacio Domínguez (Tersites).






viernes, 7 de junio de 2013

Presentación en Queens

Para el personal de Queens y alrededores el sábado 22 de junio a las 7:00 p.m. -o sea, en dos semanas- estaré presentando en la librería "El Barco de Papel" de Queens un libro del que seguramente no han oído hablar: "Siempre nos quedará Madrid".



miércoles, 8 de mayo de 2013

Nueva edición


El editor de Sudaquia me informa que ya está lista la segunda edición revisada de mi libro "Siempre nos quedará Madrid" en la que cuento mi experiencia como inmigrante en España en la última década del siglo pasado.
El que no haya comprado el libro y desee hacerlo puede adquirirlo directamente en Amazon. Desde España se puede comprar aquí.

Sobre el libro han dicho:

“Fugarse de la isla es un reflejo innato de la mayoría de los cubanos. Subsistir fuera del terruño natal es una habilidad que los fugitivos adquirirán sobre la marcha. El arte de narrar esas peripecias con la dosis exacta de humor y melancolía es un don raro. Siempre nos quedará Madrid lo usa para lograr un imposible: que el lector ría con la nostalgia ajena”

Alexis Romay

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“Descuente la prosa nítida y bien cuidada; descuente ese tono elegante que tan poco abunda en los textos de hoy; ponga a un lado el humor refinado y olvide, si es que puede, las anécdotas y meditaciones que adornan cada página de este libro. Pase, también, de esa épica tarareada que Enrique del Risco nos regala sin hacernos caer en la trampa de los cantos grandilocuentes. Piense que la frase “el turismo es la emigración de los cobardes” bien pudo haber sido suya. Cierre “Siempre nos quedará Madrid”, póngalo a un lado y descubra, un día, que a detrás de todas sus bondades hay un excelente manual para aprender el oficio de estos tiempos que corren: emigrar”

César Reynel Aguilera

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“El siglo veinte nos enseñó, sobre todo si se nació del lado equivocado de la cortina de hierro, a no esperar nada del futuro.  El arte de vivir el presente siempre ha sido el slogan de los hedonistas y los ascetas; al resto de los mortales el presente se nos escapa antes que nos hayamos percatado de él.  La única opción que nos queda  es  aprender a situarnos de una manera diferente ante el pasado, aprender a descubrirle sus posibilidades inéditas.   Aristóteles nos había prevenido sobre el fracaso inherente a todo intento de proyectar el deseo y la voluntad hacia el pasado.: el carácter irrevocable del mismo reduce al absurdo cualquier tentativa en esta dirección.  Los buenos escritores, sin embargo, se especializan en descubrir caminos donde los filósofos sólo ven aporías.  Enrique del Risco en su bellísimo libro Siempre nos quedará Madrid convierte al acto de recordar en una gran novedad, en una gran novela”

Jorge Brioso

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“El conocimiento de la historia cubana –y no cubana- y de importantes territorios de la literatura cubana –y no cubana- de Enrique del Risco –(Enrisco)-  son admirables. Su prosa narrativa depara estos conocimientos y, por supuesto, su propio, íntimo mundo: llamarla humoresca, o del “absurdo”, o existencial tropicalis, o realismo profanador, sería restringirla. Es Ficción, variada, variable. Y entraña –no por extraña, aunque sí por cierta extrañeza- una nueva lectura en las actuales letras cubanas” 

Rolando Sánchez Mejías

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“Más que una prosa eficiente o una vida inusual, nuestro mayor reto sigue siendo la franqueza a la hora de confesarnos. Enrique logra algo muy singular: nos deja con la impresión de un recuento descarnado, y de paso ha logrado que leamos de corrido, atentos a su relación, y con la sonrisa a flor de labios a pesar de que ciertos pasajes no son precisamente idílicos. […] Si en sus libros anteriores, Enrique del Risco había socavado parte de la estructura retórica del templo nacionalista, así como su empecinada hagiografía, esta vez se lo tomado de manera personal, saliendo al ruedo, allí donde sobran las indulgencias, al foro desierto y ruinoso que alguna vez fue una Isla”

Manuel Sosa

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“No estoy muy seguro de que el mundo literario cubano, tan pródigo en anecdotarios casuales lo haya sido también en memorias, entendidas éstas como género o, al menos, como relatos unitarios de una vida o parte de ella; desconozco, igualmente, cuántas y cuáles memorias sobre el exilio (especialmente sobre el exilio fuera de los Estados Unidos) hayan sido escritas por autores cubanos contemporáneos, pero no creo equivocarme al asignar a Siempre nos quedará Madrid una pauta dentro de ellas y dentro de la literatura cubana, aunque, especialmente, para  sus lectores. Y es que a la par de su excelencia testimonial y narrativa, Siempre nos quedará Madrid conjuga otras dos virtudes no siempre muy a mano: divertirnos francamente de principio a fin y dejarse leer de una sentada”  

Emilio García Montiel.

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“Y ahí está uno de los mayores hallazgos de estas memorias. Del Risco va dibujando —como no he visto hacer a nadie hasta ahora— una nueva relación con Cuba que no encaja en los arquetipos usuales. La Cuba que Del Risco asume como suya no es la República, que no conoció, ni es el país del "socialismo real" en el que creció, y que se le fue haciendo cada vez menos real y tolerable. En los puntos de comunicación y distanciamiento que el autor describe o sugiere en su libro se define una nueva relación con un archipiélago del que cada cual elige los islotes que considera más amigables. El destierro para Del Risco y su generación no es el distanciamiento físico de un país, sino el extrañamiento —a veces voluntario— de ciertas zonas de la cubanidad irremediablemente envenenadas por la historia”

Jorge Ignacio Domínguez (Tersites)

domingo, 31 de marzo de 2013

Semana Santa

Hace 18 años celebré mi primera Semana santa con un viaje a Cádiz, recuerdo que recogí en mi libro Siempre nos quedará Madrid:


Como la primavera, la Semana Santa era para nosotros una referencia cultural. Pero por razones distintas. Siglos atrás la celebración religiosa se había adaptado bastante bien a los trópicos, pero desapareció una vez que fue adoptado el ateísmo como religión estatal. Mi abuela, quien había renunciado a su catolicismo sin conflictos de conciencia, conservaba todavía cierta nostalgia ritual: mencionaba a Dios en situaciones estrictamente mundanas; atribuía la aparición y desaparición de las moscas de la mesa del comedor a las diferentes fases de la cuaresma; y el Viernes Santo trataba de cocinar pescado, algo no siempre posible en una isla rodeada de escasez por todas partes. La única celebración más o menos pública de la Semana Santa de la que tenía recuerdo era el goteo de personas que se escurrían de la iglesia de mi barrio el Domingo de Ramos con hojas verdeamarillas de palma en las manos y cara de preocupación profunda. Era difícil determinar si su agobio se debía a la certeza de que su Dios iba a sufrir una vez más la traición y el martirio o a que ellos mismos quedarían marcados como católicos reincidentes. Los niños nos burlábamos de aquella gente taciturna recogiendo hojas de cocotero e imitándolos en esa forma de caminar de quien lleva encima una cruz invisible, pero pesadísima. Lo hacíamos ―supongo― animados por la intuición de que el precepto de que debíamos respetar a las personas mayores no aplicaba en el caso de los asistentes a la iglesia. Yo al menos me equivoqué porque mi madre ―en aquellos días practicante de la religión de estado― rechazaba cualquier muestra de escarnio público por ser una manifestación de lo que clasificaba como “fascismo”. Ya había pasado mucho tiempo de eso. La fe religiosa me seguía siendo ajena, pero no menos que mi antiguo desdén ateo desde que en algún momento de mi juventud creí descubrir que se trataban de manifestaciones opuestas de la misma arrogancia.   
Aquel miércoles santo Cleo y yo no íbamos al encuentro de Dios y su pasión en un viaje de ocho horas de autocar. Era nuestra primera salida de Madrid en casi medio año. Íbamos al encuentro de Cádiz, la gemela de La Habana de que nos habían hablado, y al reencuentro con el mar. En el viaje ya habíamos asistido a una breve epifanía, a una parábola de la libertad. Ver de pronto detenerse el autocar y el chofer decir serio, pero sin rabia: “Por favor: el que está fumando un porro que lo apague. En este autocar está autorizado fumar tabaco, pero no porros”. Y con la misma poner en marcha el vehículo y seguir. Nada de amenazas en nombre de la policía sino la apelación a una simple norma de urbanidad. Veníamos de un país en el que atraparte con un simple cigarrillo de marihuana e ir a la cárcel eran uno y lo mismo. Así que presenciar la ausencia de drama con que se había resuelto el asunto lindaba en lo religioso. También lo fue nuestra llegada a Cádiz a través de un puente sazonado con el olor húmedo del salitre y el yodo. No es que fuera ―como suelen ser los isleños― un devoto del mar. Mi casa en Cuba se hallaba a un breve kilómetro de la costa y apenas me asomaba a ella. Y en cuanto al placer de bañarme en el mar, prefería alinearme en la misma categoría que los gatos. Pero en esos meses viviendo en Madrid, rodeado de tierra hasta donde alcanzara la vista, había descubierto el desasosiego que me producía la falta de mar. Como en el caso de la libertad me interesaba menos su uso que su existencia. Saber que estaba allí, al alcance de la mano, bastaba para apaciguarme.
Cádiz en efecto se parecía a la Habana Vieja. En términos arquitectónicos la única diferencia apreciable eran sus balcones encristalados para protegerlos de las tormentas que acarreaban arena desde el Sahara. Eso y el desmantelamiento de La Habana. Cádiz era la posibilidad de ser de La Habana en otra vida, una bastante mejor en la que el cemento y la pintura no eran sustancias ilícitas.
Las gemelas separadas por la Historia.
Recorrer Cádiz esa mañana fue como encontrarse treinta años después con la tía que se marchó a Miami y descubrir de golpe los efectos de las cremas y el aire acondicionado. Y romper a llorar por las arrugas de tu madre.
El parentesco no era sólo arquitectónico. Al llegar a Madrid me había tropezado con códigos tan distintos a los de Cuba que sólo me quedaba la opción de observar a los madrileños como si se tratara de una especie distinta e impredecible. De eso no fui consciente hasta mi llegada a Cádiz, justo cuando recuperé el poder de adivinar la clase de persona que me pasaba por al lado con sólo fijarme en su ropa, sus gestos, su modo de andar. Como si los abrigos de los madrileños tuvieran la función no sólo de protegerlos del frío sino de la comprensión ajena. Como si los gaditanos al exponer más el cuerpo también se destaparan el alma. Aquellas viejas teorías del efecto del clima sobre las diferentes sociedades que solía desechar como bobería meteorológica parecían cobrar algún sentido. 
Al encontrarnos con Mané fuimos a desayunar café con leche y churros en la plaza de las Flores, un sitio que ―como luego descubriría― era tan bueno para recibir el día como para despedirlo. Allí nos dimos cuenta de que no éramos los únicos convidados por Mané para pasar la Semana Santa. En el café se nos unió Alberto Lauro, un poeta cubano a quien Mané también había invitado a pasar aquellos días en Cádiz. Imagino que nuestro anfitrión supuso que bastaba que fuéramos cubanos y escritores para hacernos compatibles. En principio no me hizo mucha gracia la idea de compartir la hospitalidad de Mané con un desconocido. Pero mi embarazo duró el mismo tiempo que Alberto se mantuvo callado ―o sea, muy poco― porque desde que tomó el mando de la conversación resistirse a disfrutar su verborrea sólo tenía sentido si uno estaba muy resuelto a pasarla mal. Alberto era un poeta en la acepción más amable de la palabra. Alguien que podía empezar una historia diciendo: “Yo me fui de Cuba gracias a un estornudo” y luego contárnosla hasta convencernos de que sin aquél ataque de coriza no lo tendríamos frente a nosotros. Con sus historias como música de fondo visitamos Vejer de la Frontera y Sevilla. Vejer era (es) un pueblo de casas blancas elevado sobre la costa que hace pensar de inmediato en la jubilación como algo deseable, una zona de la vida amueblada con paseos tranquilos y puestas de sol. Desde allí vimos África o más bien una sombra en el borde del horizonte que nos dijeron que era África. Mané disfrutaba nuestro asombro ante esa versión local de la belleza tranquila y vieja que lo sorprende a uno en ciertos rincones del mundo. Se resistía en cambio a llevarnos a Sevilla porque la última vez que estuvo le habían vandalizado el coche por llevar matrícula de Cádiz. (Del localismo que detectaba en cada pueblo español entendí que sus lemas eran múltiples ―desde “Burgos libre” hasta “Andalucía independiente”― pero su pragmática era la misma: una inquina incansable contra la comarca más cercana cuando no la otra mitad de la ciudad. Me temo que quien no comprenda esa furia nunca entenderá a España). Finalmente convencimos a Mané para que nos llevara a Sevilla. Por suerte, esta vez su coche salió ileso mientras visitábamos la Plaza de España, el barrio de la Cruz y la catedral. Entre todos los asombros no hubo ninguno como el de ver los naranjos con sus frutos intactos con la única misión de embellecer las calles que desembocan en la catedral. Nuestra arrobo por aquellas naranjas era inversamente proporcional a la cantidad de segundos que habrían durado en las calles de La Habana. No es fácil dejar atrás el reflejo condicionado de la miseria.
Pero el centro de nuestro viaje eran las procesiones del Viernes Santo en Cádiz. Mané nos apostó a la salida de una iglesia junto a vecinos que sacaban las sillas a la acera como si ésta se hubiera convertido en parte de la casa. En el 2008 asistí a otra procesión en esas mismas calles para descubrir que aquella atmósfera familiar había dado paso a multitudes desesperadas por grabar un trozo del desfile en sus celulares. Aquella noche todo fue distinto. Era el contraste entre la gravedad del desfile y el relajo cariñoso con que los gaditanos trataban a Cristo y la Virgen María mientras marchaban al suplicio. Ese día me di cuenta que sin ser creyente mi idea de la liturgia católica estaba empapada de solemnidad. Aunque Su Palabra me fuera ajena, asumía que la presencia de Dios obligaba al silencio y al recogimiento. Esa noche, una mujer al cantarle a la Virgen que pasaba frente a su balcón la llamó “la madre del greñú”. El peludo de su canto era Cristo con todo y sus llagas y su muerte inminente. Desde las aceras le gritaban a los porteadores del paso sobre el que iba la imagen “que la meneen, que la meneen” como si se tratara de las nalgas de una bailarina encaramada en una carroza de carnaval. Esa noche mi idea del respeto religioso cambió para siempre entre fieles que preferían la confianza del amor a la reverencia. El greñú en aquella compañía debía sentirse como en casa. Entre tanta familiaridad valía la pena tomarse el trabajo de la resurrección.