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martes, 25 de octubre de 2022

Cualquiera es profeta en ficción

 


Alguien me comenta esta noticia:

"El viernes, el Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York anunció el arresto del hombre sospechoso de atacar a un pasajero con una espada samurái en el metro el jueves.

La policía identificó al agresor como Selwyn Bernardez, de 27 años. El residente de Brooklyn fue acusado de asalto y peligro imprudente.

Bernardez fue arrestado el viernes aproximadamente a las 2:40 p.m. en la esquina de Lispenard Street y West Broadway.

El hombre armado con una espada de samurái acaparó la atención en un tren del subway de la Ciudad de Nueva York repleto de pasajeros el jueves por la mañana, según la policía.

Fue justo antes de las 9:30 a.m. el jueves que la policía dijo que el atacante golpeó a un hombre de 29 años con la vaina de madera de una espada samurái. Bernardez, vestido completamente de negro, abordó el tren en la estación de Fulton Street en el bajo Manhattan minutos antes"

No tiene nada de asombroso que alguien ataque a otro con una espada samurai en el metro de Nueva York. Con tanto loco suelto en Nueva York lo asombroso es que no haya ocurrido antes. Bueno sí, ocurrió en un cuento mío. Un cuento que le dio título a mi libro ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? publicado por la Colección Calembé primero y luego por Sudaquia. 

Mi experiencia con la ficción es la siguiente: no importa lo loca que parezca una historia siempre tendrá la realidad detrás o delante de ella. Si la tiene detrás, esto es, si la ficción está inspirada en hechos reales, es bastante más tranquilizador pero si pretende una total originalidad, es decir, la total autonomía de la realidad habrá que tener mucho cuidado de que esta a la larga no termine imitando la ficción. Ya sea por el recurso tramposo de que el autor del hecho real lo haya copiado de algún libro o porque, algo más preocupante aún, sea mera coincidencia. Y sospecho que nos encontremos ante el segundo caso a menos que se demuestre que Selwyn Bernardez ha leído mi libro. Porque en ese caso Nueva York sería entonces una ciudad más asombrosa de lo que pensaba.

Si leen el cuento junto a la noticia verán que no hay mucha coincidencia excepto por el qué y el dónde pero así todo no deja de ser curioso.

¿Qué pensarán de nosotros en Japón?

Cocodrilo Dundee en Nueva York. Ese es mi padre. Igualito. Una versión actualizada del buen salvaje. De los que ya saben reconocer el valor de cambio del dinero pero piensan que el único lugar donde está seguro es debajo del colchón. Lleva unos meses aquí, los suficientes para saber que ya no se adaptará nunca. Cocodrilo Dundee quiere ir hoy a ver un poco de naturaleza, algo salvaje que le recuerde el monte alrededor de la finca en que se crió. Cuando sus padres lo mandaron a la universidad estudió ingeniería forestal para estar cerca de sus árboles cada vez que pudiera. Lo único que se me ocurre es el Jardín Botánico del Bronx, uno de esos lugares donde nunca se me ha perdido nada. Una hora en el subway dirección uptown y encima una buena caminata. Si se le hubiera antojado algo más cerca. El MoMA o el Metropolitan. O el Parque Central pero los árboles del parque para él son como de plástico. Con la cantidad de cosas que tengo que hacer hoy. Si lo acompaño hasta el Jardín no va a haber forma de que llegue a tiempo a la cita con Gluksman. Y Lovano siempre esperando que falle para agarrar mis clientes.


Pero si dejo a Cocodrilo Dundee en el MoMA ya sé que va a pasar. Miró o Chagall lo van a dejar frío y a Las señoritas de Avignon les va a querer dar candela directamente. Y no lo culpo. Las señoritas de Avignon es un cuadro para sacarlo en postales y para que la gente crea que si le gusta ha entendido la pintura moderna. No es para pararse frente a él a mirarlo. No es, por ejemplo, como una de esas manchas de Rotko que te llegan o no te llegan, como la música mientras que a esas señoritas siempre habrá que explicarlas, justificarlas con alguna historia.

La vieja siempre quiso que yo estudiara historia del arte y la complací. A mí también me gustaba la carrera pero la dejé en tercer año porque si la terminaba iba a ser mucho más difícil que me dejaran salir de Cuba. A Cocodrilo Dundee nunca le hizo mucha gracia que estudiara historia del arte, sobre todo después de que le dijeron que la facultad estaba llena de maricones. No había tantos en verdad. Pero al viejo le basta que en un estadio de pelota haya cinco para decir que está lleno de maricones. De acuerdo al sistema de medidas del viejo los maricones ocupan mucho espacio. Y de la pintura no tiene mejor opinión. Cocodrilo piensa que toda la pintura del siglo XX es una estafa y la anterior tampoco le interesa demasiado. Y no es que sea insensible. Hay que verle la cara de placer que pone cuando ve un bosquecito. Por eso es que lo llevo al cabrón Jardín Botánico a riesgo de suspender una cita con un cliente que me puede enderezar el presupuesto de este año. Pero es que si dejo a Cocodrilo Dundee suelto en el MoMA le va a dar candela a esas supuestas señoritas que parecen haber acabado de pelear con Mike Tyson, o de haberle pedido un autógrafo que para el caso es lo mismo. Pero por lo menos Tyson le sacaba dinero a su mal carácter pero el viejo ni eso. Y cuando digo que mi padre va a terminar rompiendo los cuadros no es una metáfora. El viejo es bastante expeditivo. Piensa que el mejor modo de exponer un criterio desfavorable es dando un buen puñetazo. Y no es que se pase la vida expresando sus opiniones a golpes pero le cuesta mucho contenerse y encima piensa que eso no es bueno para su úlcera. El caso es que si se le ocurre expresar su opinión sobre el arte moderno en el MoMA todos los Gluksman de este mundo no alcanzarían para pagar los daños. Y si consigue controlarse como no tiene seguro médico el tratamiento de la úlcera me va a costar más o menos lo mismo.

Lo de Cocodrilo Dundee es en serio. Lo mismo te mete un plato con cuchara y todo en el microwave, que sin querer activa la alarma de la casa y en minutos te la llena de policías. El otro día entrábamos en una tienda y cuando un dependiente me saludó el viejo enseguida vino a preguntarme. “¿Tú lo conoces?” También hay que entenderlo. En Cuba para que un dependiente de una tienda te salude tienes que haberlo conocido por lo menos desde la primaria. Pero hay más coincidencias con el otro Cocodrilo. Mi Cocodrilo también lleva cuchillo a dondequiera que va. Le decomisaron la cuchilla en el aeropuerto cuando venía y hasta que no le compré una buena cuchilla no paró. Y ahí está, con su cuchilla en un estuche que lleva abrochado al cinto, listo para defenderse de las bestias salvajes que le puedan salir al paso en Times Square. Para ser Cocodrilo Dundee de verdad sólo le falta hablar inglés. Pero con eso no hay nada que hacer. Le enseñas una frase y cuando va a reproducirla sale de su boca totalmente irreconocible. Yo creo que lo hace por vengarse del inglés porque desde que llegó a aquí trata al idioma como una especie de enemigo personal, como el principal culpable de todas sus desgracias.

La suerte es que mi Cocodrilo Dundee incluso sin saber inglés tiene la misma capacidad de supervivencia que una cucaracha, sólo que con el lomo mucho más resistente. Ahora lo suelto en su jardín botánico y yo sé que se las va a arreglar para regresar sólo a casa. Con un mapa tiene suficiente. Es enfermo a los mapas. Un día me dijo que si abuela hubiera sabido lo que le gustaban los mapas con un buen atlas lo hubiera entretenido toda la infancia. Un mapa y su frase mágica. La frase mágica del viejo es “Yuspikispani?”. Él sale caminando y le va soltando la frase a todo el que le parece que habla español. El asunto es que a Cocodrilo le parece que casi todo el mundo en Nueva York es hispano, basta con que se vea un poco moreno. No importa que sea de California o Pakistán. El otro día estaba empeñado que una hindú le hablara en español.

-¿Cómo carajo me va a decir la mulata esa que no habla español?

No había quien lo sacara de ahí.

Por lo demás somos idénticos. Yo luzco como una copia aunque rejuvenecida de él. Me basta mirarlo para imaginarme como seré de aquí a veintiseis años.

Todo el cuerpo de Cocodrilo entra en alerta máxima, -la boca fruncida, la mandíbula tensa, los puños semicerrados- como si hubiera entrado en una de las zonas más peligrosas de la selva: un vagón del subway de Nueva York. Pero Nueva York ya no es lo que era. Los capos están criando a sus nietos en Long Island y la Cocina del Infierno está llena de gente para la que el mayor peligro a que puede estar expuesta es a un virus en la computadora. Yo vengo aquí todos los días a trabajar pero el viejo trata de evitar todo contacto con la jungla del asfalto y prefiere quedarse en Nueva Jersey. Lo único que le interesa de Nueva York además del jardín botánico es el puente de Brooklyn porque Tarzán –el antiguo, el de Johnny Wesmuller- se tiró una vez de allí. Buscamos asientos desocupados. Me voy a lanzar sobre uno de ellos pero Cocodrilo me sujeta del brazo. Tiene razón. Hay un charquito empozado en el fondo del asiento. Quien sabe si de orine o de algo peor. En esta zona de la selva no se puede esperar nada bueno. Finalmente encontramos donde sentarnos. A la derecha de un negro descomunal cabemos apretados los dos. A su izquierda hay todavía espacio para una persona así que espero que cuando sienta la presión a su derecha se mueva un poco. Ya estamos sentados. Yo junto al negro para evitar roces. Nunca se sabe lo que va a pasar cuando Cocodrilo Dundee encuentra resistencia.

-¿Qué coño se piensa el negro ese? ¿Que va a ocupar todo el asiento con su culo grande? Dile que se mueva, anda.

-Viejo habla bajito que el español no es una lengua muerta. Por lo menos estoy seguro que lo de negro lo entiende clarito y no le va a gustar.

-¿Y como quieres que le llame? ¿Rosadito? Negro, culón y daltónico. Así no se puede andar por esta vida.

Ese es Cocodrilo Dundee con las velas desplegadas. Una amenaza al fragilísimo contrato social neoyorkino. Alguien que te puede armar una guerra civil en una cuarta de tierra. Le explico al viejo que “negro” suena muy parecido a “negroe” que aquí en Estados Unidos equivale a nuestro “negro de mierda”. Se lo explico así a ver si entiende. Mascullando las palabras para que el negro de al lado no se dé por aludido mientras le doy clases de semántica norteamericana al viejo. Por suerte el negro ni nos mira.

Frente a nosotros se para una muchacha, americana, blanca, ni bonita ni fea, de esas de las que en cualquier empresa te las encuentras a montones, calladas, eficientes. De esas que le sonríen a todo el mundo cuando entran al ascensor, se cambian de zapatos cuando llegan al trabajo y tienen la oficina llenas de muñequitos de la Warner o fotos de perros o de peloteros. Si un día decides invitarla a salir en algún momento te arrepentirás de haberlo hecho: en el mejor de los casos se sentirá ofendida simplemente por haberla invitado; en el peor aceptará tu invitación y entonces tu vida en el próximo mes caerá en una batidora en la que será revuelta junto con ingredientes tales como ataques de histeria, feng shui, sesiones sadomasoquistas, confesiones de traumas infantiles, religiones de fecha reciente, una amplia colección de vibradores y sobre todo acusaciones de no haber sabido hacerla feliz. Por eso el letrero que lleva en la camiseta la muchacha que está parada frente a nosotros en lugar de hacerme sonreír me pone tenso. El letrero dice: “Sorry for Being so Fucking Sexy”. Cocodrilo me pone la mano en el antebrazo.

-¿Qué quiere decir el letrero ese?

Giro hacia él y empiezo a hacerle una larga explicación de por qué no debe pedirme que le traduzca los carteles que lleva la gente en el pecho. No es que crea que pueda convencerlo pero no quiero que la otra se dé cuenta de que en definitiva estoy traduciendo la frase de su camiseta.

-“Discúlpenme por ser tan tremendamente bonita” –le digo al viejo y siento que William Hayes, el del código de censura de Hollywood de los años 30, estaría satisfecho de mí.

-¿Y entonces por qué dice “fucking”?

Se me olvidaba la capacidad del viejo, más allá de su hostilidad hacia el inglés, para asimilar cualquier mala palabra que este pueda producir. Tengo que explicarle que no se trata de una invitación a fornicar sino que allí “fucking” quiere decir algo así como “tremendamente”. Y esa traducción un tanto neutra decepciona a Cocodrilo quien está empecinado en tener nietos al más breve plazo posible y no le molestaría obtenerlos de la primera pasajera del metro que parezca más o menos dispuesta. Mi mirada y la de “Fucking Sexy” se cruzan y ella sonríe mientras yo bajo la vista. Seguramente hoy ha decidido no ir al trabajo. Llamó al jefe y le dijo que se sentía mal y va a juntarse con la misma amiga que le regaló la camiseta para pasarse el día de compras mientras exploran las posibilidades sexuales que les ofrece la ciudad. Yo no. Yo tengo que ir a trabajar.

-Vamos a darle el asiento, anda.

Es Cocodrilo. Cocodrilo y todo no deja de ser un caballero. Nos paramos y le ofrecemos el asiento a “Fucking Sexy” quien se sienta sin al parecer entender que no nos vamos a bajar. Eso de ser un caballero no funciona aquí en Nueva York, donde ofrecer el asiento a una mujer suena tan anacrónico como retar a alguien a un duelo con hachas de piedra.

-Viejo, -mascullo- para la próxima mejor que ni te tomes el trabajo de dar el asiento. Aquí la mayoría de las mujeres ven eso como algún tipo de ofensa. Piensan que les estás queriendo decir que son más débiles que tú.

-Y a mí qué. Yo lo hago porque me da la gana y ya. ¿No estamos en un país democrático?

-Pero democracia no es hacer lo que a uno le dé la gana sino de que te dejen vivir y que dejes vivir a los demás –digo resumiendo a mi modo lo que se dice que eran los ideales de los Padres Fundadores-. De eso se trata viejo. De hacer las cosas que uno quiera pero sin molestar a los demás.

-¿Entonces no puedo hacer lo que me dé la gana?

-No. O sí, pero entonces debes atenerte a las consecuencias.

El viejo me mira con sorpresa, como si le estuviera informando sobre algo que nunca hubiera imaginado. Una explosión demográfica en Júpiter o algo así. Es difícil encontrar a alguien con tanta ingenuidad a su edad. Rezonga. Hay que ponerse didáctico y explicarle cómo funcionan las cosas aquí para evitar que haga alguna barbaridad. Meterse en algún problema del que nadie lo pueda sacar y luego mirarte con esa cara de inocente.

-¿Qué es eso?

Otro estímulo exterior que enciende las alertas de Cocodrilo. Es dura la vida en la selva.

-¿No lo estás viendo? Tres afroamericanos con tumbadoras –nótese la introducción discreta de conceptos básicos como el de “afroamericano”- que vienen a dar un concierto al metro.

Así, tranquilo se lo digo, para que se acostumbre a la idea de que en esta ciudad todo el tiempo va a andar viendo cosas así. Ser neoyorkino es eso. Ser inmune al asombro. Ver como natural lo que en cualquier otro lugar sería escandaloso. Si estás preparado, ser neoyorkino te toma apenas cinco minutos. No es el caso del viejo.

-Mira. Tienen sillas y todo.

-En el metro no se meten orquestas de jazz simplemente porque no son rentables. El otro día vi unos tipos bailando break dance en el vagón. Ese baile en que los tipos dan vueltas por el piso, saltos mortales y todo eso.

-Sí, lo he visto en películas.

Si no fuera por la televisión la adaptación de Cocodrilo sería todavía más complicada. No sabría cómo meterle en la cabezas conceptos como “rascacielos” o “limosina”. Aunque la televisión no siempre ayuda. Hay que andar explicándole que no todos los días King Kong sale a pasear por Manhattan. Los tipos tocan bien. Suena como una rumba cubana pero con el ritmo más económico: menos virtuosismo pero más contagioso. Tocan. La gente los mira sin simpatía excesiva pero sin desagrado. Como quien ve a unos obreros reparando la calle con alguna máquina más o menos sofisticada. Una especie de reflejo condicionado adquirido en Cuba, donde no saber bailar era un acto de lesa sociabilidad, me tironea de piernas y hombros. Me contengo porque hoy no tengo intención de darles dinero y no está bien que ande disfrutando visiblemente de la música sin pagar por ello. Así y todo los tipos me miran. La última vez que los vi les di un dólar que no es mucho repartido entre tres pero tiene el viejo prestigio del papel moneda. No suelo dar dinero en la calle pero ese día estaba contento. El viejo acababa de llegar después de mil trabajos y sentía que había conseguido algo muy grande. Ya encontrarán a otro que crea haber alcanzado algún tipo de felicidad.

-¿Y ganan bastante?

-Supongo que si no les alcanzara no lo harían. Aquí en Nueva York el sueldo mínimo es de seis y pico la hora y ellos seguro que ganan más que eso y ni siquiera tienen que pagar impuestos.

Terminan de tocar. Uno pasa extendiendo la gorra. Trato de no mirarlo a los ojos. La gorra está vacía. El negro culón sentado al lado de “Fucking Sexy” le da un cuarto de dólar y lo llama hermano.

Cuando se interna en el vagón meto la mano en el bolsillo y saco las monedas que encuentro. Mientras la mano sale me parecen demasiadas. Aflojo la tensión de los dedos y unas cuantas monedas regresan al fondo del bolsillo. Dejo caer en la gorra dos monedas de 25 centavos y otras dos de a cinco. “Fucking Sexy” sonríe como si su sonrisa fuera lo único que le faltara a este vagón para conseguir una armonía perfecta.

-¿Por qué le diste tanto? Eso es un día de trabajo mío allá.

“Allá” es Cuba. A veces es “aquí”. Depende.

-Pero viejo, no estamos allá. Por suerte.

Un tipo extiende el periódico frente a mí. Es el Daily News. El francotirador de Washington sigue apareciendo en la portada. Ahora ha aparecido un asesinato anterior a la cadena de transeúntes cazados a tiros a lo largo del mes que lo hizo famoso. Asesino en serie, meticuloso y negro. Tengo dos amigos americanos que son profesores en Columbia que no saben qué hacer con la combinación. Si fuera blanco hizo lo que hizo porque estaba loco. Los negros no pueden ser tipos normales que un día se vuelven locos: siempre son la expresión de algún problema social. Cocodrilo Dundee nunca va a ser expresión de nada. Es una fuerza de la naturaleza, como un ciclón o un eructo.

No quiero simplificar las cosas: no todo en él es naturaleza pura. Lo del viaje de Cocodrilo al Jardín Botánico tiene también algo de masoquismo. Desde que llegó quería trabajar allí en lo que fuera. Un día se abrió una plaza de técnico: un trabajo sencillo para el que él estaba más que calificado. Me pidió que lo acompañara a la entrevista de trabajo para ayudarlo en lo que hiciera falta. Es decir, básicamente para que le sirviera de traductor. No hizo falta. En la entrevista Cocodrilo no dijo ni escuchó nada. Estuvo agarrado a los brazos de su asiento, con la mirada perdida. Luego se pasó días completos mirando televisión desde que se levantaba hasta que se acostaba. “Mirando” es sólo una manera de decirlo. A cada rato se quedaba dormido hasta que de pronto se despertaba para pelearme. Luego empezó a hacer planes de demandar al Jardín Botánico por no haberle dado el trabajo a causa de su edad. Ahora quiere ir a dar vueltas por los bosquecitos artificiales del Jardín como si quisiera entenderse directamente con los árboles, sin intermediarios.

Entra un músico. Un japonés. Otro requisito para ser neoyorkino. Saber distinguir a simple vista a un chino de un japonés o a un filipino de un vietnamita. Y haber probado todo lo que cocinan y preferir el pad kra prow al rama the king o viceversa. Lo de músico es fácil. Lleva un estuche que debe encerrar un fagot o algo así. Aunque por la forma también podría ser el ataúd de una serpiente no muy larga.

El músico se va a sentar en el único asiento que queda libre, el del charquito de orine. Trato de detenerlo pero no me da tiempo. Ya se ha sentado. Hay que verle la cara, una especie de resignación furiosa. Da gracia. Como si en el Bushido, el código de honor del samuray, dieran instrucciones muy precisas sobre lo que hacer cuando uno se sienta en un charco de orine sin darse cuenta: “Un guerrero permanecerá impasible si se sienta inadvertidamente sobre una sustancia indeterminada y presumiblemente desagradable. El guerrero deberá conservar la calma aunque sienta el culo humedecido por la sustancia en cuestión porque la calma es la madre de las decisiones certeras”.

-¿Qué pensarán de nosotros en Japón?

Me hace gracia la pregunta del viejo. Es la misma pregunta que se hace un dúo portorriqueño en un reggaetón que está de moda. La canción es una idiotez pero la pregunta no deja de ser inquietante. ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? Es una buena pregunta empezando por ese “nosotros”. ¿Nosotros los occidentales? ¿Nosotros los latinos? ¿Nosotros, un padre y su hijo que viajan en el metro de Nueva York para ver árboles?

-¿Por qué preguntas eso, viejo?

-Porque en Japón los hijos todavía conservan el respeto por los padres. Por eso.

En Japón también veneran a los árboles viejos. Una vez en Madrid vi a unos japoneses rezándole a un árbol en el parque del Retiro. El árbol resultó ser el más viejo de la ciudad, el único que había sobrevivido a la degollina forestal a la que se habían entregado las tropas de Napoleón cuando ocuparon Madrid. Luego me enteré que los japoneses no adoran a lo árboles en sí sino que agradecen al ser supremo el haber creado algo tan perfecto. Nada de esto le cuento a Cocodrilo porque no quiero que entonces me pida que nos mudemos al país donde veneran a los viejos y a los árboles. El sushi está bien de vez en cuando pero no me imagino pasando el resto de mis días comiendo bolitas de arroz con pescado crudo. Miro el reloj.

-Viejo. Creo que no voy a poder acompañarte hasta el Botánico. Pensaba que me iba a dar tiempo pero si falto hoy o llego tarde me voy a meter en problemas. Nos bajamos del tren y te dejo donde tienes que coger el otro para que no te pierdas. ¿Está bien?

-Por mí te puedes bajar ahora mismo. Yo no me voy a perder.

Pero claro, el sentido de las palabras apenas puede ocultar la dirección hacia la que apunta el tono. Un tono guerrero pero de un guerrero sentimental que acaba de enterarse de que el último de sus hombres ha decidido dejarlo solo frente al enemigo. Si valdría la pena acompañarlo es para proteger a esta ciudad de los desmanes del viejo.

-¿Cómo carajo ha llegado una hormiga hasta aquí?

Es Cocodrilo Dundee en guardia de nuevo. Tiene ante sí una diminuta representante de la madre naturaleza subiendo por el tubo al que estamos agarrados. Una hormiga pequeñita que camina sin desvíos. Como si tuviera bien claro a dónde quiere ir.

-No sé. Pero en todo caso no sé por qué te extraña tanto. No hay cosa que se pierda en esta ciudad que no aparezca en el metro.

Así, permanecer impasible. “Un guerrero no deberá demostrar su asombro ante nada porque nada debe sorprendernos en un mundo en el que todo puede ocurrir” debe ser uno de los primeros principios del Bushido neoyorkino.

-Eso tiene que tener una explicación. Algo que comunique el exterior con el metro. No es natural que esté metida entre todos estos hierros.

La hormiga sigue imperturbable su camino. Ya va a la altura de mis hombros.

-Claro que es natural. Si no ¿qué hacemos nosotros aquí?

-Eso es lo que yo me pregunto.

-No vuelvas con esa de que no sabes qué haces aquí.

-Si no digo eso. Lo único que me preocupa es saber de donde salió esa hormiga.

-Eliminemos entonces la fuente de tus preocupaciones –y deslizo el pulgar sobre la hormiga-. Muerto el perro se acabó la rabia.

Cuando termino de pasar el pulgar por el tubo queda pegado a este un pequeño cilindro oscuro que termina por caer.

-¿Por qué hiciste eso?

-Viejo no me mires como si fuera un asesino. Es sólo una hormiga, no una princesa encantada.

-No había necesidad ninguna.

-Sí. La necesidad de que dejaras de hacerte preguntas sin sentido.

El músico japonés ha empezado a hablar solo y a balancearse hacia adelante como esos judíos que rezan frente al muro de las lamentaciones. Un guerrero neoyorkino no debe asombrarse de nada. Debe habérsele ocurrido alguna melodía y ahora todo su cuerpo es un metrónomo. Misteriosa la senda del jazz japonés.

-¿Qué te hizo esa hormiga para que la mataras?

-Por favor viejo, no te me pongas con esas que yo te he visto matar puercos, carneros y de cuanto hay. ¿Te has metido en una religión nueva y no me lo has contado?

-No es eso. Es la poca importancia que le das a todo. Es como si te estuvieras deshumanizando. Como si te sintieras por encima de todas las cosas. Como si yo mismo, tu padre…

Claro, es por ahí por donde viene todo. Y empieza a usar palabras largas y pesadas como “deshumanizando”. Definitivamente debo rendirme.

-Está bien, viejo. Voy contigo al botánico. ¿Era eso lo que querías? ¿No?

-Yo sé que tienes un montón de cosas importantes que resolver pero quiero que entiendas que para mí ir contigo al jardín botánico no es un capricho. Llevo meses aquí y apenas hemos tenido tiempo de hablar.

-No te preocupes viejo que voy a ir contigo. Sólo tengo que llamar a la oficina y decirles que no voy.

Esto ya lo he visto en una película. El tipo que recibe un balazo en la cabeza y el balazo se convierte en una especie de epifanía, la vía para el descubrimiento de verdades profundas. Porque en la película, mientras el protagonista se recupera se da cuenta de la importancia de los valores familiares y esas cosas. Pero no, yo soy un latinito sensiblón al que le basta una hormiga muerta para dejar ir al mejor cliente del año por acompañar a su padre a ver árboles. Como Tony Montana –el de Scarface- que después de matar a media humanidad se niega a reventar a un tipo porque sus hijos van en el carro. Y al final eso le cuesta la vida. ¿Qué carajo estará mirando el japonés de mierda ése? ¿Todavía recordará que me sonreí cuando se sentó en el charquito? Aunque ahora me parece que lo conozco. Creo que una vez lo vi tocando el saxo en un club de jazz. Desafinaba bastante.

-¿Cuándo nos bajamos?

-Nos quedamos en la próxima. Vamos para la puerta, anda.

El músico se ha levantado detrás de nosotros. Nos grita. Tiene un sable en la mano. Lo ha sacado del ataúd de la culebra. No era un fagot. “Fucking Sexy” grita. Todos gritan. Todos menos el viejo, que por esta vez ni se inmuta. El japonés parece que también está diciendo algo. En inglés o en japonés, da igual, no lo entiendo. Empieza a soltar mandobles. Me contorsiono tratando de esquivarlo. El viejo sigue sin moverse. Una oreja sale volando y luego unos dedos. Los dedos no son míos. Los míos andan palpándome la cara. Mala cosa que le arranquen la oreja a uno si tienes que usar gafas. Ahora estoy en el suelo y el músico avanza sobre mí, las dos manos en la empuñadura, la hoja hacia abajo, los ojos semicerrados. El viejo sigue tranquilo, no más emocionado que si viera una película. Dentro de poco se quedará dormido. Siempre se queda dormido cuando ve una película. Le grito que haga algo. Que el chino cabrón este me va a matar.

Como si estuviera esperado la orden Cocodrilo Dundee saca su cuchilla y se la encaja en el brazo al samuray. Con fuerza. Apenas tengo tiempo de seguir sus movimientos. Como si Cocodrilo los hubiera estado ensayando toda la vida esperando esta oportunidad. El músico deja caer la espada y sale corriendo hacia el fondo del vagón. La sangre me está corriendo por un costado de la cabeza. Me palpo. La oreja que vi volando hace un momento era la mía. El viejo se inclina sobre mí.

-¡Búscala! – y con el grito salen disparados chispazos de la sangre que me ha corrido hasta la boca.

-Se la llevó encajada en el brazo –dice mientras se incorpora para ir a perseguir al chino.

-¡La cuchilla no, la oreja! –le vuelvo a gritar o eso creo. El viejo no puede apartar la mente de la cuchilla. Habrá que comprarle otra. Siento zumbidos, estoy mareado y sangro, aunque menos de lo que se podría pensar. No como en una película japonesa. Así y todo después de esto el traje no va a servir para nada.

El viejo vuelve con la oreja como un perro con un palito, con la misma alegría y buena disposición. Creo que si volviera a lanzar la oreja la traería de nuevo como si se tratara de un juego. Se le ve contento. Contento de sentirse útil, supongo. De haberme salvado y estar ahí parado con un trozo de oreja en la mano. Se quita el gorro de lana y me lo pone donde estuvo la oreja. Me lo aprieto para contener la sangre. Ahora con el índice siento que me queda un trocito de oreja, suficiente como para sostener la pata de las gafas. Le pregunto al viejo por qué se quedó tan tranquilo mientras el cabrón japonés me tasajeaba.

-Tú mismo me dijiste que aquí no me debía asombrar con nada. No me vayas a regañar ahora.

Ya no sé si habla en broma o en serio. Lo más seguro es que sea en serio. Cocodrilo Dundee.

-Prepárate que voy a levantarte.

-¿Para qué?

-Para qué va a ser. Para llevarte a un hospital.

-Aquí lo que se hace es esperar a que te vengan a buscar. Deben de estar al llegar.

-¿Qué hago con la oreja?

-Guárdala. Trata de que no se infeste a ver si me la pueden poner de nuevo.

El viejo saca la bolsita del sándwich.

-Ahí no, que está lleno de grasa. Busca un pañuelo.

Cocodrilo es uno de los últimos hombres en este mundo que todavía usa pañuelos de tela. La vieja se los regalaba siempre el día de los padres y él los conserva como si la virgen María hubiera dejado grabado su rostro en ellos.

Después de envolver la oreja con el pañuelo el viejo empieza a comerse el sándwich. Cocodrilo nunca pierde el apetito. Se ve contento. Debe de estarse imaginando en la cabecera de la cama, solícito, atendiendo a su cachorro herido. Una semana completa a su disposición. Se jodió el paseo por el Botánico, los clientes de esta semana, todo. Si lo que quería Dios era darme una lección para que aprendiera a apreciar los valores familiares la lección llegó un poco tarde. Yo nací un día en que Dios llegó tarde. Aunque quizás Él pensó que mi padre y yo necesitábamos pasar más tiempo juntos. Una semana. El tiempo que Él se tardó en crear el mundo.

No pienso llamar al trabajo. Que se enteren por el Daily News. Me imagino los titulares: “La canción del samuray” o “Godzilla de bolsillo ataca en el metro” o “El ninja flautista y la oreja voladora”. No dirán que el japonés se volvió loco sino que se despertó en él un instinto ancestral. Y mis amigos de la universidad dirán que al fin un japonés decidió tomar venganza por el proyecto Manhattan. Hiroshima y Nagasaki y todo eso. Manhattan vuelve a ser la vieja selva que persiste en la imaginación de todos. La de las películas. Qué lástima. Y el viejo, que apenas lleva unos meses aquí va a ser el héroe en el periódico de mañana. “Cocodrilo Dundee salva a su cachorro” o algo así.

domingo, 1 de septiembre de 2019

¿Qué sucede cuando una mujer lee dos libros al mismo tiempo?*

Por varios años fui modelo de varias escuelas de arte
en Kingston, Ontario y Montreal.
Un trabajo muy fácil y aceptablemente bien pagado.
Siempre y cuando pudieras estar desnudo y quieto
por casi una hora en la misma posición.
Francisco García
POR: LEGNA RODRÍGUEZ IGLESIAS
Cada vez que un autor me pide que presente su libro en tal o mascual evento yo acepto sin pensarlo, con todo el respeto y la amabilidad que merece su persona, por el solo hecho de haber escrito un libro y haber pensado en mí para que yo lo lea en mis términos y en mis condiciones, de una manera que ese autor desconoce y con una dilatación de la pupila que jamás se imaginará. Ese autor, por así decirlo, se me entrega mansito y se queda expuesto, desnudo, ante mí. Pero eso, a partir de hoy, no volverá a pasar. No estoy dispuesta, de nuevo, a ser yo la que se entregue, mansita, quedando expuesta, desnuda, ante nadie. A partir de hoy lo pensaré dos veces, ya no quiero aceptar semejante reading.
Es importante acotar que los libros llegaron a mi casa con dos días de diferencia, por correo postal. Uno fue depositado en el friso de la puerta por el cartero negro que me cae tan bien y el otro fue echado en el buzón número cinco que corresponde al apartamento. Ambos libros los recogí descalza, en short y pulóver, alterada por la tensión de interactuar varias horas con un bebé. Ambos libros los dejé sobre la mesa, después de abrir envolturas, y no supe que había dedicatorias hasta que empecé a leerlos, hace poquísimos días. Las dedicatorias me afectaron tanto como el contenido.
Por la mañana siempre hay olor a caca en la casa. Si no es a causa del bebé, que se ensucia después de despertarse, es a causa de la pequeña Schnauzer llamada Uva, que hace la gracia donde mejor le parece, así sea sobre un juguete del bebé, sobre la tapa del cajón de los juguetes o sobre un libro que ella misma sacara del librero. El olor a caca se queda en mi nariz casi hasta mediodía, después de limpiar lo mismo reiteradamente. Así, con ese olor rondando en el ambiente, yo leí esos libros. Debía leerlos para examinarlos y no leerlos para disfrutarlos. Pero una cosa no decanta la otra y por supuesto que disfruté. Tensa, alterada, en short y pulóver, yo disfruté.
Conozco a Enrique Del Risco personalmente pero no conozco a Francisco García. Lo conoceré el día de la presentación y estaré nerviosa durante hora y media. Yo también votaría por Enrique para presidente, sobre todo porque creo en él como narrador y no creo en ningún presidente, así que me parece muy atractivo votar por un narrador para presidente, alguien que me hará el cuento con más acierto y más verosimilitud que cualquiera que venga a hacérmelo. De hecho, después de leer Asesino en serio, el libro libérrimo, zoofílico y sexual de Francisco García, votaría igual por Francisco para el cargo que Francisco quiera en la asamblea que Francisco diga.
De hecho, Asesino en serio no debería llamarse así. La editorial Sudaquia Editores debió darse cuenta de que el nombre del libro no podía ser ese nombre. La editorial Sudaquia Editores debió comprender que el tamaño de lo que tenía delante se llamaba, ni más ni menos: ¿Qué sucede cuando un hombre pisa una mina?
La mina que piso al decir esto explota mientras la piso y no me importa. Exploto yo misma como cafunga y no me importa. Esa pregunta en la portada del libro, con la ilustración de Armando Tejuca de fondo y el nombre del autor debajo, hubiera sido un mandarriazo en mis trapecios, llenos de nudos y montañitas. Un mandarriazo en los trapecios de cualquiera.
Tiempo atrás, caminando como un perro por Lincoln Road, entré a una librería y vi un libro de Sudaquia Editores firmado por Osdany Morales. Un tiempo después, trabajando en otra librería en Coral Gables, me toca organizar la narrativa y sígome encontrando a cubanos publicados por Sudaquia Editores. Se trataba de Enrique del Risco y Jorge Enrique Lage. Entre paréntesis: ¿Sudaquia Editores tendrá una idea precisa de lo que ha reunido en su catálogo? Seguramente sí. Seguramente sabe que ha reunido a unos tipos de un valor narrativo extraordinario. Porque si algo tienen en común estos autores es precisamente lo narrativo, lo textual como relato.
Rogelio Orizondo y yo hablábamos ayer de eso: del relato. La construcción que uno se hace como individuo y que nadie tiene el derecho de hacer por uno. Puedo leerlo y entenderlo perfectamente en este par de libros de cuentos. Casas, edificios, condominios con cimientos bien profundos. Dicho a la manera de cierto boxeador cubano: el relato es el relato y sin relato no hay relato. Para colmo, en medio de la lectura, me dio por ver la última de Bong Joon Ho, el coreano que ha construido, marcando la diferencia de género, un tipo de narrativa cinematográfica basada en el relato de la imagen. Dicho a mi manera: estoy cansada, agotada, exhausta, destruida, inmóvil, analfabeta. Estoy parada frente a un condominio en Kendall viéndome a mí misma asomada a cien ventanas.
Al final, Rogelio Orizondo se fue a ver la última de Tarantino, que ya yo vi y no me gustó, porque hace meses no duermo o porque no me gustó en realidad, y yo me quedé en el sofá escribiendo sobre dos tipos que han hecho con sus vidas lo que han querido y han escrito los relatos que han tenido el deseo de escribir. Querría parecérmeles. Querría relatar.
Las portadas de ambos libros son en sí mismas relatos incomprensibles, naturalezas muertas. Al terminar de leer cada texto volteo el libro y observo la portada, explicándome cosas inexplicables, ahorcándome con un collar de perlas, ahogándome con una banana. Tengo el cerebro salpicado de puré de tomate o de vitanova. En Cuba le echábamos vitanova a todo, yo me acuerdo. No sé qué libro estoy leyendo. No sé en qué ciudad del mundo estoy. Geandy Pavón y Armando Tejuca también saben relatar.
Entre tanto, la pequeña Schnauzer negra llamada Uva se hace caca de nuevo frente a mí. Cierro el libro en cualquier página. Limpio la caca. Regreso al libro. Lo abro en una página que no fue la que cerré. Mientras limpio la caca con el papel toalla empiezo a menstruar y me pregunto cómo habría sido el cuento de Enrique Del Risco sobre el indio yaqui y el antropólogo si el antropólogo hubiera sido un asesino en serioo, vaya ocurrencia, una mujer.
Concuerdo con Alexis Romay sobre la dualidad de estructuras que Enrique Del Risco crea en ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? A través de siete cuentos que son también, y sobre todo, siete lugares, siete huecos en la tierra, siete islas, siete cuerpos, siete mapas, siete metidas de pata, siete viajes, siete canciones viejas, siete campos de batalla, siete muertes, siete mitologías, Enrique Del Risco crea pares que se atraen y se repelen, que se enfrentan y aparean. Y en esa paridad lo dispar es una ley.
Los personajes de Enrique Del Risco están como yo, habitando un orden y un espacio que de cierto modo los excluye, los extraña y enrarece. La lectura que hago de su libro es como mi perra Schnauzer y su caca junto a mis chancletas, solo me atañe a mí. Lo único terrible de todo eso es que leo intercalando un cuento de Enrique Del Risco y uno de Francisco García González. Los intercalo y mi cabeza, de cierto modo, explota.
No son autores difíciles porque no pretenden nada. Justifico pretenden en cursiva porque un escritor siempre pretende algo. Un escritor es un asesino. Escribo pretensión como un acto fallido de escritura. En mis propios poemas y relatos siempre hallo pretensiones que no logro concretar. A veces me conformo con terminar de leer o terminar de escribir, llegar al último párrafo y a la última palabra. Es horrible darse cuenta de que eso que estás leyendo no está terminado, de que a eso que estás escribiendo le falta lo más importante.
El discurso narrativo (lo nítido y lo transparente, casi táctil) tanto de Enrique Del Risco como de Francisco García no tiene nada que ver con maquillajes ni esfuerzos (recuerdo lo que dicen los melómanos de Nina Simone, que la voz le sale sola). Leo mucha acción y mucha transversalidad. Me quedo en las atmósferas creadas por autores que han gozado (tal vez sufrido) el relato en cuero cabelludo propio. Ni analizo ni examino a consciencia. Lo más probable es que en un par de semanas vuelva a ellos de una manera más fría y calculadora. Tal vez hasta intente comunicarme con los autores por WhatsApp, por email, por cualquier vía. Todo me afecta. Se me quita el sueño.
Las realidades enfermas, políticas, aberrantes de Francisco García son solo los relatos de la enfermedad, la política y la aberración. La distancia física que toma el autor de Asesino en serio entre su realidad y la realidad textual se lee como otro relato a pie de página. El hombre tiene una forma de escribir la cosa en perspectiva que a mí, una emigrante insomne como él, empieza a parecerme sospechosa: un asesino que expresa vulnerabilidad en la mirada.
No sabría poner a Francisco García en el estante nacional de la literatura cubana. Equivocada o no, no sabría ponerlo. Empiezo a sentirme presa, incluso, de la paranoia. Me pregunto por qué estoy leyendo estos libros precisamente hoy en Miami (afuera llueve, los mosquitos dan al pecho) después de cinco años de haberme ido de una isla en la que me pasaba el tiempo leyendo. Pero ahora en mi sofá vuelvo al principio, al relato de una mujer que quiere más a su perro que a su esposo.
Tal vez Francisco García trabaja para Twitter o Instagram o Google y detectó en mis actividades virtuales cierta disposición para amar a los perros de cualquier tamaño o raza. (Menos pequinés, chihuahua o yorkie. Sobre todo, repulsión hacia los moñitos con lazos rosados que sus dueños les ponen a las perras de raza yorkie). Tal vez Francisco García es un agente encubierto detectando antropofobias.
¿De eso se trata todo? Tal vez se trata de otra cosa pero yo, mientras lo leo, me juro a mí misma que jamás le pondré un lazo rosado a la pequeña Schnauzer negra llamada Uva que duerme sobre mis chancletas. Me juro a mí misma que la ansiedad y la taquicardia que desde hace un rato siento son solo síntomas o consecuencias del primer día de menstruación. No los libros. Jamás los libros. Mucho menos sus autores.

*Texto leído en la presentación de los libros Asesino en serio y ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? en el Museo de Coral Gables el pasado 23 de agosto y publicado tres días más tarde en la revista El Estornudo.

domingo, 3 de febrero de 2019

De Platón a Aristófanes, como quien no quiere la cosa (en sí)*

Por Alexis Romay

En la antesala de ¿Qué pensarán de nosotros en Japón?, Enrique Del Risco le hace un guiño cómplice al lector desde sendas citas a Friedrich Nietzsche y Mark Twain. Ahí está la clave del libro. No es casual la referencia al escritor estadounidense. (Siempre he pensado en Del Risco como un heredero cubano del genio y la gracia del autor de Un yanqui de Connecticut en la corte del rey Arturo). El axioma de Twain sugiere que ante cierta circunstancia en la vida uno debe detenerse y reflexionar, dos cualidades, dicho sea de paso, para las que el [estereotipo (del)] cubano parece sufrir una incapacitación congénita. Tampoco es baladí la frase de Nietzsche. En su breve dictum, el filósofo alemán presenta par de contrarios dialécticos: el ser y el aparentar.
Si en el párrafo anterior menciono varias parejas de atributos
se debe a que este libro está poblado —quizá más preciso sería decir hecho— de dualidades. Me detengo en las más notables, si acaso porque están telegrafiadas en el título: quiénes somos y cómo nos perciben. Cuando Del Risco escudriña el nosotros y el ellos implícito en la conjugación del verbo pensar, esa distancia antropológica presupone a su vez una lejanía física: un aquí y un allá. Nos ubica frente a un ellos y un nosotros mutantes, que en estos siete cuentos exploran el dilema de la asimilación a un espacio ajeno y van desde un fugitivo de alguna post-dictadura latinoamericana que malvive en Ipanema haciéndose pasar por periodista; a la versión caribeña de Cocodrilo Dundee y su hijo en una aventura en el metro de Nueva York; a un poeta que se debate entre su vida y el sueño recurrente que lo acosa; a un albañil salvadoreño en Madrid que se desdobla en escritor (o viceversa), a otro par de cubanos en una parranda literaria para el recuerdo en Monterrey; a un aprendiz y su chamán en un pueblo fronterizo de Los Ángeles; a un grupo de amigos en una fiesta en Nueva Jersey con un huésped inesperado. Y, en general, a las constantes amenazas que todas estas criaturas fuera de (su) sitio representan para el “fragilísimo contrato social” que impera en las ciudades que bien que mal los han acogido. De igual manera cambian de lugar el aquí y el allá, que de tanto mudarse se trastocan. “Allá es Cuba. A veces es aquí. Depende”, aclara el narrador en el cuento que da título al libro. En “Zihuatanejo”, las coordenadas, de tanto mezclarse, se fusionan: ya no estamos ni allá (Cuba) ni aquí (Estados Unidos), sino en un punto intermedio: el México lindo y querido de los chilaquiles del Chipinque.
El libro da tumbos por el mapa —pasando por Río de Janeiro, San Salvador, Ciudad México, Nueva York, Madrid, Monterrey— y, en esos andares, Del Risco alude a regímenes paramilitares latinoamericanos y sus respectivas insurrecciones Fantasmas que salen incluso hasta en sueños. No exagero. En uno de los cuentos, un personaje es acosado por una pesadilla recurrente en la que —a la manera de Joseph K.— le hacen un juicio en el que se escuchan ecos del juicio que condenó a muerte al poeta salvadoreño Roque Dalton. Otro juicio, igual de kafkiano, sale a relucir en “Zihuatanejo”, que más que un cuento es —como el libro que lo contiene— una muñeca rusa: un cuento dentro de un cuento dentro de un cuento...
Otra pareja dispareja en el libro es la que enfrenta a la seriedad de Platón contra la comicidad de Aristófanes. En el cuento antes citado, el protagonista y su amigo (se) debaten (entre) estas antípodas. Del Risco no pasa esos apuros: él entiende que la gravedad de Platón y la levedad de Aristófanes no tienen por qué ser mutuamente excluyentes y, una vez más, hace que su lector ría mientras piense y piense mientras ría.
La intersección entre el ser y el aparentar, regresa una y otra vez a las páginas del libro. En el propio “Zihuatanejo”, mientras cuestionan la importancia de la verosimilitud en la ficción histórica, los protagonistas se divierten con el humor involuntario de un libro sobre Corea del Norte y, obvio, no pueden menos que preguntarse qué pensarán de ellos los habitantes de Pyongyang. De igual modo, en “El Monstruo y la Muerte”, el protagonista trata de imaginarse “qué pensarán [de nosotros] los paramédicos [angloparlantes] al entrar en un patio repleto de gente vestida de blanco alrededor de un moribundo”.
Aunque se resiste a ser didáctico, el libro regala —en boca de sus personajes— algunas definiciones básicas que (nos) serán útiles en la tierra natal del autor, isla tristemente célebre por carecer de una cultura y un vocabulario cívicos. Si en los cuentos de Del Risco, ser neoyorquino es “ser inmune al asombro”, la “democracia no es hacer lo que a uno le dé la gana sino (...) hacer las cosas que uno quiera sin molestar a los demás”, la felicidad “es el sentimiento de que unaresistencia ha quedado superada” y escribir sobre una relación es un intento “de darle sentido a partir del pasado, como mismo hacen los matrimonios o las naciones”. Aprender esto no será poca cosa en un país en el que todavía los escritores, a decir de Del Risco (que suscribo), se enfrentan a dos tipos de obstáculos: sus problemas políticos y sus problemas literarios, en ese orden.
Los cubanos, bajo el castrismo, hemos vivido una doble vida. Con esto no me refiero únicamente a ese proceder tan típico en la isla de pensar una cosa en privado y decir lo contrario en público, sino al simple hecho de que tener que hablar de la realidad cubana sugiere la existencia de su contraparte: la irrealidad. Pero esta irrealidad ha viajado con tal suerte que es muchas veces capaz de reemplazar a la realidad. Solo así se explica que esos turistas de dictaduras tropicales —gente que ni habla español ni podría ubicar Matanzas en un mapa o, en palabras de Del Risco: gente que “confunde un mapa con un país”— insistan en explicarnos a los exiliados cubanos quiénes somos y de dónde venimos.
Fui lector de este libro en su fase manuscrita; lo celebré cuando recibió el Premio iberoamericano de relatos “Cortes de Cádiz” en 2008; lo compré; lo regalé a amigos y parientes; lo recomendé a cuanta persona estuvo a tiro de piedra; lamenté que la editorial Calembé, en la distante Andalucía, no tuviera a este lado del Atlántico la visibilidad ni la distribución que merecía la obra; y desde que se agotó la tirada le insistí al autor que saliera la búsqueda de una edición aquí, aquende los mares. Además de releerlo, quería asignar este libro de cuentos a mis clases de literatura, pero la imposibilidad logística me la ponía en China (o en Japón). Tanto dio mi cántaro en la fuente que Del Risco accedió. Lo otro, convencer al editor, fue tarea harto más fácil. (Ya que estamos, aprovecho para agradecer a la editorial Sudaquia el buen tino de darle una segunda vida a estos cuentos).
“Uno nunca sabe lo que está celebrando”, dice el narrador de “Zihuatanejo” ante una efeméride doble. Me atrevo a contradecirlo: celebro esta reedición de ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? (Redux) —corregida y aumentada con los dos cuentos finales— como quien festeja el cumpleaños de un amigo entrañable o la caída de un muro ignominioso o las dos cosas juntas.
Claro, en medio del jolgorio y luego de tanto tiempo y tantas distancias, igual cabría preguntarse: ¿qué pensarán de nosotros en La Habana?

*Prólogo de Alexis Romay al libro ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? (Redux)

miércoles, 30 de enero de 2019

"¿Qué pensarán de nosotros en Japón? (Redux)": nota a la edición de Sudaquia



Nota a esta edición

Al entusiasmo del escritor Alexis Romay y de los editores de Sudaquia Asdrúbal Hernández y Marian García debo esta reedición de ¿Qué pensarán de nosotros en Japón?. O no. Porque se trata de algo más que de una mera reimpresión de viejos cuentos y explicarlo es lo que da sentido a esta nota. De infligirle nuevamente estos viejos cuentos a mis lectores prefería que estuvieran algo más presentables que la última vez que se presentaron en sociedad. Porque en el fondo escribo para un lector —que ignoro si existe— que no sólo ha leído todos mis libros sino que encima está dispuesto a leerse todos los que publique en el futuro. No por devoción sino simplemente para comprobar que no pretendo timar a nadie, empezando por mí mismo. De manera que además de los previsibles arreglos para hacer la prosa algo más fluida que la primera vez que salió de la imprenta, he decidido añadirle un par de cuentos más. Uno de ellos es “Opciones del guerrero”, cuento al que le correspondía ser parte de la versión original de ¿Qué pensarán de nosotros en Japón?, pero como el Premio Cortes de Cádiz fijaba el límite máximo en las 150 cuartillas decidí dejarlo fuera. El otro añadido, “El Monstruo y la Muerte”, fue escrito un par de años después de la aparición del libro y la verdad es que desde entonces, empeñado en sacar adelante un libro de memorias, otro de artículos humorísticos y un par de novelas, no he vuelto a incursionar en el cuento. Ya a estas alturas soy consciente de que “El Monstruo y la Muerte” se parecerá mucho más a los cuentos de ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? que a cualquier otro que escriba en el futuro de modo que allí estará en mejor compañía. De ahí ese añadido al título original. Como Apocalypse Now Redux, la reedición que publicó Francis Ford Coppola 22 años después de su clásico sobre la guerra de Viet Nam, ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? (Redux) es algo más extenso que el original. Encima beneficia a los cuentos de la primera edición al hacerlos entrar en contacto con parientes suyos inéditos hasta ahora. De esta manera, espero que los temas que abordaba en la versión inicial del libro se enriquezcan y adquieran nuevas modulaciones y así hacerme perdonar por ese lector implacable que no sé si exista.    

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