Mostrando entradas con la etiqueta Política. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Política. Mostrar todas las entradas

martes, 8 de abril de 2025

¿Qué (no) hemos aprendido los cubanos?

 
Antonia Eiriz, Una tribuna para la paz democrática, 1968

Lancé la pregunta en una de esas reuniones de exiliados. De las que alude Cernuda en «Impresión del destierro». Un encuentro de «señores viejos, viejas damas» y en el que la mención de la patria perdida sonaba «densa como una lágrima cayendo». Ese patetismo impúdico como solo se permiten quienes comparten una pérdida antigua e incesante. Los pretextos de esas reuniones no son originales ni rebuscados. En este caso, se presentaba un libro. Páginas que permitían ensayar, una vez más, la repartición de culpas en la debacle nacional.

Como era previsible, estas se repartieron de manera equitativa que es lo mismo que decir con muy poca justicia: todos los nacidos en aquella isla eran culpables del triunfo y persistencia del castrismo. Aunque salomónico, es un dictamen sospechoso, por cómodo. Poco importa la inmensidad de la devastación castrista. Dividida entre millones resulta una carga bastante soportable. Y de paso, nos da la oportunidad de sentirnos autocríticos. Yo, en cambio, cuando se trata de culpas nacionales, sigo el principio que el músico Gorki Águila enunciara en una entrevista: «Cuando se tiene el poder absoluto también se tiene la responsabilidad absoluta».

Como el deporte de la justicia retroactiva a estas alturas resulta tan entretenido como inoperante, esa noche preferí enfocarme en el presente. Pregunté a los señores viejos y viejas damas: «¿Qué hemos aprendido los cubanos?». Porque si el castrismo es una tragedia nacional —aclaré—, tragedia mayor sería que no aprendiéramos nada de ella.

Era una pregunta retórica, por supuesto. A la vista de los errores que nos esforzamos por repetir, la tragedia doble de que lo ocurrido no nos haya servido siquiera como enseñanza era demasiado obvia. Pero no insistí. No valía la pena ensañarse con los que esa noche habían ido de buena fe a apoyar el lanzamiento de otro fruto del destierro.

¿De qué hablamos cuando decimos «cubanos»?

Pero preguntar «¿qué hemos aprendido los cubanos?» no es mero recurso retórico. También es una falacia. Porque primero habría que admitir la inexistencia de ese «nosotros», partido en unos cuantos pedazos. Millones diría yo, para no exagerar. Empezaré excluyendo a los compatriotas que viven en ese fondo de la caverna platónica que es Cuba. Esos que tienen que conformarse con las siluetas que les proyectan en la pared de la caverna el NTV, la Mesa Redonda y demás simulacros que les destina el sistema (propagandístico, cultural, educativo) local.

Excluirlos de ese nosotros es un acto de leso paternalismo, lo sé, sobre todo en tiempos de acceso a Internet o a uno que otro viajecito fuera de la cueva, pero prefiero ser paternalista que exigirles un aprendizaje para el que parten con tanta desventaja. Mi pregunta va dirigida más bien a los paisanos que han salido de la cueva, ya superado el brillo enceguecedor del capitalismo y con el deber de comportarse como seres libres.

Empecemos por el que hace la pregunta. Con 30 años fuera de la isla, durante los primeros 15 no creí que lo aprendido en la caverna cubana me sirviera de mucho. ¿Acaso el castrismo no se trataba de eso? ¿De mantenernos en la ignorancia más abyecta mientras simulaba educarnos (y hasta intentaba hacernos creer que éramos «el pueblo más culto del mundo», «prostitutas incluidas»)? No obstante, si uno presta atención, el castrismo es una magnífica escuela inversa. Una escuela de todo lo que debe evitarse si se quiere alcanzar niveles mínimos de decoro y de respeto por sí mismo, si se busca ser libre. Solo que al salir de la cueva castrista lo aprendido allí parecía inservible en un mundo que, acabada la pesadilla soviética, se aprestaba a entrar en el siglo XXI con otras preocupaciones en mente.

Fue una experiencia bastante común, al menos para mi generación: obtener un doctorado en cacería de dragones y salir al mundo para enterarse de que los dragones se habían extinguido hacía rato. Un conocimiento tan inservible como los instintos adquiridos en el patio de una cárcel para comportarse en el barbecue del domingo.

Ya en el mundo exterior, frente a una vida nueva y exigente, había demasiado que aprender para echar en falta viejos instintos de presidiario. En cualquier caso, de una cárcel que se pretende revolución infinita no se sale al mundo exterior a cambiarlo, sino a adaptarse a él en la medida de lo posible. Nada de extrañar dragones ni cacerías. Luego de pasarte media vida defendiendo tu almita inmortal de la indecencia de Estado, vienes dispuesto a aprender lo que haga falta y, sobre todo, a descansar.

¿Pero es que la gente no aprende?

Pasan los años y a ese cubano que salió de la caverna platónico-castrista para aprender y descansar, el mundo exterior se le empieza a hacer incómodamente familiar. Lo descubre en los primeros pujos de la corrección política como religión académica y corporativa; o la llamada cultura de la cancelación le recuerda la vieja aplicación de la censura ideológica; o el crecimiento exponencial de las paranoias conspirativas le recuerda la convicción con que Granma le achacaba a la CIA todo lo que no estaba bajo su control. Detalles múltiples en los que percibir el inconfundible aliento del dragón.

La gradual imposición de una neolengua, dizque justiciera e inclusiva, la censura minuciosa y omnipotente, las condenas sin juicio, la concepción maniquea del arte que prioriza la claridad de los «mensajes»; el incansable revisionismo de la historia a partir de un sistema de valores anacrónico y puritano; y, sobre todo, la reivindicación de soluciones colectivistas frente a las limitaciones, desigualdades e injusticias del capitalismo: fenómenos que ponían en guardia a los cazadores de dragones. Señales —decían y no sin cierta razón— de que nos adentrábamos en una situación revolucionaria. Y nada como las revoluciones para graduar expertos en detectarlas. Y en aborrecerlas.

Aquí vale hacer una distinción sobre los emigrados cubanos. A diferencia de los nativos de Europa del Este, para quienes el totalitarismo es cosa del pasado, o de los chinos —entre quienes todo cuestionamiento político es opacado por las aspiraciones nacionales de convertirse en la principal potencia planetaria—, para los cubanos el comunismo sigue siendo una cuestión pendiente y lacerante. No sorprende que, sin que nadie se lo haya pedido, se sientan destinados a impedir cualquier intento de reencarnación del viejo fantasma.

Julio Larraz, Sincerely Yours, 1984

Ante la proliferación de camisetas del Che, los usos nostálgicos de los mismos símbolos bajo los que millones de seres humanos encontraron la muerte o el trato más bien considerado que recibe el castrismo, los cubanos se preguntaban cómo era posible que, al igual que ocurrió con el nazismo y el fascismo, la humanidad no hubiera sacado las debidas conclusiones sobre la experiencia comunista y su abrumadora capacidad destructiva.

El asimétrico pájaro totalitario

Todo intento de comparación entre el nazismo y el comunismo viene viciado por una falla de origen. De origen más histórico que ideológico. Mientras la derrota del nazismo en la Segunda Guerra Mundial se entendió universalmente como la batalla del bien relativo contra el Mal absoluto, el desmoronamiento del comunismo tras décadas de Guerra Fría se percibe en términos más ambiguos. La Guerra Fría —asociada con la guerra de Vietnam, al apoyo estadounidense a dictaduras sanguinarias y a guerras sucias— se recuerda más como apoteosis de la propaganda y las maniobras sórdidas que como lucha contra el mal.

Que en su momento la nave madre del comunismo mundial fuera esencial en la derrota del nazismo tampoco ayudaba a la claridad del relato. El cordón sanitario trazado alrededor del bloque soviético hizo menos por entender el comunismo que por satanizarlo y al final no consiguió ni lo uno ni lo otro. En contraste con el proceso de desnazificación al que se sometió a la Alemania Occidental tras la Segunda Guerra Mundial, la crítica empañada de nostalgia por el pasado comunista parece más bien una reprensión cariñosa.

Tras la publicación de El libro negro del comunismo en 1997, el editor de Le Monde, Jean-Marie Colombani, intentó negar todo punto de comparación entre los crímenes del comunismo y los del nazismo afirmando: «Siempre habrá una diferencia entre quienes se comprometen creyendo en un ideal unido, por la reflexión, a la esperanza democrática, y quienes se ven atraídos por un sistema que reposa sobre la exclusión y que apela a las pulsiones más peligrosas del individuo».

Ciertamente, el totalitarismo fue un concepto que en su momento sirvió para relacionar en su dinámica y efectos a comunismo, fascismo y nazismo. Al tiempo que evidenciaba la condición fundamental pero a la vez epidérmica de la ideología, el concepto hacía énfasis en su capacidad de movilizar a las masas para demoler los cimientos de las sociedades democráticas. Para instaurar mecanismos de dominación en todos los niveles de la existencia basados en la devoción propia de una religión. No obstante, el comunismo, con su ideología universalista y la estatización máxima del sistema productivo resultaba, de los principales modelos totalitarios, el más universalmente atractivo y el que, a su vez, aseguraba mayor control a nivel económico y social.

Se esperaba que el parecido de los modelos agrupados bajo la sombrilla totalitaria permitiera distinguir mejor el peligro que enfrentan las democracias modernas más allá de las etiquetas ideológicas. Tras larga contemplación del espectáculo totalitario, la humanidad debería haber aprendido bastante más, sobre todo quienes hemos ocupado los mejores asientos que, con espectáculos de esta especie, casi siempre resultan los peores. Que deberíamos sospechar de los vendedores de paraísos, futuros o pasados. Pero los esfuerzos por presentar al comunismo y al nazismo como alas simétricas del ave totalitaria han fracasado miserablemente.

Mientras el nazismo perdura en cientos de películas y libros como encarnación casi caricaturesca del mal, el comunismo no ha pasado de ser un mal menor cuando no es visto como una buena idea corrompida por una humanidad algo torpe. «Se califica al estalinismo de “desviación” del ideal comunista —apunta Alain de Benoit— mientras que a nadie se le ocurre ver en el nazismo una “desviación” del ideal fascista. El comunismo tenía derecho a equivocarse, pero no el nazismo». Si quiere hacer la prueba piense en las palabras antifascismo y anticomunismo. ¿Acaso tienen la misma connotación?

Más peligroso aún que no señalar la familiaridad entre nazismo y comunismo fue el que el mundo democrático no viera el totalitarismo más que como una pesadilla, como posibilidad permanente en el mundo moderno. Que no entendiera que, bajo ciertas circunstancias, sus soluciones inmediatas y definitivas son más atractivas que el lento y laborioso ritmo con que opera la democracia. O que los próximos totalitarismos tendrían el cuidado de no aparecerse en la forma de campos de exterminio o expropiaciones masivas, pero serían igual de eficaces cuando se tratara de aplastar cualquier señal de disidencia esencial.

Demasiado elemental, amigo Watson


Todo parece indicar que, en 66 años de castrismo, lo aprendido por los cubanos puede resumirse en que «el comunismo es malo». Aunque concuerde con ese resumen, debemos coincidir que como aprendizaje resulta demasiado pobre y limitado. Para calibrar la maldad intrínseca del castrismo bastan un par de años observando sus desmanes, no 66. Cierto que muchos amplían su conclusión hasta afirmar que «el comunismo es el Mal», pero —y aquí no es difícil darme la razón— tal afirmación no resiste la comprobación cronológica. Como que la existencia del Mal es muy anterior a que Marx y Engels publicaran su famoso manifiesto.

Pedro Pablo Oliva, El gran apagón

Casi siete décadas de trato cotidiano con esa versión condensada del Mal que es un régimen marxistaleninista nos debería haber convertido en expertos. En especialistas, por ejemplo, de los peligros que entraña la aspiración al Bien absoluto, como el de terminar convirtiéndose en un Mal bastante bien organizado. Pero no. Ha bastado la aparición en el horizonte de un nuevo caudillo que, como el anterior, prometa liberarnos de una vez y por todas, para que legiones de compatriotas junto con el voto se sientan obligados a entregarle el alma.

De poco ha valido el esmero que ha puesto Trump en parecerse a nuestro viejo caudillo: no han bastado sus ademanes de matón, su sobrecogedora inmodestia, sus proyectos megalómanos e impracticables, su desprecio por el sentido común, por las leyes y las instituciones vigentes, por los modales y la inteligencia ajena, por los medios que no le son favorables o por los trámites democráticos. O en su insistente conversión en «enemigos del pueblo» de todo el que le lleve la contraria, empezando por los periodistas. Como diría un propagandista del estalinismo temprano: «Es enemigo quienquiera dé la impresión, por signos físicos, psíquicos, sociales, morales u otros, de estar en desacuerdo con el ideal de la felicidad humana».

Ese profundo parecido psicológico y conductual de Trump con el fundador del castrismo no parece molestar a muchos de mis compatriotas. Como si el cambio de la guerrera por el traje, la barba por la cuchilla de afeitar y el atacar al capitalismo en lugar de al comunismo fuera suficiente para disfrazar la esencial comunidad de carácter. Como si lo que les incomodara de Fidel Castro no fuera su autoritarismo o su desprecio por el prójimo no partidario, si no en nombre de qué ideología los justificaba. Por mi parte, estoy convencido de que el carácter define mejor a alguien que sus preferencias ideológicas o su vestuario. ¿Acaso el mismo Trump no se había registrado como republicano en 1987, demócrata en 2001, para volver al redil republicano en 2012?

Habrá quien atribuya el incondicional apoyo cubano a Trump a cierta mutación introducida en la genética nacional tras tantos años de autoritarismo. Según esa teoría, la ya larga costumbre de adorar a un macho autoritario los llevaría a seguir al próximo que se les presentara como negación del anterior. Pero resulta tan elemental como cifrar en el comunismo la fuente de todos los males del planeta. El principio que exponía Czesław Miłosz en su libro El pensamiento cautivo para explicar la adhesión al comunismo de intelectuales de muy diversa procedencia y carácter serviría también para explicar la atracción de muchos cubanos por Trump: la edificación de un poder absoluto satisface carencias —materiales, espirituales y psicológicas— muy distintas entre sí, que luego cohesiona en un movimiento único. Los cubanos apoyan a Trump por razones muy distintas que van desde el entusiasmo al despecho, pero sospecho que los unifica menos la esperanza por recuperar su tierra que la de ver vengados tantos años de marginación y desprecio por parte del progresismo mundial.

Al contrario de uno de nuestros refranes más sanguinarios, ni el dolor ni el desprecio han demostrado ser buenos maestros. La conclusión elemental de que el comunismo es malo reduce todo a un asunto ideológico, cuando la principal enseñanza que ofrece un régimen como el castrista apunta a algo más esencial y ubicuo: a los peligros de entregarse ciegamente a un mesías político que propone objetivos desmesurados y que para alcanzarlos requiere devoción absoluta y poderes extraordinarios.

Por elemental que parezca esa enseñanza, buena parte de los cubanos no hemos conseguido asimilarla. Si penoso ha sido soportar las primeras semanas del nuevo reinado de Donald Trump, bastante más lo es escuchar los argumentos que utilizan mis compatriotas trumpistas para justificar acciones muchas veces contradictorias entre sí. Si el trumpismo se justifica, entre muchas cosas, como una revuelta contra la tentación intelectual «de pronunciar que una cosa es lo contrario de lo que parece» (Borges dixit), los trumpistas patrios se han vuelto profundamente intelectuales: no hay acción de su líder, por aberrante que parezca, que no intenten convertir en rasgo de genialidad.

Conscientes de que el principio «el comunismo es malo» suena muy pobre como ideología, mis compatriotas rendidos al trumpismo no solo han determinado que todo el Mal es comunista. También asumen que todo lo que se oponga al comunismo es necesariamente bueno. Para delimitar el campo de batalla parafrasean a don Vito Corleone al instruir a Michael: «Todo el que te venga a hablar de igualdad y justicia social es comunista».

Lázaro Saavedra, Detector de ideologías 1989

Pero no debería sorprendernos tanta simpleza. Al otro lado de la trinchera ideológica las órdenes guardan una simetría escalofriante: todo el que venga a hablar de meritocracia, derechos individuales y sentido común es un fascista declarado. Y uno se imagina a los auténticos comunistas y nazis felices de contar con fuerzas tan abundantes.

Todos contra la democracia

No se trata (al menos en todos los casos) de pura enajenación mental. Para quien ha sido sometido durante años a la propaganda comunista es muy difícil no encontrar ecos de esta en medios avasallados por la corrección política. Aquí el contenido importa menos que los métodos: la insistencia ramplona en ciertos principios; las referencias continuas a un pasado y un presente opresor y, al mismo tiempo, el falseamiento del pasado y el presente para que se acomoden a su visión del mundo; o el florecimiento del kitsch político junto al patetismo y la crispación. Y la extensión del malestar anticapitalista siempre a un paso de convertirse en sinónimo de comunismo.

Se entiende que Trump quiera ver en esa reacción rococó de una sociedad frívola y necesitada de credos y experiencias fuertes, el efecto de una conspiración comunista ante la que él sería el único antídoto. Se entiende menos que le creamos quienes llevamos décadas de experiencia en propaganda antiyanqui: los sustantivos cambian, pero el lenguaje y la sintaxis son los mismos.

Resulta llamativo que entre los primeros llamados a resistir los desmanes del trumpismo se hable más de antifascismo que de defensa de la democracia. Llamativo, pero no sorprendente. Después de todo, imita al anticomunismo trumpista en atacar al contrario más de lo que se defiende la convivencia democrática. Porque si nos guiamos por el comportamiento trumpista, la democracia solo es buena cuando les da la razón. Una elección en términos trumpistas solo puede tener dos resultados: ganamos o nos hicieron trampa. De esa fe nació el asalto al Congreso el 6 de enero de 2021.

Entre quienes sospechan de la democracia por ser invento de hombres blancos y quienes la aceptan solo cuando las urnas los favorecen, el futuro de esta no parece prometedor. Hace mucho que la democracia no contaba con tan pocos defensores. Para encontrar desprecio parecido por los principios democráticos habría que retroceder hasta los años treinta del siglo pasado, justo cuando fascismo y comunismo —aparentemente blindados ante los efectos de la Gran Depresión— parecían opciones bastante más atractivas.

Sin embargo, en estos días, hablar de fascismo y comunismo, de totalitarismos de derecha y de izquierda, sería hacerles un gran favor. El de dignificar los movimientos actuales con una profundidad política que ni siquiera pretenden. Para referirnos a las motivaciones profundas a las que apelan mejor hablemos del partido del egoísmo vs. el partido de la envidia. Desnudos de ideología, apenas arropados por los instintos a los que apelan, podremos entenderlos mejor.

Hablarán de libertad versus igualdad cuando en el fondo la consigna de ambas partes es «¡que se jodan!»: la diferencia estriba en si se joden quienes están peor o mejor que tú. Ya las conciliaciones —liberales o socialdemócratas— entre libertad e igualdad no enardecen a nadie. Buscando sabores fuertes, experiencias estimulantes, en este mundo acolchado por la sobreabundancia material y tecnológica, los usuarios de la política se corren a los extremos dejando el centro más desolado que nunca.

Ariel Cabrera Montejo

Temo los desmanes de Trump por ellos mismos. Pero temo aún más que sus despropósitos terminen normalizando el abuso de poder, la erosión de las instituciones, las peticiones de lealtad absoluta y abran el camino hacia un autoritarismo de signo contrario. Por la propia naturaleza de esas pasiones, siempre ha sido más fácil movilizar y organizar el partido de la envidia que el del egoísmo.

Que reviva la revolución

Si el clima woke tenía aires de totalitarismo vegano —con la carne en lugar de la sangre, claro está—, los inicios del segundo mandato de Trump más bien recuerdan los de una revolución. Una revolución que en lugar de ejecutar miembros del antiguo régimen arranca con el exterminio de programas e instituciones públicas. El regreso de Trump resulta revolucionario tanto por las maneras díscolas del líder como por el entusiasmo y la confianza ciega de sus seguidores.

No se trata solo de la puesta en práctica de su programa político con mayor velocidad y radicalidad de la esperada. De que Trump expulsaría inmigrantes o emprendería guerras comerciales estábamos avisados. Pero que su insistencia en asociarse con el heredero del imperio soviético o en cortar la ayuda a la prensa independiente cubana encuentre apoyo incondicional en quienes se dicen anticomunistas resulta, si cabe, más perturbador aún.

Lo más preocupante no son lo disparatada o perniciosa que sea la medida que el presidente tenga a bien aplicar cada mañana, sino el apoyo instantáneo de quienes las explican y defienden. Ya nos dice el politólogo frances Claude Pollin que, a diferencia de las tiranías clásicas en que una minoría oprime a la mayoría, «el poder totalitario es, en primer lugar, la tiranía de todos sobre todos; el verdadero fundamento del poder de quienes se hallan en la cúspide de la jerarquía es el poder de quienes constituyen la base».

No implico que ya se viva en un régimen totalitario, pero sí que los ingredientes necesarios para instaurarlo ya comienzan a mezclarse: el mesianismo del líder y el apoyo incondicional de sus seguidores. Un apoyo que temo que sostengan sus partidarios incluso cuando las medidas presidenciales los perjudiquen. Una vez aceptada la necesidad absoluta de cambios radicales, cualquier sacrificio parece poco. ¿Acaso no razonaban así nuestros abuelos fidelistas cuando justificaban la confiscación de sus propios negocios por el régimen revolucionario?

Un cubano ya no tiene que haber sido adulto en 1959 para conocer de primera mano el ambiente de aquellos días. La política estadounidense le vuelve a ofrecer el espectáculo de inundar, indetenible, todos los ámbitos de la vida, de modo que cualquier conversación amenace con derivar en trifulca política. Ni siquiera podremos refugiarnos en una cháchara intrascendente sobre las condiciones del tiempo: no hay nada tan «politizable» como el clima en estos días.

Se nota el ambiente revolucionario en el descenso abrupto del sentido del humor, de la tolerancia, de la empatía y de la humanidad. Y en el ascenso del espíritu pendenciero, del fanatismo, de la división social y familiar y sobre todo de la confianza en todo lo que propone el gran líder. Esa confianza infantil en soluciones mágicas e inmediatas a problemas complejísimos que está en la base de todo proyecto totalitario.

Sin embargo, hay una diferencia apreciable entre estos tiempos norteamericanos y los inicios del castrismo. No me refiero a la persistencia estadounidense del bipartidismo, la Constitución, el orden judicial y el detalle de que el viejo ejército de la república siga en pie. Ahora, a diferencia de Fidel Castro, Trump no necesita explicar sus decisiones en discursos sinfónicos. Para hacer inteligibles las medidas del líder se bastan las legiones de seguidores que ofrecen en las redes sociales sofisticadas explicaciones, ya sean propias o dictadas por su influencer de cabecera.

Como la creencia en las visitas mágicas de Santa Claus, una vez que se acepta la premisa principal (una figura con la capacidad instantánea de complacer todos los deseos de los niños buenos del planeta), la explicación de cómo viaja el trineo por el aire o cómo el aumento de las tarifas aduanales hará florecer la economía, parecerán lógicas.

Que el extremismo de Trump engatuse a parte de la opinión pública estadounidense, acostumbrada al comportamiento contenido de su clase política, es comprensible: si en algo supera Trump a cualquier otro presidente de Estados Unidos es en su sentido del entretenimiento. En cambio, que una proporción similar de cubanos se vea contagiada por un fervor para el que debían estar inmunizados, más que a un defecto nacional lo atribuyo a la pobre capacidad humana para aprender colectivamente de su pasado. Acaso hemos confiado demasiado en los efectos pedagógicos del dolor para comprobar que, antes que sabiduría, los golpes producen traumas: el deseo de desquitarse de algún modo supera cualquier otro.

Si como conducta humana el trumpismo cubano es comprensible, como víctimas del castrismo se disculpa menos. ¿Cómo convencer a los compatriotas en la isla de nuestro compromiso democrático cuando nos entregamos ciegamente a alguien con modos tan autoritarios? ¿Cómo convencernos a nosotros mismos? ¿Cómo creernos que hemos madurado para la democracia si todavía creemos en Santa Claus imberbes de traje azul y corbata roja? ¿Cómo cuestionar la docilidad de los que acuden a las movilizaciones castristas si fuera de la isla renunciamos pensar críticamente? (No te refugies en teorías conspirativas: la paranoia no es una forma de pensamiento crítico). Con el apoyo incondicional al autoritarismo de Trump, ¿acaso el exilio no confirma ahora el tópico castrista de que lo que desea para Cuba es volver a los tiempos de Batista?

El trumpismo de los exiliados cubanos no solo es una muestra más de la incapacidad humana para aprender de sus errores, sino también de «la descorazonadora idea —decía Joseph Brodsky— de que un hombre liberado no es un hombre libre, de que la liberación es solo el medio de alcanzar la libertad, y no un sinónimo de ella». Mientras nos resistamos a madurar como entes políticos y sigamos creyendo en líderes infalibles y recetas milagrosas, nuestra libertad, en el exilio o en Cuba, seguirá siendo una asignatura pendiente. Y seremos responsables, por la parte que nos toca, de la próxima debacle.

miércoles, 21 de enero de 2015

Cheques

Antonio Rodiles no quiere que se le dé un cheque en blanco al régimen cubano y la senadora de Michigan quiere venderle comida y carros de Detroit a Cuba (que como es de suponer que le serán pagados con un cheque sin fondos).

martes, 20 de enero de 2015

Reportaje

Reportaje sobre Cuba que incluye trocitos de las respectivas entrevistas que nos hicieron ayer a Geandy Pavon y a mí:

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Sobre el kitsch político (2)

Podría suponerse que siendo un discurso subversivo “por naturaleza” el de la disidencia cubana debería, por lo mismo, rehuir del kitsch totalitario y hasta del kitsch en general. Pero claro, eso es demasiado suponer. Y no sólo por lo consustancial que es el kitsch a toda comunicación política. También debe tener en cuenta que ese pastiche de lugares comunes de las culturas europeas e indígenas que es la llamada cultura latinoamericana no puede ignorarse sin convertirse en elitismo insufrible. Y si muchos disidentes pueden darse el lujo como intelectuales de ser elitistas como políticos, no. El kitsch es a la cultura y a la comunicación lo que la alquimia es a la química: si bien la imita en los procedimientos y recombinaciones su diferencia fundamental está en lo que prometen. Como si no fuera magia suficiente obtener una nueva sustancia a partir de otras dos el kitsch, como la alquimia, promete ese imposible que es la obtención de la piedra filosofal a partir sustancias más o menos vulgares.

No es poca la tentación de los opositores cubanos de prometer una democracia perfecta o al menos funcional a partir de una sociedad carente de los más elementales gestos comunitarios, civilizatorios. (Esos que hablan de capitalismo salvaje deberían acercarse a estos poscomunismos totalitarios antes de aplicarlos a sociedades bastante más domesticadas por el interés común). Para obtener tanto de tan poco incluso el kitsch de la alquimia parece insuficiente. Y más cuando un mundo que se gastó todo su entusiasmo anticomunista tras la caída del Muro de Berlín le escatima a los demócratas cubanos la solidaridad más elemental. Unos porque ven a los demócratas cubanos, tras un nuevo ciclo de agotamiento democrático en buena parte del mundo, con curiosidad pero no mucha simpatía hacia gente tan ingenua que consigue ver en la democracia un fin, un destino deseable. Más grave aún es la hostilidad que le ofrece Latinoamérica a la disidencia cubana. Tras el fracaso en la mayoría de sus países latinoamericanos del experimento democrático el continente, hundido en su renovado arrebato populista, ha tomado al sistema que denuncian los demócratas cubanos como precursor e inspiración cuando no como asesor en manipulación social y represiones diversas.

Permítaseme entonces la cursilería de describir a Cuba como una isla rodeada de kitsch por todas partes. (Incluso por el Norte, claro, con los norteamericanos entregados a esa otra variante del kitsch que es el paternalismo comprensivo cuando en realidad no se entiende absolutamente nada). Y es que en la base pero también más allá del kitsch político está, omnipresente el kitsch cultural, ese en el que ya están inmersas las masas y las élites cuando los políticos empiezan a hacer su trabajo. Ese kitsch que les abona el terreno o, pasando a la cursilería de las metáforas bélicas guerra, ablandan al enemigo con preparación artillera. Latinoamérica es el continente donde frente a la cursilería de la cultura de masas ha surgido una cursilería elitista que reclama ser la verdadera voz del pueblo y al mismo tiempo de la modernidad para además cumplir aquella misión del kitsch clásico de tranquilizar “al consumidor convenciéndole de haber realizado un encuentro con la cultura”. Al amparo de una suerte de proteccionismo cultural ese pastiche de cultura de masas y vanguardias no compite en pie de igualdad con el resto de los productos culturales porque en realidad están de inicio en un plano supuestamente superior. Puede o no llenar estadios pero su prestigio está garantizado de antemano.


En el despertar pseudo religioso que representa la actual ola populista en Latinoamérica todos los productos culturales que no estén iluminados por el espíritu santo del populismo están, como los personajes paganos en el infierno diseñado por Dante, condenados por el solo hecho de no reconocer su absoluta superioridad. Y poco importa que el propio Eduardo Galeano desautorice “Las venas abiertas de América Latina” como libro indigesto y aburrido; o que las canciones de Silvio Rodríguez terminen pareciéndose más a las de sus peores imitadores que a sí mismo; o que el más exitoso modo de sobrevivencia que haya encontrado la Nueva Canción latinoamericana sea al golpe del reguetón de Calle 13. No sólo seguirán siendo objetos de devoción estética y paradigmas culturales en un mundo que ha perdido hace rato cualquier referencia. Su cursilería conservará además una función política, que es nada menos que la de transformar el mundo.

[Continuará]

lunes, 10 de noviembre de 2014

Freedom or Status Quo?

Hoy Orlando Luis Pardo Lazo da una charla (en inglés) bajo el titulo "Civil Society and Alternative Blogosphere in Cuba Today: Freedom or Status Quo?" en la Universidad de Brown a partir de las 6:00 pm. Pueden seguirla por aquí:


miércoles, 11 de junio de 2014

Opciones laicales

Dicen los ahora ex-editores de la revista Espacio Laical:

"Creímos oportuno ­­­­–y así lo seguimos pensando– que no era moralmente adecuado seguir conduciendo una publicación que provocaba divisiones dentro de la propia comunidad eclesial, donde se encuentran las posiciones de quienes piensan que la Iglesia no debe inmiscuirse “en política” y los que creen que no debe abrir sus espacios a todos los actores de la sociedad civil cubana"
Al principio me recordó aquella frase de Borges que afirmaba que "Quienes dicen que el arte no debe propagar doctrinas suelen referirse a doctrinas contrarias a las suyas". Pero de atender con cuidado a ese fragmento (y darlo por válido) se llega a la conclusión de que la Iglesia cubana se divide entre quienes están con el gobierno -que como el viejo Franco, no se mete en política- y quienes no quieren nada con la oposición.

miércoles, 23 de abril de 2014

Cien años de imbecilidad

Le basta un párrafo a Andrés Reynaldo para explicar el aporte cubano al caudillismo latinoamericano y de paso -posiblemente sin intentarlo- buena parte de la grandeza de García Márquez junto a su bajeza más notoria: hizo de la familia latinoamericana con todas sus miserias un mito y descubrió en Fidel Castro a un Aureliano Buendía increíblemente exitoso a quien se apegó, como buen supersticioso que era, como al más seguro talismán que pudo encontrar.
"Cuba ha facturado una formidable fórmula represiva que concilia el fascismo y el comunismo con el pensamiento revolucionario de América Latina. Nuestros nacionalismos invertebrados y autocomplacientes son una perfecta trampa dictatorial. La solidaridad latinoamericana con La Habana y Caracas va más allá del compadrazgo de narcotraficantes y ladrones. Se trata de una morbosa seña, en el sentido freudiano, de conservación tribal. La crítica al castrismo y al chavismo implica también una crítica de nuestra esencia"
Cuando el realismo mágico, esa fórmula que ha engendrado los dolores sin cuento de “Como agua para chocolate”, sea visto como el formulario para que la cursilería latinoamericana se reanimara con arrestos de modernidad quedará todavía intacta esa mitología que levantó García Márquez con lo peor y hasta mejor de cada casa. Una mitología por otro lado nada inocente -como reconoce Reynaldo en los horrores que describe- y con descendencia tan vasta como la de los Buendía. Todo para no reconocer en Latinoamérica lo mismo que alguna vez Ángela Vicario descubrió en el rostro de su madre mientras sonreía al ver pasar al amante que su madre había contribuido a alejar: “En esa sonrisa, por primera vez desde su nacimiento, Ángela Vicario la vio tal como era: una pobre mujer, consagrada al culto de sus defectos”. Pues ahí lo tenemos, un continente que, como Pura Vicario, se ha hecho devoto de lo peor de sí mismo.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Buena fe

De los diarios de Iván Bunin (1870- 1953) traducidos, dicho sea de paso, por Jorge Ferrer:

                                                                                    13 de abril [1918] Ayer el poeta Voloshin nos hizo una larga visita. Se ha metido en un buen lío por haber ofrecido sus buenos oficios a los bolcheviques (“para las tareas de embellecimiento de la ciudad con motivo de los festejos del Primero de Mayo”). Le avisé: no les haga el juego. Sería una bajeza, pero también una estupidez, dado que ellos saben perfectamente quién era usted hasta ayer mismo. Me respondió con otra idiotez: “El arte está fuera del tiempo y de la política. Participaré en esas actividades sólo en tanto poeta y artista”. ¿Embellecimiento de qué? ¿De una horca? ¿Tal vez, de la misma en la que será colgado? Pero no se contuvo y allá fue a ofrecerse. Al día siguiente en el Noticias, insertaron la siguiente nota: “Voloshin ha intentado colarse entre nosotros. Últimamente son muchos los cerdos que pretenden encontrar abrigo en nuestras filas”. Ahora Voloshin quiere escribir una “carta a la redacción” manifestando su justa indignación. Hacerlo equivaldría a cometer una estupidez aún mayor.

viernes, 16 de agosto de 2013

Industriales en Miami

Una cosa es que Industriales vayan a celebrar su 50 aniversario en Miami -a lo cual no me opongo, uno puede ir a celebrar su medio siglo de matrimonio a Paris aunque se haya casado en el reparto Juanelo- y otra es la respuesta que da Juan Padilla (jugador que agredió a un exiliado que saltó al terreno a manifestarse en un juego en Canada) sobre si estaría dispuesto a disculparse:
“Y por qué. A lo mejor él me la pide a mí. Repito, no vine aquí a hablar de eso’’.
Si se habla de reconciliación y que los cubanos son una gran familia y todo eso lo que corresponde son unas claras y sentidas disculpas. Pero no, aunque hay videos que prueban lo contrario Padilla afirma que no atacó a nadie que no hizo más que defenderse.


"El vino hacia arriba de mí con un cartel y yo me defendí" dice Padilla. Casualmente en tiempos de Batista en el estadio del Cerro hubo incidentes parecidos y no se ve que ningún pelotero haya salido a "defenderse":


Más bien el famoso árbitro Amado Maestri salió a defender a los manifestantes de la policía:


Para lo que sirve este incidente con los jugadores de Industriales es para dar un ejemplo claro de cuánto hemos perdido en civilidad, en elementales normas de convivencia entre cubanos, aunque esas normas no se dejen de invocar a cada paso por quienes las rompen una y otra vez.

P.D.: El árbitro César Valdés "luciéndose" en el Candem Park con un exiliado en 1999:


domingo, 16 de junio de 2013

El pistoletazo en el concierto

En el repertorio de los marxistas más o menos pragmáticos, más o menos atraídos por temas literarios hay una frase que usan para advertir de los peligros del arte panfletario. Alguna muestra de equilibrio tendrán que dar, digo yo, luego de ser los mayores productores de panfletos literales y figurados de la Historia de la humanidad. La frase es de Stendhal pero viene sancionada por Engels, el Robin del Batman del marxismo quien alguna vez la citó sesgadamente, como veremos. “La política, en una obra literaria, es como un pistoletazo en medio de un concierto” dicen que dijo Stendhal y lo repiten no sólo los marxistas sino incluso sus súbditos cuando no quieren meterse en política que en ciertas circunstancias equivale a meterse en problemas.

El asunto es que la dichosa frase no termina ahí sino unas cuantas palabras más tarde, trece para ser exactos. La política –termina de decir Stendhal- “es una grosería a la que, sin embargo, no se puede negar atención” para a continuación meterse de lleno en uno de los temas principales del libro en cuestión –“La cartuja de Parma”- que es el de la política menuda de un pequeño reino italiano en la primera mitad del siglo XIX. Lo que nos dice la frase completa es que la política con sus nombres propios, sus conflictos malamente entendibles una década después, su fecha de caducidad en suma suele ser un tema desagradable o confuso en cualquier conversación que se quiera establecer con un par de generaciones más tarde que es más o menos el plazo elemental de eso que le llaman trascendencia pero a pesar de todo ello la política es inevitable y hasta atractiva.


Lo que debe evitarse según esta frase puesta en su contexto (que es ni más ni menos que el de toda la novela) no es la política en sí sino la parcialidad. Quiero decir con esto que el criterio que decida cada elemento que constituye la obra no deberá ser político sino literario que es más o menos lo mismo que decir lo más desinteresado posible. O sea que una obra literaria destinada a demostrar la necesidad del triunfo de una idea política determinada sin importar lo buena y justa que sea está faltando a su compromiso con la verdad literaria que consiste en evitarle giros demasiado ridículos a la trama, presentar personajes lo más atractivos y creíbles que se pueda y otros detalles por el estilo. Es por eso que las simpatías políticas de Henri Beyle o el destino del principado de Parma importan en “La cartuja de Parma” bastante menos que los amores de Fabricio del Dongo y Clelia Conti y sólo en la medida en que los afectan.

jueves, 30 de mayo de 2013

Música y petróleo

Es simpatico ver cómo los músicos cubanos han ido cambiando su repertorio a lo largo de los años según de dónde les llega el petróleo. Y (en algunos casos) lo hacen con bastante elegancia, al menos más que la que emplean los políticos con los mismos fines.


Orquesta hermanos Castro: St. Louis Blues



Chucho Valdés y su combo: Noches de Moscú



Vocal Sampling: Ay Venezuela


domingo, 7 de abril de 2013

“No me gusta la política, pero..."


Me avisan de una exposicion de artistas cubanos, españoles y polacos en Gdansk, Polonia. El título de la exposición debe sonarles familiar: “No me gusta la política, pero yo le gusto a ella”. Los artistas participantes son Jairo Alfonso, Alexandre Arrechea, Tomasz Bajer, Carlos Boix, Brumaria, Los Carpinteros, Jeannete Chavez, Democracia, Leandro Feal, Nicolas Grospierre, Diango Hernández, Agnieszka Kalinowska, Hamlet Lavastida, Glenda León, Glexis Novoa, Fernando Sánchez Castillo, Daniel Silvo, Piotr Wyrzykowski. Las curadoras son Dermis P. Leon y Agnieszka Kulazińska. Abajo una de las piezas de la expo, “Bank” de Nicolas Grospierre.


Post data:

Les dejo la traducción de Néstor Aragón del texto en polaco que acompaña la nota de prensa de la expo y que el propio Néstor tuvo la gentileza de enviarme. [En lugar de la traducción original acabo de poner la versión corregida por Madeleine Navarro Mena.


La exposición "No me gusta la política, pero yo le gusto a ella" es una especie de ensayo visual alrededor de la línea del texto de la canción del grupo cubano "Porno Para Ricardo”. Ensayo construído con los trabajos de artistas polacos, españoles y cubanos. A sabiendas o no, estamos sumidos en la política. Ella forma nuestro quehacer diario. Este hecho se puede sentir de forma especial en tiempos de crisis. ¿Qué papel juega el arte en el proceso de transformación social? Son los artistas contemporáneos un artículo de primera necesidad? Luis Camnitzer en el libro "New Art of Cuba” llama la atención sobre el desplazamiento de los intereses de los jóvenes artistas cubanos. La publicación describe los cambios que se han  producido en el arte cubano desde la primera generación de artistas formados por la revolución de 1959 hasta el actual alejamiento de los temas socialistas. Camnitzer escribe “Mientras tanto, para muchos jóvenes artistas que comienzan su carrera,  la herencia de los años 80 es utópica en el sentido más peyorativo de esta palabra. Por su falta de realismo, es considerada como una herencia inútil. Los ojos jóvenes se dirigen hacia el mercado global más que hacia el pasado revolucionario”. 

"No me gusta la política, pero yo le gusto a ella" es una voz que analiza el mecanismo de destrucción de un sistema utópico, por una parte su idealización, por otra la ruptura en la creencia de la fuerza de estimulación del progreso social. El conocimiento histórico del pasado socialista es borrado por su percepción idealizada. Como resultado el contexto histórico se pierde, es suplantado por una visión reconstruída del “socialismo”. Por otra parte se mantiene vivo el recuerdo de las acusaciones de corrupción e incompetencia de los órganos estatales. ¿Qué sistema se puede establecer a cambio? ¿Qué conclusiones sacamos de los errores del socialismo cubano y las experiencias de los cambios político-económicos? ¿Qué posibilidades existen de rebelarse?

La exposición estará acompañada de una muestra de films documentales sobre Cuba. Los trabajos presentados se centran en aspectos de la realidad cubana desconocidos en Polonia. La muestra de cinco días permite una mejor comprensión de 53 años de historia de la isla. Los films muestran otra cara de Cuba, distante de la imagen estereotipada de Buena Vista Social Club.

El 2 de abril Glexis Novoa comienza su trabajo en el dibujo "site specific”. El artista crea dibujos, performances, pintura. Los dibujos "site specific” realizados en grafito son su marca de presentación, los trabajos se balancean entre el arte efímero y la arquitectura, analizando la arquitectura del poder y la política. El artista vive entre La Habana y Miami, trabaja donde sea. La exposición "No me gusta la política, pero yo le gusto a ella" es la primera de una serie de presentaciones dentro del proyecto "Cities on the edge”. En 2013 como parte del ciclo será presentado el arte de Irán y Colombia. El proyecto tiene como objetivo un análisis del arte en los márgenes, que se encuentra fuera de los límites de nuestro interés, asociado más con los conflictos que con el arte.

La inauguración estará acompañada de un performance realizado por Hamlet Lavastida.

La exposición cuenta con el Patronato Honorífico de Mieczysław Struk Mariscal de la Voivodía de Pomerania.

domingo, 27 de enero de 2013

Test


Angela Merkel pasó de largo frente a Raúl Castro porque lo confundió con:

A-Un cobrador de deudas del FMI
B-Un camarero al que se le habían acabado los entremeses
C-Un perchero para colgar los abrigos
D-El (Gran) Hermano
E-Un semáforo en verde

Lo que está claro es que no lo tomó por una señal de “Ceda el paso” o “Área escolar: reduzca la velocidad”



H/T: Penúltimos Días

Post Data: ¡Última hora! ¡LaMerkel le pide disculpas a la China!

domingo, 4 de noviembre de 2012

No traten de convencerme


-No traten de convencerme que soy un estúpido si me decido por el candidato contrario al de ustedes. Ya lo era desde mucho antes y elegir su candidato no va a cambiar esa condición.

-No traten de convencerme que la elección es entre un Mesías y un idiota. Siendo ambos políticos es mejor no hacerse ilusiones.

-No traten de convencerme por tanto que estoy eligiendo entre el Apocalipsis y el Paraíso, no traten de infundirme miedo sobre el futuro o demasiada esperanza. Ignoro el futuro lo suficiente para aterrarme sin sus presagios, lo intuyo lo bastante como para no entusiasmarme con él.

-No traten de entusiasmarme con ningún político, sea candidato presidencial o no. Equivaldría más o menos a intentar entusiasmarme con cierta marca de detergente. Sucede que los políticos son seres humanos que decidieron dedicarse por entero a la política, algo que de por sí los hace sospechosos. Ninguno de ellos coincidirá conmigo 100% y si lo hace me sería más sospechoso aún. Yo mismo no estoy muy convencido de tener la razón en política... para no hablar de economía.  

-No me envíen ninguna estupidez producida por alguno de los candidatos excepto si son realmente cómicas, más o menos a la altura de la comicidad Groucho Marx, Woody Allen o Monty Python, algo que sospecho que por muy imbéciles que sean serán incapaces de producir.

-Tengan en cuenta que para mí poder elegir entre al menos un par de candidatos ya es una experiencia lo bastante reconfortante. No me traten de convencer que no hay nada que elegir, que el propio hecho de votar no tiene sentido.

-No me hago ilusiones con mi voto. Es apenas uno entre más de cien millones y soy consciente que no va a decidir nada pero al menos déjenme ejercerlo en paz conmigo mismo y mi conciencia. Al fin y al cabo yo soy el que tendré que cargar con ella hasta que el alzheimer nos separe.  

martes, 3 de julio de 2012

Arte y política


Holland Cotter, crítico de The New York Times acaba de publicar un artículo titulado "Politics as Performance, an evolving Art" (La política como performance, un arte en evolución) que ilustra en buena medida con el proyecto de la cubana Tania Bruguera Immigrant Movement International que lleva a cabo desde hace año y medio en Corona, Queens. La conclusión del crítico es bastante clara:

Is it art? Tired question, to which nearly half a century of history responds: yes. For sure, it’s art I’ll be following this summer. Both before and after the Chelsea galleries close for vacation, a lot will be happening in community meetings in Corona, as more ideas for election-year actions are sketched out, then firmed up and filled in, like paintings. How often do you get to see art conceived, refined and finished as you look?

lunes, 21 de mayo de 2012

Políticas, nostalgias, traducciones


Hoy, gracias a Alejandro Armengol, fui conservador por cinco minutos. Según el articulista conservadores son los que “obedecen a un pensamiento que no se sustenta en un conjunto particular de principios ideológicos, sino más bien en la desconfianza hacia todas las ideologías”. Y la verdad es que me sentí aliviado al leerlo y hasta lo hubiera llamado para agradecérselo de haber tenido su teléfono. En parte porque pocas cosas son más importantes que saber qué es uno mismo y ya había perdido toda esperanza de encontrarle un nombre para la desconfianza que siento hacia las ideologías (que como se sabe son una forma de tener respuestas antes de haberse hecho las preguntas). El problema fue que mi nueva condición política me duró el tiempo que me demoré en convencerme que no iba a encontrar  ningún diccionario que esté de acuerdo con Armengol (aunque eso de buscar la confirmación en la autoridad del diccionario me ratifique como conservador). Resulta que los conservadores “favorecen tradiciones y que son adversos a los cambios políticos, sociales o económicos radicales, oponiéndose al progresismo”. Y yo la verdad es que no tengo nada a favor de las tradiciones excepto las que incluyan música y cerveza ni en contra del progresismo excepto  el “ismo” y la bobería. Que son uno los dos que diría Martí.

Todo esto pone de relieve un dilema que enfrentan los cubanos al salir del sitio donde adquirieron sus primeras nociones de política junto a otra amplia gama de bacterias intestinales. Me refiero al de la traducción. ¿Cómo traducir los instintos políticos de cada cual en un medio totalmente diferente? Recuerdo una jinetera que se proclamaba orgullosamente socialista porque esa era la ideología del vasco que la había sacado de Cuba. El mismo orgullo y convicción con que aquella mulata de Centro Habana -de haberse casado con otro de los turistas que volaban en el mismo avión- se hubiera definido como nacionalista vasca. Los hay más apegados a los conceptos y ahí todo se complica más. Empezando porque no hay nada más conservador –y en eso Armengol y yo estamos de acuerdo- que lo que en Cuba se considera revolucionario. Revolucionarios son los que inventaron los principios innegociables y el socialismo irreversible y se aferran a ideas que Stalin habría encontrado pasadas de moda. No menos confuso es el concepto de anticastrismo que para mí cae en la misma categoría que el antiesclavismo, o sea, algo que a estas alturas no merece ni ser discutido por simple respeto a la condición humana. Habrá quien lo confunda con la nostalgia por la época en que los marines tomaban las estatuas de Martí por urinarios públicos y los estudiantes se consideraban una pieza de caza mayor. Una época que como toda construcción nostálgica nunca existió y así se confunde 1946 con 1949, Prío con Grau o con Batista (cuando no con el Conde de Valmaseda). Pero nada de eso tiene que ver con el presente o el futuro. Y mucho menos con el pasado.

Nostalgias hay para todos los gustos pero no son, no pueden convertirse en política, como no lo es el deseo de un profesor de Yale de que los futuros campeonatos cubanos de béisbol se disputen entre Almendares, Habana, Cienfuegos y Marianao. O la nostalgia de los que no teniendo recuerdos tan distantes desean que Cuba vuelva a ser la de los ochenta, un mundo mítico ubicado entre la estampida del Mariel y el fusilamiento de Ochoa y en el que las pizzas valían $ 1.20. Pero la insistencia en traducirse políticamente a otro contexto es más peligrosa que la nostalgia. Sobre todo cuando la circunstancia original es tan pobre que de momento solo le caben disyuntivas tan elementales como democracia y dictadura. Y tan difusa que el régimen llama contrarrevolucionario lo mismo a un defensor de los derechos humanos que a alguien que exija la reinstauración del Tercer Reich mientras que nadie se puede llamar contrarrevolucionario sin sentirse, al menos en el caso cubano, tan anacrónico como un cazador de dinosaurios. Porque por nostálgico que uno sea no tiene sentido oponerse a algo que hace mucho tiempo dejó de existir. Y no puede haber otra prioridad si hablamos de política y de Cuba de hacer de ese viejo laboratorio del aguante humano un país más o menos traducible porque de momento la mayoría de las palabras que usamos para entenderlo (revolución, socialismo, principios, ideología) le sobran.

Sólo entonces cada cual podrá sacar su agenda política. Sólo entonces tendrá sentido entrar en detalles.

jueves, 3 de mayo de 2012

Envidiando a los delfines

El indicio más claro que tenemos sobre el estado de salud de Hugo Chávez son las actuales maniobras del gobierno cubano y grupos afines. El primero habla de propiciar inversiones en la isla a ciertos emigrantes dentro de lo que este graciosamente llama “un marco de respeto” (“obediencia política” en español estándar) y anuncia por enésima vez que muy pronto emprenderá una reforma migratoria radical. Los segundos como es el caso de la jerarquía católica cubana o del recientemente engendrado grupo C.A.F.E. (Compañeros Atrayendo Financiamiento Exterior, por sus siglas en español. Como todo cubano sabe el C.A.F.E. trae un 80% de C.H.I.C.H.A.R.O.: Cuesta un Huevo Inventar Campañas para Hacer Atractivo lo Rabiosamente Oficial) se han dirigido a distintos sectores de la opinión pública norteamericana diciendo lo mismo sólo que con más convicción.

Curiosa es la circunstancia de que los segundos no exijan más de lo que el gobierno ya está dispuesto a conceder pero lo de menos es la afinidad entre unos y otros que más que coincidencia parece coreografía. Mucho más decisivo es que no importa lo desesperada que aparenta ser la situación ahora que el principal proveedor de combustible y moneda convertible (sin desdorar a los turistas canadienses o a la emigración cubana) se encuentra a punto de entrevistarse personalmente con su ídolo Simón Bolívar: ni unos ni otros se atreven a ofrecer o pedir algo parecido a un derecho. Ni siquiera la mitad de uno. Ni como mera promesa. Como si todos se pusieran de acuerdo en el punto básico de que no importa la urgencia de la situación que confronta el castrismo: nada es suficiente para sopesar siquiera la posibilidad de considerar a los cubanos como seres susceptibles de que se les reconozca algún derecho individual e inalienable. Los cubanos somos una especie tan inferior –un poco por encima del cerdo pero definitivamente por debajo del delfín- que lo único que se nos puede conceder es una nueva oportunidad para que nos esquilmen. Como si los 53 años de experimentos con esos mamíferos tan resistentes a la experiencia como somos los cubanos no fuesen suficientes.

No está de más recordar que a los delfines nadie les impide que emigren y aún así no se les reconoce como humanos.

miércoles, 25 de abril de 2012

Ortega Jones y la última cruzada


Ahora es el mismísimo Cardenal Ortega quien se presenta en Harvard y se manifiesta en términos más francos que su primo Roberto Veiga Jr.. Según la nota de prensa de Radio Martí:


"El cardenal Jaime Ortega, Arzobispo de La Habana, participó el martes en Boston en un foro sobre el impacto de la Iglesia Católica cubana en la isla, auspiciado por la Universidad de Harvard, durante el cual eludió responder una pregunta sobre el joven que gritó “¡Abajo el comunismo!” antes de comenzar la misa del Papa Benedicto XVI en Santiago de Cuba. 
Ortega, prefirió responder a otra pregunta de los periodistas que asistieron al evento acerca de las trece personas que entraron a un templo habanero días antes de la visita papal, para presentar una serie de demandas políticas.
El cardenal cubano aseguró que los ocupantes no fueron removidos por la fuerza y los calificó como delincuentes y personas de poco nivel cultural..." 

Si el lunes Veiga decía que evitaba el vocablo "dictadura" para no ofender a una de las partes ni enturbiar el diálogo al día siguiente su superior no se corta para llamarle "delincuente" a la otra. 

Más importante es señalar que el compañero Ortega Alamino ha pasado de Canciller en funciones a Ministro de Comercio Exterior con la misión esencial de comprarle tiempo al régimen reformista antes conocido como dictadura. Digamos que unos cinco añitos. 

Ya desde Estado de Sats se cantaba la jugada hace unos días:


El Gobierno solo espera ―como una inmediata y práctica salida― lograr que EE UU elimine las restricciones económicas y comerciales, y así poder recibir a corto plazo inversiones considerables. Sin embargo, debido a los intentos fallidos por lograr concesiones unilaterales por parte del Gobierno norteamericano, el poder se lanza a una campaña de presión desde todos los frentes posibles para lograr un relajamiento de las sanciones económicas y un futuro levantamiento del embargo.
La precaria idea de Raúl Castro consiste en sumar comunistas, católicos y exiliados dóciles que acepten un pacto vejatorio y, a su vez, deslegitimar la creciente sociedad civil cubana que demanda una transición democrática. Los intercambios académicos, artísticos, religiosos, las presiones desde la arena internacional, el activismo de simpatizantes y militantes, los anzuelos económicos, serán la prioridad del momento. La pasada Cumbre de las Américas es una muestra del intenso cabildeo político que ya viene gestándose.
Dentro de esta estrategia, algunos académicos, artistas e intelectuales, tanto en la Isla como en el exilio, han bebido del elíxir castrista que los mantiene hechizados dentro de la burbuja totalitaria. Por otra parte, a la jerarquía eclesiástica católica se le ve participar con entusiasmo en la preparación del brebaje para tales adictos ―incluyendo aquí a las inocentes almas que siempre son de su preferencia― en franca colaboración con el Gobierno. Así, la Iglesia cabildea en busca de apoyo solidario y financiamiento al raulismo bajo la falsa consigna de la reconciliación entre cubanos.
El presupuesto que se ha lanzado desde los foros eclesiásticos es que solo el Gobierno goza de legitimidad y poder para llevar a cabo un proceso de transformaciones y que, por consiguiente, todos debemos entregarles un cheque en blanco. Para ponerlo en palabras del viceeditor de la revista Espacio Laical en su intervención en el debate Último Jueves de la revista Temas, los actores sociales en la Cuba actual se dividen en nacionalistas y antinacionalistas. Los primeros tienen derecho a ser parte del debate ya que “muestran una voluntad política”; los supuestos antinacionalistas quedan excluidos, pues al no aceptar la legitimidad del Gobierno no “poseen un espíritu de diálogo”.
Los movimientos son visibles y van desde la creación de espacios que, aunque más abiertos evaden señalar a la cúpula gobernante como los principales causantes de la debacle nacional, hasta la reciente visita del Papa. Así, por ejemplo, apenas concluida la Conferencia de Obispos Católicos de los EE UU ―con el pronunciamiento sobre el levantamiento del embargo y el pedido al Gobierno norteamericano de restablecer las relaciones diplomáticas con la dictadura militar castrista― el director de Palabra Nueva promueve en La Habana un magno e inédito evento sobre emigración con la participación de 60 académicos de la Isla y del exilio donde las voces de la oposición han quedado, una vez más, totalmente excluidas. Casi simultáneamente el director de Espacio Laical hace lo suyo en el corazón de New York, disertando en el Bildner Center, de la CUNY, sobre la relación Iglesia-Estado. Como si fuera poco el calvario por el que hemos pasado los cubanos, aparece ahora un nuevo actor político dispuesto a silenciar a la sociedad civil: la Iglesia Católica.
En un hecho sin precedentes, la jerarquía eclesiástica fue cómplice de la ola represiva desatada antes, durante y después de la visita de Benedicto XVI. Una nota en el órgano oficial del Partido Comunista escrita por Orlando Márquez daba carta abierta a la represión y garantizaban un silencio encubridor. Las dos elites intentan a plena luz pasar por encima de la sociedad civil.
Esa imagen de vencedor, en tanto reformista, es la que intenta transmitir al mundo el Gobierno de la Isla. Pero, cabe otra lectura: antes bien, el empuje de la naciente sociedad civil cubana obliga al totalitarismo octogenario a replegarse, a buscar apoyo en un actor humillado y vencido que hoy cobra inusitado protagonismo gracias a la debilidad manifiesta de la cúpula gobernante para acallar los rebrotes de civilidad y activismo. El cubano comienza a encontrar su lugar transcurrido medio siglo de asfixia política, y ello no tiene vuelta atrás.
Así, pues, la Iglesia Católica no ha entrado por un don divino al ruedo donde intentan repartirse los poderes en Cuba. Está allí como consecuencia del reconocimiento gubernamental de la existencia de una pujante sociedad civil, a la cual se pretende mantener confinada en las cárceles o en las derruidas viviendas de los ciudadanos, con tal que no conquiste su espacio, secuestrado ―al mejor estilo totalitario― por la oficialidad institucional, a saber: la esfera verdaderamente pública. El protagonismo legítimo de esa sociedad civil podría tirar abajo los planes de una transición prostituida.

El plan es claro y las acciones consistentes. El que quiera ver, que vea.

miércoles, 18 de abril de 2012

Por una política comestible



Yo y mi vocación de promover malentendidos. Es tan grande que hasta un lector tan fino como Hernández Busto responde a mi post anterior con este párrafo:

Es un punto de vista interesante, que reabre una antigua polémica filosófica: el de la ética práctica, y sus límites. ¿Se toma una decisión moral porque se considera racionalmente como lo más conveniente? ¿Conveniente para quién y a qué plazo? A este respecto, cabe recordar aquella distinción kantiana entre las acciones morales (por deber) y las que tienden a un fin (conforme al deber). Para Kant, el valor moral de una acción radica en el móvil que determina su realización. Cuando este móvil es el deber la acción tiene valor moral. Pero si usted escoge apoyar reclamos de libertad por una motivación práctica (viviré mejor en el futuro, por ejemplo), se aparta del “fin en sí mismo” que define el obrar moralmente.

No pretendo reabrir viejas polémicas filosóficas: no quiero ser responsable de atrocidad semejante. (Lo único que revelan las polémicas filosóficas entre cubanos –esos maratones de malentendidos, citas ajenas y rencillas personales- es lo mal que se nos da eso de pensar en abstracciones). El asunto es mucho más sencillo. Bajo el confuso nombre de “ética comestible” lo que pretendía proponer era una política. Ya bastante difícil basar la conducta individual en la ética, no digamos ya la conducta de una oposición o de todo un país. Difícil y no necesariamente deseable como me recordaba un amigo con el que conversaba la semana pasada. Claro que una “ética comestible” es un oxímoron (bastante pobre por cierto). De lo que estaba hablando –con ironía que creía obvia- era de la necesidad de un discurso político que convenza a toda una sociedad de la necesidad del cambio no sólo porque es ético –piénsese que la palabra “ética” al cubano de hoy más que recordarle a Kant le hace pensar, y no sin alguna razón, en algún tipo de evangelismo- sino porque es conveniente. Recordarle lo frágil que suele ser un sistema de privilegios diseñado a mayor gloria del castrismo, lo poco rentables que son sus proyectos,  recordarle su costumbre de, en tiempos difíciles, tender redes para pescar la especie más sugestionable de los incautos, la de los esperanzados con mala memoria. Y la necesidad de que la oposición le haga ver a sus compatriotas las potencialidades de una política y una economía más abiertas, la capacidad de captar y generar riquezas de un país más allá de la estrecha válvula de un Estado que además de represivo es inepto y avaro, las posibilidades pero también los retos de una existencia en libertad. La necesidad, en fin, de un discurso político (pero también económico y social) que sea más digerible para el estómago y el cerebro del más común de los cubanos.  La necesidad de que la política en Cuba rebase el ciclo de la represión y la denuncia, que sea, por fin, política y no ética (o física) pura.

P.D.: Y eso es algo que deberían tener en cuenta los que ahora convocan a una reunión nacional por la democracia porque de concebirse en los mismos términos que en el pasado corre el riesgo de obtener los mismos resultados.

domingo, 15 de abril de 2012

Padura, Paul Auster y la política


Hace pocos días en un congreso en Providence, Rhode Island, Leonardo Padura leyó su texto “Yo quisiera ser Paul Auster”. Los fragmentos a continuación resumen el espíritu en el que expresa su deseo y el fatalismo geográfico que lo anula:

“yo desearía ser Paul Auster, sobre todo, para que cuando fuese entrevistado, los periodistas me preguntasen lo que los periodistas suelen preguntarles a los escritores como Paul Auster y casi nunca me preguntan a mí. […] Porque, sobre todo, podría hablar en entrevistas, como esa recién leída, de asuntos amables, agradables, incluso capaces de hacerme parecer inteligente, cosas de las que (creo) sé bastante: de beisbol, por ejemplo, o de cine italiano, de cómo se construye un personaje en una ficción o de dónde saco mis historias y qué me propongo con ellas -estéticamente hablando, incluso socialmente hablando, pero no siempre políticamente hablando…
[…] Lo curioso, sin embargo, es que aun cuando muchas veces quisiera transfigurarme en Paul Auster, por el hecho de ser un escritor cubano ese deseo no me compete: la vida de mi país, lo que ocurre en mi país, mis opiniones sobre la sociedad en donde vivo no pueden serme lejanas. La realidad me obliga a lidiar con un tiempo en el cual, como escritor, cargo una responsabilidad ciudadana y una parte de ella es (sin tener por ello que ser adivino, sin tener que alejarme de las gentes entre las que nací y crecí) dejar testimonio, siempre que sea posible, de arbitrariedades o injusticias cuando estas ocurran, y de pérdidas morales que nos agreden, como seguramente también hace Paul Auster cuando los periodistas lo abocan a tales temas: porque es un verdadero escritor y porque también él debe tener una conciencia ciudadana.”