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martes, 23 de enero de 2024

Landrián versus Foucault

El pasado diciembre, durante el estreno del documental Landrián en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, su director, Ernesto Daranas, se permitió un gesto que, aunque muchos encontraron valiente, alguno se atrevería a calificar de oportunista.

Daranas, de pie en el escenario donde se proyectaría el documental, leyó de la pantalla de su teléfono una declaración en la que afirmaba que la persecución sufrida por el fallecido cineasta Nicolás Guillén Landrián no era “un caso del pasado; todavía hoy la censura y la exclusión es ejercida sobre obras y cineastas”.

Para concluir, añadió que le gustaría pensar que Landrián sería hoy parte de la acosada Asamblea de Cineastas de la que el propio Daranas es parte.

Eso hizo Daranas: reclutar fantasmas del pasado para las batallitas del presente.

“No, compañero. Juegue limpio” dirán los mismos que achacan los problemas de Cuba al embargo y las represiones pasadas a un funcionario de poca monta que ahora vive en Miami.

Ni Landrián, ni los responsables de su marginación, están por todo esto. La Revolución es experta en combinar su visión monolítica de la historia con periodizaciones autocríticas.

Los abusos siempre son cosa del pasado. Para eso a los 65 (o 150) años de lucha se le han asignado períodos de excesos, de errores de aprendizaje, quinquenios grises y ofensivas mal calculadas. Así se van explicando y relativizando las inevitables víctimas que el proceso ha ido dejando atrás.

Además, no se hagan los agraviados. Que a ninguno de ustedes les han metido veinte electroshocks.

Landrián, el sobrino arrebatado del otro Nicolás Guillén, el Poeta Nacional, era en mis tiempos universitarios una leyenda urbana en toda regla. Una leyenda que reunía terror y desmesura hasta hacerla increíble.

Sabíamos de los electroshocks con que le frieron el cerebro a Landrián como sabíamos de la tenebrosa sala “Juan Pedro Carbó Serviá” a donde remitían a los disidentes para ensayar el máximo orgullo de la gastronomía psiquiátrico-revolucionaria: el seso frito.

O sea, no sabíamos nada.

Trasegábamos esos rumores sin demasiada convicción. Porque la imaginada maldad del régimen podía terminar siendo una patraña de la CIA para confundir nuestras juveniles y calenturientas mentes.

Los electroshocks a Landrián y la “Carbó Serviá” debían ser como el cocodrilo sin dientes de Villa Marista: una invención sin fundamento alguno en el mundo real. Un infundio que revelaba la impotencia de quienes intentaban desprestigiar tanta gloria acumulada por la Revolución.

Pero resulta que sí. Que la mente más original del cine cubano sufrió dos decenas de electroshocks. Y que pasó entre cárceles y hospitales psiquiátricos doce o catorce años.

“Eso sucede en todas partes”, nos susurraría la misma voz que antes acusaba a Daranas de oportunismo.

Cualquier sociedad occidental reserva destinos parecidos a mentes demasiado inquietas, demasiado excéntricas, como bien nos explicaba Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975). El libro que hace parecer las cárceles, los manicomios y las escuelas como parte del sistema coercitivo del capitalismo, parecería ser la respuesta de la izquierda francesa al escándalo de la publicación de Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsyn, apenas dos años antes.

Sin aludir al sistema carcelario soviético —era demasiado inteligente para maniobra tan grosera—, Foucault nos explicaba que, mucho antes del Gulag, el mundo burgués, con su panóptico ubicuo y su persecución discreta y reglamentada, había creado un sistema tan o más terrible.

Y así —con esta descripción del mundo burgués como un totalitarismo discreto—, Foucault consiguió alimentar de por vida el inconformismo occidental. Y, quien dice el inconformismo occidental, también puede hablar del conformismo de los lectores de Foucault de este lado del Muro: soviéticos o cubanos que se apaciguarían pensando que en Occidente a un Siniavsky o un Landrián les aguardaría un destino parecido.

Todo poder es idéntico. Basta traducir KGB, PNR y DSE como FBI y CIA para conseguir una equivalencia si no perfecta, al menos creíble. Cierto que ICAIC o CDR resultan intraducibles al mundo burgués, pero ya pueden llevarse una idea.



Landrián y su esposa Gretel Alfonso Fuentes

Sucede que, más o menos en los mismos días en que Ernesto Daranas hacía su declaración redentora en el festival de cine habanero, en Nueva Jersey le hacíamos nuestra periódica visita a un viejo amigo cubano-judío. Hace un cuarto de siglo, su esposa y él, dueños de una distribuidora de libros, fueron los primeros en ofrecernos a mi esposa y a mí trabajos decentes en nuestra entonces nueva vida americana.

La novedad en la visita del pasado diciembre fue que la nueva cuidadora de nuestro amigo es una médico cubana, llegada a Estados Unidos hace apenas un año. Nuestro amigo sigue siendo fuente de trabajo de recién llegados.

La médico-cuidadora, además de mejorarle el carácter a nuestro antiguo benefactor, resultó una excelente narradora. Nos habló de sus experiencias en Angola. De la rabia que allá es epidemia, con miles de perros callejeros contagiados, que muerden a niños que mueren acosados por sufrimientos terribles y por el impulso de morder a quien tuvieran cerca, incluyendo a nuestra interlocutora.

Pero la historia que nos tenía reservada la doctora no era africana, sino cubana. De cuando era Médico de la Familia y trabajaba y vivía en una casa-consultorio del extrarradio habanero.

La doctora mencionó al principio —de manera que entonces nos pareció inconexa— a un personaje gris. Literalmente gris, quiero decir, que es el color de los uniformes de los inspectores de posibles refugios de mosquitos: esos tipos encargados por el Estado de entrar a las casas y localizar dónde los transmisores del dengue y otras enfermedades pueden tener sus criaderos.

Luego, la narración de la doctora regresó a su cuadra, donde vivían un par de parejas de disidentes, matrimonios dedicados al desacato apacible a las autoridades, misioneros de un futuro democrático que quizás no llegue nunca.

El asunto es que, con frecuencia, los disidentes cocinaban una caldosa en una gran cazuela que ofrecían a todo el hambreado barrio y al que acudían, recipiente en mano, los vecinos, incluyendo nuestra doctora. La disidencia puede entrar por el estómago.

Un mal día, la doctora es citada a la Dirección Municipal de Salud. Al entrar en la oficina, además del jefe de los médicos del municipio, se encontró al gris perseguidor de mosquitos que nos mencionó al principio. Fue entonces que el personaje reveló su condición de agente de la Seguridad del Estado, con la coartada perfecta para registrar hasta el último rincón de las casas de la vecindad.

Al recibir la citación, la médico había pensado que la convocaban por atreverse a aceptar la sopa disidente. Pero en aquella reunión no se habló de caldosas ni de ningún otro producto de la gastronomía subversiva. A la doctora se le pedía más bien su colaboración.

El jefe municipal le extendió un documento afirmando que una de las disidentes de la cuadra tenía serios problemas psiquiátricos y debía ser hospitalizada. Sólo faltaba su firma.

La médico se negó de plano. Argumentó que conocía a la disidente desde niña y que estaba segura que no tenía ningún problema psiquiátrico. Más bien, al contrario. Viniendo de una familia disfuncional, la muchacha había conseguido continuar los estudios en la universidad y graduarse de ingeniera.

Como era de esperar, tanto su jefe como el falso inspector insistieron con una presión que en esos casos suele ser irresistible. Quedaba claro que, de no colaborar, la doctora no sólo se quedaría sin trabajo, sino que sería expulsada de la casa-consultorio donde vivía.

Pero la doctora resistió. Le propuso a su jefe que, ya que el certificado necesitaba la aprobación de un médico, que la diera él mismo. Pero que supiera que ella rechazaba ese dictamen.

Al final, la doctora fue expulsada de su consultorio. Pero, en medio del desorden reinante en el sistema de salud, pudo encontrar trabajo en otro municipio, antes de emprender su aventura angolana.
 
Una historia así lo hace pensar a uno en todas las ocasiones en que un régimen como el cubano disimula sus crímenes con la firma de un profesional. En las muertes por golpizas convertidas en una pancreatitis súbita. Demasiados casos como para realzar el tranquilo heroísmo de nuestra confidente.

Por cada valiente que se niega a colaborar, siempre habrá decenas a quienes conseguirán convertir en cómplices. Pero incluso en Occidente, ¿cuántos profesionales —sin DSE ni CDR— arriesgarían trabajo y vivienda por defender los derechos de sus pacientes?

Volviendo a nuestro Landrián y a todos los landrianes anónimos que desfilaron por la “Carbó Serviá” y el resto de los infiernos alternativos creados por el castrismo: se requiere de algo más que del capitalismo imaginado por Foucault, para procesar los elementos incómodos a la sociedad con la limpieza con que el socialismo cubano, tan chapucero en todo lo demás, pudo disponer del cuerpo, la mente y hasta la memoria del cineasta.

De la breve y brillante filmografía de Landrián apenas se encuentran copias en buen estado. Y algunas de sus obras han desaparecido por completo.

Frente a la odisea de Nicolás Guillen Landrián, las sutilezas de Vigilar y castigar parecen una mala parodia. Incluso frente a un privilegiado como Landrián —no deben obviarse las consideraciones que se le debieron tener por el detalle de ser sobrino del Poeta Nacional—, el Estado se vio en la obligación de poner en marcha su maquinaria monstruosa y aplastar la extraña sensibilidad del cineasta.

La acción coordinada del ICAIC, los CDR, el MINSAP, el MINCULT, el MININT y otras decenas de siglas, puede destrozar a cualquiera.

No insistan. La exquisita coreografía con que el Estado socialista convierte hasta al último de los doctores o archiveros en meras piezas de su dispositivo de moler gente y memoria, nunca podrá ser replicada en Occidente. A menos que se emprendan transformaciones fundamentales que hagan irreconocible su geografía simbólica.

No joda, Monsieur Foucault.

martes, 5 de diciembre de 2023

¿Cuánto pesa Luis Manuel?*


Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los cubanos vivíamos pendientes de cada cosa que salía de la boca de Luis Manuel Otero Alcántara. Y de cada cosa que entraba. Sus declaraciones y sus huelgas de hambre y de sed ponían en vilo al régimen y a la disidencia, al cubano que en las calles de la isla parecía no importarle nada y al que en la diáspora no creía ni en la fecha.

En meses, Luis Manuel se convirtió del muchachito ingenuo que se preguntaba dónde estaba Mella —fundador del partido comunista local, en medio del capitalismo importado de la Manzana Karpensky (nacida Gómez)—, en autor de los performances más sonados del país, incluyendo la buena nueva de anunciar que el presidente —no menos impuesto que el capitalismo Karpensky— sería conocido, en adelante, como El Singao.

Meses, en que Luis Manuel pasó de fundador —junto a Yanelys Nuñez Leyva— del fantasmagórico Museo de la Disidencia al terrenal Movimiento San Isidro, junto a un número creciente de aliados y seguidores, para convertirse en protagonista de la telenovela patria, empecinado en esposar para siempre el país con su novia Libertad.

Ya para entonces, cada palabra, cada gesto de Luis Manuel se medía, se deshuesaba, se pesaba. Cada una de sus huelgas de hambre era seguida por operaciones policiales, por debates sobre su oportunidad o realidad, por protestas en medio mundo.

Aquel 27N, con su asedio al Ministerio de Cultura, que tuvo en vilo a todos los cubanos con acceso a internet, fue la respuesta al allanamiento policial, el día anterior, a la sede del Movimiento San Isidro y a la detención de su líder, disfrazada de ingreso hospitalario.

Cada una de las detenciones de Luis Manuel venía acompañada de un alboroto tal, que parecía imposible que el régimen pudiera confinarlo demasiado tiempo, ni siquiera cuando la cárcel llegaba disfrazada de ingreso hospitalario, de mera preocupación del régimen por su salud.

Así, hasta que llegó el 11 de julio de 2021.

El día en que parecía que todos los cubanos salían a la calle a protestar contra el régimen, Luis Manuel, el eterno rebelde, no estuvo en las manifestaciones. Él, que lo había anunciado en una directa meses antes (“esto ya se cayó, solo nos falta enterarnos”), no tuvo oportunidad de ponerse al frente de su profecía.

Como el líder de la UNPACU, José Daniel Ferrer, en el otro extremo del país, apenas Luis Manuel salió a la calle para unirse a los manifestantes fue detenido. Muy convencidos debieron estar sus perseguidores de que ese monstruo, que es la rabia popular, no llegaba a ninguna parte sin una o varias cabezas visibles.

En las semanas siguientes, el régimen dio con la fórmula para que al fin se dejara de hablar de Luis Manuel, de Maykel Osorbo, de José Daniel Ferrer.

Luego de demostrar, meses antes, que para insurreccionar barrios completos a ellos les bastaba con su presencia, sus gestos y sus gritos, el régimen descubrió que era suficiente con sepultarlos bajo cientos de otros cubanos tan valientes y desesperados como ellos, pero trágicamente anónimos.

A partir de entonces fue una indecencia reclamar la libertad de unos cuantos, cuando eran cientos los que estaban en prisión. Eso era parte del plan del castrismo. Aplicar, a nivel carcelario, el principio genocida atribuido a Stalin: “Una muerte es una tragedia. Un millón es estadística”.

La gran mayoría de los cubanos vivos hemos crecido educados en la teoría marxista-leninista de que las masas son los motores de la Historia y que las personalidades, si acaso, juegan un papel secundario. Como si Napoleón, Lenin, Stalin o Hitler fueran, apenas, encarnación de la voluntad de sus respectivos pueblos.

Da igual si tiene razón el marxismo-leninismo: lo cierto es que, por mucho que insista en tenerla, nunca sus líderes se la aplicaron a sí mismos: de Lenin a Stalin, de Kim Il Sung a Mengisto Haile Mariam, de Ceaucescu a Enver Hoxha, de Mao Zedong a Fidel Castro: irónicamente, desde que la Ilustración se dedicara a derribar los ídolos de la fe, ningún sistema cultivó más la idolatría por sus líderes, que aquellos inspirados por el materialismo dialéctico.

Desde los inicios de su fundador, el castrismo, al tiempo que adjuraba del culto a la personalidad, cuidada cada detalle para subrayar la condición sobrenatural del líder. Desde considerarse el cumplidor de las profecías del Apóstol de los cubanos a las palomas posadas en el hombro en su discurso triunfal en La Habana anunciando el nuevo Jesucristo; o en el cuidado que ponía de que nadie de su entorno pareciera más alto que él. (Se cuenta de que a Abel Prieto debía pararse, siempre, un escalón más abajo en las fotografías en las que aparecía junto a su (Comandante en) Jefe).

Cierto, que, a pocos días del triunfo, el más famoso de los Castro prohibió que se les dedicaran imágenes a los dirigentes de la revolución, pero, lo que en un principio pareció un acto de humildad era, en la seca sustancia de los actos, una manera de controlar mejor la imagen que proyectaba su poder, empezando por eliminar la posibilidad de ser caricaturizado.

Cierto, Fidel Castro no se prodigó en estatuas, como sí lo hicieron Stalin, Mao o Kim il Sung, pero ¿para qué malgastar bronce, cuando puedes empapelar un país entero con tus palabras, cuando los historiadores no publican un libro sin citarte en el exergo inicial, cuando se te consagra la letra inicial de tu nombre al aprender los niños a escribirla, cuando los deportistas se sienten obligados a dedicarte sus triunfos? Y encima todo lo anterior no podía considerarse, bajo ningún concepto, como culto a la personalidad.

Si cuidadoso ha sido el castrismo con la imagen de su fundador, no lo es menos con la de sus adversarios, aunque el cuidado se ejerza en sentido contrario: todo el esfuerzo posible se emplea en degradarlos, rebajar su valor, ya no como figuras políticas, sino como seres humanos.

De Ricardo Bofill, fundador del movimiento cubano por los derechos humanos, la mayoría de los cubanos nos enteramos de su existencia, en los ochenta, a través del Granma y de la televisión oficial. Se le acusó de todos los delitos posibles, incluso, de robarle al cura el vino de la comunión cuando era monaguillo (lo que luego no le impidió militar en el Partido Comunista de Cuba, antes de ser expulsado durante la ofensiva de la llamada “microfracción”). Tan efectiva fue la campaña, que todavía es difícil mencionar el nombre de Bofill sin asociarlo al epíteto de “El Fullero”, que fue el que le endilgaron en los medios oficiales, los únicos a los que teníamos acceso por entonces.

A Fidel Castro le encantaba repetir el proverbio martiano de que una idea justa, desde el fondo de una cueva, vale más que un ejército. La frase, en boca del refundador del comunismo cubano, contenía un par de contradicciones: por una parte, tanta confianza en la justicia de una idea negaba al materialista que decía ser. Por otra, repetía dicha frase, no desde el fondo de una cueva, sino frente a los múltiples micrófonos que coronaban la tribuna, de quien ostentaba el título de Comandante en Jefe del ejército cubano.

Más parecido al fondo de una cueva es el lugar desde donde hablan los que disienten de su régimen: ya sea la celda de cualquiera de las casi trescientas prisiones que acumula el país; desde el apartamento desvencijado que sirve de sede social, en La Habana Vieja, a un movimiento asediado por la policía; o el apartamento, en lo alto de un edificio de microbrigada, desde donde se fragua un periódico independiente.

Por mucho que se encomienden a las virtudes del materialismo, los comunistas siempre han sabido que no todo puede ser explicado por las tensiones entre las relaciones productivas y los medios de producción, que a veces, las ideas justas y las imágenes bien curadas pueden inclinar la balanza del poder en un sentido o en el contrario.

Si Stalin estudió en un seminario de la iglesia ortodoxa rusa, Fidel Castro también recibió su dosis de educación cristiana en los colegios de Dolores y Belén. Todo su marxismo posterior no alcanzó para borrar de su memoria y sus instintos políticos, el ejemplo del pobre predicador que, con apenas un puñado de seguidores, creó la fuerza que a la vuelta de los años derruiría el imperio más poderoso que hasta entonces ha conocido la tierra, expandiéndose, luego, por todo el planeta.

Stalin, Castro y sus epígonos, sabiéndose más cercanos de los emperadores romanos y sus prefectos, que de cualquier pobre predicador con aspiraciones sublimes, supieron no desestimar nunca la amenaza que les representaría cualquier predicador dispuesto a vivir defendiendo una idea justa. De ahí su encarnizamiento, desmedido en apariencia, con quienes ninguna explicación racional —incluidas las del materialismo dialéctico— bastaría para percibirlos como amenaza seria.

Mientras tanto, aquí estamos los que antes seguíamos las andanzas de Luis Manuel o Ferrer como una telenovela, los que vivíamos sus prisiones momentáneas con desespero insufrible, acostumbrados a la prisión de más de mil de nuestros compatriotas más valientes, sin saber qué hacer con sus casi 900 días de prisión.

Si exigir la libertad de sus líderes nos parece un atentado contra la convicción democrática que defienden, hacerlo por el más del millar que siguen en prisión, les parece tan poco estimulante como cualquier estadística. El castrismo, mientras tanto, tan consciente de su fuerza como de sus debilidades, no suelta prenda, pues si el millar de cubanos presos sirve para intimidar al resto del pueblo, el puñado de líderes presos —Luis Manuel, Ferrer, Maykel— es la garantía de que el cuerpo de la insatisfacción del pueblo, de sus ansias de libertad y prosperidad, no llegará a nada mientras no encuentre su cabeza.

*Publicado en Hypermedia Magazine

jueves, 6 de abril de 2023

Fernández Era o ser inteligente (y valiente) en el lugar equivocado

En Cárdenas en septiembre de 1988 con miembros del grupo Nos-Y-Otros. Jorge Fernández Era aparece en primer plano a la derecha


Una vez el "compañero que me atendía", convencido en uno de sus interrogatorios que no podía sacar nada valioso de mí, me preguntó por dos compañeros de la facultad. Tuve que responderle: “Los dos son primeros expedientes en sus cursos ¿Qué problema tienen ustedes contra la gente inteligente?”. Ahora, con la detención del escritor Jorge Fernández Era los compañeros que lo atienden han contestado sin querer la pregunta que el mío no supo responder. Porque Fernández Era no es disidente, ni agente de la CIA ni ninguna de esas acusaciones que se suelen hacer en esos casos. Jorge es simplemente un tipo inteligente con el suficiente valor de poner por escrito lo que piensa y encima lo hace con una gracia tremenda, una gracia que está muy lejos de ser aceptada (para no decir entendida) por esos que lo atienden.

Y la respuesta a aquella vieja pregunta mía es que es perfectamente lógico que en un país dominado por gente bruta, cobarde y encima con una insuficiencia crónica de sentido del humor les dé por perseguir a quienes representan justo lo contrario. No es nada nuevo bajo el sol, por cierto. Ya Francisco de Quevedo lo decía cuatro siglos atrás: “Donde hay poca justicia, es un peligro tener razón”. Y la combinación de ser inteligente, honrado y tener sentido del humor es peligrosísima en medio de una tiranía como la que nos ha tocado, tan miserable y al mismo tiempo tan celosa de su imagen. El drama del tipo feo que usa todos los recursos a mano, incluido el soborno o la violencia, para que le digan que luce de lo más chulo. Y la mayor parte de la gente opta por complacerlo porque se le hace más fácil eso que lo contrario.

Porque lo otro que implica la frase de Quevedo es que donde hay poca justicia la mayoría de la gente, que en realidad no se hace muchas preguntas y las respuestas le dan igual, puede vivir sin preocupaciones si tiene asegurada techo y comida y si acaso cerveza y alitas de pollo los domingos. La tiranía nuestra, en cambio no se puede dar esos lujos no. Cuando más repartirá a sus mejores servidores una bolsita de comida como si fuera una condecoración y así y todo quiere que el común de los mortales la venere. Pero entonces se encuentra con gente inteligente y honesta que no cree que la bolsita de comida sea el precio justo por su alma. En esas está Fernández Era a quien me dicen que ya soltaron pero a quien como recordatorio de en qué país vive la frase de Quevedo cobró ayer la forma de una estación de policía.

jueves, 14 de julio de 2022

El remolcador*

NOTI





remolcador 13 de marzo

En la mañana del 13 de julio de 1994 la radio cubana anunciaba con una celeridad rarísima cuando de noticias importantes se trataba: «Zozobró embarcación robada por elementos antisociales. En la madrugada de hoy, elementos antisociales sustrajeron por la fuerza una embarcación del puerto de La Habana con el fin de abandonar ilegalmente el país». En los días siguientes la propaganda oficial insistió en los términos «robo», «antisociales», «naufragio». Una semana después del hundimiento del remolcador Trece de Marzo presentaron a uno de los supervivientes en televisión declarando que el hundimiento había sido accidental. Que los únicos culpables del naufragio en el que murieron hijos suyos eran él y los que lo acompañaron en la fuga al usar una embarcación demasiado vieja para resistir la navegación en alta mar.

Ya para entonces la radio de Miami llevaba días difundiendo declaraciones de supervivientes que se habían comunicado por teléfono desde La Habana. De las setenta y dos personas que viajaban en el Trece de Marzo, se habían ahogado treinta y siete, diez de las cuales eran niños de entre seis meses y doce años de edad. Los organizadores de la fuga eran trabajadores del puerto: gente que sabía navegar y que en los meses previos se ocupó de reparar y poner a punto la embarcación. Por la radio «enemiga» también supimos que el remolcador fue hundido intencionalmente por cuatro naves que lo esperaron a la salida de la bahía. Que embistieron al Trece de Marzo y le lanzaron chorros de agua para hundirlo. Que en un último intento por frenar el ataque, una madre salió a cubierta mostrando su niño a los atacantes, pero el chorro de uno de los cañones de agua se lo arrebató de las manos.

En Cuba el más amplio recuento del hundimiento del Trece de Marzo lo hizo Fidel Castro en persona. Ya el escándalo se había extendido lo suficiente como para que las versiones de los amanuenses de turno no bastaran. En la versión de Quientusabes —como puede comprobarse en la correspondiente edición del Granma—, un grupo de obreros del puerto, en su afán por recuperar su instrumento de trabajo —el remolcador—, chocan accidentalmente con la embarcación cargada de antisociales y la hunden. No menciona que en el Trece de Marzo viajaban niños. Ni siquiera habla de los chorros de agua, a los que se aludía en una versión oficial anterior, y justifica las acciones de los responsables directos del hundimiento diciendo que «El comportamiento de los obreros fue ejemplar porque trataron de que no les robaran su barco». Quientusabes descarta cualquier posibilidad de enjuiciarlos por la muerte de casi cuatro decenas de personas preguntándose retóricamente: «¿Qué les vamos a decir ahora? ¿Que dejen que les roben los barcos, sus medios de trabajo? ¿Qué vamos a hacer con esos trabajadores que no querían que les robaran su barco, que hicieron un esfuerzo verdaderamente patriótico, pudiéramos decir, para que no les robaran el barco? ¿Qué les vamos a decir?».

Fidel Castro podría haberse desentendido de los que hundieron el remolcador, haber cuestionado su decisión de perseguirlo. Podría incluso haber simulado un juicio y un castigo. Pero con ello habría anulado el objetivo principal del hundimiento del remolcador: advertirles a todos los cubanos lo que les esperaba si insistían en escaparse de la isla. La versión de Fidel Castro terminaba confirmando indirectamente la de la radio de Miami. Quien conozca la mecánica de Aquello sabe lo impensable que resulta que un grupo de trabajadores tengan la iniciativa de tomar cuatro barcos del Estado para perseguir a otro en fuga. De ser sorprendidos durante el asedio al barco prófugo, la mayor preocupación de los perseguidores consistiría en demostrar que no intentaban escapar junto con los fugitivos.

Los detalles de las diferentes versiones, oficiales o no, sugieren que todo sucedió más o menos así: alertadas de que un grupo considerable planeaba escapar de la isla usando un remolcador del puerto de La Habana, las autoridades deciden poner en marcha su propio plan. No se trata de sorprender a las setenta y dos personas mientras abordan la embarcación. Ni luego, mientras salen de la bahía. El plan será hundirlos en alta mar con discreción suficiente para que parezca un accidente, aunque no tanta como para que el resto de los cubanos no capte la advertencia: a partir de entonces no habrá contemplaciones con nadie, ni siquiera ante mujeres o niños. Pero para llevar a cabo el plan no usarían a las tropas guardacostas, la opción más lógica, sino a los trabajadores del puerto. Para que parezca una iniciativa de la clase obrera en defensa de sus intereses.

Suena increíble, por supuesto, pero Quientusabes tenía especial debilidad por que sus actos represivos parecieran iniciativa espontánea del pueblo. Ese mismo pueblo al que había privado de toda capacidad para tomar decisiones propias. Una táctica vieja y repetida. Como al crear las llamadas Brigadas de Respuesta Rápida, supuesta organización popular dedicada a reprimir a la oposición. O al usar un contingente de obreros de la construcción en labores represivas cuando en realidad se trataba en muchos casos de policías secretos disfrazados de constructores que repartían golpes en nombre del pueblo. Un recurso que puede parecer ridículo, pero que, para quien tenga suficientes ganas de creérselo, funciona.

Quienquiera que organizara la operación (y una de esa envergadura solo podía tener un nombre) debió apostar los barcos en las afueras de la bahía. Hacer que todo ocurriera en alta mar, sin testigos ni supervivientes. Eso explicaría que no se detuvieran cuando las mujeres mostraron a sus niños. O que no les bastara con embestir el barco o dispararle con cañones de agua y que, una vez hundido el remolcador, los barcos atacantes dieran vueltas alrededor de los supervivientes para que terminaran de de ahogarse. De acuerdo con estos, solo fueron rescatados cuando un barco mercante griego se aproximó al lugar del hundimiento y los obligó a cambiar de plan. Un crimen perfecto si tu idea de la perfección incluye la muerte de casi cuarenta personas, incluidos diez niños.

martes, 20 de julio de 2021

"Dear Comrades!"


 
"Dear Comrades!", película rusa que no me canso de recomendar sobre una matanza en 1962 en una pequeña ciudad sovietica contiene el libro de estilo de la represión comunista. Hay una protesta pero la KGB luego de tirotear a los manifestantes no procede de inmediato a detener al resto. Durante la protesta habían tomado fotos de los manifestantes para luego ir a cazarlos uno a uno en sus casas. Luego borran las huellas de la matanza -llegando incluso a asfaltar la plaza para tapar la sangre- entierran los muertos en cementerios desperdigados por toda la región y para concluir la operación celebra un festival con música y comida. Y nada, que cada vez que hay oportunidad la historia se repite. Es una manera de viajar a la trastienda de lo que ahora mismo está pasando en Cuba pero en ruso.
Y acabo de descubrir que la historia se puede ver completa y gratis en Youtube!

lunes, 15 de marzo de 2021

Breve historia de los actos de repudio


 

Dean Luis Reyes: ¿Cuándo y por qué el castrismo echó mano al mecanismo represivo de los actos de repudio?


Enrique Del Risco: Usar turbas violentas como arma de intimidación es consustancial a un régimen que pretende representar a la totalidad del pueblo, y que solo concibe la oposición y el disentimiento como crimen de lesa patria. Lo que eran exabruptos sociales en ciertos momentos históricos el totalitarismo lo hizo hábito recurrente. Según la lógica de los actos de repudio sus participantes actúan en nombre de todo el pueblo y cualquier exceso que cometan va a la cuenta del pueblo que, como sabemos, es inocente de lo que haga y si existe alguna culpa es de muy difusa atribución. El acto de repudio es la represión de Estado disfrazada de Fuenteovejuna.

Dentro de la propia Revolución Cubana puede verse como antecedente en un hecho del que se habla poco: el mítin al que convocó 19 de noviembre de 1955 en el Muelle de Luz la Sociedad Amigos de la República. El fundador de la SAR, el veterano de la Guerra de Independencia Cosme de la Torriente, buscaba una salida pacífica a la dictadura de Batista y con aquel acto intentaba demostrar la unidad y la fuerza de la oposición. Fidel Castro, que en ese momento se encontraba exiliado en México, dio órdenes al M-26-7 en La Habana de que reventara la concentración pública y eso fue lo que ocurrió. Miembros del Movimiento 26 de Julio lanzaron sillas y obligaron a suspender el mítin a gritos de “¡Revolución!”, “¡Revolución!”. Fue la manera en que el fidelismo dejó bien claro desde el principio que la única solución que iba a permitir para la crisis política creada por el golpe de estado de Batista era la violenta, de la que ellos eran sus principales representantes.

Luego, al triunfo de la Revolución, el nuevo régimen usó profusamente las turbas para manipular juicios (como el del coronel batistiano Jesús Sosa Blanco en la Ciudad Deportiva), silenciar medios de prensa, atacar protestas opositoras (como la que se celebró para protestar por la visita del representante del gobierno soviético Anastas Mikoyán en 1960), controlar organizaciones como la CTC o la FEU, llevar a cabo confiscaciones de propiedades, “depuraciones” estudiantiles, etc.

La justificación del acto de repudio es puro absurdo: en una sociedad sobre la que el Estado tiene un control absoluto la forma de represión más visible supuestamente corre a cargo de la voluntad espontánea del pueblo. En 1980 con la sacudida que representaron para el régimen los sucesos en torno a la embajada del Perú y el éxodo del Mariel los actos de repudio alcanzaron su expresión más masiva y terrible. Las autoridades dieron carta blanca a la gente para que desatara sus instintos más bajos contra los que se iban. En una sociedad tan represiva cuando a la gente le dan la posibilidad de desatarse se desata. Sé de lo que hablo. Participé en aquellos actos de repudio y la única disculpa que encuentro eran mis doce años de entonces. Y no me es suficiente. Conocí directamente un par de casos de dirigentes que intentaron irse y los actos de repudio contra ellos fue especialmente enconados y feroces y controlados por lo que a todas luces eran policías vestidos de civil. De una de sus víctimas -secretario general del sindicato los trabajadores civiles de las FAR- se decía en el barrio que había muerto por la golpiza que recibió frente a los ojos de todos, al salir de su casa. Y a los actos de repudio los sucedieron los llamados procesos de depuración revolucionaria que deben considerarse como actos de repudio bajo techo.

En la segunda mitad de los ochenta se reactivaron los actos de repudio, esta vez contra el incipiente movimiento de derechos humanos. Entre sus víctimas favoritas estaban el asaltante al cuartel Moncada Gustavo Arcos Bergnes y Elizardo Sánchez, ambos fundadores del movimiento pro derechos humanos en Cuba. Recuerdo una tarde que en el autobús en que viajaba por la calle Línea se subió un miembro de la Seguridad del Estado para llamar a los pasajeros a participar en el acto de repudio que se celebraba cerca de allí contra quienes intentaban “quitarles las escuelas y los círculos infantiles a nuestros hijos”. Así de sutiles eran.

Luego en los noventa, cuando los coreógrafos del castrismo comprendieron que iba a ser más difícil movilizar a la gente para que asistiera a los actos de repudio, se sacaron de la manga las “brigadas de respuesta rápida” en la que mezclan civiles pastoreados por ellos desde escuelas y centros de trabajo con represores a sueldo. Todo eso forma parte de la obsesión de hacer creer que no es el Estado el que reprime sino el pueblo enardecido, quien actúa por su cuenta mientras que la policía apenas se limita a evitar que este se exceda. No creo que engañen a nadie (aunque la credulidad del prójimo siempre es materia difícil de calcular) pero insisten en crear esa escenificación de la voluntad popular como si de ella dependiera la existencia del sistema.

En ese sentido el hundimiento del remolcador Trece de Marzo en 1994 puede verse como una especie de acto de repudio en alta mar. Así al menos lo explicó Fidel Castro al dar su versión de los hechos: en lugar de impedir el robo del remolcador mientras estaba anclado en la bahía un grupo de trabajadores del puerto decidió por su cuenta interceptar el remolcador fuera del puerto con chorros de agua en lugar de huevazos o pintadasinjuriosas. Que el remolcador se hundiera con cuarenta personas, incluidos once niños, sería un accidente del que solo se puede culpar a sus tripulantes.

Dean Luis Reyes: ¿Cuáles son sus antecedentes en la historia de las revoluciones y en la historia de Cuba?

Enrique Del Risco: Donde quiera que un régimen represivo existe -se pretenda revolucionario o no- siempre hay necesidad de legitimar su violencia como expresión de la voluntad popular. Quizás estos actos de repudio nunca llegaron a una expresión más alta que durante la Revolución Cultural china. Ese fue el eufemismo con que el régimen maoísta lanzó hordas de estudiantes a reprimir cualquier símbolo del pasado capitalista con humillaciones de profesores, intelectuales y demás “representantes de la ideología burguesa” y la destrucción de todo lo que oliera a cultura Occidental en los que se dieron en llamar “sesiones de lucha”.

Pero el uso de la violencia de masas con fines políticos ha sido muy extendido: desde la Kristallnacht (o “Noche de los Cristales Rotos”) contra los judíos en la Alemania nazi hasta los progromos en la Rusia zarista; desde los linchamientos contra los afroamericanos en el Sur de Estados Unidos hasta los de la Revolución Francesa antes de que se instaurara la guillotina. La Revolución Soviética también conoció su propia variante de linchamiento popular llamada samosudy antes de que la Checa se hiciera cargo del control de la sociedad. Y durante la República Española los curas y monjas católicas fueron perseguidos, humillados y asesinados por turbas en lo que fue el preámbulo de la Guerra Civil. Siempre la brutalidad disculpándose como acto espontáneo pero cuando lo analizas a fondo te encuentras intereses políticos concretos instigando a la violencia. Como en el caso de la reciente toma del Capitolio de Washington por turbas de seguidores de Trump.

En Cuba existen dos ilustres antecedentes. Uno de ellos es la famosa Porra que utilizó el gobierno de Machado para reprimir a los estudiantes con una mezcla de policías y delincuentes. Dicha Porra fue complementada por la Porra femenina -con ese sentido tan caballeroso de la represión que reproduce hoy el castrismo- para la que utilizaban prostitutas capitaneadas por la famosa Mango Macho. En la etapa colonial tenemos como antecedente de las Brigadas de Respuesta Rápida al famoso Cuerpo de Voluntarios que se encargó de aterrorizar a los simpatizantes de la independencia en las ciudades mientras las tropas españolas se batían contra los insurrectos en el interior del país. La brutalidad de los voluntarios terminó escapando del control del propio gobierno español y alcanzó su máxima expresión con el asalto al palacio Aldama, los sucesos del teatro Villanueva y sobre todo con el fusilamiento de los estudiantes de medicina, hecho que terminó siendo una vergüenza para el propio gobierno español y que los cubanos no dejaban de recordar cada vez que podían, incluso en tiempos de la colonia.

La novedad de los actos de repudio en la Cuba actual consiste en haber dejado de ser un recurso puntual que aprovecha determinados momentos de efervescencia masiva para convertirse en costumbre ritual, como las celebraciones patrias o las caldosas cederistas. Para subrayar esa dimensión ritual, teatral y coreográfica están esos actos de repudio recientes que incluyen danzas con machetes, grupos musicales o coros escolares. Pero apenas son intentos de sublimar la barbarie, la violencia malamente contenida que recorre estos actos, violencia que el Estado permite que se desate cuando lo estima conveniente.

sábado, 2 de enero de 2021

Una cuestión sentimental

 


Siempre hubo dos Cubas. Una: alegre, risueña, bailadora, inconstante, romántica, desconcentrada, permisiva, sentimental, espontánea, abierta, indiscreta, liberal, rebelde, desenfrenada, frívola. Pero también estaba la otra: la amargada, triste, negada al baile, severa, sin sentido del humor, terca, antimusical, intolerante, reservada, discreta, reaccionaria, sumisa, contenida y frugal. Miento. Siempre hubo muchas más. Recombinaciones de las virtudes o defectos mencionados líneas atrás. Sentimentales sin sentido del humor. Bailarines intolerantes. Románticos discretos. Risueños reaccionarios. Sentimentales sumisos. Fue el castrismo, con su fundador a la cabeza, quien pretendió conformar todo un país a su imagen y semejanza. Y para ello eligió una serie de defectos y virtudes capitales. La nueva nación (porque de eso tratan los totalitarismos, de refundar la nación, y si se puede, todo el universo) debía parecerse a su fundador y hacer de cada uno de los cubanos un Fidelito bonsai.

“Socialismo con pachanga”. Esa era la imagen que todavía predominaba en Europa sobre Cuba a mediados de los noventas, cuando por primera vez puse mis pies allá. Imperaba la creencia de que en aquella isla exótica la ideología igualadora del comunismo había tenido que adaptarse al carácter nacional cuando lo que ocurrió fue lo contrario. El socialismo con pachanga, si es que alguna vez se consiguió ese extraño híbrido, fue apenas un instante inicial en el proceso de domesticación del carácter de todo un pueblo. Las revoluciones, como las nuevas religiones confían en las virtudes inhibidoras de la austeridad, en lo útil que resulta como instrumento de control. (Cierta escena de “Dantón”, la película del polaco Andrzej Wajda lo describe con la precisión del que ha pensado mucho sobre el tema: Danton recibe al incorruptible Robespierre en su casa con música, mujeres, un banquete. Robespierre corresponde a la recepción con un silencio y una contención que a cada segundo se vuelve cada vez más acusadores, actitud a la que Dantón se va plegando progresivamente. Primero despide a los músicos y las mujeres. Luego vuelca toda la comida al piso, como intentando igualarse al otro, al modelo de austeridad que ha triunfado sin siquiera pronunciar palabra).   

Lo que en Cuba todavía llaman “actitud revolucionaria”, “moral socialista” tiene mucho de ese reduccionismo. La consigna “seremos como el Che” -ese ser incapaz de bailar o de bañarse con frecuencia que según las anécdotas era modelo de austeridad- resume ese modelo educativo tanto como las sucesivas campañas contra el “diversionismo ideológico”. Tiempos en que divertirse constituía una traición al menos inconsciente a cierto ideal de pureza “con tantos motivos para no reírse como hay”. Pero esa imposición de riesgos rasgos a toda una nación, de reducirla a su lado más inhibido y reservado no podía ser eterna. Ni tenía por qué serlo. Bastaba con que cumpliera con su misión de sometimiento. Una vez domesticado el carácter nacional podía permitírsele pequeñas erupciones de su antigua naturaleza siempre que se mantuviera dentro de límites fijados de antemano. Ese estado de “fiesta vigilada” que tan bien describió el escritor Antonio José Ponte en libro homónimo. Ahora se permitirían de nuevo, cubanos bailarines o bromistas siempre que abonaran su debida cuota de sumisión. Para el nacionalismo, al que el castrismo echó mano en los noventa para salvarse de la debacle que había arrastrado al resto del mundo comunista, ese regreso a los viejos tics idiosincráticos eran a la vez un alivio tras décadas de abstinencia y un atributo de su nueva ideología.

Si antes se reprimía al son de himnos y marchas pseudomilitares (de las que Osvaldo Rodríguez -que en la paz de Miami descanse- fue su Homero) ahora se acosa a los nuevos rebeldes al ritmo de congas. Un cruce impensable en la Cuba de mi infancia: la represión rumbera.
En aquellos años los rituales políticos y la manifestación autóctona de alegría eran incompatibles. Alguna vez Juan Formell se quejó de que a sus Van Van los excluyeran de los actos políticos, en aquel entonces terreno exclusivo de la Nueva Trova. Y no creo que lo hiciera por un indemostrable celo ideológico sino porque Formell sabía que marginar a su orquesta de aquellos rituales era una forma de apartarlo de la foto de familia de la Nación, esa en que, cada cual con su mejor atuendo, figura en algún espacio prominente de la casa.

Ahora, en cambio, la banda sonora de las palizas actuales lleva su sello de autoctonía, como para aligerar el siempre duro gesto de maltratar al prójimo. Tarea complicada frente a la oposición más diversa que haya habido nunca en la isla, una disidencia que desde ahora anuncia y defiende su multiplicidad, la de la Cuba de siempre que tal vez nunca fue pero que deberíamos desde ahora imaginar así.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Sobre la imposibilidad del diálogo en dictadura


Se habla de la imperiosa necesidad del diálogo en estos días. No cuando un pequeño grupo de artistas es acosado en su sede ni cuando esta es asaltada por la policía. Se habla de diálogo cuando un grupo mucho mayor de artistas protesta frente a la sede del Ministerio de Cultura y el diálogo es una alternativa más limpia y ecológica que lanzar gases lacrimógemos.


Pero no podía haber diálogo real cuando los artistas que hablaban en nombre de todos sabían que si no aceptaban las condiciones de los funcionarios los manifestantes que habían dejado en la calle serían aplastados por la policía apostada por los alrededores, esperando la señal de ataque. Una cosa es creer en el dialogo como instrumento básico del entendimiento humano y otro es pensar que todos están dispuestos a establecerlo con solo proponérselo. En 60 años el MINCULT no había estado dispuesto a conversar con sus críticos y solo lo hicieron cuando le ocuparon la calle por sorpresa. Pero si aceptaron el diálogo no fue para saber lo que querían los manifestantes: de sobra los funcionarios del MINCULT saben lo que quieren los artistas. Quieren la libertad que les han negado con cada uno de los decretos represivos que ha respaldado. Los artistas quieren que su ministerio los respalde, no que colabore con sus represores. Pero los funcionarios del MINCULT se limitaron a usar el diálogo como una manera de manipular y confundir a los manifestantes, de ganar tiempo. De demostrarle a sus jefes reales que son más eficaces en disolver una manifestación que la propia policía.

No, mientras siga la lógica que quienes único se atreven a disentir son delincuentes, mercenarios y traidores -y tal es la lógica de un sistema totalitario tan bien resumida en la frase "dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada"- no hay forma de dialogar. Uno puede hablar con una pistola apuntándole a la cabeza. Físicamente no es inviable. Sin embargo, no me negarán que a la conversación resultante le faltará algo de naturalidad.

sábado, 9 de mayo de 2020

Una teoría de las UMAP


Esta más o menos mi versión de las UMAP.
Cuando el régimen cubano creó el Servicio Militar Obligatorio en 1963 (el primer llamado al reclutamiento fue en abril de 1964) quedaba el problema de qué hacer con aquella parte de los jóvenes considerados indeseables. Aquellos que por cualquier razón se consideraba peligroso darles acceso al uso de las armas. ¿Eximirlos del Servicio Militar? ¿Premiar a aquellos que considerados indignos incluso de servir de carne de cañón? Eso nunca. Eso equivaldría a situar en posición de privilegio a todos aquellos que fueran Testigos de Jehová, católicos, homosexuales o cualquiera otra variante de desviación de la norma comunista. Y de hecho invitar a buena parte de la juventud a sumarse a las filas de tales indeseables con tal de esquivar el reclutamiento.

Ahí entra la idea de las UMAP como unidades de castigo para el elemento antisocial que era más o menos lo mismo que decir “educativas” en la mentalidad represivo-patriarcal de los paladines revolucionarios de la isla. Serían sometidos a la disciplina militar sin permitirles entrar nunca en contacto con las armas. Ya en otros países del llamado “campo socialista” se había ensayado esa fórmula como explica Milan Kundera en su novela La broma. Por otro lado ¿la Reforma agraria no había dejado decenas de miles de caballerías en manos del Estado sin que este tuviera capacidad de hacerlas producir? Pues para eso mismo servirían aquellos indeseables. ¿Qué aquellos calambucos y maricones serían previsiblemente improductivos? Tampoco los esclavos africanos estaban mayormente interesados en hacer ricos a sus dueños pero con la apropiada dosis de coerción se les forzaba a trabajar todo lo que fuera necesario.

El caso de los homosexuales era el más grave porque muchos de ellos estaban estudiando en los niveles medios y superiores de enseñanza y exentos, según la ley de noviembre de 1963, de ser reclutados. ¿La juventud no era “la arcilla fundamental de nuestra obra” escribió en aquellos días el Che Guevara? Pues la arcilla, material dúctil donde los haya, debía librarse de impurezas antes de emprender la tarea de moldearla. Pero estaban allí junto al resto de la juventud, intentando corromperla. Para resolver el asunto se lanzó una intensa y minuciosa campaña de depuración en las universidades e institutos de enseñanza media encaminada a expulsar a “contrarrevolucionarios y homosexuales”. Una campaña que incluyó humillantes asambleas depuradoras donde se decidía el destino de todos los sospechosos de incurrir en los nuevos pecados socialistas.

Y a partir de entonces todo funcionó con fluidez. Se depuraban los centros educativos para a continuación organizar recogidas las famosas “recogidas” de jóvenes que ni estudiaban ni trabajaban ni podía confiarse en ellos, listos para enviarlos a las UMAP. El objetivo no era, como ya se dijo, el exterminio sino la reeducación para lo cual se les diría a los jefes de los campos que podían usar la fuerza a discreción. Nada de fusilamientos en masa pero tampoco demasiados remilgos. Después de todo ya se sabía que ese elemento no le servía de mucho a la Revolución. Y así funcionaron las UMAP durante sus tres buenos años. Hasta que el escándalo interno y externo obligó a cerrarlas primero y convertirlas después en Columna Juvenil del Centenario y más tarde en EJT.

Y ahora se aparece Mariela Castro diciendo que la “idea de las Fuerzas Armadas [con las UMAP] era crear un Servicio Militar sobre todo con campesinos para apoyar la producción de alimentos”.

domingo, 22 de marzo de 2020

Una recogida

Ahora que se han puesto de moda las detenciones en Cuba -como si no lo estuvieran siempre- pensé que valía la pena reproducir aquí un fragmento de la magnífica y poco comentada novela El instante de José Abreu Felippe, uno de los principales representantes de la generación de Mariel y uno de los mejores novelistas cubanos vivos. En El instante, cuarta parte de la pentalogía El olvido y la calma Abreu intenta resumir la experiencia de jovenes inconformistas en la Cuba de finales de la década del sesenta hasta el éxodo del Mariel en 1980. El fragmento en cuestión trata sobre una de las famosas recogidas de jóvenes por parte de la policía. La recogida en cuestión tuvo lugar durante un amago de protesta ante la invasión soviética a Checoslovaquia en agosto de 1968. Al pedirle permiso al autor este me comentó: 

Releer ese texto ahora me produjo escalofríos. Así fue en realidad, la única diferencia es que aquí yo lo reduzco por intereses de la novela a lo esencial, pero el confinamiento duró más de una semana. Después supe que mi madre me buscó por morgues y hospitales, que cuando se enteró de la inmensa recogida -más tarde salió un artículo de una página en Juventud Rebelde- fue a Villa Marista y allí le dijeron que yo no estaba. Así que estuve desaparecido oficialmente.


Sin más, los dejo con este fragmento de un capítulo mucho más largo que podría titularse -el fragmento- "Una recogida":

"Hacía unos días me habían cargado cuando salía de la Cinemateca. Ese día acabaron con media Habana. Los hippies ha­bían organizado una manifestación frente a la embajada de Checos­lovaquia para protestar por la invasión rusa y, como era de supo­ner, cargaron con todos. Igual había pasado cuando les dio por interrumpir el tráfico en pleno Galiano acostándose en la calle; lo mismo cuando se reunían en el Capri, en La Rampa. Un hippie para la policía era cualquier joven que estuviera peludo, o lle­vara camisa ancha y pantalones estrechos; cualquiera que anduvie­ra con un radio portátil o que usara gafas oscuras; sin hablar de las sandalias sin medias. De ahí se desprende que la recogida fue inmensa.
Esa tarde yo me tomé un helado en el Ten Cent del Vedado. Había ido a visitar a mi abuela y después me metí en el cine a ver una película americana de gangsters que estaba de lo más buena. A la salida, cuando me encaminaba a la parada de la guagua, un tipo se me arrimó, me tiró un brazo de hierro por arriba y me dijo:
—¿Y qué mi socio?
Ya casi llegaba a 12 y 23 cuando me alcanzó, me hizo doblar, y junto a la pared de un garaje me registró para ver si llevaba armas. Yo lo miraba asombrado.
—Lo que tienes es un mundo atrás –me dijo.
En el acto parqueó una máquina junto a nosotros  y me montaron. Dentro iban tres tipos. Me sentaron en la parte trasera, entre dos de ellos.
—¿Se puede saber por qué me llevan y adónde? –pregunté.
Incomprensiblemente no estaba nervioso. Casi siempre en los momentos de mayor tensión es cuando más tranquilo me siento.
—Vamos a Villa Marista –me contestó el que iba junto al chofer y ese mismo me preguntó:
—¿Qué tú haces, estudias o qué?
—Me desmovilicé el mes pasado. Estudio en el Pre de La Víbora.


—¿Y tú conoces la historia de los mártires del Pre de La Víbora? –me gritó el que parecía el jefe.
Me quedé callado. No volví a hablar en todo el viaje.
Villa Marista estaba atestada de muchachos. Cuando llegamos me metieron en un salón. Los que habían traído antes, unos veinte, esperaban sentados en unos bancos que había pegados a la pared. Cada cierto tiempo entraba un policía y se llevaba a uno. Conti­nuaban llegando máquinas atestadas. Allí, junto a un mostrador me volvieron a registrar y me vaciaron los bolsillos, me zafaron el cinto y me halaron el pantalón por la cintura. Después me hicie­ron quitar las medias y revisaron el interior de mis zapatos. Los objetos personales los iban guardando en un sobre. A algunos muchachos los retrataban a otros no. Cuando acabaron conmigo me llevaron a otro recinto que estaba lleno de unas celdas donde só­lo cabía una persona. En la pared había un saliente que servía de asiento y que no estaba completamente horizontal, sino algo in­clinado hacia adelante, lo que obligaba a mantenerse atento, pues uno se resbalaba constantemente. La pared del fondo y las latera­les estaban repelladas de forma tal que hincaban, lo cual impedía recostarse a ninguna de ellas. De cualquier manera, estaba prohi­bido dormir y un policía vigilaba para que nadie cerrara los ojos.
—Ciudadano –decía–, abra los ojos.
Dije que quería orinar y me sacaron. En mi recorrido pude obser­var las otras celdas, los rostros de los muchachos que me miraban al pasar. En una esquina había una pila.
—Orina ahí –me gritó el policía como si estuviera a cien kilóme­tros de él.


Me llamaron varias veces en la noche. Me conducían por largos pasillos hasta un cuartico donde un oficial me interrogaba. Nunca estuve seguro que fuera el mismo sitio, pues siempre me llevaban haciendo un recorrido diferente. Había que andar rápido, escolta­do por dos policías.
—No mire hacia los lados, ciudadano –ordenaban.


La primera vez me condujeron a una minúscula habitación de paredes blancas. Los perros salieron y me dejaron solo. Me quedé parado junto a la puerta sin saber qué hacer. Sentía mucho frío. El cuarto no tenía ventanas ni ningún tipo de decoración en las paredes. Sólo había un pequeño buró con una silla. Al rato, se abrió una puerta medio disimulada en la pared del fondo y entró un oficial. Su uniforme era diferente a los del ejército. Era un híbrido entre overol y uniforme de gala de las FAR. El hombre me miró sin decir palabra y después se sen­tó y se puso a estudiar un file que había sobre la mesa. Yo lle­vaba un camisón de seda cerrado hasta el cuello que era un escándalo, anchísimo y tan largo que me daba por las rodillas –yo adoraba aquella camisa enorme que había heredado del padre de La Lechuza–, y un pantalón de mecánico virado al revés, para que pareciera mezclilla, tan estrecho, que sufría y sudaba cada vez que me lo ponía. En los pies portaba unas botas cañeras estupendas. No estaba muy peludo, eso sí. Hacía poco que me había desmovilizado del servicio y el pelo no había tenido tiempo de crecer. Yo seguía parado junto a la puerta, el corazón se me que­ría botar y temía que cuando hablara la voz me saliera en false­te. El oficial me preguntó que si no me daba vergüenza andar con aquella ropa, tan indecente, y de clara filiación capitalista. Yo le di la razón y le prometí que en cuanto llegara a la casa la iba a quemar en el patio. Él me dijo que bastaba con anchar el pantalón un poco y estrechar la camisa. Después indagó sobre la película que había visto en la cinemateca, de qué trataba, si es­taba buena, a qué hora se acabó. Luego cambió el tono y me pre­guntó si yo sabía quién había organizado la manifestación y a qué banda de hippies yo pertenecía.
Siempre me hacían las mismas preguntas y me llenaban las mismas tarjetas. Después me devolvían a la capilla. En una de las veces que me llevaron a interrogar lo único que me obligaron a hacer fue llenar una hoja desde el principio hasta el fin con mi firma. Me dio la impresión de que me estaban castigando, como cuando en la escuela la maestra me mandaba a escribir 500 veces "debo por­tarme bien en clase". En otras insistían en que confesara, que ya "mi amigo" lo había dicho todo. "Mi amigo" era un muchacho que me había encontrado a la salida del cine, nos saludamos, conversamos unos segundos, y él siguió su camino. En aquella época yo iba mu­cho a la cinemateca y nos conocíamos de allí. Algunas veces ha­bíamos caminado juntos hasta el malecón. Tenía unos 16 años y un pelo lacio, rubio, muy lindo.
A un muchacho de 14 o 15 años, le dio un ataque de nervios, y se formó un escándalo en las capillas. El muchacho se daba con la cabeza contra el cemento corrugado y el policía frente a él, lo incitaba.
—Date más, aún no te has sacado sangre.


Después se apareció otro policía con un vaso con agua y una pas­tilla. Los golpes resonaban como bombazos. No hacía mucho, un mu­chacho que yo conocía me había contado que cuando lo detuvieron, en los interrogatorios, lo habían obligado a subir y bajar conti­nuamente una escalera calzando unas botas de plomo para que con­fesara no sabía qué. También conocía de la existencia en los só­tanos de los cubículos herméticamente cerrados, donde te encuera­ban y después hacían bajar y subir la temperatura alternativamen­te. Yo estaba que me cagaba. Había perdido la noción del tiempo; me habían quitado el reloj y los cigarros. Hacía frío allá aden­tro. De pronto dijeron que podíamos salir de las capillas y ti­rarnos en el suelo a dormir hasta nueva orden. La cantidad de mu­chachos allí reunidos nos acomodamos como pudimos entre la pared y los bordes de las celdas, y al oído, nos hacíamos preguntas.
—¿Dónde te cogieron a ti?
—En la cinemateca.
—¿Y a ti?
—En Coppelia.
—A mí me cargaron en La Rampa –dijo el que estaba a mis pies.
Empezó a circular un cabo de cigarro. Cuando me estaba embelesan­do mandaron a regresar a las celdas; nuevos interrogatorios. Vo­ceaban los nombres. No sé cuántas horas llevábamos ya allí. Re­partieron unas bandejas con una bola de espaguetis empegotados y blancuzcos que no había quién se los metiera, un verdadero vomi­tivo. La gente protestaba. Alguien  tiró una bandeja y lo desapa­recieron. Uno de los policías nos advirtió.
—Ustedes no conocen nada todavía. Esténse quietos que les con­viene.
Hasta ese momento yo no había pensado en mi casa,  ni en ella. Me habían preguntado si tenía novia y yo había dado, un poco por im­bécil, un poco por miedo, la dirección de C. Qué estaría pasando en mi casa. No sabían nada de mí y yo no podía avisarles. Comencé a desesperarme. Durante mucho tiempo  –¿cuatro, cinco horas?–, no me volvieron a llamar. Pasó el tiempo. De pronto, me sobresalté cuando oí mi nombre.


—Aquí –dije, y me levanté.
Me llevaron a otro salón donde había un grupo grande de mucha­chos. Me preguntaron mi nombre una vez más, y sacaron un sobre con mis pertenencias, entre ellas, ahora lo recordaba, un libro de poemas míos y una revista de la Universidad de La Habana; tam­bién el periódico de la tarde anterior o de la otra, o de la otra. Un oficial hojeó el libro durante varios minutos sin hacer ningún comentario. Me producía una desagradable sensación que aquel tipejo leyera mis cosas; me sonrojé. Al fin tiró el libro sobre el mostrador. Me hicieron firmar, recogí mis pertenencias y me llevaron a otro salón. Allí me hicieron esperar de nuevo. Lle­gaban nuevos muchachos.
—Yo creo que nos vamos –dijo uno.
Lo mandaron a callar. Cuando al parecer estaba el grupo completo, un policía empezó a hablar. Entre otras cosas dijo que ya todos nosotros estábamos fichados y que al que volvieran a coger por ahí lo iban a mandar para una granja en Camagüey, por dos años como mínimo, a trabajar en la agricultura.
Nos sacaron de Villa Marista en máquinas, por pequeños grupos, y nos fueron dejando regados por distintos lugares de La Habana. Era casi de noche"

domingo, 15 de marzo de 2020

Un chispazo en medio del túnel*

Sospecho que no me pasó sólo a mí. Que a todos los que habían vivido bajo el totalitarismo el tiempo suficiente para tener idea de cómo funciona este sistema, la premiada película La vida de los otros les fallaba en un detalle esencial de su trama. Pese a su esfuerzo por representar la perversidad intrínseca de un régimen así, a la película se le escapaba el hecho de que, para encerrar a alguien, la Stasi no necesitaba pruebas. Si los interrogadores de la Stasi o de la KGB insistían tanto en obtener confesiones, no era porque las necesitaran para demostrar culpa alguna, sino para asegurarse la destrucción total del acusado. (Recordemos que a Isaac Babel lo hicieron delatar a un amigo sin hacerle saber que este ya había sido ejecutado.) En La vida de los otros, esas búsquedas frenéticas por parte de los agentes de la Stasi de la máquina de escribir con la que el protagonista había escrito cierto artículo publicado en Occidente distraían al espectador de lo esencial: que el totalitarismo no necesita pruebas para condenarte. O, si se trata de sacarte del juego, no requiere siquiera de leyes o prisiones. A la película se le escapaba que a un sistema que controlaba tan bien la vida pública como la privada, que creaba las leyes a su imagen y semejanza, no necesitaba de la dichosa máquina de escribir para convertir al vigilado dramaturgo en sombra de sí mismo. Con jueces, fiscales y abogados que se plegaban a los deseos de los órganos de inteligencia, la presentación de pruebas era un mero rezago burgués. Bastaba, como en la novela del tuberculoso más célebre que produjera Praga, con que se le acusara de algo.
Lo que es válido para el totalitarismo lo es, en parte, para esta sopa boba postotalitaria en la que ha devenido el régimen cubano. Un régimen que, aunque incapaz de ejercer su control como antes, mantiene intacto su aparato represivo. Paradigmático ha sido el encarcelamiento del artista Luis Manuel Otero Alcántara para armarle un juicio por ultraje a los símbolos patrios y maltrato a la propiedad. Los cargos que se le presentaban eran irrelevantes: bastaba con la disposición del Estado a encerrarlo por un período de entre dos y cinco años. De lo demás se encargarían los ejecutores del meticuloso código penal cubano, tan inútil para hacer justicia como eficaz para meter en prisión a quien sea. Por cualquier motivo. A menos que… ocurriera lo imprevisible.
Y lo imprevisible fue que la previsible exigencia de libertad de Luisma se convirtiera en clamor de cientos de artistas e intelectuales reconocidos dentro y fuera de Cuba que pedían su liberación inmediata en público y sin ambigüedades. Una diferencia monstruosa si se le compara con la campaña #OZT de hace apenas diez años exigiendo la libertad de los presos de conciencia en las cárceles cubanas. De las más de cincuenta mil firmas recogidas entonces, sólo tres correspondían a intelectuales residentes en la isla (Ena Lucía Portela, Ángel Santiesteban y Lizabel Mónica). Algo debió importar el hecho de que Luisma fuera artista. Pero no demasiado. Otras veces, artistas han sido atacados con diversos grados de brutalidad sin que la mayoría de los artistas en la isla se sintieran aludidos. Con ese silencio también contaba el Estado que encerró a Luisma hace doce días.
Se trataba de un silencio trabajado por décadas. Porque no todas las anomalías del régimen cubano son necesariamente terribles. Una de ellas ha sido la creación en el último cuarto de siglo del estamento artístico como clase con privilegios envidiables no sólo por el resto de la población cubana, sino por artistas de todo el mundo. Los dólares ganados en el mercado internacional rendían hasta el infinito en un país de miseria ilimitada. Alcanzaban para invertir parte de las ganancias en la propia isla, en forma de talleres con decenas de ayudantes o de restaurantes de moda. Y encima, los artistas contaban con licencias expresivas que, aunque ridículas para sus colegas en el resto del mundo, eran inalcanzables para sus conciudadanos. Tantos eran los privilegios que muchos artistas que emigraron en los noventas decidieron regresar al lugar donde parecía que todos los coleccionistas del planeta hacían sus compras. Y hasta las hijas de los generales preferían a los artistas como pareja. En un país en que el enriquecimiento era figura delictiva, un artista podía darse la gran vida sin disimularlo tras la falsa austeridad de los militares.
Uno de los mayores méritos de Luis Manuel fue no dejarse sobornar por su condición de artista y ponerla al servicio de la libertad. Un performance de 2017 consistió en llevar una suerte de careta de Julio Antonio Mella, el líder comunista cubano asesinado en México en 1929, mientras se paseaba por un hotel de lujo para cuya construcción se había eliminado un busto de Mella. Con ello no sólo le echaba en cara al comunismo local cómo vendían por segunda vez a Mella (la primera fue cuando lo expulsaron del partido en 1925), esta vez para hacer avanzar su particular versión del capitalismo, sino también les recordaba a sus colegas que el único valor de la relativa libertad que disfrutaban, del manto protector que los cubría, no consistía necesariamente en hacer dinero. Luis Manuel fue, desde entonces, el gran aguafiestas del arte cubano. Cuando La Habana se convirtió en una continua feria de arte para compradores de medio mundo él se empeñó en ofrecer una y otra vez su invendible libertad. De momento, a los artistas consagrados les bastó con refugiarse en la torre de bagazo del castrismo tardío con el argumento decimonónico de que aquello no era arte ni Luis Manuel era artista. Como si el simulacro de libertad que muchos de ellos practicaban tuviera algo que ver con el arte.
Hagamos una elipsis, con Luis Manuel ya en prisión a la espera de un juicio en el que le prometían una sentencia de entre dos y cinco años por cualquier delito que se le ocurriera al Estado. Y lo que se le ocurrió fue la acusación más risible de todas, la de “ultraje a la bandera”, junto a la de daños al carro de policía en que se lo llevaban preso. Poco faltó para que lo acusaran de maltratar las esposas con que lo aprehendieron.
La campaña que le siguió pidiendo la libertad de Luis Manuel era previsible. Lo inédito fue el apoyo que recibió por decenas de artistas e intelectuales bien establecidos dentro de la isla. Incluso a algunos de los defensores más constantes y extravagantes del régimen la prisión de Otero Alcántara les pareció un exceso. Ya no cuestionaban su condición de artista ni la de sus performances. En un país donde las unanimidades han sido norma durante seis décadas la unanimidad regresaba en sentido contrario: a todos les parecía inaceptable encerrar a un artista por serlo. Y lo decían públicamente.
¿Cómo explicar ese milagro? Seamos guevaristas: algo tuvieron que ver ciertos estímulos morales. Como el del debate en torno al censurado documental sobre Mike Porcel, Sueños al pairo, en que tan mal lucían los que habían atormentado al músico cuarenta años atrás. A nadie le gustaría lucir en cuarenta años tan mal como los que repudiaron a Porcel en el pasado. Pero también seamos marxistas: algo habrá tenido que ver la economía. Sobre todo, el fin del sueño de un raulismo bajo la subvención de turistas norteamericanos que, entre otras cosas, comprarían a manos llenas arte domesticado al precio de arte libre. Eso en el peor de los casos. En el mejor, quedaba la posibilidad de un súbito rapto de vergüenza colectiva ante el calvario de un colega atormentado por los verdugos de siempre con menos luces que nunca. Lo cierto es que después de doce días de presión y declaraciones continuas de la mayor parte de los artistas más conocidos de la isla, después incluso de que el jueves, el presidente en ficciones, Miguel Díaz Canel, se reuniera con un puñado de artistas todavía fieles y les ordenara pasar a la contraofensiva, en la noche del viernes 13 de marzo, Luis Manuel fue liberado.
Valga de momento esta batallita ganada en medio de esta guerra de sesenta años contra y a favor de la libertad y la dignidad humanas. Valga el tiempo de disfrutar hasta el último de sus detalles: la solidaridad, la masiva pérdida del miedo, la escasa capacidad de soborno del díazcanelismo, el repentino ataque de dignidad entre tanto sonrojo, los primeros minutos del artista en libertad, su sonrisa, la extraña madurez de sus palabras. Este es el momento de saborearlo todo antes de regresar a la realidad de que sigue habiendo presos de conciencia, derechos secuestrados, rebeldes sin la licencia del arte, policías al acecho y una miseria que no da síntomas de agotamiento. De recordar que la libertad, antes de convertirse en costumbre, en principio es apenas una chispa.
*Publicado originalmente en Rialta Magazine