viernes, 23 de octubre de 2020

Guerra civil fría


 Fue en el 2018. Nada más llegar a Barcelona el viejo amigo que me recibió tenía todos los síntomas del tormento interior. Entre tantos temas posibles solo podía hablar de Aquello. Ese Aquello era en este caso el independentismo catalán y la fractura que se había creado en toda la sociedad a raíz de su última eclosión. Mi amigo no era especialmente antiindependentista pero -decía- a partir de determinado momento ya se había hecho casi imposible celebrar reuniones familiares, cenas entre amigos, fiestas, conversaciones civilizadas. Aquello tenía la capacidad de rajar la sociedad de lado a lado y colarse en cada conversación como si en realidad fuera el único tema posible por mucho esfuerzo que se hiciera en esquivarlo. Yo trataba de consolar a mi amigo como mejor podía, tratando de comparar la crispación norteamericana de los últimos tiempos con la catalana pero, debía reconocerlo, todavía no habíamos alcanzado esos extremos.

Ahora acá ya hemos llegado a ese punto. O casi. (Soy un tipo optimista. Todo el que me conoce lo sabe.) El punto en que todas las conversaciones conducen a la misma. Esa que nos pone a gritar con las venas hinchadas a la menor contradicción. La urgencia del tema, su gravedad, nos obliga a dejar a un lado las buenas maneras, frustrados ante lo evidente que debería resultar aquello que defendemos. Como si las formas sobraran. Como si no fueran precisamente ellas las que nos permiten convivir pese a nuestras interminables diferencias, esas que tan bien simplifica el Tema del momento. Como si de nuestra incivilidad actual se pudiera sacar algo bueno. Y nos insultamos como si no hubiera mañana en el que responder a los insultos que soltamos hoy como quien se disculpa de una mala borrachera. Como si para vivir nos bastara con nosotros mismos, con nuestros cómplices más cercanos, con nuestra secta. Quizás -pensamos- mañana todo se resolverá a nuestro favor y no habrá necesidad de responder por nada. (Nos engañamos, por supuesto: la vida nunca le ha dado toda la razón a nadie). Pero en pos de aquella victoria definitiva olvidamos precisamente lo que hace el mundo habitable que no es otra cosa que la capacidad de convivir pese a nuestras minuciosas asimetrías.
No busquemos a los culpables de esta situación. Son demasiado obvios: los culpables siempre son los otros. Pensemos en la vida como es. No se acabará en dos semanas, pero tampoco será eterna. Nuestra capacidad de equivocarnos podrá ser infinita pero no nuestra existencia, una existencia que deberíamos emplear del mejor modo posible. Y recordarnos siempre la limitadísima capacidad que tenemos para mejorar el mundo y, en cambio, nuestro inagotable talento para joderlo.

jueves, 22 de octubre de 2020

La suerte de Archer Milton Huntington

Hay quien nace con suerte, hay quien se la busca y hay a quien la madre sale a buscársela. Ese último fue el caso de Archer Milton Huntington. Su madre fue Catherine Arabella Duval Yarrington, nacida en 1850 o en 1852 en Virginia o Alabama, según el momento del día en que le preguntaran. Acabándose la guerra civil en que el Norte derrotó al Sur, Arabella, todavía adolescente, se mudó al Norte, a Nueva York. A ver si mejoraba la suerte. Para cuando nació Archer (1870), su madre vivía con un tal John Archer Worsham, jugador de cartas profesional, casado y con hijos y del que no cabía esperar mucho aparte de disgustos. Pero al mismo tiempo que Arabella compartía apartamento con el jugador de cartas, salía con el potentado ferrocarrilero Collis Potter Huntington. Collis llamaba “sobrina” a Arabella quien a su vez lo llamaba si necesitaba algo.

Archer nació cerca de Galveston, Texas, a donde Arabella fue a pasar los últimos meses de embarazo, lejos del apostador, de su “tío” y de los chismes que circulaban sobre ellos. Ya para entonces la policía había tenido la delicadeza de encerrar a John Archer Worsham y Arabella pudo estrechar aún más sus relaciones con tío Collis. Tan estrechas eran estas que Arabella terminó cuidando de la esposa del tío. Esta finalmente murió en 1883 y al año siguiente el desconsolado viudo se casó con su “sobrina” Arabella 29 o 31 años más joven que él.

A Archer la suerte le mejoró al punto que su antiguo tío lo adoptó como hijo. Pretendía que al llegar a la mayoría de edad Archer manejara sus negocios ferrocarrileros. Para algo, incluso antes de casarse con su madre, lo había enviado a las mejores escuelas privadas del país y pagado viajes a Europa. Pero cuando el muchacho tuvo edad suficiente para encargarse de los negocios ya había sido contagiado fatalmente con el virus de la cultura hispana. En parte por oír hablar español a los peones mexicanos de la finca de una tía en Texas y en parte por leer libros sobre un país misterioso, donde los gitanos practicaban el canibalismo y robaban niños, aunque no necesariamente para comérselos. De tal manera se enamoró de tan peculiar cultura que Archer contrató una profesora de español. A los 19 años, Archer viajó a México junto a mamá Arabella y tío/papá Collis y hasta cenó con el mismísimo Porfirio Díaz, quien ya andaba por su cuarto mandato presidencial (de un total de siete). Ya para entonces su español debió ser lo bastante fluido como para poder comentarle a Porfirio lo picante que estaba la comida.

No mucho después, y sin relación con la cena anterior, el tío-padre-adoptivo-posiblemente- biológico de Archer le dijo que era hora de que asumiera sus negocios en los astilleros de Newport. Archer le confesó que lo suyo no era hacer dinero sino gastarlo en obras de arte y viajes a Europa y el sueño de su vida era crear un museo dedicado a la cultura española. Collis debió acoger el proyecto de su hijastro biológico si no con entusiasmo al menos con resignación. Si su nueva esposa insistía en ser una de las coleccionistas de arte más importantes del país que Archer quisiera fundar un museo no debió sorprenderlo.

Archer, que nunca fue a la universidad, sino que prefería estudiar lo que le apetecía, prosiguió con sus planes de dedicarle un museo a la cultura española. Un día, al visitar el Museo de Historia Natural en compañía de su padre le contó sus planes al presidente de la institución, Morris Ketchum Jesup. A Ketchum le pareció ridículo que alguien perdiera su tiempo con una civilización “muerta y desaparecida” pero fue tal el ímpetu y los conocimientos con que Archer defendió su proyecto que su padre reconoció que era mejor que siguiera adelante con este (y de paso se mantuviera alejado de sus ferrocarriles y astilleros). 

[Continuará]