martes, 24 de enero de 2017

Alta fidelidad

Trump manda a desmontar la estatua de la Libertad.
Trumpista: "Está muy bien. Hasta la cuándo esa vieja verde va a estar representando a esta gran nación?"
Desde la Casa Blanca aclaran que desmontaron la estatua para restaurarla.
Trumpista: "Ese sí es un presidente que se preocupa por los verdaderos símbolos americanos!"
Luego de la supuesta restauración colocan en lugar de la estatua de la Libertad una matriuska gigante.
Trumpista: "Vieron qué colores más vivos y qué aerodinámico el diseño? 
Y seguro que se fabricó aquí y no en Francia"

viernes, 20 de enero de 2017

viernes, 13 de enero de 2017

Reacciones

Uno, que es un reaccionario (lo que puse en mi muro de FB ayer):

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Antes de aplaudir explíquenme: si era tan buena idea, por qué esperó ocho años?
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Y con esto desaparece el único logro real de la Revolución Cubana (aparte de Hialeah, claro)
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1.-Obama acuerda con Raúl Castro eliminar el trato preferencial a los cubanos que entren al país y el Parole a los Médicos Cubanos
2.-El Gobierno cubano, cosignatario del acuerdo, saluda la eliminación de estos dos “escollos”, como “un importante paso en el avance de las relaciones bilaterales”.
3.-Obama en cambio dice que lo hace por el bien de los cubanos. No dijo cuáles cubanos en concreto pero no cuesta mucho trabajo imaginarse el apellido.
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Esto parece la segunda venida del Comandante en Polvo
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Más que “un importante paso en el avance de las relaciones bilaterales” yo diría "en las relaciones consensuales"
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Hay que explicarles a los mexicanos que ellos nunca han tenido ley de ajuste para que sean los propios mexicanos los que resuelvan los problemas de México.
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Barack Micocilén Obama
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Es recomendable que la política norteamericana hacia Cuba no se haga cumpliendo las orientaciones de Raúl Castro. Y si se hace que al menos eviten la verguenza de explicar que lo hacen en bien del pueblo cubano. Como si fueran la misma cosa.
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Si de algo no se puede acusar a la política de Obama hacia Cuba es de falta de transparencia... hacia el gobierno cubano.
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Reconózcanlo: eso de que Obama empiece a tratar a los cubanos como Trump quiere tratar a los mexicanos tiene tanto a obamistas como a trumpistas muy confundidos.

martes, 3 de enero de 2017

Mario Conde llega a Netflix (en almendrón)

Semanas llevan los amigos dándome las quejas sobre “Four Seasons in Havana” la nueva serie de Netflix filmada en Cuba con actores locales. Y con el guión del muy ponderado Leonardo Padura, Princesa de Asturias y Marqués de Mantilla y de su señora esposa, Lucía López Coll. Mis amigos insisten para cuquiarme, claro. Para que esgrima en público el cuero que ellos le dan en privado y lo deje caer sobre las espaldas de la serie que, si se exceptúa el capital, la producción y la dirección, puede considerarse un producto patrio. Pero me resisto. Con lo sensible que anda la epidermis nacional en estos tiempos criticar el desembarco del insigne detective Mario Conde en Netflix quedaría peor que defecarse la cabeza del Martí del Parque Central, (el de La Habana o el de Nueva York, da igual). Durante semanas me niego en redondo a ver un solo capítulo de la serie. Por amor patrio y porque no dispongo de seis horas que perder en el primer bodrio que aparezca.
Pero viene el decimoquinto socio a perjurarme que no hay cosa peor que se pueda ver en este mundo. Luego de que me bajen las expectativas hasta ese punto concluyo que ya estoy en condiciones de ver la dichosa serie. Y hasta de disfrutarla. Después de todo lo que me han dicho nada me va a parecer tan malo. Pero nadie es tan valiente como pretende rodeado de amigos en plena luz del día. Así que echo mano a la que me acompañado toda la vida. “¿Recuerdas lo que dijo el notario de que en las buenas y las malas?”. “Pues hoy toca Padura y Pichi”.
He visto un capítulo, el primero, y creo que ya es suficiente muestra de valor exploratorio de mi parte. A partir de ahí empieza el masoquismo. Y no es que el socio tenga razón. Puede haber algo peor, sólo que no se me ocurre cómo. Falta de imaginación mía será. La primera impresión que se tiene es que no se pueden escribir bocadillos más ridículos e increíbles que los que le endilgan Padura y consorte al pobre Mario Conde. Ni que un diálogo, incluso escrito por los marqueses de Mantilla, pueda sonar tan falso en boca de esta encarnación de Mario Conde con la jebita de turno. Me recuerda un amigo que sí leyó la novela original que el Mario Conde literario es mulato, como el autor de sus días. Ya es bastante triste que uno de los escasos protagonistas mulatos de nuestra literatura vaya a ser representado por un actor blanco como Perugorría relegando a generaciones pardos y morenos de egresados del ISA a los consabidos papeles de “Delincuente 1” y “Policía 3”. Y no contento con arrebatarle el trabajo a algún colega mulato el Pichi resulta menos creíble como policía habanero más o menos sagaz, más o menos seductor, que como encarnación cinematográfica del bailarín Carlos Acosta o la cantante Cucú Diamantes.
Mis amigos se quejan de la falta de correspondencia de la serie con la realidad de la isla. Como si no fuera una obra de ficción. Como si Netflix fuera National Geographic. Insisten en que lo que pretende representar “Four Seasons in Havana” es un universo paralelo donde es normal que una profesora del pre de la Víbora viva en un apartamento del Focsa. Como si alquilarlo a extranjeros no fuera mucho más rentable que ser profesora de pre por muchos exámenes que les venda a los estudiantes. Cabe la posibilidad de que Padura sea un escritor realista solo que a su alrededor la realidad se retuerza como dicen que pasan con el tiempo y el espacio en las inmediaciones de los agujeros negros. O como los vendedores de carne de res en las cercanías de un presidente del CDR. Tal parece que cuando Padura recorre su barrio la gente simula que puede vivir de su salario y que su principal proyecto de vida no es irse del país. Así sus amigos delincuentes lo convencerán del tremendo cuidado que ponen en no operar cerca de las escuelas; o sus amigos policías le explicarán que ser policía, cincuentón, obeso, peatón y ganar el sueldo en CUP no es obstáculo suficiente para ligar las mujeres más bellas de La Habana. O que te puedes sentar desnudo en la ventana de tu casa con una de aquellas bellezas sin que medio barrio se asome a contemplarlos y lanzar gritos de puro júbilo. O que todas las cubanas tienen cuerpo y estatura de bailarinas de Tropicana, sea ingenieras, policías, o mujer de delincuente. Y se dedican exclusivamente a hacer el amor o el café cuando no se dedican a tocar el saxo desnudas en la cama. Y cuando digo saxo me refiero exclusivamente al instrumento musical.
Pero con independencia de la realidad que se pretenda o no representar desde la alusión geográfica que lleva en el título la tragedia de “Four Seasons in Havana” es otra. Lo realmente trágico  es su trama demasiado traída por los pelos, el ritmo tan apasionante como una emisión de Radio Reloj sin asalto del Directorio y una ausencia de acción tan perturbadora –tratándose de un policiaco- como la ausencia de café en un país dedicado a exportarlo. Y encima la solución al misterio policial siempre resulta demasiado fácil. En parte porque –y aquí sí hay una apelación al realismo- el chivatazo está a la orden del día. O porque los delincuentes cubanos son los seres más fáciles de manipular del mundo. Basta que a un asesino lo amenaces con hacer público que se fijaba en los exámenes de secundaria para que se derrumbe psicológicamente. Es que el cubano –parece decirnos esta serie- es un ser distinto al resto de la humanidad. Incluso en sus versiones más perversas y criminales posee una transparencia impensable en otros lares. Donde Pablo Escobar tenía un zoológico particular su equivalente viboreño se conforma con cultivar orquídeas y ver la televisión en un Caribe en blanco y negro. El protagonista, un policía con sueños de ser escritor tiene lecturas de adolescente, código ético de círculo infantil y cuando habla en privado se censura tanto como cuando lo hace en público. Lo único misterioso es el rencor que se profesan el Pichi y Vladimir Cruz, que del estudiante David ha reencarnado en policía malencarado. Y sorprende aun más por los buenos términos en que ambos se despidieron en la escena final de “Fresa y Chocolate”.
Si algo salva –o termina de hundir- a “Four Seasons in Havana” son algunas actuaciones -como la de Mario Guerra- que, aunque marginales, contrastan acusadoramente con la mala pantomima de los protagonistas. Eso y cierta belleza. No solo la belleza de las modelos de Tropicana devenidas en coladoras de café o proveedoras de sexo cuando no en meros cadáveres. Porque si de cadáveres se trata impresiona todavía más la belleza -retratada con detención- de una ciudad asesinada con más saña que las víctimas cuyas muertes investiga Mario Conde. Ver como relumbra esa belleza antigua entre el destrozo general produce la angustia más auténtica que esta serie es capaz de generar. Pero el policía, tan sagaz para otras cosas, nunca –ni en medio de borracheras épicas entre amigos- parece intuir el nombre del culpable de tanta destrucción.  Como para dudar de su inteligencia. O de la honestidad de que tanto se jacta.       

Revolución y aristocracia

Cuenta Carlos Barral en sus "Memorias" sobre su primer viaje a La Habana en 1963:
"cuando estábamos libres de compromisos con ministros, viceministros y burócratas, Heberto [Padilla] me paseaba por las nuevas instituciones populares, sdesd e asociaciones de escritores y artistas, residencias de becarios, aulas populares y esas cosas que se había inventado la Revolución, pero también con mucha malignidad, malignidad política, por las que testimoniaban el cambio, la apropiación popular. Recuerdo con mucho detalle una visita al que había sido elegantísimo club náutico de La Habana, convertido ahora en un inmundo balneario. El puerto se había transformado en un tómbolo sin dragar y disponía de unas instalaciones sucias y degradadas, que olían insoportablemente a orina y que la roña devoraba. Heberto estaba muy irónico aquella tarde, intentando explicarnos con ejemplos el costo de la reeducación del pueblo"
Y más adelante reflexiona:
"La clase revolucionaria era en gran medida una capa intelectual y universitaria que aún tenía fresco el sacrificio de sus antiguos privilegios y que yo creo que en el fondo tenía la sensación de que los había cambiado por otros. Las casadas de Casa de las Américas -como las bautizaría más tarde José Agustín Goytisolo, quien afirmaba querer ser su gato- eran generalmente jóvenes damas de buena familia al servicio de una revolución que presentaban, seguramente sin quererlo, como moderadamente aristocrática"
Tales damas eran parte esencial de un doble discurso sobre la misma realidad. El que se dirigía a los "compañeros de viaje" más o menos sofisticados y el que se dedicaba a los partidarios incondicionales:
"Ayudaban, ellas y sus jóvenes compañeros de uniforme verde oliva, a alimentar esa indulgencia generalizada en el huésped y visitante y a reprimir el instinto crítico ante algunos aspectos de la vida social que ya se proclamaban efecto de errores irreparables. Esa indulgencia no cundía cuando se hablaba con veijos ideólogos cubanos o extranjeros allí recalados, viejos comunistas españoles, por ejemplo, cargados de bondad y de ceguera histórica"