jueves, 27 de mayo de 2021

¿Por qué desacato?

 



La idea es presionar al gobierno cubano para que libere a Luis Manuel Alcántara y el resto de los detenidos por razones políticas. Siguiendo la estela de la petición en estos días de un grupo de artistas de que se vele o retire sus obras del Museo de Bellas Artes me pareció apropiado organizar una acción similar. Usar un espacio oficial con apariencia de enciclopedia digital pero creado para enaltecer o escarnecer a determinadas figuras de la vida cubana, manipular la información sobre otras y ningunear al resto, para hacer visible nuestra repulsa a lo que se está haciendo con Luis Manuel. Partimos de la base de que la represión a los más atrevidos de nuestros artistas y conciudadanos se hace a costa del silencio de todos los demás. Un silencio que se hace para conservar ciertos privilegios aunque sea el privilegio mínimo de no señalarse ante la mirada del poder. 

En ese sentido no es muy diferente al sentido de la antología “El compañero que me atiende” y que tenía como objetivo hacer visible la vigilancia y represión que han sufrido por décadas los escritores cubanos a manos de la Seguridad del Estado. Recordarles a todos que el mismo Estado que reprime a Luis Manuel es el que reparte privilegios y castigos milimétricamente calculados al resto de los cubanos. En esta protesta hay de todo: aquellos a quienes Ecured ha tratado con guantes de seda para dar una imagen de tolerancia y hacer la información sobre su vida y obra lo más inocua posible y a quienes la entrada de la supuesta enciclopedia convierte en picota pública. Junto a la defensa de los que hoy están presos o secuestrados queremos denunciar a un aparato represivo que nos incluye a todos. Por eso usamos la palabra “desacato”, esa acusación imprecisa con la que se persigue a gente como Luis Manuel y sus compañeros. Intentamos romper esa inercia que quiere vender a Cuba como un país normal y habla de la cultura cubana como un espacio donde impera el respeto por los méritos creativos.

Desacato

 


Puede que la cultura cubana sea una sola pero no puede ser, en todo caso, la que acepta y promueve el oficialismo. Invirtamos el axioma martiano: “ser libres para poder ser realmente cultos”. Hay algo antinatural en que la cultura crezca en cautiverio. En que el Estado, bajo el pretexto de promoverla, se dedique a domesticarla. Algo perverso en que el mismo Estado que otorga honores y distinciones a unos artistas colaboren encarcele y la calumnie a otros. Tan perverso como usar un hospital para secuestrar a un artista y a sus médicos como carceleros, abyectos paparazzi.

El Estado cubano pretende decidir sobre la misma existencia de sus artistas y se inventa decretos que determinan quién tiene o no el privilegio de ser considerado artista. Ecured se ha convertido en un símbolo de las pretensiones de un Estado todopoderoso sobre el derecho de un artista a existir. Ecured lo mismo los excluye por completo, que borra zonas esenciales de sus vidas y sus obras, que convierte sus biografías en vehículos de difamación y escarnio.

Por eso hemos convocado a artistas y personalidades que aparecen en las páginas de Ecured a que protesten contra el secuestro de Luis Manuel Otero Alcántara y la prisión de sus compañeros del Movimiento San Isidro, el 27N y el resto de prisioneros de conciencia. Y que lo hagan superponiendo a la imagen de su entrada en Ecured la palabra “DESACATO”, la acusación favorita del Estado cubano para perseguir a todo el que lo cuestione. Una manera de dejarle claro al Estado cubano que ni la libertad, ni la cultura, ni la creación, es cosa de ellos sino nuestra, de los cubanos libres, dentro y fuera de Cuba, en la prisión o en la calle. Y que estamos así, en desacato. Hasta nuevo aviso.   



martes, 25 de mayo de 2021

La trampa de la ideología

Quien quiera que anunció el fin de las ideologías a inicios de los noventa pecó de exagerado. Por buena que fueran sus intenciones. La muerte de las ideologías es, para mi gusto, más deseable incluso que la de las religiones. Porque, llegado el punto a que debo resignarme a una de ellas me decantaría por las religiones aunque no profese ninguna de sus variantes (a menos, claro, que la amistad clasifique como dogma). Prefiero las religiones porque estas, al menos, no disimulan su irracionalidad: parten de admitir que la mayor parte de la realidad escapa al control humano (aunque luego ese mismo control se lo adjudique a seres superiores para calmar la ansiedad que le crea esta deriva que es la vida). La ideología en cambio es religión que disimula su irracionalidad y se esconde tras dogmas con aspiraciones científicas y estadísticas. La ideología es arrogante y autosuficiente. Para ella no hay pregunta que no tenga respuesta. Al contrario de la religión para la ideología el mundo carece de misterio.  Prefiero las religiones a las ideologías por la misma razón de aquel que prefería los malvados a los idiotas: porque descansan.

Lo que da sentido a las ideologías no es la racionalidad que invoca sino instancias tan irracionales como el miedo y la esperanza, justo lo que da sentido a las religiones porque es lo que da sentido a la vida. Y la verdad es que nos cuesta mucho atrevernos a enfrentar miedos y esperanzas sin un mínimo escudo que nos proteja, sin una tribu a la que acudir cuando la cosa se ponga realmente fea. Inevitable, como parece ser en estos tiempos, la ideología sigue siendo instrumento favorito de los que controlan el mundo y security blanket de los pobres diablos que somos el resto. Todo eso es humano y comprensible en términos generales, pero en la agotadora concreción de la vida, la ideología no sirve para otra cosa que para ponernos en ridículo una y otra vez. De ahí que haríamos mejor en enfrentar las situaciones concretas con esas particulares armas que son el sentido común, la lógica, la ciencia o la decencia.

Si debo poner un ejemplo concreto no me queda opción que mencionar el caso que me obsede en estos días: el del secuestro del artista Luis Manuel Otero Alcántara en un hospital habanero a manos de la Seguridad del Estado. Por una parte, el castrismo, ideología que cada vez más va pareciendo religión carismática, quiere convencernos de que el artista está al mismo tiempo enfermo y en perfecto estado de salud; ingresado bajo cuidadosa atención hospitalaria y castigado por su traición a la patria; libre y preso a la vez. Fuera de la isla las tenazas de la ideología no son menos benévolas con el cuerpo del artista. La derecha lo desprecia por negro o por artista (que es como decir “intelectual”, y el antiintelectualismo es un rasgo definitorio de la derecha actual, incluidos sus propios intelectuales). La izquierda rechaza a Luis Manuel por anticastrista pues, por mucho que la esconda debajo de su colchón ideológico, la Revolución Cubana sigue siendo la patica de conejo a la que se niega a renunciar. Que mañana nadie sabe la falta que hará.

Si nos comportáramos como personas medianamente decentes, medianamente lógicas, nos opondríamos a que se secuestre y torture un artista en un hospital como nos opondríamos a que maten a un niño de un bombazo. Pero entonces las ideologías nos aconsejan que esperemos a que las cosas se aclaren. Porque no es lo mismo si el artista piensa esto o lo otro, o si la bomba fue lanzada desde un avión gringo o activada por un terrorista islámico. Y, mientras tanto, artistas y niños siguen sufriendo y muriendo y le damos vacaciones al sentido común, la lógica, la ciencia o la decencia confiando en que el tiempo, la Historia o la tribu ideológica a la que pertenezcamos nos den la razón. En que el sacrificio del artista o los niños se justificará con el triunfo a la larga de la Idea que hayamos escogido. Y a la corta ni artistas ni niños importan mucho, por mucho que los invoquemos como ejemplos de libertad o inocencia. Lo realmente importante es no alejarnos demasiado de la sombra que proyecta el tótem de la tribu. Porque, ya se sabe, sin la tribu estamos perdidos.


P.D.: En el caso cubano, la trampa ideológica es especialmente peligrosa porque beneficia siempre de manera desproporcionada a los que hoy monopolizan el poder. Cuba, con su partido único y su ideología única está, de hecho, en un estado preideológico y prepolítico. Para que el debate ideológico tenga sentido primero se necesita de un espacio real donde este transcurra. El debate ideológico previo al estado de derecho es como practicar natación en la arena. Lo primero es buscar consenso sobre bases mínimas, básicas, pero imprescindiblemente democráticas. Dejar las desconfianzas y rencores para después. Debatir si es mejor el estilo libre o el mariposa solo tendrá sentido cuando lleguemos, por fin, al agua. Esa que todavía veo tan lejos. No sé ustedes.

sábado, 22 de mayo de 2021

¿De qué color es Luis Manuel?*

Luis Manuel Otero Alcántara, el artista cubano que tantas veces ha sido reprimido, encarcelado (y que ahora va a cumplir tres semanas de extrañísimo y siniestro secuestro en un hospital habanero), no parece ser negro. No permita que sus ojos lo engañen. Luis Manuel no parece ser de la misma raza que George Floyd, Eric Garner o Freddie Gray. Ni parece compartir color con tantas celebridades que justamente se indignan cada vez que un afroamericano es maltratado por la policía. A los efectos de la indignación o la solidaridad que despierta, Luis Manuel Otero Alcántara parece ser blanco. O transparente.

Tiempo nos ha dado a Luis Manuel para que averigüemos su color, para enterarnos de la violencia de Estado desatada contra él. No han sido los ocho interminables minutos con que George Floyd tuvo el cuello aplastado por la rodilla de la policía de Minneapolis, cierto. Son años de ser sometido a todo tipo de maltratos y persecuciones. Años de aparecer en videos y fotografías mientras es detenido, golpeado, encerrado, y vuelto a liberar para reiniciar el ciclo de persecuciones. Años con su rostro empapelando las redes sociales, suplicando la solidaridad que con tanta presteza reciben las víctimas afroamericanas.

En todo caso, Luis Manuel Otero Alcántara es del mismo color de Juan Carlos González (“Pánfilo”), condenado a dos años de prisión por decir en un video casero que tenía hambre. Del color de Orlando Zapata Tamayo, prisionero político muerto tras ochenta días en huelga de hambre, defendiendo su dignidad humana. Del color de la activista Berta Soler, de Jorge Luis García Pérez (“Antúnez”), de Guillermo Fariñas y de tantos otros afrocubanos que luchan porque sus derechos sean respetados.

Basta el simple desplazamiento desde Estados Unidos hasta Cuba para hacer irrelevante la cuestión del color.

Cabe pensar que incluso para el movimiento antirracista no todos los negros son iguales. Que el sufrimiento de un artista o activista afrodescendiente del Tercer Mundo carece de la trascendencia que le atribuimos a un negro maltratado en Estados Unidos o en Europa. O cabe suponer que los afrocubanos reprimidos a diario han sido blanqueados, invisibilizados por el miedo. El miedo a perder el trato que la dictadura cubana le dispensa a quienes le sean favorables, o a los que simplemente eviten reparar en su naturaleza represiva y se concentren en el esplendor de los paisajes de la Isla. O en su música o sus atracciones culinarias.

O puede que los que niegan su solidaridad a los disidentes afrocubanos se sientan inmovilizados por el miedo, algo más discreto, a verse en el lado incorrecto de la Historia, el miedo supersticioso a que denunciar a un gobierno que se llame de izquierda y antimperialista los convierta automáticamente en representantes de la reacción o del racismo que, de alguna incomprensible manera, encarna Luis Manuel frente a sus represores blancos, Raúl Castro o Miguel Díaz-Canel.

Si el miedo es ideológico, la justificación de su silencio también lo será. “Luis Manuel Otero Alcántara no es reprimido por el color de su piel”, dirán. Y tienen razón. Como mismo Rosa Parks o Martin Luther King tampoco eran encarcelados o golpeados por el color de su piel. Eran reprimidos y perseguidos por defender derechos que el país del que eran ciudadanos no les reconocía. Por esa misma razón es calumniado, vejado, maltratado a diario Luis Manuel Otero Alcántara, junto a cientos de conciudadanos de todos los colores y razas: por reclamar los derechos que les niegan en su país a todos los cubanos.

Pero ante una color blindness tan arraigada, no sé si tenga sentido preguntarse de qué color es Luis Manuel. O cualquier otro ser humano.

*Publicado en Hypermedia Magazine

lunes, 17 de mayo de 2021

La superstición de la cultura*


Hace mucho que aprendí a no asumir que mis estudiantes dominaban los conocimientos que se resumen bajo la fórmula de “cultura general”. A no asumir que sepan de la existencia de un cuadro llamado Las Meninas o dónde está Machu Pichu. Si acaso pregunto con timidez qué saben de pintura española o cuáles eran las civilizaciones que encontraron los conquistadores europeos a su llegada a América.

Después de todo, ¿qué es cultura general? ¿Quién decide qué conocimientos son imprescindibles? Asumo que mi ignorancia sobre ciertos campos le resultará igualmente escandalosa a mis estudiantes. ¿Es más importante conocer quién fue Chaplin o el nombre de una celebridad reciente que ignoro, pero cuya influencia en estos días parece ser oceánica? Apenas necesito recordar el asombro que me causó que mis padres ignoraran alguna vez a Michael Jackson para aquilatar el de mis estudiantes ante mi desinformación sobre las celebridades de estos días.

Dicho esto, los vacíos en el tejido cultural de los estudiantes norteamericanos me siguen resultando insondables. No solo porque a cada rato, cuando pensaba que mis expectativas sobre el conocimiento previo de mis estudiantes no podían ser más modestas, me vuelven a sorprender. He llegado a preguntarme si esa ausencia de referencias comunes va a terminar impidiendo nuestra comunicación. Más perturbador incluso me resulta no detectar en mis estudiantes la más mínima incomodidad ante su ignorancia: el poco valor que le dan a todo lo que no caiga bajo sus intereses inmediatos y la soberbia con que asumen su incultura.

Trato de explicarme tal actitud con que, a diferencia de generaciones anteriores a las que la ignorancia solía avergonzarnos, las nuevas carecen de la superstición de la cultura. Una superstición (como ocurría con lo bueno, la verdad o lo bello) atada al convencimiento de que la cultura nos haría mejores personas y le daría sentido y consistencia a nuestras vidas. Como otros conceptos cuya conjunto se nos escapa, pero a los que le atribuimos sentido trascendente, la superstición de la cultura guiaban nuestra curiosidad y los instintos sociales: evitábamos parecer incultos como mismo evitábamos parecer malos, mentirosos o feos. Una manera un tanto infantil de ver las cosas, cierto, pero la superstición funcionaba: si en medio de una conversación descubríamos algún desconocimiento elemental intentábamos remediarlo esa misma noche en el primer diccionario que encontráramos.

Hay una manera menos fatua de asumir la cultura: entenderla como un instrumento para descifrar el mundo. Un idioma que nunca dominaremos del todo pero sin cuya gramática básica no podríamos entender el tejido del universo: conectar Leang Tedongnge con la Capilla Sixtina; la Grecia antigua con el esplendor de Florencia; admirar las pirámides egipcias y las de Teotihuacán más allá de los deberes turísticos. Hacer carne (o piedra) la noción de una humanidad común. Considerar la cultura algo útil, independientemente de la profesión que se ejerza.

La sociedad norteamericana, orgullosa de su excepcionalidad histórica y sus resabios democráticos, siempre sospechó del elitismo que entrañaba la idea de poseer una cultura universal. Poco les importaban las burlas de medio mundo sobre su analfabetismo cultural y esa falta de complejos pudo ser una manera de liberarse de prejuicios ya obsoletos, un logro de su modernidad. Ahora, con la respuesta a toda curiosidad al alcance de la pantalla del teléfono, a ningún estudiante le sonroja no saber lo que les responderá Google dos segundos más tarde y olvidará en diez. La inteligencia de los teléfonos va siendo inversamente proporcional a la nuestra. Hoy, con un teléfono en la mano, todos somos un poco norteamericanos.

Sin embargo, con todo y sus supersticiones, la cultura no es acumulación de datos para responder a una encuesta. La cultura es un sistema, una gramática, un rompecabezas siempre armado a medias del que tenemos cierta idea de dónde ubicar la próxima pieza. O no. Para quien ignore esa paciente reconstrucción del rompecabezas que es la cultura, el mundo parecerá como esos cajones donde metemos las piezas de algo a la espera que aparezca el manual de instrucciones con que podamos ensamblarlas. Y así actuará en consecuencia.

Renunciando al conocimiento de una cultura común —con todos los defectos que puede tener la pretensión de un significado unitario— no solo se dificulta la transmisión de cualquier conocimiento, por básico que sea. Satisfechos con la trivia de nuestra tribu particular renunciamos, consciente o inconscientemente, a entendernos con la generación anterior, con el pueblo de al lado o con cualquiera que sea el Otro que tengamos enfrente. Nos contentamos con ser la pieza de un rompecabezas flotando en medio de la nada, en dirección a la nada. Basta tomarnos en serio nuestra condición humana para comprender que eso es conformarse con muy poco.

[Si llegas al final de este artículo sin averiguar qué diablos es Leang Tedongnge eres de los que se conforma con poco].

viernes, 7 de mayo de 2021

Experimentando con la libertad

En la protesta frente a la Misión de Cuba ante la ONU del sábado pasado en apoyo a los perseguidos en la isla no había nadie más entusiasta que una perfecta desconocida. Debo aclarar que el mundo de los cubanos que participa en estas manifestaciones en estos lares no abunda en sorpresas. Las caras suelen ser conocidas y a las nuevas les toma un par de protestas hasta sentirse cómodas del todo. Esta no. La mujer en cuestión era rabia en estado puro, desfogándose contra la fachada de ladrillos que representa en Manhattan el rostro de nuestra dictadura.

Averigüé hasta enterarme que la desconocida había sido invitada por un amigo a quien le gustan los experimentos sociales. En este caso quería saber cómo respondería alguien que todavía reside en Cuba a una experiencia tan rara como protestar contra su gobierno. El experimento había sobrepasado todas las expectativas de mi amigo. Aquella señora gritaba como si le fuera la vida en ello, o mejor, como si en unos días no fuera a ser atendida en la aduana cubana por representantes del mismo gobierno contra el que protestaba en medio de Lexington Avenue. Pero nadie podía sacar mejores conclusiones del experimento que la propia desconocida quien en algún momento se giró para nosotros y dijo entre entusiasta y desoncertada:

-Yo no sabía que tenía tantas ganas de gritar.

lunes, 3 de mayo de 2021

Gardel en Nueva York



Mucho antes de que la humanidad enloqueciera con la rumba, otro ritmo latino ya la había arrebatado. Me refiero al engendro de raíces gitanas, africanas y gauchas conocido como tango. Como suele suceder, al principio en Argentina la alta sociedad despreció el impetuoso baile.

Pero al llegar a París en 1908, su ritmo se hizo contagioso, y en 1913 en los salones de Europa no se bailaba otra cosa. En Londres lo mezclaban con el té y en Rusia el zar le pidió a sus sobrinos que le enseñasen unos pasillitos.

En el invierno de ese año, el tango, convertido en pandemia, arrasó Estados Unidos y gracias a la naturaleza comercial del país pronto se vendían zapatos, ropa, sombreros y maquillaje dedicados exclusivamente al tango. Pero ninguna fiebre es eterna.

Para 1915 París decretó la expulsión de varios maestros de tango, el baile fue ilegalizado en varias ciudades norteamericanas y el Papa condenó la inmoralidad de restregarse con tal violencia con el pretexto de bailar. Para fines de ese año la pandemia parecía estar controlada. La segunda ola del tango fue menos violenta pero más insidiosa.

En lugar de baile instrumental el tango empezó a cantar amores perdidos, mujeres perjuras, madres abandonadas y carreras de caballos.

Y no tuvo mejor representante que Carlos Gardel quien ayudado por la difusión del gramófono triunfó en 1917 con “Mi noche triste” acompañado de guitarra sin importar que la canción abriera con puro lunfardo: “Percanta que me amuraste”.

Gardel, ahora considerado más argentino que el bife de chorizo o creerse Dios, había nacido en Tolosa, Francia con el nombre de Charles Romuald Gardès.

Su madre, la lavandera Berthe Gardès, cansada del desprecio que entonces le dedicaban a las madres solteras se fue a Argentina cuando el niño tenía tres añitos, justo a tiempo para que no hablara español arrastrando la erre.

El resto es leyenda.

Si al principio la fama del rebautizado Carlos Gardel viajó a lomos de las grabaciones y la radio, lo último en tecnología hasta el momento, con la aparición del cine sonoro alcanzó unos límites desconocidos para cualquier artista latino anterior a la invención de los video clips.

Video clips extendidos fueron sus películas con una trama inventada para justificar la transición de canción a canción.

Todos sus largometrajes sonoros Gardel los filmó para la Paramount entre 1931 y 1935. De los ocho la mitad fueron filmados en las afueras de París y el resto en Nueva York: “Cuesta abajo” (1934), “Tango en Broadway” (1934), “El día que me quieras” (1935) y “Tango bar” (1935).

O sea, el Buenos Aires donde Gardel derretía a nuestras abuelas cantando “Por una cabeza” o “Volver” era una copia en cartón armada dentro de un estudio en Astoria, Queens.

Pero mientras cantara a nadie parecía importarle si Gardel se paseaba por una ciudad de ladrillo o de cartón corrugado. Buena parte de los actores de sus películas en Nueva York también eran de attrezzo: ante la falta de sudamericanos en la ciudad Gardel tuvo que convencer a los diplomáticos de Argentina, Chile, Colombia, Venezuela y Perú para que rellenaran la escenografía.

Daba igual. A los estrenos de sus películas la gente acudió en hordas y hasta obligaba a los proyeccionistas a volver a proyectar las mismas canciones una y otra vez convirtiendo al cine en un antecedente del karaoke.

Sin apenas hablar inglés Gardel conquistó Nueva York, ciudad a la que había llegado el 28 de diciembre de 1933 y donde pasaría la mayor parte del resto de su vida. Que no sería mucha.

Gracias a las películas neoyorquinas la fama de Gardel terminó de arrasar todo el continente. Tras verlo en pantalla, ahora Latinoamérica se moría por escucharlo en vivo.

El cantante partió de Nueva York para iniciar su gira latinoamericana el 28 de marzo de 1935. Apenas tuvo tiempo para actuar en Puerto Rico, Venezuela, Curazao, Aruba y Colombia. El 24 de junio, mientras despegaba de Medellín rumbo a Cali, su avión chocó con otro muriendo el cantante y dejando a todo un continente huérfano de su grandeza.

domingo, 2 de mayo de 2021

Protestas en Nueva York

Por dos días consecutivos (viernes 30 de abril y sábado 1ro de mayo) los cubanos nos manifestamos en Nueva York en defensa de la vida y los derechos de Luis Manuel Otero Alcántara y el resto de cubanos que defienden su derecho a ser libres en la isla.