. De este, un fragmento:
Distancia,
tiempo, literatura, Cuba y ubicuidad. Tomo notas y vuelvo a mirar al mar. Es
Historia aceptada que los habitantes de Abaco vivieron durante mucho tiempo de
rapiñar naufragios. Cualquier mapa enseña que esa es una de las islas de Las
Bahamas que está más cerca del Atlántico. Los barcos venían del alto a toda
vela, le entraban confiados a los bajíos y se descuadernaban para convertirse
en industria. Los habitantes de la isla (¿abaquenses?), conocedores de
corrientes y arrecifes, se encargaban de sacarlo todo; de recuperar y “guardar”
desde el ancla hasta la rondana del palo mayor, desde el mascarón de proa hasta
los ornamentos de popa. De eso vivieron durante mucho tiempo.
Esa industria
llegó a ser tan productiva que cuando la corona inglesa decidió construir un
faro, en la isla de Abaco, casi todos los habitantes se opusieron activamente a
la idea. Los sabotajes fueron tantos y de tal magnitud que tomó varias décadas,
bajo protección militar, poder culminar la empresa. Después de inaugurado el
Faro, sin embargo, la gente aprendió a crear luces falsas que guiaban a los
barcos hacia los bajíos más convenientes, y así siguieron viviendo de rapiñar
naufragios.
Miro al mar.
Cuba es dos Morros con siglos de honestidad. Esa idea de ser Faro vino
después; antes fuimos eso que siempre seremos: un cruce de caminos. Un punto
por el que tenían que pasar casi todos los barcos que iban o venían hacia Las
Américas. Un nodo y un nudo que fue tejiendo —a puntadas y bordadas— una
cultura hecha de velas que llegaban en caravanas y dejaban, en los puertos de
La Habana y Santiago de Cuba, algo más que mercancías: dejaban noticias, ideas,
palabras, sonidos, religiones, esperanzas y nostalgia... mucha nostalgia.
La mayoría de
las personas que llegaron a Cuba en esos barcos lo hicieron en busca de
fortuna. Esa es, quizás, una de nuestras grandes diferencias con Las Bahamas,
un país que debe una buena parte de su hechura a aquellos colonos ingleses que
fueron leales a la corona y, en consecuencia, tuvieron que salir huyendo del
territorio americano a raíz del triunfo de la Revolución de las trece colonias.
Para ellos el regreso era una pesadilla, para los que llegaban a Cuba, sin
embargo, el regreso siempre fue un sueño.
Muchos de esos
soñadores fueron de un origen que hoy llamamos “español”, pero que en realidad
nunca dejaron de reconocerse, algunos todavía lo hacen, como furibundamente
asturianos, gallegos, catalanes o vascos. A esa masa predominante de
“españoles” se sumaron chinos, irlandeses, ingleses y, con el tiempo,
norteamericanos y rusos. Todos marcados por el regreso, todos marcados, a pesar
de los siglos que los separan, por ese mirar al mar como a un espejo de
paciencia, por esa forma de contar el tiempo en años, meses y días para un
retorno que casi nunca sucedió, todos convertidos en nuestra primera hermandad
de ultramar.
Durante siglos,
también, llegaron barcos cargados de esclavos africanos, una masa de hombres y
mujeres que al igual que sus captores nunca dejó de mirar hacia ese mar que los
separó de la tierra donde habían nacido. Y fue ese deseo espiritual, esas
preguntas de ¿cómo estará eso, cómo estarán aquellos que dejamos allá, allende
los mares?, o ¿cuándo viajaré a mi semilla? la que hermanó —a pesar de leguas y
siglos de distancia—, desde el mismo inicio de nuestra nacionalidad, a los
negros con sus dueños, a los oprimidos con sus opresores, a los poderosos con
aquellos que un día los derrotarían, y a los racistas con la sangre futura y
mezclada de unos nietos que después harían nación.