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sábado, 4 de febrero de 2023

Antiguas y nuevas aventuras del racismo revolucionario*

 


Antes de que, en medio de la conversión del castrismo a la fe capitalista, el fragor de la economía y los números terminen ahogando los ya apagados gritos de la ideología convengamos en una cosa: pocos regímenes como el inaugurado el primero de enero de 1959 ―si bien frustrado en lo esencial económico― puso de moda tantos productos del espíritu. Desde las barbas y melenas de sus héroes a la imagen de su Santidad Guerrillera atrapada por Korda y difundida por Feltrinelli; desde los logros deportivos a los educativos (por más que bastara ponerle un micrófono en frente a un deportista para empezar a dudar de la eficacia del sistema educativo que lo formó). De todos ellos pocos han tenido un impacto tan duradero en la conciencia universal ―les recuerdo que escribo desde una era hipster en la que han regresado las barbas aunque despojadas de melenas― como la llamada política racial de la Revolución Cubana. Poco importa que ―como señalara Sir Hugh Thomas― en el texto programático del castrismo temprano, “La Historia me absolverá” no hubiera la menor alusión al tema racial o ni siquiera se mencionara la palabra “negro” una sola vez, ni siquiera como parte del espectro cromático. O que en los albores de aquella Revolución nada anunciara que la cuestión racial se iba a convertir en leitmotiv de los primeros años de poder revolucionario. 

Visto a cierta distancia se entiende. No se hubiera visto del todo coherente que un blanco hijo de inmigrante español llamara a una revolución en nombre de la equidad racial contra un gobernante mestizo ―negro en las estrictas categorías raciales norteamericanas― que mal que bien había llevado adelante una discreta política racial y que fue discriminado ―como insiste la versión oficial hasta el día de hoy― por parte de la burguesía cubana incluso después de haber llegado al poder. El mismísimo Fidel Castro ―a pocos días del triunfo de la Revolución que encabezara― diría a un periodista norteamericano que la “cuestión del color” en Cuba “did not exist in the same way as it did in the U.S.; there was some racial discrimination in Cuba but far less; the revolution would help to eliminate these remaining prejudices”[1]. Pero no insistamos demasiado en declaraciones de la misma época en que el líder máximo de la Revolución insistía ―con persuasiva vehemencia― en que no era comunista. Apenas un par de meses después, en marzo de 1959 llamará a hacer “una campaña para que se ponga fin a ese odioso y repugnante sistema con una nueva consigna: oportunidades de trabajo para todos los cubanos, sin discriminación de razas, o de sexo; que cese la discriminación racial en los centros de trabajo”[2]. Poco o mucho el racismo que hubiese en Cuba antes de 1959 a la Revolución (o a Fidel Castro, si es que hay alguna diferencia) le iban a bastar menos de tres años para declarar, el 4 de febrero de 1962, suprimida “la discriminación por motivo de raza o sexo”[3]. Y la humanidad al completo necesitada de finales felices, parecía creerlo.

Luego de eso, el silencio.

(El estudioso Alejandro de la Fuente afirmaría en un texto fundamental sobre los temas raciales en Cuba: “La campaña inicial contra la discriminación decayó después de 1962, conduciendo a un creciente silencio público  alrededor del tema –excepto para destacar el éxito de Cuba en esta área”[4]).

Esa sería una versión de los hechos.

Existe otra. La que afirma que la Revolución Cubana más que suprimir el racismo lo revolucionó. Engendró, por así decirlo, un racismo revolucionario. Mientras el racismo tradicional hace todo lo posible por conservar y justificar las desigualdades sociales, económicas y políticas el racismo “revolucionario” se empeñaría en eliminar cualquier modo obvio de discriminación para a continuación prohibir toda referencia crítica al tema de la discriminación racial o de la raza en general como no sea una referencia folklórica. Como lo reconoce el profesor Alejandro de la Fuente “Si los actos abiertamente racistas era juzgados como contrarrevolucionarios, cualquier intento por debatir públicamente las limitaciones de la integración cubana era considerado igualmente como obra del enemigo”[5]. Y así fue. Todas las sociedades “negras” existentes en el país fueron clausuradas junto con aquellas sociedades “blancas”. La represión automática y sin atenuantes contra intelectuales negros críticos con la política racial de la Revolución como Walterio Carbonell y Carlos Moore no fue precisamente un aliciente para crear asociaciones con un perfil racial más o menos autónomo. Nada de lo ocurrido en aquellos años induce a pensar que la aparición de un Partido Independiente de Color como el fundado en 1908 y aplastado en 1912 habría provocado en el Gobierno Revolucionario una reacción distinta a la del presidente José Miguel Gómez.

De manera que las “minorías” hasta entonces discriminadas no les quedó otra opción que delegar su capacidad de reclamo en la vanguardia “revolucionaria”, depender de la bondad y el grado de empatía de dicha vanguardia para con sus problemas. Aunque no compartiera con el racismo tradicional su discurso público sobre la inferioridad manifiesta de la minoría en cuestión el racismo revolucionario coincidiría con este en que tal minoría no podía ni debía decidir por sí misma lo que le convenía o no hacer. Como si a pesar de las declaraciones públicas de igualdad la Revolución sugiriera implícitamente que en cuestiones de autonomía y autoconciencia social tales minorías eran decididamente ineptas. Se puede objetar, no sin razón, a esta visión del racismo revolucionario que la mencionada “vanguardia revolucionaria” no se caracteriza por reconocer autonomía y autoconciencia social a nadie más que a sí misma. Que si se trataba de libertad de expresión, de asociación y de crítica todos los componentes de las denominadas masas están igualmente limitados por su puntillosa suspicacia. Que llegado al punto de la coerción y ejercicio represivo un régimen como el cubano es indiscriminado e igualitario.

Tal igualdad en la represión sería cierta si no fuese porque en el caso de la población afrocubana pesara la obligación adicional de agradecer la infinita generosidad de la Revolución Cubana para con ella. Como si más que restituirles derechos inalienables en un acto de pura justicia se le hubiese hecho una concesión exagerada. Como si en el fondo se considerara a dicha parte de la población, inferior. De manera que a partir de concedida tan inmerecida igualdad la Revolución le exigirá, aparte de la cesión absoluta de su capacidad de expresar y defender sus reclamos particulares, incansable devoción y eterno agradecimiento.

Es allí donde el racismo revolucionario, a diferencia del tradicional, sí hace una distinción entre las personas pertenecientes a la raza negra. La distinción entre negros útiles y negros imperdonables. Útiles como todas las figuras negras que, tras una demostrada obediencia, son exhibidas, de manera más simbólica que real, como legítimos representantes de la Revolución. Esos serían los casos de Juan Almeida en los albores de la Revolución o Esteban Lazo en la inacabable agonía de esta. Negro imperdonable sería el disidente Orlando Zapata Tamayo ―muerto tras más de ochenta días de huelga de hambre en la cárcel en 2010― por su alevoso intento de dañar la imagen de la Revolución con su muerte. Tan imperdonable que, pese al reconocimiento de organismos internacionales como prisionero de conciencia, fue acusado, tanto en vida como póstumamente, de ser un “delincuente común”[6]. O como lo atestiguaba el recientemente fallecido escritor Jorge Valls en sus recuerdos de su paso por las cárceles cubanas de 1964 a 1984: “...los negros eran objeto de un trato especialmente malo: ‘tú, negro’ decía el vigilante, ‘¿cómo pudiste rebelarte contra una revolución que está haciendo seres humanos de ustedes?’. Siempre acababan con más golpes y pinchazos de bayoneta que los demás”[7]

Pero si algo distingue al racismo revolucionario de su variante tradicional es en su pragmatismo. En su comprensión de que no reconocerle todos los derechos a un grupo humano no significa renunciar a utilizarlo en beneficio propio más allá del simple rédito económico. En explotar el valor simbólico de ciertas concesiones que no garantizan la igualdad pero la simulan con bastante eficacia. Y la Revolución, ese ente que funciona como sobrenombre de algún Castro, no es sólo es responsable de que la población negra tenga dignidad sino también la única garantía para que la conserve. Así en las primeras horas de la invasión a bahía de Cochinos Fidel Castro firma un comunicado llamando a combatir la invasión declarando que los invasores “vienen a quitarle al hombre y la mujer negros la dignidad que la Revolución les ha devuelto” mientras “nosotros luchamos por mantener a todo el pueblo esa dignidad suprema de la persona humana”[8]. O en el interrogatorio a los miembros negros de la brigada invasora ―una vez capturados― cuestiona los ideales de los que luchan “contra una Revolución que ha establecido la igualdad social, y que le ha dado al negro el derecho a la educación, el derecho al trabajo, el derecho a ir a una playa y el derecho a crecer en un país libre, sin que se le odie y sin que se le discrimine”[9].

Ese enfrentamiento epidérmico y retórico al racismo servía además para contrastar el igualitarismo de la naciente Revolución contra unos Estados Unidos que todavía se debatían contra la segregación racial en el sur del país. Así Fidel Castro se permitía hablar compasivamente de “los negros semiesclavizados de Estados Unidos”[10] en contraste con los cubanos. Todo conflicto entre raza y nación se resolvía con dos frases: una de Martí y otra de Maceo. La de Martí diseccionada en un seminal ensayo de Enrique Patterson[11] (“En Cuba no hay temor a la guerra de razas. Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro”) quedaba contraída por la rutina política a un “cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro”. Y la de Maceo “quien intente apropiarse de Cuba recogerá el polvo de su suelo anegado en sangre, si no perece en la lucha” (en este caso el único cambio que le ha hecho el uso político es el de cambiar “apropiarse” por “apoderarse”) ni siquiera mencionaba el tema racial. La única frase de Maceo presente en el repertorio político cubano dejaba claro que la principal preocupación del más importante prócer nacional de ascendencia africana era el peligro de intervención extranjera. El racismo cubano debía resolverse pues entre cubanos y como se sabe cubano es más que blanco, más que negro, más que…

Pero el tiempo pasaba y a la acumulación de problemas sociales de todo tipo en la sociedad cubana ―entre los que estaban la fusión entre los remanentes del racismo tradicional con la práctica del racismo revolucionario― no la atenuaba la idea de que toda crítica tenía su origen en los cuarteles generales de la CIA en Langley, Virginia. Si en el presente las condiciones de vida de los afrocubanos no dan señales de mejorar al Ministerio de la Verdad local siempre le quedará el recurso de empeorar el pasado. Mientras que para Fidel Castro en enero de 1959 la “cuestión de color” no existía “en la misma manera que en Estados Unidos” y apenas había “cierta discriminación racial” y “prejuicios remanentes” que la revolución eliminaría sin dificultad, de acuerdo con la actual versión de enciclopedia digital oficialista “En La Habana de los años cincuenta del siglo XX los estudios universitarios eran parcela prácticamente vedada a negros y mestizos” pese a todas las evidencias en sentido contrario. Allí se afirma que “la política era también negocio de blancos” y que el “único partido político en el que los negros podían desarrollar sus cualidades de dirigentes era en el Partido Socialista Popular” ignorando detalles como que Fulgencio Batista llegó incluso a la presidencia del país sin ser rubio ni comunista. En el pasado que maneja Ecured en estos días se afirma que “los negros podían ser obreros agrícolas, trabajar en artes y oficios, ser obreros de la construcción. Para las mujeres, el trabajo como empleadas domésticas [sic]. Los cuerpos de policía eran casi solo de blancos, al igual que las fuerzas armadas, sobre todo la oficialidad”. Al parecer la dificultad para transformar a Benny Moré y Celia Cruz en caucásicos los lleva a afirmar que “El único sector que mantuvo la tradición existente desde el siglo XVIII con amplia participación de negros y mestizos fue la música”[12]. Que antes de hacerse cantante profesional Celia Cruz se recibiera de maestra normalista debe de ser un infundio de la gusanera de Miami. (De hecho, si vamos a ser estrictos Celia Cruz y su carrera toda son un infundio de la gusanera de Miami)[13].

Pero si el pasado cubano no es difícil de modificar el presente de la comunidad afroamericana en los Estados Unidos complica esa visión idílica y señorial del racismo castrista. En parte porque las imágenes de perros pastores alemanes atacando a manifestantes negros han pasado un poco de moda, en parte porque no toda la situación actual puede resumirse con las muertes de afroamericanos a manos de la policía de las que puntualmente informa la prensa cubana. Pese al eficiente aparato propagandístico cubano es más difícil transformar el mundo exterior que el pasado nacional; convencer a su público cautivo que toda la población negra en los Estados Unidos está condenada a trabajar como obreros agrícolas, artesanos o a ser obreros de la construcción. O que, en caso de no tener talento musical, las mujeres negras tienen como única opción laboral la de empleadas domésticas. Décadas de ver producciones de Hollywood le han servido a los cubanos para descubrir que ser negro en Norteamérica no es incompatible con la profesión de abogado, juez, jefe de policía, o actor. O si se fijan en las noticias comprobarán que tampoco es incompatible con el puesto de Secretario de Estado y hasta, ocasionalmente, presidente del país.

Y es precisamente la visita de dos días del presidente Barack Obama al “primer territorio socialista en América” lo que ha puesto al racismo revolucionario contra las cuerdas y, al mismo tiempo ―como ocurre con los boxeadores acorralados― lo ha obligado a dar el máximo de sí. Intentando recuperarse del aluvión simbólico que supuso la visita de Obama ―de “caída de los imaginarios” la tilda la estudiosa Yesenia Selier[14]― el gobierno y la prensa cubana intentan restaurar las trincheras frente a un “enemigo” que se desplegó en toda su imperial humildad. A la astucia imperialista de elegir como su representante a un hijo de kenyano Raúl Castro apenas pudo oponerle la sustitución de su nieto como acompañante habitual por la presencia un tanto fantasmal de Esteban Lazo. Sobre todo si se compara con la interlocución activa que tuvo Obama con personalidades negras en su encuentro con representantes de la oposición y la sociedad civil cubana.

La respuesta oficial a la visita ―a la que el canciller cubano Bruno Rodríguez calificó de “ataque” a “nuestra historia, a nuestra cultura y a nuestros símbolos”― ha sido al mismo tiempo la apoteosis del racismo revolucionario. De estas respuestas las más escandalosas fueron precisamente las del fundador de dicho racismo y la de un periodista negro. Fidel Castro advertía que las “palabras más almibaradas” del discurso del norteamericano al pueblo cubano venían cargadas de veneno. “Se supone que cada uno de nosotros corría el riesgo de un infarto al escuchar estas palabras del Presidente de Estados Unidos”, asumió. Y más cuando no ocultaba sus expectativas favorables hacia la visita. “De cierta forma yo deseaba que la conducta de Obama fuese correcta. Su origen humilde y su inteligencia natural eran evidentes”[15]. (Llama la atención su insistencia en recalcar la inteligencia del norteamericano, como si hubiese alguna contradicción implícita. Ya había dicho antes: “sin dudas inteligente, bien instruido y buen comunicador-, hizo pensar a no poca gente que era un émulo de Abraham Lincoln y Martin Luther King”[16]). Esas expectativas llevan al fundador de la única dinastía cubana a echarle en cara a Obama su mal comportamiento, su conducta impropia. Lo que lo lleva de inmediato a invocar a  Mandela en el momento que “estaba preso de por vida y se había convertido en un gigante de la lucha por la dignidad humana”. En “El hermano Obama” la mente del viejo dictador desvaría pero no se aleja demasiado de su adjetivo principal. Advertir que por lejos que esté Obama de la imagen de las viejas profecías sobre el enemigo imperialista ―ese señor blanco y obeso con una bolsa cargada de monedas― es la encarnación misma del enemigo. “Nadie se haga la ilusión” advertía. “No necesitamos que el imperio nos regale nada” insistía. Y volvió a echar mano a la frase-talismán de Antonio Maceo: “ ‘Quien intente apropiarse de Cuba recogerá el polvo de su suelo anegado en sangre, si no perece en la lucha’, declaró el glorioso líder negro Antonio Maceo” dicen que dictó el anciano dictador en nuevo llamado al degüello simbólico del viejo enemigo.

Elías Argudín, periodista negro del diario “Tribuna de La Habana” fue bastante más diáfano al decir que Obama “optó por criticar y sugerir, con sutilezas, en una velada, pero a la vez inconfundible, incitación a la rebeldía y el desorden, sin importante estar en morada ajena. No cabe dudas, a Obama se le fue la mano. No puedo menos que decirle ―al estilo de Virulo― “¡Pero Negro, ¿tú eres sueco?”[17]. Vale la pena recordar aquí el origen de la frase que también dio nombre a un artículo tan criticado que obligó al autor a una suerte de retractación. Se trata de un viejo sketch humorístico de principios de los ochentas en que un hombre negro intentaba entrar en una tienda exclusiva para personal diplomático y otros extranjeros con un pasaporte sueco y lo detienen en la puerta con esa frase. O sea, una expresión originada en las condiciones del particular apartheid cubano. Ese que impedía a la gran mayoría de los cubanos el acceso a servicios e instalaciones reservados a extranjeros y ciertos cubanos. Una expresión que desde entonces se ha usado para recordarle con cierta jocosidad insultante a los cubanos en general y los negros en particular los límites que supone su condición. En este nuevo contexto la frase parece encaminada a recordarle al presidente norteamericano lo que no le “toca” hacer en su condición de negro o de invitado, por muy presidente que sea.   

El racismo revolucionario se hacía notar en este caso en la insistencia en ciertas expectativas asociadas con la raza del actual presidente norteamericano. De ahí que la reacción en los medios oficiales a la visita del presidente norteamericano ―y en especial a su discurso en defensa de los valores democráticos del país que representa― haya sido tan visceral. Siendo negro la democracia norteamericana es algo “no le toca” por mucho que Martin Luther King Jr. iniciase su cruzada antirracista con un llamado a “aplicar nuestra ciudadanía [norteamericana] a la totalidad de su significado”[18]. Aunque los periodistas o funcionarios que atacaron al presidente norteamericano debían saber que Obama llegó a la presidencia con la mayoría de los votos de un país que durante décadas han demonizado no pudieron ocultar la sorpresa que les produjo su defensa de valores esencialmente norteamericanos. De alguna manera esperaban del presidente norteamericano la misma devoción que esperan de la población negra en la isla. Porque el racismo revolucionario ―como cualquier otro― consiste en asociar el color de la piel de una persona con cierta actitud. En este caso se trataría de esperar al menos alguna suerte de complicidad de parte de Obama en nombre de las supuestas ventajas otorgadas por la Revolución a la raza a la que pertenece.

El estupor y la saña de los ataques que durante semanas se han sucedido en la prensa oficial cubana excede el simple antagonismo político. Denota una rabia mal controlada hacia un fenómeno que no acaba de entenderse porque nunca se entendió: el de negros que no estuvieran agradecidos a los desvelos de la Revolución por convertirlos en seres humanos. Ese racismo revolucionario, paternalista con los que le prestaban obediencia y brutal con los que la rechazaban, no debe sorprenderle a nadie porque siempre estuvo ahí. Siempre se basó, como cualquier otra variante de racismo, en no reconocer a determinado grupo humano en absoluto pie de igualdad. Si hoy lo notamos más no es por una alteración de la norma por parte de la añeja vanguardia revolucionaria. Lo que ha cambiado es el mundo a su alrededor en las casi seis décadas que lleva en el poder. Nada como la presencia del primer presidente norteamericano negro en La Habana para acentuar el contraste y el absurdo anacronismo que representan esos octogenarios con ínfulas de libertadores. Ahora le toca al racismo revolucionario dar un paso más en su evolución frente a los nuevos retos sin perder su propia idea de superioridad esencial. Adaptar por ejemplo la vieja frase de Martí a los nuevos tiempos y decir: “el enemigo imperialista es más que blanco, más que mulato, más que negro”[19]. Y así recordarnos que más allá de sus atavismos y supersticiones el racismo en su variante “revolucionaria” es ante todo parte de un sistema de dominio sobre toda la sociedad.

 



[1] Thomas, Hugh. Cuba or the Pursuit of Freedom. New York: Da Capo Press, 1998, pág 1120.

[2] Castro, Fidel. “Discurso pronunciado el 22 de marzo de 1959”. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1959/esp/f220359e.html

[3] Castro, Fidel. “Segunda declaración de La Habana”. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1962/esp/f040262e.html

 

[4] Fuente, Alejandro de la. Una nación para todos. Raza, desigualdad y política en Cuba. 1900-2000. Madrid: Editorial Colibrí, 2000, pag 383.

[5] Ibid.

[6] Ver el “Pronunciamiento de la UNEAC y la AHS a los intelectuales y artistas del mundo” (http://mesaredonda.cubadebate.cu/noticias/2010/03/16/a-los-intelectuales-y-artistas-del-mundo-pronunciamiento-de-la-uneac-y-la-ahs/) o el artículo “¿Para quién la muerte es útil?” de Enrique Ubieta (http://www.cubadebate.cu/opinion/2010/02/26/orlando-zapata-tamayo-la-muerte-util-de-la-contrarrevolucion/#.VxpGTDArIdU)

 

[7] Valls, Jorge. Veinte años y cuarenta días. Madrid: Ediciones Encuentro, 1988, pag 51.

[8] “Los comunicados de Fodel los días 16 y 17 de abril de 1961”: https://verbiclara.wordpress.com/2009/04/16/los-comunicados-de-fidel-entre-los-dias-15-y-19-de-abril-de-1961/

[9] Playa Girón: Derrota del imperialismo. La Habana: Ediciones R, 1962, pag 457. El cuestionamiento de la presencia de combatientes negros en la tropa invasora por parte de Fidel Castro y sus partidarios tiene su simetría inversa en el momento en que, tras fracasar el asalto al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 “Batista’s soldiers openly said that it was a disgrace to follow a white such as Castro against a mestizo such as Batista. When Captain Yañes [sic] came on Castro hiding sleep in a bohío, it will be recalled that the soldier who found them cried: ‘Son blancos””. Thomas, Hugh. Op. Cit. pag 1122.

[10] Castro, Fidel. “Discurso pronunciado el 22 de marzo de 1959”. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f190561e.html

 

[11] Patterson, Enrique. “Cuba: discursos sobre la identidad”. Encuentro de la Cultura Cubana. No 2, 1996, pags 49-67.

[13] Muñoz Usaín, Alfredo. “La prensa cubana despide al ícono de los anticastristas” http://www.elperiodicodearagon.com/noticias/escenarios/prensa-cubana-despide-icono-anticastristas_68044.html

 

[14] Selier, Yesenia. “Obama y la caída de los imaginarios” http://www.diariodecuba.com/cuba/1459548754_21390.html

 

[17] El artículo fue retirado de la red. Pueden verse referencias a este en numerosos artículos como por ejemplo: “Polémica en Cuba por el artículo contra Obama “Negro ¿tú eres sueco?” http://www.elmundo.es/internacional/2016/03/30/56fc146122601dcd088b4640.html

 

[19] Debe recordarse que a propósito de la Cumbre de las Américas celebrada en abril del 2012 en Cartagena de Indias apareció en el periódico Granma una caricatura del presidente Obama vestido de guayabera mientras un personaje vagamente andino le decía a otro “¡Y que el imperio aunque se vista de seda, imperio se queda!” parafraseando el conocido refrán de “Mono aunque se vista de seda, mono se queda”. http://www.granma.cu/granmad/secciones/opinion-grafica/lapiz361.html


*Publicado originalmente en la desaparecida revista Identidades, Número 8, junio del 2016.

 

martes, 23 de junio de 2020

Los pepillos y los guapos


¿Hubo alguna vez algún tipo de división racial en las escuelas de nuestra juventud? Antes de descartar la pregunta invito a pensarla despacio. Porque la más reconocida división en las escuelas de nuestra adolescencia no era racial sino más bien “cultural”. Era la que había entre los pepillos y los guapos. La clasificación variaba de nombre con los años pero la división se mantuvo intacta (de un lado los pepillos, bitongos, frikis, del otro los guapos, cheos). División que se perpetúa ahora -si no estoy mal informado- en la clasificación entre mikis y reparteros. Una demarcación que, aunque fijada en base a preferencias musicales, modos de vestir etc, tenía como base las diferencias de clase y de raza.

Los pepillos era mayoritariamente blancos, solían vivir en los mejores barrios, les gustaba el rock, el pop norteamericano. Los guapos eran mayoritariamente negros, vivían en los peores barrios de la ciudad y preferían la música bailable cubana o la música afroamericana. Ser pepillo negro o guapo blanco no era infrecuente pero visto en conjunto resultaba una anomalía estadística. Los límites entre la pepillancia y la guapería, no siendo estrictamente raciales, solían ser permeables. Se podía pasar de una condición a otra por preferencias personales o presión colectiva. Fuera de La Habana supongo que funcionaría distinto y ser pepillo en pueblos pequeños fuera una verdadera rareza.
            
Mi escuela secundaria, situada en Miramar estaba dividida casi a partes iguales entre pepillos y guapos. Los pepillos eran de los alrededores de la escuela. Los guapos venían desde más lejos, de Buenavista. Yo no era nada. Puesto a escoger me sentía más cercano a los guapos aunque fuera porque vivía a pocos metros de Buenavista pero a la hora de las fiestas todos íbamos a las de Miramar. En la escuela las batallas eran campales: de guapos con pepillos, de guapos con guapos, que para eso eran guapos. Allí una navaja no era una anomalía estadística. 

Al llegar al preuniversitario en la vocacional Lenin, una escuela mayoritariamente blanca, me hice pepillo como pepilla era la práctica totalidad de la escuela. Pero pepillos que aprendíamos a bailar casino, el baile oficial de los guapos, supongo que para multiplicar las opciones de apareo. 

Era una división conocida pero discreta. Porque desde la abolición oficial de las clases sociales y las razas el pueblo debía estar unido y así nunca sería vencido. Uno de los despliegues públicos más sonados de la oposición entre guapos y pepillos fue la primera competencia anual de ese fenómeno televisivo y social que fue el programa Para bailar. Las dos parejas finalistas eran dos pares de hermanos: los Santos contra los Francia. Ninguno era blanco pero debe considerarse que el racismo cubano es altamente sofisticado. Los Santos, de piel más oscura eran los representantes de los guapos: además del color de la piel los definía como guapos su manera de vestir, su gestualidad, la energía con que atacaron el “Aguanile Boncó” de Irakere. Los Francia - hijos de embajadores según se decía- eran de piel más clara, y se inclinaban por música claramente pepilla. Al final el jurado votó por los Santos pero la mitad del país que prefería a los Francia recibió la decisión escandalizada. Se contaba que ante la rebelión desatada hubo que interrumpir la transmisión para luego remendarla de mala manera. Meses después de la competencia todavía se podía ver grupos que con las venas del cuello a punto de reventar se gritaban a la cara “¡Los Santos!”, “¡Los Francia!”, gritos de guerra que proclamaban una división que oficialmente no existía.


sábado, 13 de junio de 2020

Turcos en los suburbios

No hace mucho un buen amigo me invitó a presentar mi novela Turcos en la niebla en un festival que iban a celebrar en la elegante ciudad suburbial en la que vive. Mi amigo quería aprovechar que este año el festival, estrictamente anglo hasta ahora, contaría con una sección dedicada a la literatura latina para hablar de mi novela sobre cierto barrio hispano de Nueva Jersey a aquel exquisito público de los suburbios. Pero a medida que pasaban las semanas, tras gestiones que ya me apenaban por lo extensas, mi amigo me hizo saber que a la organizadora no le parecía bien que dedicaran una hora de los días que duraría el festival a una novela escrita y publicada en español. Si acaso organizarían un panel, moderado por mi amigo, sobre la literatura hispana en los Estados Unidos. Hablaríamos de tan curiosa experiencia tres representantes de esa difusa etnia: un ecuatoriano, una española y este cubano lamentable. En medio de la desesperación de mi amigo le dije que no tenía problemas con asistir al panel. Ya me encargaría, en cuanto me cedieran el micrófono, de cuestionarme el sentido de todo aquello.

Sin embargo, las ya arduas negociaciones no se detuvieron allí. De repente a la organizadora del evento le pareció más relevante que en lugar de compartir nuestra experiencia con el público tomáramos como centro de la discusión el escándalo literario del momento: la novela American Dirt. Así debatiríamos si la autora de la novela, Jeanine Cummins, con apenas un 25% de ADN boricua, tenía derecho o no a escribir la ficción de una mexicana que se ve forzada a huir a los Estados Unidos con su hijo de ocho años perseguida por narcotraficantes. A mi amigo le pareció demasiado pasar de invitarme a presentar mi novela a tener que discutir sobre una que ni siquiera habíamos leído. Nuestra presencia en aquel festival parecía no encontrar mejor justificación que debatir cual sería el porcentaje de ADN hispano necesario para que un escritor se sintiera autorizado a alumbrar hispanos de ficción. Por lo visto a la organizadora mi novela resultaba demasiado hispana para su gusto pero en cambio le parecía atractivo cuestionar la hispanidad de la otra.  

Mi amigo, un tipo milimétricamente zen en sus interacciones profesionales, le hizo saber con su delicadeza acostumbrada a la organizadora del festival lo insensata que le parecía su propuesta. Tamaña insubordinación llevó a la organizadora a pedirle a mi amigo que abandonara la moderación del anunciado panel lo cual me dio un magnífico pretexto para renunciar a un panel en el que me sentía incómodo sin siquiera haberme sentado allí.

Y nada, que aquel panel por el que tantos megabytes se habían trasegado en forma de emails terminó siendo una de las tantas víctimas colaterales de la pandemia en la que todavía nos movemos. Y no volvería a recordar el asunto si ahora no se me ocurriera pensar en lo indignada que debe andar la organizadora del festival con el racismo de este país. Y en efecto: apenas me asomo a la página aparece un fondo negro sobre el que unas letras blancas anuncian lo comprometidos que están en acabar con el racismo sistémico que existe en Estados Unidos. 

Con la convicción con que lo dicen ¿Cómo no creerles?




 

jueves, 3 de mayo de 2018

Respuesta al discurso de ingreso del académico Jorge Ignacio Domínguez

Por Enrique Del Risco

Como a cualquier historiador de raza a Jorge Ignacio Domínguez le apasiona hurgar en detalles que no le interesan a nadie para hablarnos de asuntos que nos atañen a todos. Sus obsesiones se nos revelan entonces no como majaderías sino como nudo esencial de un tejido de causalidades que nos justifican como habitantes de alguna provincia del universo. Historiadores como Domínguez viajan al pasado no para revolverlo –como buscando algún escándalo fósil- sino para poner las cosas en su lugar, un lugar que hasta ahora mismo ignorábamos. Un lugar que por muy cómodo que nos resulte termina siendo, como nuestro investigador demuestra, esencialmente falso.
Algo así ocurre con su estudio sobre la figura de Rodolfo de Lagardere y la polémica que sostuvo con Benjamín de Céspedes a raíz de que publicara el libro La prostitución en la ciudad La Habana. Lo de menos es la relativa fama del libro que en 1888, a apenas veinte días de publicado ya alcanzaba los dos mil quinientos ejemplares vendidos, cifra mostruosa para la época. Tampoco importa el olvido con que la posteridad ha cubierto a su contradictor. Lo importante acá es lo que representan las dos posiciones a debate. En este caso el libro de Benjamín de Céspedes se presentaba en sociedad nada menos que con un prólogo de Enrique José Varona. Varona era a la sazón miembro del Partido Autonomista –organización que arde en el infierno de los historiadores partidarios póstumos del independentismo- pero la redención posterior de Varona como sustituto de Martí al frente del periódico Patria; como arquitecto del sistema educativo de la república; y como crítico del autoritarismo de Machado lo convierten en un intocable del discurso nacionalista, sea castrista o su reverso. Del otro lado del debate hallamos a un periodista “mulato nacido en Barcelona, integrista a ultranza, católico ultramontano y enemigo de Darwin y del naturalismo, tanto en filosofía como en literatura” como lo define Domínguez. Eso le ha bastado a algún que otro historiador para escoger partido resuelto por de Céspedes: cualquier otra opción equivaldría a alinearse con sus críticos que es casi lo mismo que marchar con los voluntarios, gritar “Viva Cuba española” y fusilar estudiantes de medicina.
Jorge Ignacio Domínguez entiende que la misión de un historiador no es alinearse póstumamente con bandos ya desaparecidos sino entender el tiempo en que transcurrió ese enfrentamiento. Dialogar con ese tiempo a ver qué tiene que decirnos. El texto de Domínguez nos habla de un tiempo mucho más complejo y por tanto más interesante y aleccionador que el que airean otros investigadores del mismo período. Mucho más interesante que tomar partido es recordarnos que ni el bando que favorecía la independencia (aunque fuera por la vía sutil de ensañarse con la prostitución) era un dechado de virtudes ni a los integristas carecían absolutamente de razones en sus debates. Domínguez nos hace ver incluso -sin decirlo directamente- que aquel dictum de Martí de que “Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro” no era necesariamente convicción universal de los partidarios de la independencia. De alguna manera Domínguez nos alerta de que cuando Martí escribió el artículo “Mi raza” trataba de conjurar el racismo que existía dentro del propio movimiento independentista y que amenazaba la existencia misma de la república que proyectaba.
Pero me resulta todavía más importante que Domínguez nos recuerde que la realidad -sea presente o pasada- se resistirá a acomodarse a nuestras siempre efímeras conveniencias. Domínguez viene a insistirnos que el pasado es como es y es mejor que lo aceptemos como tal si no queremos que nos engañe. A aceptar, por ejemplo, que en el bando de la independencia había muchos que soñaban con una república blanca e incontaminada. Personajes que, como el médico Benjamín de Céspedes, podían referirse a la pasada guerra de independencia como “gloriosa Revolución política y social” y afirmar a su vez que esta había sido asunto casi exclusivo de blancos. “Seguiré creyendo siempre que la Revolución no fue la obra del pueblo cubano, -dice de Céspedes en su libro- sino de una clase limitada de ese mismo pueblo: la más sana en sus costumbres, menos enervada por los vicios, más viril y sin mezclas por el contacto con otras razas». Y Domínguez no solo nos advierte que se podía ser (como es descrito de Céspedes por uno de sus contemporáneos) “librepensador en asuntos religiosos, seguidor de la corriente experimentalista en cuestiones científicas y, en política, un demócrata con tendencias socialistas” y al mismo tiempo un redomado racista. No por gusto Domínguez nos muestra a su contraparte el periodista Rodolfo de Lagardere como alguien que insiste, al mismo tiempo, en defender el colonialismo español y en criticar el racismo de de Céspedes. O a los partidarios de la anexión de Cuba a los Estados Unidos. Lagardere aparece en el texto de Domínguez como representante de una clase intelectual de raíces africanas que era a finales del siglo XIX cubano mucho más amplia y compleja de lo que se suele aceptar. Y menos predecible porque en ella cabían muchas más posiciones y matices que la que le asignan los historiadores al uso.
Domínguez también apunta a un fenómeno que me habría gustado que desarrollara más. Es este un fenómeno endémico de finales del siglo XIX del que, sin embargo, pueden hallarse equivalentes en nuestra época. Me refiero a una confianza infinita en el desarrollo de las ciencias como guía del progreso indetenible de la humanidad. Junto a muchas consecuencias positivas y duraderas esta confianza en hallazgos científicos como las teorías de Darwin sobre la evolución de las especies inspiró lo mismo la criminalística lombrosiana que el racismo ario de los nazis. Similar fe en la ciencia animaba a los positivistas y progresistas tropicales que como Benjamín de Céspedes acusaban al colonialismo español de haber convertido a Cuba en “un depósito de Nigricia [entiéndase África] que nos deshonra, reproduciendo las mismas costumbres salvajes de esos países” y verían en la independencia una oportunidad única para la limpieza racial.
Ejemplo de esta confianza infinita en la ciencia frente a la prédica religiosa lo da el venerado Enrique José Varona en el propio prólogo de La prostitución en la ciudad de La Habana al decir:
En nuestra época, hastiada de las quimeras de lo sobrenatural, la pesquisa sincera de la verdad sustituye á los antiguos ideales que ponían en un mundo trascendente la explicación de lo real, la norma de la vida y el fin de la humanidad. La ciencia escruta la naturaleza y penetra en su gran laboratorio, haciendo al hombre colaborador inteligente de sus ocultas obras; la ciencia estudia al hombre, aislado y en sociedad, lo analiza y descompone, y le enseña á conocerse y á regirse. Le da la voz de alerta para que se precava, le muestra la sanción ineludible que las leyes naturales saben imponer á sus transgresores, y al mismo tiempo le enseña cómo puede fortificarse contra las causas de destrucción, llámense enfermedad, vicio, ó injusticia. Enseña al hombre físico que hay un conjunto de reglas, que constituyen la higiene, y lo ponen á salvo de terribles dolencias; enseña al hombre social, que hay una higiene superior que se llama la moral, que garantiza á las sociedades contra males más destructores que la peste  
[E]s mucha la ignorancia que pasa por sabiduría” escribe Martí en su famoso artículo “Mi raza” como si le respondiera a Varona. Al hurgar en los argumentos que aporta Lagardere al debate con Benjamín de Céspedes nuestro nuevo miembro de la academia hace bastante más que enfrentar una fe con otra. Domínguez nos avisa que por justificadas y actuales que nos parezcan nuestras convicciones estas suelen evolucionar mal y envejecer peor si no se asumen con mesura, sentido común y respeto básico por nuestros semejantes. Ante la arrogancia científica con que de Céspedes justifica su racismo Lagardere prefiere extraer de sus convicciones cristianas el fundamento de un reclamo de igualdad racial. De ahí que afirme que “Jesús murió […] por los americanos y los asiáticos, los africanos y los europeos, murió por todos los hijos de Adán, por todos los hombres”. Lagardere extrae sus argumentos de su fe religiosa pero también de su necesidad de ser respetado como cualquier otro ser humano, ese mínimo de dignidad humana que reclamamos para nosotros y por tanto estamos obligados a reconocer hasta en nuestros peores enemigos.

Mucho más se puede decir de los términos del  debate que Jorge Ignacio Domínguez trae a colación sobre uno de los libros cubanos más leídos y discutidos en su época. Porque no fueron solo los afrodescendientes los que pudieron sentirse ofendidos por La prostitución en la ciudad de La Habana. En dicho libro su autor, obsesionado por su ímpetu purificador, fustiga tanto a los negros y mestizos como a las mujeres, los españoles, los asiáticos, las trabajadoras sexuales; o arremete contra los géneros bailables más populares del momento como el yambú y el danzón. La defensa que hacen las diferentes partes implicadas de los derechos y la dignidad de negros, mujeres, e inmigrantes le da una sorprendente vigencia a este debate frente a un doctor que enarbolaba las banderas del progreso. Hoy, cuando la palabra progreso no ve en las minorías un obstáculo sino instrumento para prestigiarse, la tentación de renunciar a la lucidez en nombre de valores súbitamente absolutos conserva la misma fuerza. En tal contexto la relectura de este debate puede ser muy productiva si logramos entrar en él liberados de preconcepciones y ortodoxias.
Si de algo peca el discurso de alguien que sin dudas honrará esta academia como mismo hoy ella lo honra a él es el de no adentrarse más en las direcciones que señala su estudio. Pero no le echemos en cara la cortesía de la brevedad, cortesía a la que empezaré a faltar si no me despido ahora mismo.
Bienvenido entonces a nuestra academia Jorge Ignacio Domínguez con ese discurso que resulta modo ejemplar de acceder a ella.

*Leído el pasado sábado 28 de abril de 2018.

lunes, 30 de abril de 2018

Rodolfo de Lagardere, el sueño de una Cuba mulata y española*

Por Jorge Ignacio Domínguez

Se cuenta que Eugenio Surín, uno de los líderes del Partido Independiente de Color, en una ocasión “se interrumpió en medio de uno de sus discursos incendiarios, para decir que no podía continuar en el uso de la palabra, porque el cuello de la camisa, por ser blanco, le asfixiaba”1.
La anécdota la cuentan sus enemigos, los periodistas Rafael Conte y José M. Capmany, en su libro Guerra de razas (Negros contra Blancos en Cuba).
Y cuentan también Conte y Capmany que el líder de los Independientes de Color Evaristo Estenoz, en un discurso en Guantánamo, en los días que precedieron a la Guerra de 1912, dijo que “después del triunfo del Partido Independiente de Color, los mulatos, que hasta el presente habían sido producto del cruzamiento del blanco y la negra, nacerían de la unión del negro con la blanca”2.
Con esas citas, los autores llevan la intención de descalificar a Surín y Estenoz, sin preguntarse por las razones de la asfixia ni por el origen más común de los mulatos durante los cuatro siglos, o la violencia y el abuso que ese origen supone.
Sabemos, por supuesto, quién escribe la historia, y Estenoz profesó una larga amistad con la derrota: había estado preso durante la primera intervención norteamericana, se había levantado en armas contra la reelección de Estrada Palma en 1906, y fue el líder de los Independientes de Color en la Guerra de 1912, que terminaría con su muerte y la de miles de cubanos negros.
Había sido, por tanto, testigo de excepción del cumplimiento de los tres destinos infaustos que profetizaron quienes se oponían a la independencia, y no solo ellos: el peligro de la dominación americana, la supuesta incapacidad de los cubanos para el autogobierno, y la amenaza de una guerra de razas en una Cuba independiente.
Rodolfo de Lagardere
Desde el Pacto del Zanjón hasta el Maine, esos tres mitos malditos habían imantado el discurso de integristas y autonomistas. Uno de sus más curiosos expositores es hoy una figura olvidada: Rodolfo de Lagardere. Se le recuerda poco, y cuando se lo menciona es usualmente para vituperarlo.
La condena es expedita y las razones irrebatibles. Lagardere era un mulato nacido en Barcelona, integrista a ultranza, católico ultramontano y enemigo de Darwin y del naturalismo, tanto en filosofía como en literatura. ¿Valdría la pena acaso detenerse en su figura?
Casi todo lo que sabemos de su biografía fue escrito por un adversario. Los detalles de su origen se pueden hallar en un libro implacable escrito por Martín Morúa Delgado y publicado en Nueva York en 1882: Dos apuntes: Biografía de dos langostas que parecen hombres3.
Es un retrato mordaz y devastador, como el mismo título anuncia. Morúa acusa a Lagardere de ser un agente pagado por el gobierno español para promover la causa del integrismo entre la población negra de Cuba; de ser mal amigo, cobarde, informante de la policía, ladrón, ampuloso y ridículo. Sobre los rasgos de su carácter sería difícil pronunciarse sin pruebas. Su prosa, sin embargo, justifica las acusaciones de ridiculez y ampulosidad.
En su libro, Morúa explica que el abuelo de Lagardere, Pedro Blanco, era un traficante de esclavos catalán establecido en La Habana que, por intereses “comerciales”, se había casado con la hija del rey africano al que le compraba los prisioneros que traía a América como esclavos. De esa unión nació Rosa, la madre de Lagardere. Educada en Francia, Rosa hablaba el español con dificultad. Quizás el primer idioma de Lagardere haya sido el francés. Su verdadero nombre era Rodolfo Fernández-Trava.
Según Morúa, él y Lagardere habían sido amigos. En los años inmediatamente posteriores a la Guerra de los Diez Años, bajo el seudónimo de El Mandinga, Lagardere se había convertido en un columnista muy popular, especialmente entre la población negra de la Isla. En esa época, Morúa había sido uno de sus admiradores. Y Lagardere lo había guiado y ayudado en sus primeros pasos en el mundillo literario de la Cuba de entreguerras. Según el libro de Morúa, en un debate periodístico, Lagardere le recordó esa admiración antigua y aquellos favores. Morúa acepta en su libro la exactitud de esos detalles, pero es evidente que el recordatorio no aminoró su enemistad.
Cuba no es Venecia: contra la autonomía
Y sin embargo, no todo es integrismo y ampulosidad en Lagardere. En 1887, publica un folleto con el curioso título de La cuestión social de Cuba: Cuba no es Venecia. Es una denuncia contra los autonomistas, contra la idea misma de la autonomía de Cuba. Entre sus razones menciona algunas que no son las que normalmente identificamos con el integrismos español: la igualdad racial y lo que hoy llamaríamos “la multiculturalidad” de la nación. Para Lagardere, cuanta mayor autonomía tuviese la Isla, menos espacio y menos dignidad habría en ella para los cubanos negros:
“…la autonomía jamás marchará hacia el magnífico ideal de la abolición de razas, la abolición de castas. Antes al contrario, perpetuará la libertad mutilada, el derecho de libertad abolido por el derecho del color. […] en ese gobierno serían imposible los procedimientos verdaderamente democráticos y los antiguos esclavos se convertirían en eternos menores4.
Su segunda razón esencial contra el autonomismo es, según él, su inviabilidad. Lagardere comenta que los autonomistas, necesariamente, terminarán siendo partidarios de una guerra de independencia o de la anexión: “La historia dirá en su día, hasta qué punto me he equivocado; pero yo declaro, en honor de los autonomistas, que por todas partes se echarán en brazos de la guerra social o del extranjero, POR HUIR DE MADRID y no hacer abdicaciones que ellos creen vergonzosas, porque no nacerían de sus corazones”5.
Para Lagardere “Cuba no es Venecia” porque sus vínculos con España son mucho más poderosos que los que Venecia podría tener en esa época con el imperio de los Hapsburgos o los Bonaparte. Y, por otro lado, apunta Lagardere, España es ya un abanico de etnias y culturas en el que los cubanos de cualquier color u origen cabrían naturalmente:
Grandes diferencias de raza, de intereses, de costumbres, de dialectos, de clima y hasta de historia, separan una de otras a las provincias de la madre patria. Estudiad el carácter del andaluz y encontraréis un español distinto al catalán […] Tratad al aragonés y no dudareis en llamar extranjero al navarro. Y sin embargo, la Patria España concierta estas antítesis de la naturaleza y de la historia, del carácter y de la tradición.6
En esa patria ecuménica, piensa Lagardere, ¿por qué no iban a caber los descendientes de españoles y africanos que pueblan la isla de Cuba? [Uno se pregunta que diría un Carles Puigdemont de semejante idea, por supuesto.] Lo que hace a Lagardere una rara avis son las peculiares razones de su crítica contra el autonomismo y el separatismo. Su condición de mulato, nieto de traficante de esclavos y princesa africana, nacido en España y residente en Cuba, lo pone en el centro de todas las encrucijadas del final de la colonia, y le da una perspectiva propia.
Así como sostiene que gallegos y catalanes son españoles por igual, asume que negar a los españoles su lugar en la Isla es tan imposible como excluir de su fuero a los africanos traídos como esclavos o a sus descendientes: “Aquí y en Puerto Rico, no se es descendiente sino de los españoles europeos o de los negros africanos. […] Aquí y en Puerto Rico, nadie puede llamar forastero al español europeo, ni al moreno de nación”.7 
Blancos y negros: contra el racismo
Al año siguiente, en agosto de 1888, el Dr. Benjamín de Céspedes publica su libro La prostitución en la ciudad de La Habana. Lagardere tenía ante sí a su adversario ideal. De Céspedes, médico de familia acaudalada, había estudiado en Francia y España, era separatista, profesaba un criollismo ingenuo y extremista, y en sus ratos libres era presidente de la Liga Anticlerical de la Isla de Cuba. Fue colaborador de La Habana Elegante y otras revistas literarias habaneras. Predicaba también, como lo demuestra en su libro, el racismo más extremo y abominable que se pueda hallar quizá en la historia impresa de Cuba.
El libro de De Céspedes fue prologado elogiosamente por Enrique José Varona. En ese prólogo, nuestro “insigne filósofo y pedagogo” se refiere a los cubanos de origen asiático como chinos decrépitos en el vicio” y a los venidos de África como “piaras de ganado negro”. Vale la pena recordar que siete años después, Varona sucedería a José Martí como director del periódico Patria.
Sin citar profusamente su libro es difícil hacerse una idea exacta de la intensidad del racismo de Benjamín de  Céspedes; ni aquilatar con justicia la crítica de Lagardere. Por ejemplo, De Céspedes afirma:
Una fatalidad antiquísima, verdadera desgracia moral heredada, corroe la infeliz raza de color, explotada ayer como servil instrumento de trabajo, y hoy como carne de lujuria. Pero esa raza impenitente, después de diez años de redención, es hoy más esclava que nunca, de su indolencia, sus vicios y depravaciones. Si al menos como el estiércol aislado, ella se destruyera sin contagios, en su podredumbre; pero no, su contacto íntimo inficiona [sic] todo cuanto toca; la raza de nuestras desgracias, habrá de servir de vehículo también de nuestras miserias.
[…]
En el organismo linfático de la sociedad cubana, el abceso [sic] supurante de la prostitución radica en las costumbres de la raza de color [...] las uniones carnales más peligrosas para la salud y la moral pública, son las que se establecen entre individuos de diferentes razas y condiciones.9
Es difícil no leer esos calificativos —estiércol, podredumbre, contagio, infección, absceso— y no pensar en las expresiones del racismo genocida que hemos conocido en el siglo XX.
Para Lagardere, De Céspedes es el ejemplo exacto de todos los males que él ha combatido. De Céspedes es anticlerical, darwiniano y separatista. Y para Lagardere los tres se complementan. El darwinismo supone la negación de Dios y el racismo, el rechazo a la Iglesia Católica lleva al rechazo de la herencia española, al separatismo. Para Lagardere el resultado de esta mezcla será una Cuba independiente, irreligiosa y racista.
En 1889, Lagardere responde a De Céspedes con un folleto de 50 páginas que titula Blancos y negros, refutación al libro «La prostitución», del Dr. Céspedes. 
 […] ¿qué cargos, qué serios cargos no podría hacer yo a la raza a que no dudo pertenezca el Dr. Céspedes, empeñado en encerrar la personalidad del negro en el ataúd de plomo de las genealogías y del privilegio del color, y empeñado en desdeñar de la manera más injuriosa, al tenido por él, inferior a los brutos, a las aves y a los peces? ¿No temerá el Dr. Céspedes el juicio, impregnado con lágrimas de los que mañana escriban y dirijan su ojo perscrutador [sic] sobre esa democracia criolla-blanca-sin igualdad, democracia que ha destinado a los negros como los caballos padres en las yeguadas, que ha relegado a ser meros comparsas, sin voz ni voto […] y ha mantenido a los ayer esclavos en la más crasa ignorancia por medio de grandes cábalas políticas, de tremendos engaños y de sofísticas mentiras? ¿No temerán esos blancos que comulgan en los mismos altares que comulga el Dr. Céspedes […] no temerán el fallo de la historia por haber perpetuado a los negros, mucho tiempo y por razones de conveniencia, en instituciones como la Esclavitud [sic], opuestas a su naturaleza y a su voluntad? 10
Aunque la mayoría de las invectivas de De Céspedes van contra la raza negra, su lista de “excluibles” y despreciables es mucho larga. Su libro de 200 páginas es un concilio ecuménico de odios numerosos. Lagardere se concentra en la defensa de la raza negra, pero también responde a sus diatribas contra de los chinos, las mujeres, los peninsulares y las prostitutas.
Su breve libro es también un ajuste de cuentas con el racismo cubano del siglo XIX. De José Antonio Saco dice que “murió de espanto, de miedo a los negros, ¡los pobres negros!”11.
La base de su oposición al racismo darwinista de De Céspedes es la doctrina cristiana y lo que él llama “la unidad adámica”. Para Lagardere, más allá incluso de la ética, el racismo es un sinsentido porque todos somos hijos de Adán. “Dios hizo que todo el humano linaje saliera de un solo hombre”, dice citando a San Pablo. Y la prueba de ello es la muerte de Cristo, por todos, en el Calvario. “La inteligencia no es blanca, no es negra, ni tiene colores. Jesús murió […] por los americanos y los asiáticos, los africanos y los europeos, murió por todos los hijos de Adán, por todos los hombres”.12
Otra diferencia irreconciliable entre De Céspedes y Lagardere —y quizás la más significativa para el futuro de aquella Isla en la encrucijada— es la idea que ambos tienen de la mezcla de razas. Para De Céspedes “las uniones carnales más peligrosas para la salud y la moral pública, son las que se establecen entre individuos de diferentes razas y condiciones. De esta mancomunidad viciosa de las razas, brotará el tipo mestizo: la mulata”.13
Para Lagardere, por el contrario, “las razas más enérgicas que han aparecido sobre la tierra han sido producidas por la mezcla de elementos opuestos, por ejemplo, la mezcla del blanco con la mujer negra; elementos que dan por resultado el poderoso mundo mulato de extraordinario vigor, y capaz por sí solo de regenerar a las razas enfermizas que aquí en América languidecen, se debilitan, se extinguen y sucumben bajo el peso de la falsa bandera de los Estados Unidos”.14

Marinos y pequeñeces, contra la anexión

En 1901, Lagardere publica Marinos y pequeñeces. El mundo que defendía en sus obras anteriores había terminado con la intervención de Estados Unidos en la Guerra del 95 y el fin del dominio español. Benjamín de Céspedes para esa época estaba establecido en Costa Rica. Varona, que había nadado en ambas direcciones entre las dos aguas del autonomismo y el independentismo, era entonces funcionario del gobierno interventor norteamericano… aunque más tarde sería antiimperialista radical.
Morúa Delgado, autonomista también ayer antes de abrazar la causa de la independencia, había regresado a Cuba para participar en la Convención y oponerse a la mención de Dios en el primer artículo de la Constitución.
Lagardere es el único que parece no haber cambiado mucho. Sigue preocupado —ahora mucho más— por el destino de su Cuba española. En su libro se opone a la Enmienda Platt, a la que ve como el preludio de la anexión. Al contrario de Varona, elige ser antiimperialista a la hora en que es menos conveniente.
Los americanos, demasiado astutos, tenían necesidad de violentarlo todo, de atropellarlo todo, no en nombre de los derechos de la humanidad, que en ellos es una palabrería, sino en nombre de los altos intereses de la política. No querían tener inseguridad en su destino. Desaparecida España de América, lo demás vendrá por añadidura, y ha venido por desgracia.15
Y por supuesto, continúa a la defensa de la igualdad racial, a contrapelo de la ciencia al uso, una igualdad que él ve fundada en el cristianismo: “Las razas no son más que las diversas manifestaciones de la especie. La Ciencia concluirá por armonizarse con el Evangelio”.16
Para oponerse a la dominación americana, denuncia a “los majaderos que quieren injertar en las gargantas cubanas, voces inglesas”. Dice: “ni Gualberto Gómez, ni Sanguily, ni Giberga, ni González Llorente, renegarán nunca de la lengua castellana; pues renegar de la lengua de Cervantes, sería renegar a la patria cubana, al espíritu latino”.17
En la lengua española ve ya la posibilidad de reconciliación entre Cuba y España cuando habla de esa “lengua sublime, esa imponderable  y sonora lengua castellana, en la cual relatan los cubanos las glorias militares de un Maceo y los españoles relatamos los melancólicos pero gloriosos desastres de un Cervera”.18
Marinos y pequeñeces es, sobre todo, un lamento por la derrota de España ante Estados Unidos y el fin del Imperio Español, que para Lagardere significó el fin de su mundo personal. Si denuncia a los americanos por la intervención, y a los cubanos por adoptar el spanglish, también denuncia a los peninsulares, o a cierta tendencia dentro de la sociedad española, por haber provocado la catástrofe. El tono es melancólico, quijotesco y reaccionario, todo a la vez y todo en extremo:
“Los caballeros católicos del siglo XVI, hicieron de España la reina de las naciones. ¿Qué han hecho de España los partidarios del himno de Riego y de la electricidad? ¿Qué han hecho de España los utopistas que hacen novelas en el orden especulativo y tienen poder bastante para fascinar á las muchedumbres? Que respondan esas dos vergüenzas: Cavite primero, Santiago de Cuba después. Que respondan nuestras escuadras sumergidas en el fondo del Océano, nuestros soldados evacuando de la Habana”.19
Su conclusión es filosófica, pero igualmente desoladora: “Al costoso precio de nuestra ruina, hemos pagado las lecciones de Kant”20.
Resumen de la sesión de Cortes del Congreso de Diputados español del 23 de noviembre de 1881 donde en el punto 14 aparece la petición Rodolfo Fernández de Trava, más conocido como Rodolfo de Lagardere, de que se declare la abolición completa de la esclavitud en la isla de Cuba 
La historia de su olvido
Es difícil rastrear su nombre en los archivos (o al menos en Google Books) después de ese libro. Su nombre, como su mundo, desparece con la escuadra de Cervera. Tras rechazar la electricidad, su nombre queda en la sombra.
Pero perduran, testarudas, sus preguntas y sus obsesiones. Son el desmentido constante de la dicotomía falsa en que hemos parcelado nuestro siglo XIX, y que nos hace ver dos bandos donde hubo un abanico de sueños; y que nos hace identificar, con peligroso infantilismo, a uno de esos bandos como portador de todo lo que hoy nos parece deleznable, y al otro como dueño de las ideas que están de moda esta primavera.
Quienes hablan de “estar del lado equivocado de la historia” nunca se preguntan si la historia misma está siempre del lado correcto. En la mayor parte de las ocasiones, la historia no tiene ningún lado bueno, y uno sólo puede aspirar a ponerse del lado de la verdad y el bien, en la medida en que cada cual sea capaz de hacerlo.
Rodolfo de Lagardere estuvo siempre “del lado equivocado de la historia”. ¿Cómo se podía explicar que la España cristiana que él defendía hubiese practicado la esclavitud por cuatro siglos en América? ¿No negaba ese simple dato todas sus tesis? Y sin embargo, en su defensa de la raza negra, y de la igualdad de todas las razas, y en los peligros que anunció para el futuro de la Isla, y en su denuncia del racismo que muchos separatistas profesaban, fue más lúcido que sus críticos.
Ninguno de ellos fue más implacable que Martín Morúa Delgado. Sería Morúa Delgado —sin duda para escándalo de Lagardere— quien se opondría a la mención de Dios en la Constituyente que sesionaba en el Teatro Martí en los mismos días en que Lagardere escribía en su casa, por cuenta propia, Marinos y pequeñeces.
Una década más tarde, presentaría Morúa ante el Senado la enmienda al Artículo 17 de la ley electoral que llevaría su nombre, y que en la práctica ilegalizó el Partido Independiente de Color. Aprobada tras su muerte, la enmienda provocaría al cabo la Guerra de 1912 y la masacre de miles de miembros del Partido Independiente de Color, y el asesinato de su líder, Evaristo Estenoz, aquel mulato, hijo de hombre blanco y mujer negra —como Morúa, como Lagardere— que soñó con invertir la fórmula de la fusión de razas en Cuba; esa fusión que espantaba a Saco y a Benjamín de Céspedes, y que Rodolfo Lagardere presintió que era nuestra única redención.

*Discurso pronunciado el sábado 28 de abril de 2018 en el acto de investidura como miembro de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio.


Bibliografía
1. “Conte, Rafael, y José M. Capmany. Guerra de razas (Negros contra Blancos en Cuba), página 20. Imprenta MILITAR de Antonio Perez. La Habana, 1912. Conte y Capmany atribuyen a frase a “Eugenio” Surín. Podría tratarse de un error, pues ese nombre no aparece usualmente mencionado entre los líderes del PIC,  sino el de “Gregorio Surín”.
2. Ibídem, página 19.
3.   Morúa Delgado, Martín. Dos apuntes: Biografía de dos langostas que parecen hombres, Imprenta de Hallet y Breen, Nueva York, 1882
4.   Lagardere, Rodolfo de. La cuestión social de Cuba: Cuba no es Venecia, pág. 29. Tipografía "La Universal", La Habana, 1887
5.   Ibídem, página 20.
6.   Ibídem, página 41.
7.   Ibídem, página 45.
8.   Céspedes, Benjamín de. La prostitución en la ciudad de La Habana, Establecimiento Tipográfico O’Reilly Número 9. La Habana, 1888
9.     Ibídempágs. 170-171.
10. Blancos y negros, refutación al libro «La prostitución», del Dr. Céspedes, pág. 5. Imprenta “La Universal”. La Habana, 1889
11. Ibídem, página 21.
12. Ibídem, página 12.
13.  Céspedes, Benjamín de. La prostitución en la ciudad de La Habana, pág. 170
14. Blancos y negros, refutación al libro «La prostitución», del Dr. Céspedes, pág. 19.
15. Lagardere, Rodolfo de. Marinos y Pequeñeces, pág. 22. Imprenta y Librería “La Propagandista”, La Habana, 1901
16. Ibídem, página 69.
17. Ibídem, página 96.
18. Ibídem, página 12.
19. Ibídem, página 73.
20. Ibídem, página 73.