domingo, 30 de junio de 2019

Ejercicio de imaginación


Me impongo de tarea imaginarme a Fidel Castro como algo distinto a un tirano sociópata que destruyó mi país. Por ejemplo, como al revolucionario bienintencionado que, a su pesar, el país se le hizo mierda entre las manos. No sería difícil, pienso. Lo conseguí al menos durante la infancia y la adolescencia. Poco después, cuando el desastre se iba haciendo más evidente (“hace ya mucho tiempo, ahora me es difícil recordarlo” decía el poeta) acudíamos al “Él no lo sabe”. Para que una vez y otra nos dejara entrever que Él lo sabía Todo. Incluso lo que hacíamos a sus espaldas. Como con el mercado negro: sabía dónde hacíamos nuestras compras, cuánto nos costaba. Que pudiéramos hacerlo era otra muestra de su generosidad infinita.
Durante años tratamos de exculparlo de lo que hacía y lo que dejaba de hacer y, aunque las cuentas no salían, insistíamos. Como si se tratara de una matemática superior donde las cifras se acomodaban a nuestra voluntad pero sobre todo a la Suya
Supongamos que durante décadas Fidel Castro tuvo las mejores intenciones. Que pensaba que, con todos sus defectos, el régimen que había instaurado en el país era lo mejor que le había ocurrido desde antes de la llegada de Cristóbal Colón a sus costas. Hacerse la ilusión de que, con toda su chapucería congénita, el comunismo era el caballo ganador en la carrera de la Historia. Pero llegado el año 1990 con toda Europa del Este pasándose a las huestes del capitalismo ya no podía hacerse ilusiones. Ni sobre el futuro del comunismo ni sobre la funcionalidad de un régimen como el cubano. Podría haber intentado salvar al país de la miseria mediante una reforma profunda. Pero prefirió no arriesgarse. Entre las necesidades del país y las de su poder no lo dudó un segundo. Su cálculo resulta transparente: cualquier reforma real -una reforma que solo él tenía el poder para llevarla a cabo- equivalía a reconocer el modo abusivo y temerario en que había conducido la economía del país durante años. A conceder que los fusilamientos a los que se resistieron a la implantación del comunismo en Cuba no tenían justificación. O a reconocer ante los que había enviado a difundir el evangelio leninista por el mundo fusil en mano que sus órdenes habían sido criminales e inútiles. O la poca razón que había tenido para fusilar a alguno de sus colaboradores más cercanos y eficaces poco tiempo atrás. En cambio, si conseguía sostenerse en el poder el tiempo suficiente para que pasara la calentura libertaria que trajo la desaparición del bloque soviético el mundo terminaría por darle la razón. La historia lo absolvería. Y con el tiempo de reliquia de una utopía obsoleta se convertiría en profeta de las nuevas huestes de la resistencia al neoliberalismo. Él no se había equivocado, eran los otros los que se habían reblandecido, los que habían traicionado. En todo el mundo se hablaba de la caída del Muro de Berlín, de revoluciones de terciopelo. Cuando se decidió a mencionar por vez primera el derribo del muro de Berlín, dos años después, Fidel Castro le aplicó el término desmerengamiento que implicaba como causa del desastre la blandenguería de los dirigentes comunistas.
Si antes había conducido al país de manera absurda y arbitraria ahora que no representaba otro poder que el suyo propio el Comandante en Jefe decidió hacerlo de manera aun más absurda y arbitraria todavía. Como si, de admitir que se había equivocado en algo, era en no haber sido lo bastante disparatado. No se trataba solo de la contracción brutal que le impuso a una vida cotidiana de por sí precaria. A partir de entonces intentó curar los desastres que sus proyectos faraónicos le habían causado a la economía nacional con otros proyectos igual de monstruosos, igual de ineficaces. Fue en aquellos años que llevó adelante las construcciones para los juegos Panamericanos, los antiecológicos pedraplenes para desarrollar el turismo en los cayos de la plataforma insular. Cuando intentó desarrollar el cultivo de variedades especies de plátanos que nos curaran el hambre o cubrir las carencias alimenticias con hortalizas cultivadas en medio de los edificios en las ciudades. Sí, en las mismas ciudades en las que no podías dejar nada sin encadenar porque te lo robaban. 
El invicto Comandante parecía vivir en un mundo paralelo a nuestras miserias, en el que la única crisis que parecía existir era la del sistema capitalista, donde los únicos que pasaban hambre eran los africanos o el resto de los latinoamericanos, en un país donde apenas había espacio para sus grandiosos planes. Una isla impermeable a la desnutrición, la avitaminosis y las epidemias. Se le veía a gusto con su actitud de Quijote empeñado en enfrentarse a la Historia cuando esta se dirigía en dirección contraria con once millones de Sanchos Panzas a su lado, contrastando la fantasía de su caballero con la realidad. Y sin embargo múltiples detalles desmentían su aparente desconexión con la realidad y nos hacían ver a sus desesperados Sanchos que no solo conocía a la perfección lo que ocurría sino que se esforzaba en que no lo supiéramos. Se rumoraba sobre los escasos funcionarios que se atrevían a contarle la verdad de lo que ocurría para terminar destituídos.
El caso más famoso de los que circulaba de boca en boca era el del ministro de Salud Pública: se atrevió a decirle que las epidemias de neuritis óptica y polineuritis que asolaban el país se debía a la mala alimentación y eso le costó la pérdida del puesto.
Pero quien justifique sus acciones de aquellos días como el empeño de un redentor mal informado se tropezará con el modo enfrentó a los que intentaban escapar de la isla. La manera despiadada con que trataba a los fugitivos y la perfidia con que manejó sus muertes elimina la disculpa del humanismo o la candidez. De conservarse algún respeto por la lógica tendrá que aceptar que lo que primó en aquellas decisiones no fue el bienestar del país sino su apego por el poder. Que ni siquiera era una cuestión de principios -principios absurdos peor al menos constantes- lo demuestra el uso que le dio a aquellos desesperados: lo mismo los mataba para que sirvieran como advertencia al resto que los alentaba a irse para usarlos como arma política contra Estados Unidos. Para salirse con la suya hizo todo lo que estuvo a su alcance. Inclusive matar niños y luego culpar de su muerte a los padres.
Si consiguiera hacer pasar por idealismo la conducta de Fidel Castro en los últimos cinco años en que estuve en Cuba (o en las tres décadas anteriores) sería capaz de cualquier cosa. Pero justo la clave de evitar convertirse en un sociópata es aprender a ponerse límites. 
La única manera de equiparar a Fidel Castro con el Caballero de la Triste Figura sería en el caso de un Quijote perversamente astuto que engaña y manipula a su escudero para conseguir lo que quiere. Y cuando este por fin trata de escapársele lo atrapa, lo tortura y le hace proclarar a los cuatro vientos que está más que satisfecho con acompañar a su caballero. Más que novela sería una pesadilla.

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sábado, 29 de junio de 2019

Fábula de la Diosa y el Tosco


La denuncia de Dianelys Alfonso Cartaya, cantante conocida como La Diosa, de los maltratos físicos continuados que sufriera a manos de Jose Luis Cortés, músico conocido como “El Tosco”, ha servido para que el machismo cubano se muestre en todo su esplendor. No por la denuncia en sí que, aunque perfectamente creíble, se limita al acusado. Ha sido la reacción más o menos unánime del estamento artístico cubano y de buena parte de la sociedad lo que muestra el funcionamiento de ese sistema perverso de abuso que por comodidad llamamos machismo. De un lado están las voces de amigos músicos del artista que han salido a defenderlo. Sus argumentos son básicamente dos:  José Luis Cortés es un gran músico; Dianelys Alfonso Cartaya no lo es. Aparte de la nula pertinencia que tienen las virtudes musicales de alguien para exculparlo de una acusación de maltrato físico (piénsese en Ike Turner, tan gran músico como maltratador) la defensa consiste en reforzar la base que sostiene y alimenta tal abuso: insistir en la pequeñez de la víctima y en la grandeza del victimario.

No menos preocupante es el obstinado silencio del resto de la sociedad empezando por el estamento musical y terminando por instituciones y personalidades que justifican su existencia en la lucha por la igualdad de género. A cualquiera que, para poner en duda la acusación de Dianelys, pregunte ¿Por qué ahora y no antes? bastaría con responderle: porque incluso ahora una acusación de ese tipo en Cuba parece demasiado prematura. Porque después de años de campañas en todo el mundo contra abusos bastante menos graves que los que describe Dianelys Alfonso Cartaya la mayor parte de la sociedad cubana prefiere ignorar esta oportunidad única de enfrentar y debatir un tema tan vital como el abuso doméstico.

Aunque parezca que todos los ciudadanos cubanos carecen de los mismos derechos casos como el de Dianelys recuerdan que allí donde impera el abuso las mujeres suelen encontrarse en un grado mucho mayor de indefensión. Si hay algo que la fábula del Tosco y la Diosa viene a confirmarnos es que incluso a la hora de sufrir la injusticia unas son menos iguales que otros.

domingo, 23 de junio de 2019

“El problema de la verdad no es que sea inalcanzable sino a veces invivible y cuesta aceptarla”*


El escritor cubano analiza algunos temas clave de su novela 'Turcos en la niebla': el derrumbe de las ilusiones, el autoengaño, la verdad y la paternidad. "Todo el mundo tiene su propia postverdad. Hablar de verdad ahora es reaccionario" 

“Tuve una bonita infancia en Cuba. Mis padres eran profesionales: mi padre era botánico en La Habana, uno de los más importantes del país, y mi madre profesora en varias escuelas. Crecí en un barrio que está justo al lado de Buena Vista, un barrio muy popular de casas confiscadas de gente que se había ido de la isla y que se las dieron a personas como mi abuelo. Mi padre tenía un coche con el que recorrimos Cuba, fui un muchacho más o menos privilegiado. Viví en una dicotomía entre la ciencia por parte de mi padre y las letras por parte de mi madre. Al final estudié Historia y empecé a escribir con una mirada sobre la historia. Aunque empecé con el humor. Darme cuenta de lo que era Cuba fue un proceso lento. Incluso cuando con unos veinte años leí 1984, de ‘Orwell’, no me convencía mucho la transformación de Winston tan repentina. Al final, en 1995 salí de Cuba y ahora vivo en Nueva York”.
Y es allá donde Enrique Del Risco (La Habana, 1967) ha escrito sus principales libros. Aunque desde los primeros creados en La Habana ya miraba la revolución cubana con distancia y la brecha en la sociedad que llevaron a que fuera vigilado. Un día se dio cuenta de que no había ninguna voluntad de cambio. En 1995 logró una invitación a Alemania y a su pasó por Madrid decidió pedir asilo, vivió un buen tiempo sin lograrlo hasta que terminó en Nueva York.
En esta primavera ha vuelto por Madrid, la ciudad donde empezó su nueva vida. Vino a recoger el XX Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones por Turcos en la niebla (Alianza). Del Risco creó un mosaico de la historia política y cultural reciente del continente americano y de una comunidad latina en Nueva York a través del drama de un carpintero cubano en Estados Unidos que un día se atrinchera armado para impedir que lo embarguen. Mientras llega la policía la historia se entrecruza con las voces del carpintero y tres amigos: un crítico de arte, un buscavidas y una psicóloga argentina. Voces en el exilio. Países solo en el corazón de cada uno.
Desde la primera línea el lector asiste a un torrente de palabras de un lenguaje rico y con desparpajo y buen ritmo esparcido de humor. Enrique Del Risco aborda temas como el derrumbe de las ilusiones, las dificultades de conocer la verdad o de preferir la vida de espaldas a ella, las máscaras que potencia Internet y la crisis de la paternidad.
Turcos en la niebla llega después de nueve años de que el escritor estuviera dedicado a ella, y de casi tres décadas de escribir. Incluso antes de salir de Cuba escribió con un amigo una historia de su país en cuento que no se publicó. Del Risco sale del país, entre otras cosas, con la ilusión de verla publicada y lo logra en 2007.

“Estoy publicando libros desde el 93, 92… En Cuba publiqué dos libros y gané un premio a nuevos valores.  En aquellos años también tuve mucha vinculación con un movimiento humorístico que hubo en los años 80 y siguen siendo las figuras más importantes en el humor de Cuba. Entonces escribía mucho teatro para esos humoristas. Mi seudónimo era Enrisco, que es como muchos todavía me conocen.

Los dos primeros libros los firmé como Enrisco. Luego empecé a ponerme serio en el sentido de que no escribía para ser cómico, sino que escribía y el texto salía cómico. Entonces decidí firmar con mi nombre completo, Enrique Del Risco”.
En 1995 salió de Cuba. Lo hizo después de varios años de detectar las costuras a un sistema que creía modélico. Tras su paso por Madrid llegó a Estados Unidos donde al comienzo tuvo trabajos de pura supervivencia hasta que entró en una fábrica, después en almacenes y a partir de 1998 empezó a estudiar e hizo un doctorado en la Universidad de Nueva York. A partir de ahí, dice, su vida es sencilla en la universidad.

Turcos en la niebla empecé a escribirla en 2010… El problema es que yo soy un escritor de veranos. Los veranos míos son largos, la universidad termina en mayo y empieza de nuevo en septiembre. Esto es parte de una trilogía. Iba a empezar en orden cronológico, con el siglo XIX, pero no tenía toda la información que necesitaba de Cuba y los cubanos de aquel periodo. Lo que hice finalmente fue empezar a escribir este libro, mientras iba investigando para el otro. Entre medias salieron dos libros más: Siempre nos quedará Madrid, en 2012 que son mis memorias de esta ciudad; y Enrisco para presidente, en 2014, que forma parte de la colección de mis ensayos humorísticos.

Una vez escribo lo que hago mucho es revisar. El proceso de la novela fue bien laborioso, lo hice con cuatro voces, y cada una la escribí por separado para poder mantener el nivel y el tono y después trenzarlas”.
Cada una de las voces es muy diferente y tienen una identidad propia y sólida. Se caracterizan por el desparpajo y la fluidez y la claridad que Del Risco no sabe muy bien de dónde le viene, o sí:

Nunca me he preguntado de donde me viene este estilo, pero a lo mejor viene de que nunca estuve en un taller literario (y lo dice sonriendo). Soy de los pocos autores de mi generación que no pasó por un taller literario. Primero porque no me cogí muy en serio el oficio de escritor hasta tarde. En este es el libro soy menos yo en el sentido de que la voz que se escucha siempre es la de los personajes”.





El escritor Enrique del Risco, en la primavera de 2019, en Madrid. /Fotografía de Lisbeth Salas
En Turcos en la niebla uno de los temas que destaca es el derrumbe de las ilusiones, de los ideales de la gente a la que de pronto la atropella la realidad.

Haber sido un país que durante tantas décadas ha rendido culto a la revolución, que supuestamente es el cambio, ha convertido a ese país en un país de reaccionarios. Porque además de los contrarrevolucionarios de toda la vida están los reaccionarios que dicen estar con la revolución pero al mismo tiempo están en contra de todo cambio. Ahí es muy difícil, en ese medio, hacerse ilusiones… La gente piensa en un cambio y piensa: ‘¿Para qué voy a hacer otra revolución y ver lo mismo que ya pasó?’

Hay miedo a repetir el ciclo y eso ha paralizado a la sociedad muchísimo. Es el miedo a que un cambio lleve a lo mismo que ya se tiene…

Imagínate hacer la revolución, que te maten y termine otro Fidel Castro instaurado”.
Cuba, las ilusiones, la verdad, las mentiras, las máscaras, el anhelo de salir adelante sin perder el carácter caribeño tienen sus ecos en la novela. Otro de los temas es el de la verdad y su manejo. Donde la verdad es que nadie sabe nada.

“Este es un libro de mentirosos. A lo largo de la novela hay un autoengaño de todos. Más difícil que acceder a la verdad es aceptarla y vivir con ella. El personaje principal, Wonder, durante mucho tiempo se da cuenta de que su padre ha sido alguien que no es lo que dice y él lo sabía, pero no lo quería aceptar… Ocurre en la vida.

Hay muchas maneras de enmascarar la verdad y el mundo se está haciendo mucho más sofisticado y, además, está esto de la postverdad. Todo el mundo tiene su propia verdad. Hay un relativismo a escala universal muy fuerte… Hablar de verdad ahora es reaccionario porque la verdad implica que alguien la ha descubierto o que hay una verdad. Mientras que si hay montones de verdades ninguna es verdad del todo, entonces esa relativización de la verdad la convierte en algo evanescente. Pero con lo que estoy trabajando no es con esa idea de que la verdad sea inalcanzable, el problema de la verdad no es que sea inalcanzable sino que muchas veces es invivible y a mucha gente le cuesta trabajo aceptarla”.
Es una idea que a este historiador de formación y escritor en la práctica le interesa. En su novela se aprecia que es el momento de una era, apoyada en internet, que potencia las máscaras y el narcisismo. En Turcos en la niebla el protagonista que se atrinchera armado para que no lo saquen cuenta en su Facetime su historia a quien quiera escucharlo.

“Hablar de verdad suena demodé. En la universidad ya nadie habla de la verdad, ya no se habla de verdad en la academia. La novela también trabaja esa idea del narcisismo. Y es verdad que ahora podemos escoger el medio que nos va a decir exactamente lo que queremos. Más Facebook… el Facebook es el lugar de tu nuevo periódico, vienen tus amigos a decirte lo bonito que tú eres, a aplaudirte, a no sé qué y si no te gusta lo bloqueas. Es el lugar de la autocomplacencia”.
Sobre la verdad de Cuba, Enrique Del Risco lo tiene claro. Lo dice con ironía y una sonrisa:

“La verdad es muy sencilla: la verdad es que llevan más de sesenta años con la misma gente en el poder, es una dictadura… No sé hasta qué punto ahí puede haber autoengaño. Ocurre lo mismo en Venezuela con Nicolás Maduro y otros países…

La cuestión ya no es tanto descubrir la verdad y aceptarla, sino la vergüenza de haber perdido tu vida en eso. En el caso de Cuba algunos amigos cuando uno los confronta con la realidad de sus ilusiones lloran y dicen ‘coño, para que me has roto ese sueño; yo necesitaba ese sueño’.

Uno puede entrar en detalles y decir bueno… Cuba es un sistema fallido, represivo, autocrático y totalitario… Y esa es la verdad. Pero esta novela no trata de mostrar eso”.
Turcos en la niebla lo trasciende, es una aproximación a unas vidas fuera de sus países. También está la paternidad.

En la paternidad está el tema de las generaciones, de las tensiones generacionales, el tema del modelo, de si el padre constituye un modelo o no, está el tema del paso del tiempo, la idea de un conocimiento acumulado, una experiencia. Y está el tema de la autoridad. Todo eso está en cuestión en la novela. Todos los personajes tienen algún tipo de problema con el padre.

Yo no tuve que esperar a que viniera esta ola feminista para ver el patriarcado como error. Toda esa gente, de alguna manera, es víctima de ese patriarcado. Si hay extremismo feminismo por otro lado ese es otro tema… Y si se dice que todos los hombres son malos por ser hombres eso me parece un horror y me parece la repetición de todos los racismos y todos los sexismos. Fuera de eso, el patriarcado es un modelo fallido y con eso de que los hombres no lloran pero sí maltratan pues…”.
De todo esto trata Turcos en la niebla que desde sus primeras líneas recoge el pasado, el presente y aventura el futuro:

“Wonder:

Mi vida podría terminar en unas horas, pero lo que me calienta la sangres e sla sensación de que no ha empezado todavía. Que nunca va a empezar. Así que, cuando un francotirador de los SWAT consiga reventarme la frente de un balazo, va  a ser una especie de aborto. Como matar a alguien que no ha nacido todavía”.

Tomado de WMagazín.

viernes, 14 de junio de 2019

"Chernobyl" y la lengua

Otro que piensa más o menos lo mismo que decía yo el otro día sobre "Chernobyl":

"In the USSR, power was a direct product of language, and language was the only tool that could convince someone to talk about themselves as lacking freedom. The writer of 'Chernobyl' has, understandably, failed to catch the narrative structures that programmed Soviet people – their reality was not only a matter of official documents or chronology. A person born to freedom could never imagine the motives of somebody who was born in fear and slavery. Such a screenwriter can make actors repeat what was said or done, but they will never understand why it was said or done like that"