A continuación el texto que leí el sábado pasado en la Feria del Libro Hispano Americano de Jackson Heights, Queens, New York para presentar mi libro “¿Qué pensarán de nosotros en Japón?”. Si la segunda mitad les resulta conocida es porque es un refrito de un texto que presenté hace un tiempo en este blog.
El sueño de Bolívar
“Este es el sueño de Bolívar” me dijo un amigo con el tono situado en el punto exacto entre el entusiasmo y la ironía cuando desembarcó la semana pasada en mi barrio en New Jersey. Era natural que llegara con ademán de explorador en tierra incógnita una hora después de haber zarpado del Village donde la presencia latinoamericana sólo adquiere cierta densidad en las cocinas de los restaurantes. En mi barrio, como en buena parte de Queens, conviven latinoamericanos de todas las naciones y diferentes niveles de inadaptación a los Estados Unidos. El sueño de Bolívar: latinos compartiendo espacios sin demasiados problemas fronterizos. Después de todo no está mal. Porque no nos engañemos: el sueño de Bolívar suele producir monstruos. Piénsese en ciertos apellidos. Perón, Castro, Guevara, Chávez. Pinochet y Videla unidos por la Operación Cóndor. En cambio, poder disfrutar en una misma cuadra tacos, pupusas, churrascos y ceviches se adapta mejor a una dimensión humana de la felicidad. Siempre que se habla de Latinoamérica recuerdo a Borges, el ciego, que al tantear nuestra incierta realidad decía:
“Yo no creo que Latinoamérica exista. Pienso que es una especie de haraganería, de comodidad [...]. Hablar de América Latina es una generalización que no corresponde a la realidad. Latinoamérica es una superstición y la literatura latinoamericana otra superstición.”
Advierto que no he venido a combatir supersticiones. No tengo madera de inquisidor. Ni siquiera antorchas. Apenas quiero advertir que esa superstición de Latinoamérica está en peligro como lo está el elemento que justifica esa ilusión. Y ese factor de identidad no es el idioma común (que muchas veces sólo sirve para entender mejor los insultos mutuos), o el catolicismo, o los discursos de nuestros próceres; o los pactos comerciales siempre esperanzadores y siempre infecundos.
Lo que siempre ha imantado a Latinoamérica, lo que le ha dado su sentido desde el río Bravo a la Tierra del Fuego ha sido –no nos engañemos- el rencor hacia los Estados Unidos, un rencor abonado por invasiones, amenazas y desaires y también por nuestros propios fracasos. Pero nunca como antes ese pobre factor de unidad se ha visto tan en peligro como hasta ahora. Es difícil que un continente mestizo vea sin simpatía a un país que ha pasado de la segregación más brutal a elegir a un presidente negro y que no descartaría ser regido mañana con alguien de apellido González. Un país que va camino a ser el segundo en número de hispanohablantes y en el que casi cualquier latinoamericano tiene un tío o un primo cuando no lo habita él mismo.
Latinoamérica, esa superstición, debe redefinirse a sí misma y para su redefinición los discursos tribales, unitarios en apariencia, no hacen otra cosa que multiplicar nuestras brechas. Prefiero pensar que la supervivencia de la noción de Latinoamérica requiere ante todo de la voz de cada uno como individuo. Una voz que hable desde nuestra estricta soledad y desde ella comunique nuestras experiencias más decisivas. Desde la misma voz que se hace la literatura. Pero a pesar de eso, las palabras de los escritores latinoamericanos han sido casi siempre las palabras de la tribu, el modo de sumergirse en lo colectivo, llámese familia, nación o la manera que elijamos para llamarle a un trozo variable del continente o a éste en su totalidad. Una manera de olvidarnos, en suma, de un yo infinitamente débil. O por tener en cuenta esa debilidad del individuo, buscar amparo en lo colectivo, allí donde todo toca a menos, y recibir a cambio el alivio de sentirnos menos responsables de ese destino global. […] Quiero decir que la soledad es esa condición básica para pasar de un lenguaje mítico y tribal a la lengua desangelada pero universal del individuo. Quiero decir que no nos dejemos engañar por algunos de los títulos más ilustres de la literatura del subcontinente –los Cien años de soledad de García Márquez, o El laberinto de la soledad de Paz-, con sus multitudinarias soledades, porque la verdadera, la del individuo, ha sido hasta no hace mucho un territorio casi virgen. Ella aparece con alguna frecuencia en la poesía (Vallejo antes que Neruda) pero mucho menos en la prosa. José Martí, en un momento de debilidad (o de fuerza suprema), confiesa tener dos patrias. Cuba era la más obvia. Su otra patria era la noche, ese antiguo sobrenombre de la soledad.
Quizás lo raro no sean las alusiones latinoamericanas a la soledad sino el acomodamiento tranquilo a ella, a su costado lúcido y fecundo. Por eso es tan poco frecuente que un escritor de estas tierras diga como el poeta contemporáneo Jorge Salcedo “Mi patria me desvela y me enfrenta a medio mundo, pero mis únicas heridas me las he infligido yo”. Sólo desde un gesto así, despojado de coartadas colectivas, se puede situar al individuo como centro de un universo y rearticular sus relaciones con éste desde la mayor autonomía posible.
“¿Qué pensarán de nosotros en Japón?” –el libro que vengo a presentar hoy y que todavía no he mencionado- es, entre sus varias posibilidades, un libro secreto sobre eso que llamamos con pereza “lo latinoamericano”. Secreto porque evita lo escandalosamente obvio que encierra el concepto y prefiere sumergirse en unas cuantas soledades que juzgué interesantes. La de un estafador sudamericano con verborrea de Tarantino que se enfrenta a una situación de las que Borges ha marcado con su sello: aquél a quien el estafador piensa chantajear termina confesándole que padece la maldición de ser inmortal. También está la historia de los desencuentros entre un padre y un hijo en el metro de Nueva York que termina con un encuentro más o menos sangriento, más o menos redentor. O la de un poeta aspirante a guerrillero –inspirado en el salvadoreño Roque Dalton- que sueña con un juicio en el que sus compañeros lo condenan a muerte y no acierta a comprender el significado de su sueño que luego demuestra ser demasiado literal. También en “¿Qué pensarán de nosotros en Japón?” aparece la soledad de un editor español que acosa a un albañil centroamericano para que cumpla con su anhelo de descubrir al nuevo valor de la literatura inmigrante en la metrópoli. Y tanta misantropía culmina en la historia de dos amistades que se entrelazan en “Zihuatanejo”, un relato cuyas dimensiones lo acercan más a una novela corta. En él se cuenta la relación entre dos antiguos condiscípulos que se reúnen años después lejos de su país, y la amistad del bibliotecario de un sitio remoto y provinciano y de un asaltante de bancos que en la cárcel se ha convertido en fanático de Nietzsche, el filósofo de los desesperados.
Si me pidieran definir el sentido final de este libro me vería obligado a mentir porque un libro no debe resignarse a dar fin a su sentido. Pero de todas las mentiras que se me pueden ocurrir la más honrada sería esta: sólo desde la soledad puede asumirse la existencia como un asunto personal y no como algo sobre lo que hay que culpar al mundo. Sólo desde esa soledad se puede empezar a ser. Cualquier cosa. Incluso latinoamericano. Una condición en la que alcancemos el equilibrio entre las circunstancias y el yo, y en la que hacer nuestros, finalmente, dolores y placeres. Por eso la respuesta a la filosófica pregunta de ¿Qué pensarán de nosotros en Japón? –tan cargada de inseguridad existencial- es para mí ésta: no sé ni me importa si antes no intentamos responder qué piensa cada uno de nosotros de nosotros mismos. Por todo esto acepté con placer y entusiasmo la invitación a hablar de este libro aquí en Jackson Heights, un lugar donde el sueño de Bolívar se hace finalmente habitable. Donde en medio de la soledad no podemos quejarnos de falta de compañía.