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miércoles, 13 de mayo de 2020

Educación y desyerbe


Persiste, a pesar de su realidad, la creencia de que las escuelas al campo fueron, con todo y sus fallas, un proyecto educativo. Bueno, para eso son las creencias: para persistir más allá de los hechos. Lo real es que durante toda la década del 60 el Estado andaba tratando de resolver el problema que él mismo se había creado al apropiarse de tres cuartas partes de la tierra en Cuba sin tener con quienes ponerla a producir.

En el discurso del 13 de marzo de 1969 (y sobre el que le agradezco a mi amigo Ernesto Fumero haberme alertado) Fidel Castro declara.

"La consigna de la reforma agraria se puede considerar una consigna dentro de una revolución que debe ser reformada, a más claramente: dentro de una sociedad que debe ser revolucionada. Y cuando la sociedad es realmente revolucionaria, entonces todas aquellas ideas que podían considerarse reformas, concebidas en un momento determinado, quedan absolutamente anticuadas para las necesidades reales que una sociedad revolucionada presenta".

Era su manera naturalmente discreta de reconocer que su reforma agraria había sido un perfecto desastre. El Estado había conseguido reunir toda la tierra posible pero ahora no tenía mano de obra. Me repito a la confesión del propio culpable: "lógicamente, las filas de macheteros no se han ido nutriendo estos años”. 

¿Cómo resolver el problema?

Primero lo intentó usando el trabajo agrícola como castigo.

Y creó las UMAP.

Pero vio que no era bueno.

Nunca en la historia de ese país debió haber gente peor dispuesta a cortar caña, desyerbar surcos. Y pese al celo con que se los recogía por todo el país no había homosexuales o testigos de Jehová suficientes para cultivar tanta tierra.

Y encima estaba el escándalo internacional agravado por los aviones espías yankis invadiendo la privacidad de la agricultura revolucionaria y tirando fotos de los campamentos de reclusos. Y hubo que desmantelar las UMAP.

Hubo que intentar otro acercamiento al problema. ¿Y si se presentaba el trabajo agrícola como un honor y un deber en vez de como castigo? ¿como una de esas contradicciones con las que el marxismo de manual le gustaba tanto lidiar? ¿Y si en vez de a lo peor de la sociedad socialista se le encargaba como misión a su mejor parte? ¿No se habían creado inmensos planes educativos? Pues nada más lógico que fueran los propios estudiantes los que corrieran con los gastos pagándolo con su esfuerzo productivo. 

"La contradicción entre las necesidades del subdesarrollo y la del estudio -dijo Fidel Castro en el discurso antes citado- se va resolviendo en la misma medida en que se va introduciendo el trabajo combinado con el estudio”. Y una vez descubierta esa solución que prometía autofinanciarse el Comandante desató su imaginación, tan audaz como la de la lechera de la fábula. “Hoy existe la escuela al campo, y en el futuro existirá la escuela en el campo. Las secundarias rurales estarán en el campo, y pronto comenzaremos a construir las primeras secundarias rurales en el campo. Ello contribuirá a resolver esa contradicción, de manera que la enorme masa de cientos de miles de jóvenes que realicen los estudios secundarios, lo harán en instituciones donde combinarán el estudio con un tipo de actividades productivas posible a esa edad".

¿No era eso maravilloso?

Pero no todo podía reducirse a un cálculo puramente económico como haría un sucio capitalista. Y porque era consustancial a la naturaleza del estratega buscar concebir muchos beneficios al mismo tiempo para cada uno de sus planes. El trabajo en sí mismo sería un instrumento educativo pero además ayudaría a eliminar las diferencias entre el trabajo manual y el intelectual. Los estudiantes trabajarían por las mismas razones por las que los obreros debían estudiar: para que en la sociedad socialista se fueran eliminando las diferencias entre unos y otros. Y hasta marxista se sentía el Comandante cumpliendo con “esas ideas que fueron esencia del pensamiento marxista:  la combinación del estudio y del trabajo, la combinación del trabajo intelectual y el trabajo manual, no son simples frases:  son ideas que contienen la esencia de la sociedad del futuro”. Solo faltaba encontrar una frase de Martí que calzara todo el tinglado y por supuesto se encontró: “Escuela no debía decirse sino talleres. Y la pluma debía manejarse por la tarde en las escuelas; pero por la mañana, la azada”.

Veinte años después, en lo peor de la crisis de los 90, el Estado se vio obligado a algo que había evitado hasta entonces por todos los medios: cederle tierras a los campesinos las tierras que tan celosamente había cumulado hasta entonces, aunque fuese en usufructo. Fue entonces todavía más evidente lo improductivo que había sido el experimento agroeducativo. Y a partir de aquellos años han ido desmontándolo con discreción. Las escuelas al campo se han eliminado sin que nadie haya protestado porque a sus hijos los priven del acceso a las virtudes pedagógicas del desyerbe manual o la siempre de bejucos.  


P.D.: Al parecer la bonita tradición de las escuelas al campo se conservaban al menos hasta el 2015 en Camaguey al punto que algún periodista nostálgico se quejara de que comparada con la que le tocó en sus tiempos aquello parece más bien “un campismo en Shanghái.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Sentimiento


Me dejan este comentario en el post anterior:
"La Lenin no deberia dejar de existir incluso aunque cambie el gobierno y la politica. Si bien es un simbolo de la Cuba subvencionada de los años 80, tambien lo es de la juventud de muchisimos cubanos, donde escucharon a los Beatles por primera vez o dieron el primer beso, ojala se salve y en un futuro sea una escuela realmente de elite"
Se trata de una buena muestra de lo que llamo castrismo sentimental. (Y que me disculpe el comentarista por tomarlo de ejemplo). Se desprecia el régimen pero más los lazos sentimentales que va creando la vida dentro de este quedan intactos. Se condena su dimensión represiva pero se añoran las canciones de Silvio, comidas o programas de televisión más bien infames y la miserable tarequería que engendraba el sistema. Y todo es perfectamente comprensible, como comprensible sería la nostalgia que el preso sienta por la cuchara con que comía y se defendía en la cárcel.

Y ahí está otra diferencia entre el totalitarismo y una dictadura cualquiera. Mientras esta última se limita a ejercer el poder político y, si acaso, económico, el primero, al intentar transformar la vida de sus súbditos, de marcar cada espacio -social, privado y hasta íntimo- con su impronta, crea toda una cultura, una manera de existir. Y quien pide proteger cierto edificio en nombre de sus nostalgias no se detiene a pensar en cuántas otras construcciones realmente valiosas desaparecieron ante la furia destructiva de los edificadores de un mundo nuevo. Y con ellas las vidas reales de generaciones previas. Nos ofrece la oportunidad de pensar sobre cuánta destrucción se erigen nuestras actuales nostalgias.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Del fascismo como una de las bellas artes

"Por amor se está hasta matando" (“Cuba va”); "te doy una canción con mis dos manos, con las mismas de matar" (“Te doy una canción”); "se aprende que matar es ansias de vivir" (“Un hombre se levanta”). Es lo que llamo una educación sentimental fascista, esa que tuvimos nosotros. Porque mientras el discurso más oficial se atenía a la letra de “La Internacional” que abogaba por eliminar la opresión los compositores de aquellas canciones que acompañaron nuestra infancia y adolescencia como discurso al mismo tiempo oficioso y contestatario no se hacían ilusiones. No bastaba con abolir una abstracción, la de la opresión misma. Había que matar. A los opresores, a sus sirvientes y, si era posible, a todo el que le pasara cerca. Aquellos cantautores venían a subsanar una de las mayores limitaciones del discurso comunista: no hablar claro. Cuidadoso de las formas y con toda la humanidad como público potencial el comunismo apenas se resignaba a buscarse enemigos de clase: todo el resto de la humanidad era su natural beneficiaria. El fascismo -nacido justamente para contrarrestarlo- es un comunismo cínico. Un comunismo que se asume con sus limitaciones y su violencia esencial y sin hacerse demasiadas ilusiones: más le valía a la humanidad que se alineara a su lado porque con el resto iba a ser implacable.
De ahí que en los márgenes del discurso comunista del castrismo clásico empezara a surgir este discurso sin ambages. Donde el buenismo comunista (atenuado por el pragmatismo rabioso de Lenin) no llegaba se apelaba al discurso de regusto fascista. Donde el “Proletarios de todos los países ¡Uníos!” o el “Pioneros por el comunismo: seremos como el Che” se tornaban difusos e impotentes se apelaba a la barbarie del “Si avanzo ¡sígueme!, si me detengo ¡empújame!, si retrocedo ¡mátame!” o el caudillista “Cuando sea, donde sea y para lo que sea Comandante en Jefe: ¡Ordene!”. La letra chiquita del nuevo contrato social incluía ingentes cantidades de sangre, una sangre que solo el discurso fascista podría conciliar a plenitud. (Ojo: esas frases con las que hoy identificamos al stalinismo al estilo de “La muerte de un hombre es una tragedia. La muerte de millones, estadística” son falsas atribuciones, o en el mejor de los casos, lapsus al margen del habla pública). El fascismo, ese romántico intento de conciliación entre el asesinato y la esperanza tenía que provenir desde sus márgenes. Ya fuera de la boca de ese paladín descartado que fue alguna vez el Che Guevara antes de integrarse de lleno al culto una vez muerto (“el odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar") o en el de intelectuales tratados por mucho tiempo con suspicacia y desprecio.
De esos últimos el cantautor Silvio Rodríguez es sin dudas el caso más ejemplar. Su destierro -temprano aunque provisorio- del favor oficial no solo creó a su alrededor de un halo de rebeldía y resistencia un tanto exagerado. Silvio, luego de ser aceptado inicialmente como ejemplo de hombre nuevo descubrió muy pronto que en ese mundo nuevo “vivirle a la vida su talla tiene que doler”, que ser uno mismo es una tortura (en otra canción bajaría "el precio de ser uno mismo" a simple angustia), y que “nuestra vida es tan alta, tan alta/ que para tocarla casi hay que morir/ para luego vivir”. O ese final de la propia “Oda a mi generación” que transmuta la obediencia absoluta en acto heroico al proclamar: “sé que hay que seguir navegando/ sigan exigiéndome cada vez más/ hasta poder seguir, hasta poder seguir,/ o reventar”. A ese Silvio atormentado acudíamos los jóvenes y revueltos creyentes en la altura inalcanzable de esa vida a buscar todo lo que el discurso oficial nos negaba: el sexo, la muerte, las dudas, la desesperación, la rebeldía. Una rebeldía que resultaba a la larga una reconciliación de todo lo inconciliable: el paraíso y el miedo; la esperanza y la delación; la alegría y el crimen; el ansia de libertad y la sumisión. Dicotomías que solo podían resolver el masoquismo y la esquizofrenia. O la poesía. Soluciones oficiosas al gran problema del comunismo: cómo imponer cierta idea de la armonía universal al mayor número de gentes sin necesariamente contar con ellas.
El fascismo es la solución a dicho problema en la forma de romanticismo cínico. Uno que concilia contrarios sin hacerse ilusiones: o sea sometiéndolos unos a otros. Esa alquimia táctica que es la poesía en tiempos de Revolución se encargará de mutar una cosa en su contrario: la muerte en vida, el odio en amor, la cobardía en valor, la opresión en libertad. A cambio se le permite mencionar libremente la muerte, el odio, la cobardía y la opresión con la convicción y el desenfado de los profetas. (En nuestro contexto fue el poeta Emilio García Montiel de los primeros en desnudar tal operación en aquellos reveladores versos: "yo imitaba a los héroes con la vieja confianza que da la mansedumbre/ con su oscura prudencia"). Ese comunismo descarnado que es el fascismo -una vez convenido que relaciones de propiedad e ideología son la epidermis de un mismo afán de dominación- es lo que en medio de la aridez del comunismo original atrae a los elementos más díscolos y los ímpetus menos controlables de cada sociedad. (Visto al revés el comunismo vendría a ser un fascismo hipócrita). En favor de las autoridades cubanas hay que reconocer qu se requiere de cierta dosis de pragmatismo, cierta amplitud de miras, para que aceptaran, en medio de la ortodoxia ideológica que alguna vez reinó, la morbosa franqueza de este discurso. Sin embargo una vez que desde el poder se reconoce que esa alquimia fascista no es más que la lógica secreta de su discurso público se entiende al fin que es el medio más eficaz para reemplazar los viejos mandamientos por las nuevas normas que él mismo promueve. Sobre todo aquellos mandamientos que nos prevenían contra impulsos tan antiguos como codiciar bienes ajenos, robar o deshacerse del tabú que persiste en contra del asesinato. Es el sentimentalismo brutal de las metaforas que citaba al principio el que consigue que el sometimiento a la férrea lógica del totalitarismo suene como algo indómito y glorioso.

Fragmentos de "Los comandos del silencio", la serie "infantil" dedicada al movimiento Tupamaro que usó como tema principal la pieza "Un hombre se levanta":

domingo, 16 de noviembre de 2014

Sobre el kitsch político

Hacia el final de la presentación de “Enriscopara presidente” en Nueva York hablábamos sobre lo que yo llamo lo castrismo sentimental que no es más que una variante nostálgica -pero por ello mismo persistente- de lo que Milan Kundera ha llamado el kitsch totalitario. El artista Geandy Pavón preguntó entonces si el anticastrismo no era también kitsch a lo que respondí que por supuesto, que no podía esperarse otra cosa de algo que se define así mismo a partir de otra cosa que es de por por sí profundamente kitsch como el castrismo. Fue una manera de reconocer algo bastante obvio desde el propio título de mi libro y es que “Enrisco para presidente” es también -con sus falsos programas políticos, sus estrafalarios diseños de una “Nueva Cuba”, sus clasificaciones de los diferentes tipos de anticastristas- aunque en menor medida una sátira contra el kitsch de la oposición. Y si digo “en menor medida” no es porque la oposición de por sí tenga menos predisposición al ridículo, a la cursilería que arrastra todo acto político, sino porque su carácter alterno, marginal incluso, lo hace menos opresivo. Igualar por tanto un kitsch con otro es un gesto además de injusto, pérfido, como lo puede ser otorgarle al asesino la misma compasión que extendemos hacia las víctimas. Dejemos que Kundera lo diga mejor:

“El kitsch es el ideal estético de todos los políticos, de todos los partidos políticos y de todos los movimientos. En una sociedad en la que existen conjuntamente diversas corrientes políticas y en la que sus influencias se limitan o se eliminan mutuamente, podemos escapar más o menos de la inquisición del kitsch; el individuo puede conservar sus peculiaridades y el artista crear obras inesperadas. Pero allí donde un solo movimiento político tiene todo el poder, nos encontramos de pronto en el imperio del kitsch totalitario”

Si se atiende a la definición básica que da Umberto Eco del kitsch como “comunicación que tiende a la provocación del efecto” se entiende por qué los políticos no podrían vivir sin este. La política, tal y como es entendida en estos tiempos, es el arte de la creación de efectos en las masas para moverlas en determinada dirección. Pero tampoco el resto de los seres humanos puede prescindir del kitsch. Hay circunstancias que requieren cierto abandono de las exigencias estéticas para poder ser disfrutadas confiando en los instintos más elementales y más auténticos de nuestra humanidad. Ya lo advirtió Fernando Pessoa: 

Las cartas de amor, si hay amor,/ tienen que ser/ ridículas./Pero, al fin y al cabo,/ sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor/ sí que son/ ridículas”.

Parafraseando a Pessoa podría decirse que toda acción política tiene que ser ridícula. ¿Cómo podría inducirse a un grupo a adoptar determinada actitud si no es a través de “intuiciones, imágenes, palabras, arquetipos, que en conjunto forman tal o cual kitsh político”? Y en ello el repertorio que compone el kitsch disidente cubano no es demasiado distinto de otras variantes de kitsch político. Su núcleo lo constituyen palabras tales como “democracia”, “libertad”, “pueblo”, “hermanos”, “esbirros”, “dictadura”, “tiranía”, “cadenas”, “torturas” que no necesariamente son falsas pero cuyo abuso van depreciando su sentido, falseándolo. 

Lo peor del kitsch no es la exageración original del mensaje o las impresiones que nos causa sino la fruición con que nos tratamos de convencer de que esa falsificación original es auténtica. La exageración pasa de la búsqueda pragmática de exaltación momentánea en pos de un objetivo concreto a un engaño o autoengaño permanente. Es el momento de la segunda lágrima de Kundera. Primero se llora ante la visión de unos niños corriendo alegres: “La primera lagrima dice: ¡Qué hermoso, los niños corren por el césped!”. En cambio “La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped!”. Esa falsificación de segunda mano que se regodea en la exageración original de los sentimientos es lo que convierte al kitsch en un círculo vicioso del que se hace casi imposible escapar. Como reconoce Pessoa en el famoso poema: “La verdad es que hoy mis recuerdos/ de esas cartas de amor/ sí que son/ ridículos”.

Negar al kitsch por completo es negar nuestra propia humanidad, aunque no sea en su mejor versión. Tan peligroso es regodearnos en nuestras debilidades como pretender  que podemos prescindir de ellas.

“Esa canción le emociona, pero Sabina no se toma su emoción en serio. Sabe muy bien que esa canción es una hermosa mentira. En el momento en que el kitsch es reconocido como mentira, se encuentra en un contexto de no-kitsch. Pierde su autoritario poder y se vuelve enternecedor, como cualquiera otra debilidad humana. Porque ninguno de nosotros es un superhombre como para poder escapar por completo al kitsch.  Por más  que lo despreciemos, el kitsch forma parte del sino del hombre”


Pretender no engañarnos en absoluto es el inicio de un engaño mucho mayor y más perverso. Más humanamente realizable, mucho más honesto, sería aspirar a engañarnos lo menos posible. Y un buen principio sería imponernos como principio elemental que por justa que nos parezca nuestra lucha y limpios nuestros ideales no nos está permitida cualquier exageración, cualquier violación de una idea más o menos básica de decoro. Que por mucho que nos enfrentemos a una feroz y sangrienta tiranía castrocomunista que se ensaña con nuestros heroicos y pacíficos hermanos de lucha el daño que le podemos infligir a esa misma idea de decoro puede ser permanente.

[continuará, cuando pueda]

viernes, 11 de abril de 2014

El totalitarismo y los cubanos

De vez en cuando uno se ve envuelto en discusiones sobre temas que pensaba que estaban fuera ya de toda dimensión debatible, como si alguien insistiera en que dos más dos es igual a cinco o que la tierra es plana y está montada sobre cuatro elefantes que a su vez se encuentran parados sobre una tortuga. Tales discusiones que serían inútiles e improductivas pueden tornarse interesantes –aunque sin dejar de ser inútiles e improductivas- si el interlocutor consigue situar en medio de la discusión una pregunta que nunca nos hemos hecho. Tal es el caso del debate sobre si el castrismo instauró o no un régimen totalitario. Para mucha gente, sobre todo si habita en la academia -ese sitio tan sensible a las modas pero al mismo tiempo tan resistente al cambio real- tal noción le resulta incómoda ya sea por una cuestión sentimental (alguna vez se tuvo simpatía por un régimen que de resultar totalitario podría dejar mal parada –retrospectivamente- su lucidez política) o por resistencia a ampliar un canon que antaño estuvo reservado para el nazismo y el estalinismo. (Recordar que la propia Hannah Arendt no incluyó en su estudio la China maoista pese a sus grandes logros en materia de totalitarismo). Tal discusión podría ser despachada con el vulgar recurso de asomarse a wikipedia y contrastar la definición que allí aparece con la realidad cubana:

“Los totalitarismos, o regímenes totalitarios, se diferencian de otros regímenes autocráticos por ser dirigidos por un partido político que pretende ser o se comporta en la práctica como partido único y se funde con las instituciones del Estado. Estos regímenes, por lo general exaltan la figura de un personaje que tiene un poder ilimitado que alcanza todos los ámbitos y se manifiesta a través de la autoridad ejercida jerárquicamente. Impulsan un movimiento de masas en el que se pretende encuadrar a toda la sociedad (con el propósito de formar una persona nueva en una sociedad perfecta), y hacen uso intenso de la propaganda y de distintos mecanismos de control social y de represión como la policía secreta

Yo los invito a buscar siquiera un signo gramatical que se aparte de la descripción general del castrismo. Pero mi interlocutor no tuvo nunca fuertes lazos sentimentales con el castrismo y es un tipo demasiado inteligente para ser despachado con una definición de diccionario. Para empezar tiene su propia definición -platónica- de totalitarismo, tan exigente en sus efectos en las sociedades que ni siquiera la Norcorea de Kim Il Sung alcanzaría a adecuarse a tales requisitos. No niega las intenciones totalitarias del castrismo pero sí que cuestiona su capacidad para llevarla a cabo o más bien la del pueblo cubano para adaptarse a estas. Como si algo tuviera el trópico que nos impidiera ser totalitarios lo que implica, a mi entender, avanzar unos cuantos pasos en esa peligrosa tendencia cubana a creernos únicos en la faz de la tierra. Pero lo que de veras me interesó en la discusión fue su pregunta de para qué calificar de totalitarismo a un régimen como el de Cuba: ¿realmente aporta alguna claridad conceptual o simplemente no hace otra cosa que nublar nuestra capacidad de entendimiento? Y esa cuestión, lo reconozco, tiene bastante más validez que la de demostrar que la tierra no descansa sobre los lomos de cuatro elefantes.
Sí, porque ¿qué sentido tiene hablar de totalitarismo más allá de esa carrera de victimismos que es el género de la denuncia? ¿Qué nos aclara? ¿Para qué sirve? Y eso nos remite al desarrollo del concepto de totalitarismo y intención de aclarar que más allá de las aparentes diferencias ideológicas entre el nacional socialismo y el comunismo ambos respondían a una idéntica dinámica de poder desconocida hasta entonces por la sociedad moderna (aunque similar, añadiría yo, a los estados teocráticos del pasado) y causaban efectos igualmente inéditos en las sociedades que dominan. Yo voy un poco más allá y tengo la convicción de que el nacional socialismo fue un intento de combatir al comunismo con sus propias armas, de crear un sistema y una ideología igualmente avasalladora pero preservando la propiedad privada aunque supeditando el capital a los grandes proyectos estatales. O sea, un régimen que se encargaba de revelar de una manera indirecta que la esencia del comunismo no era su supuesta vocación redistributiva o la propiedad común sobre los medios de producción sino su ambición de control de la sociedad a todos los niveles y su carácter represivo.  
La aplicación del concepto de totalitarismo por tanto ayudaría en un caso como el cubano a sentirnos menos excepcionales, a sentirnos acompañados en un horror que en una época abarcó a casi la mitad de la humanidad, a entender la dificultad que entraña entender un fenómeno mucho más complejo que las autocracias tradicionales y sobre todo a entender la supervivencia del castrismo como régimen pero sobre todo como modo de vida y visión del mundo más allá del régimen mismo y su capacidad hasta para intentar exportarlo como ocurre ahora mismo en Venezuela. Pero no sólo eso: también explica la esquizofrenia que genera en los que han vivido bajo este y la absoluta falta de comprensión por parte de los que no lo han experimentado y nos hace entender fenómenos tan opuestos a la lógica habitual como la nostalgia poscomunista u otras variantes del masoquismo de lo que he dado en llamar el “castrismo sentimental”. 
Y eso no es fácil reconocerlo para mucha gente que se defiende de la idea de haber vivido bajo el totalitarismo en nombre de aspiraciones tan respetables como la cordura y la lucidez pero, como con todo padecimiento profundo y adictivo, el primer paso estriba no en negarlo sino justamente en asumirlo. Como en cualquier reunión de Alcohólicos Anónimos nada más decisivo que pararse frente al resto de la audiencia y declarar: “Mi nombre es fulano de tal y soy producto de un régimen totalitario”. Sólo a partir de ese momento es posible la comprensión y la cura aunque sólo sea porque la primera es parte decisiva de la segunda.  

lunes, 3 de octubre de 2011

El perfil de la mediocracia

Se insiste en los últimos tiempos en hablar de una clase media en Cuba. No se trata de esos arribistas de última hora que vendiendo croquetas y estirando pelos intentan ascender en la resbalosa escala social cubana sino de los que llevan rato intentando –por medios estrictamente legales- afirmarse en la pirámide justo debajo de los aristócratas que ganaron sus marquesados a tiro limpio en la Sierra Maestra y de su extensa descendencia. Hablo de artistas, empleados del turismo, pioneros del alquiler de habitaciones o casas a extranjeros, funcionarios reconvertidos al capitalismo light entre otras ocupaciones que demandan ciertos privilegios derivados de una relación cordial y fluida con el poder. Llamarlos “clase media” sería una imprecisión en un país donde el medio lo ocupa un profundo vacío. Definirlos como mediocracia es mucho más justo y estos son algunos de sus rasgos más notables.

-Carecen de programa o manifiesto ideológico a excepción quizás de la película “Habanastation” que les ha permitido convencerse que en Cuba habitan los marginales más bondadosos y educados del universo con los que podrán vivir en armonía siempre que haya una pantalla –de cine o de computadora- por medio.

-Creen firmemente en la meritocracia que es el modo de convencerse de que todos los beneficios de que disfrutan se deben únicamente a sus esfuerzos y no a privilegios otorgados por buena conducta.

-No son castristas. El apellido Castro apenas le recuerda un pasado lejano, posiblemente un catcher pinareño. Ah y también al de la directora del CENESEX, una tipa buenagente y cool cantidad.

-No obstante conservan con la dedicación nostálgica de los coleccionistas todas las señas de identidad del castrismo sentimental: una profunda espiritualidad en oposición a las vulgares exigencias del mercado; antiamericanismo militante y abstracto; terca afición por “la canción que comprometa su pensar” (puede incluirse a Ricardo Arjona aunque no es obligatorio); definida división del mundo en izquierda y derecha en que por supuesto se alinean con la primera. Sienten una profunda simpatía con los oprimidos de todo el mundo y un estilo de vida acorde a sus convicciones: pacientes acumuladores de cuanta pacotilla exista no les molestaría compartir barrio con un negro siempre que este haya sido nominado al premio Grammy al menos una vez en la vida. Deportistas no porque a esos les gusta poner reguetón a todo meter y a toda hora.

-Son nacionalistas por gusto y cosmopolitas por necesidad. Si viajan cada vez que pueden es para comprobar por efecto del contraste la profunda justicia del sistema cubano -a pesar de ciertos defectos que son los primeros en reconocer- y lo mucho que extrañan los frijoles negros y a la gente del barrio. No se imaginan viviendo fuera de Cuba porque eso los privaría de su fuente de inspiración aunque sea para alquilar habitaciones. Les parece una lástima que al resto de la gente en Cuba no la dejen salir para que llegaran a las mismas conclusiones.

-En política son decidida y firmemente neutros. El único partido que apoyan y por el que votarían si tuvieran oportunidad de hacerlo es el Partido Demócrata norteamericano porque son más generosos al otorgar visas.

-Su neutralidad en política no los priva de tener profundas exigencias éticas forjadas en la humildad y el equilibrio. Si ven en un video que los parapolicías de siempre golpean a las Damas de Blanco la primera frase que les pasa por la mente es “A esas nadie las conoce. Ellas hacen eso por afán de protagonismo”. De todas maneras eso le parece comprensible. Lo que no entenderían es que una Dama de Blanco le metiera un palazo por la cabeza a un policía de civil porque si hay algo que rechazan es la violencia y la intolerancia.

-La palabra “Miami” les tuerce el rostro. “Hialeah” les produce arcadas. Pero no por razones políticas sino estéticas. “Allá no hay cultura, todo está lleno de mediocridad”, dicen. Allá sólo viajan por cuestiones familiares o de trabajo y es que donde único se puede vivir allí es en Coral Gables, porque les recuerda a Miramar. O en la isla donde vive Gloria Estefan, “pero eso es carísimo” afirman.

-Son gente de principios firmes pero flexibles. Si algún día la cosa se les pone difícil desembarcarían definitivamente en Miami sin complicarse la vida. En cuestiones de principio son marxistas, como Groucho: “Estos son mis principios y si no le gustan... pues tengo otros”.

jueves, 21 de febrero de 2008

Fenomenología del castrismo melancólico [con coda]

No estoy de acuerdo con ele kobio cuando dice que “no le dan pena los castristas vencidos” (parodiando aquél verso célebre de Guillén que decía “no me dan pena los yogures vencidos”). No estoy de acuerdo por la sencilla razón de que el castrismo es inmune a la derrota. Y no me refiero tanto al castrismo como régimen que en medio del desmoronamiento de todo lo que no concierna a la retención de poder se proclama vencedor moral de no se sabe qué difuso enemigo como al personal y portátil con el que carga cada castrista, consciente o no de serlo. No pienso aquí en el castrismo como modelo ideológico o desviación moral sino más bien como una curiosa modalidad de desequilibrio afectivo. El de personas que por incómodo que el castrismo les pueda resultar en su vida cotidiana buscan en él lo que la democracia más perfecta no le podrá nunca dar: sentido a su existencia, un sentido profundo, ajeno a la banalidad capitalista junto a otro sentido, el de pertenencia a algo (“a un proyecto” dicen los más sutiles entre ellos y luego lo repiten los demás).

Se puede ser un castrista sentimental y abominar de los desfiles, las fiestas de los CDR pero llegado el momento la palabra “unidad” convoca sus almas sin que tengan que soportar los olores y gritos vulgares de las coreografías colectivas. Hay una melancolía permanente en esos castristas sentimentales, no siempre justificada por las humillaciones que deben soportar a cada rato en nombre del “proyecto” o de la dignidad de la nación. Pero no por ello son menos tenaces en cualquier circunstancia. No importa si están cerca o lejos de la isla, se dan por cumplidos si hacen notar la incomodidad que les produce el mundo exterior o en descubrir las más sorprendentes y nimias satisfacciones que les produce el interior (sí, siempre terminan quedándose con esas pequeñas cosas o inhibiéndose en tierra firme: si tienen alguna ideología está resumida en un par de canciones de Pablito o en una estrofa de Silvio). Su estado natural es la nostalgia. Ya sea por los 80 con sus huevos al por mayor y sus hoteles más o menos accesibles o los 60 con su entusiasmo; o en el futuro en el que sentirán nostalgia por un tiempo en el que si algo no faltaba era seguridad al cuerpo y al alma. (En eso nuestros castristas no se distinguirán demasiado de los nostálgicos de Franco o Pinochet excepto en el repertorio musical). No, no conocen la derrota. Si acaso, como ahora en la resaca de la renuncia de quien da nombre a su síndrome, conocerán la orfandad.

Los castristas sentimentales hablan de los logros de la revolución como otros hablan de la habilidad para arreglar motores que tenía su padre, ese que un día fue a comprar cigarros y no regresó cuando lo cierto es que hace años que en la casa ningún motor funciona. Cada cual a su modo ha intentado crecer pero siempre se sentirán pequeños ante Aquél que secretamente emulan. Por eso no pueden entender a quienes pretender zafarse de esa tutela y los miran en el mejor de los casos como niños descarriados y absurdos. Y por razones parecidas desprecian a aquella masa que públicamente defienden. No son oportunistas no, y encima suelen ser ascéticos y pasear con abrigos desgarbados por las calles de Nueva York, París o Berlín de modo que pueda notárseles mejor su grandeza interior.

Pero sucede que esa grandeza, como el abrigo, es prestada y nunca se alejarán demasiado del centro emisor de esa grandeza (tratarán de llamarle patria o cultura o utopía para que suene más elegante) por miedo a sentirse solos y desnudos sin remedio. En estos días que languidece esa figura tutelar se apresurarán a acusar a sus contradictores (no sin razón en muchos casos) de una orfandad inversa a la que ya empiezan a sentir. No estoy seguro si me darán lástima o no pero lo cierto es que gente así nunca abandonará su ilusión por el “proyecto”. Es preferible –se dirán- tener el alma de luto que vacía. Y ya es muy tarde para convencerlos de que el alma requiere de una dieta más variada.

Coda: Apartando a oportunistas y cobardes (sobre los que puede decirse muy poco que no pueda resolverse con esas mismas definiciones) estos melancólicos me recuerdan un viejo cuento con los que se esperaba educarnos en aquellas escuelas primarias del castrismo clásico. Era un cuento soviético y hablaba de un niño al que un compañero de juegos había hecho dar su palabra de honor (o de pionero, no recuerdo bien) de que se mantendría de guardia en el parque hasta que vinieran a relevarlo. Pasan las horas y el niño se mantiene de pie haciendo guardia, aterido de frío sin que el supuesto relevo aparezca. Al fin un transeúnte le pregunta qué hace allí y el niño le explica. El hombre trata de convencerlo de que se trata sólo de un juego, que seguramente los niños que le encomendaron hacer guardia estarán en sus casas calentitos pero el niño se aferra a la palabra empeñada. Por fin el hombre, convencido de la firmeza del muchacho busca a un policía y le explica la situación. El policía va entonces hasta el muchacho y le dice que él es un oficial superior y ha venido a informarle que su turno de guardia ha terminado tras lo cual el niño medio congelado entiende que ya no se trata de romper con su palabra sino de acatar nuevas órdenes y haciendo un saludo marcial se marcha. El cuento terminaba, si no recuerdo mal, con el hombre que había ido en busca del policía admirado ante la firmeza del niño.

De más está decir que no era un cuento destinado a enaltecer nuestra firmeza sino a reafirmarnos la docilidad. A los melancólicos sinceros, (alguno tendrá que haber), no los veo muy diferentes a aquél niño aunque no me despierten precisamente admiración. Ya no somos niños, hace mucho tiempo todos hemos visto que todo no se trata más que de un juego. Los que dieron la orden original están calentitos en su casa o simplemente muertos mientras nuestros melancólicos no hacen más que aferrarse a viejas consignas, a las viejas palabras empeñadas, como a un instinto en el que al parecer les va casi todo, empezando por su propia idea de sí mismo. Sólo les digo esto: la realidad no es tan generosa como el cuento. Si aparece un nuevo policía será para decirles que todavía les quedan unas cuantas horas de guardia.