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sábado, 19 de julio de 2025

Enrique del Risco: 'El túnel al final de la luz'*


Por César Pérez

Tuve la inmensa suerte de conocer a Enrique del Risco (La Habana, 1967) en el primer día de mi primera visita a Nueva York, hace poco más de 20 años. Nos encontramos en un pasillo de New York University (NYU) mientras él iba apurado de una clase a otra, y allí mismo me invitó a su casa al día siguiente. Todavía no sabía que es el mejor anfitrión, el mejor cocinero, el mejor guía de la Gran Manzana, uno de nuestros mejores escritores vivos o muertos, uno de nuestros mejores comentaristas políticos, activista incansable, historiador riguroso, melómano entusiasta que crea grupos de WhatsApp con sus amigos para compartir joyas y rarezas sonoras, centro de una comunidad de cubanos y artistas del otro lado del Hudson (en West New York, no muy lejos de donde vivió Celia Cruz y donde vive Paquito D'Rivera) que por su insistencia está a punto de inaugurar su propio centro cultural.

La lista podría seguir, porque siempre he sospechado que los días de Enrique tienen mucho más de 24 horas, pero lo importante es el hilo conductor de todas esas facetas suyas: la generosidad, cualidad más bien rara en los intelectuales. Enrique del Risco dedica casi tanto tiempo a promover a los demás como a su propia obra, en presentaciones, reseñas, ediciones, artículos o simples comentarios de Facebook. Y últimamente le ha dado por dedicarse a la ingrata, pero necesaria tarea de crear antologías que congreguen voces múltiples sobre temas poco explorados de la historia cubana reciente.

El compañero que me atiende (Hypermedia, 2017) reunía textos de 57 autores sobre la omnipresencia del MININT, la vigilancia, la chivatería y el miedo en la vida cultural postrevolucionaria, y ahora El túnel al final de la luz: Los años cubanos de la perestroika (Hypermedia, 2025) junta a más de 60 voces para recuperar ese breve periodo de efervescencia sociocultural que ocurrió entre el inicio de la perestroika en la Unión Soviética, alrededor de 1986, y el catastrófico comienzo del (mal) llamado Periodo Especial. Las preguntas que siguen son para mí parte de una conversación continua que se inició en los pasillos de NYU hace más de dos décadas.

Es tu segundo libro/antología monográfica de textos sobre un tema histórico/político. Es un trabajo enorme, desde contactar a los autores, coordinar con los editores, editar y corregir los textos, ordenarlos, discutir correcciones y cambios, escribir el extenso y documentado prólogo. Un trabajo enorme y, en muchos casos, ingrato. ¿Tú no escarmientas? O más en serio, ¿qué te hizo embarcarte otra vez en semejante aventura?

Alguien que me conoce como tú sabrá lo refractario que soy al aprendizaje. Al final yo soy, como mi mujer no se cansa de decir, un pionerito. No repito "Seremos como el Che" pero creo, con fervor infantil, en el poder de la memoria. El olvido es una de las herramientas favoritas del totalitarismo, y más que el olvido, el borrado de la memoria. ¿Cómo si no, la mayor revuelta cultural ocurrida bajo el castrismo apenas se recuerda y si acaso, de manera parcial y segmentada? De ahí que uno vea a las nuevas generaciones repitiendo los mismos errores que cometimos nosotros, como si nada hubiera pasado antes que ellos. Como si no fuéramos capaces de acumular experiencia.

El túnel al final de la luz es un libro que puede serle útil a nuestra generación en la medida en que nos hace conscientes del significado de aquella experiencia. Este libro se hizo para eso: para que una parte importante de los protagonistas y testigos de aquellos años diéramos testimonio de lo que vivimos, para asumir esa experiencia —aprender de ella, quiero decir— y para que la compartamos con las nuevas generaciones. También queríamos hacer una contribución inicial a la recuperación de un momento clave en el proceso de resistencia al totalitarismo del que no se habla. Porque, aunque no nos atreviéramos a hablar en esos términos, sí sentíamos la urgencia de democratizar el sistema.

El túnel al final de la luz es, por otra parte, un libro mucho más complicado que El compañero que me atiende. Mientras en El compañero… lo hicimos entre escritores, especialistas en la palabra escrita, en El túnel… tenía que contar con testimonios de mucha gente que usualmente no se dedica a escribir y que debió hacer un esfuerzo tremendo para articular su experiencia personal. En ese sentido se puede decir que, una vez que les propuse el proyecto de El compañero… a los autores que convoqué, el libro se escribió prácticamente solo. Con El túnel…, en cambio, fue mucho más laborioso el proceso de hacerle entender a los colaboradores qué quería y qué no quería con el libro. El esfuerzo que hicieron fue formidable, esfuerzo que les agradeceré eternamente y los resultados en la mayoría de los casos son notables.

Tu libro Nuestra hambre en La Habana (Plataforma Editorial, 2022) es una crónica personal de los primeros años del "Periodo Especial", el túnel que llegó después de la lucecita de fines de los 80, y del que no hemos salido todavía. Fueron años tan brutales que casi borraron de la memoria colectiva los pequeños fermentos de esperanza democrática que exploras aquí. ¿Es esa la principal razón de que te lanzaras en este proyecto, o hubo otras de más peso?

Sin duda una de ellas. En algún momento comprendí que todo lo que se ha escrito sobre el Periodo Especial, y no solo Nuestra hambre en La Habana, requería de una precuela que explicara mejor quiénes éramos y en qué punto estábamos cuando entramos en aquella debacle. Porque el Periodo Especial fue tan demoledor en su momento que borró todo a su alrededor. Y, de acuerdo con la historia oficial del castrismo, todo en Cuba iba sobre ruedas en los 80 hasta que apareció la perestroika, a la que se culpa de la monstruosa crisis cubana de la década siguiente. En cambio, para muchos en los 80, los cambios que se dieron en la Unión Soviética nos alentaron a tratar de ser más libres y luchar por una sociedad más democrática incluso antes de cuestionarnos el dogma comunista.

Creo que un libro como El túnel al final de la luz sirve para contrarrestar la versión oficial de los hechos y para entender el Periodo Especial no como consecuencia de las reformas soviéticas sino por la incapacidad del régimen cubano de reformarse y por su represión sistemática contra las capacidades productivas y creativas del país. Tanto es así que cada vez que la situación social del país se ha vuelto insostenible el régimen siempre echa mano al recurso de conceder algo de libertad económica, aunque siempre en dosis homeopáticas.

Si acaso, la crisis económica de los 90 ayudó a encubrir la represión política que ya se había recrudecido a finales de los 80, cuando quedó claro que el régimen cubano no replicaría las reformas soviéticas.

Hablas en el prólogo de "revolución cultural". ¿No te parece un término demasiado ambicioso para algo que, para la inmensa mayoría de la población, pasó sin dejar rastros?

Uso el término "revolución cultural" como sinónimo de revuelta cultural, pero te agradezco que me obligues a hacer una precisión. Porque ocurrieron ambas cosas. Fue una revuelta en tanto se empezó a retar el orden cultural y social impuesto hasta entonces: lo primero que me viene a la mente son las performances callejeras de Artecalle o de Art-De liderado por Juan-Sí. Que se dice fácil pero, sabotear eventos culturales, encerrar con candado a la directiva de la UNEAC en la Sala Martínez Villena, escapar de las garras de Alicia Alonso y del Ballet Nacional de Cuba y crear una compañía aparte, cuestionar los proyectos faraónicos de Fidel Castro en su propia cara o el culto a su personalidad como hicieron los estudiantes de Periodismo, cuestionar la validez del marxismo o la sacralidad de la parafernalia simbólica del régimen, pasar la realidad cubana por la cuchilla afilada del humor, representar una obra de teatro experimental como fue La Cuarta Pared durante meses en un espacio privado, sostener durante años el fantástico El Programa de Ramón en la radio, todo eso era completamente impensable unos años atrás y lleva todas las marcas de una revuelta, cultural o de otro tipo.

Fue una revolución en cuanto a cambiar definitivamente la manera de concebir la creación en todas las disciplinas artísticas y el modo en que el arte debía relacionarse con el público y con la sociedad en general. Después de aquellos años nunca más se volvió a concebir lo mejor de la cultura cubana de la misma manera en que se entendía en el ambiente hierático y asfixiante de los años previos. Las performances de Luis Manuel Otero Alcántara, las propuestas escénicas de Danielito Tri Tri o el humor de Capitán Diez son los hijos o nietos de aquella revolución sin que ese linaje cuestione la evidente originalidad de los más jóvenes.  

En varios momentos del prólogo usas la primera persona del singular: tú también fuiste parte del movimiento que describe el libro. ¿Cómo ves al que eras entonces, a la distancia de cuatro décadas, y qué partes de lo que eres hoy tuvieron su génesis en aquellos años?

Mi participación fue de segunda o tercera fila. No pretendo ser protagonista de ese movimiento ni nada parecido. Mi parte más activa fue dentro del movimiento estudiantil. Fui dirigente de la FEU de la Facultad de Filosofía e Historia en ese tiempo y nos cupo el honor que nos acusaran de ocupar el segundo lugar de problemas ideológicos de la universidad (el primer lugar fue para la Facultad de Matemáticas, donde se había creado una especie de partido socialdemócrata en el que todos cayeron presos. Y fui parte de un grupo que abogó por la autonomía estudiantil y la asistencia libre.

También fui parte del movimiento humorístico que se gestó en aquellos años (aparte de publicar textos humorísticos colaboré con Nos Y Otros, El Programa de Ramón, en la Peña de 13 y 8 y en cuanto espacio o grupo me lo pidiera). Pero lo que sí fui a tiempo completo fue espectador, testigo y beneficiario de esa revuelta. Hablo en primera persona cuando tengo que referirme a mi experiencia como farandulero habanero en una época en que vivía bajo la impresión —seguramente falsa pero muy vívida— de que toda la ciudad estaba implicada en esa revuelta: pasar de leer Novedades de Moscú a hacer colas para la Semana de Cine Soviético, ver una exposición a punto de ser censurada, asistir a un espectáculo de Ballet Teatro, o de Teatro Irrumpe, a la puesta en escena de la obra rumana La opinión pública de Teatro Estudio, ir a conciertos de los novísimos o de mis amigos de 13 y 8 que terminaron formando proyectos como Habana Oculta o Habana Abierta.

Desde esa posición de espectador impenitente de casi cualquier cosa que se estaba produciendo hablo en primera persona, y de la experiencia continua de respirar un ambiente de libertad creativa, aunque fuera en medio del acecho policial. Pero los protagonistas fueron otros, muchos de los cuales son parte del libro como Víctor Varela, Ramón Fernández Larrea, Jorge Fernández Era, Reina María Rodríguez, Juan-Sí González, Reinaldo Escobar, Lázaro Saavedra, Marta Limia, Maldito Menéndez, Pepe Pelayo y un larguísimo etcétera.

Para mí fue un momento definitorio por varias cosas. Una de las más importantes es que, por la confusión de aquellos tiempos en que los órganos represivos estaban algo más contenidos que unos años antes, no tuve que hacer ese doctorado en simulación en que se titularon generaciones de cubanos. Fui razonablemente libre en aquellos años y cuando intentaron inducirme el miedo ya era demasiado tarde.

Pero insisto: no es mérito mío sino de una época muy confusa en que el sistema no se atrevía a imitar las reformas soviéticas pero tampoco a exhibir su lado más salvaje. La censura persistía, pero durante esos años la autocensura, ese censor interior con que fabricaban al hombre nuevo parecía haber desaparecido, al menos entre la gente que iba a la vanguardia de la cultura. Parecían decir: si nos van a censurar, que sean ellos.

En ese ambiente me formé y salí de mi marco estrecho de estudiante de una carrera (Historia) en alguien interesado en todas las disciplinas artísticas, aunque no tuviera el talento para ejercerlas. Fueron apenas tres o cuatro años pero, al tocarme en una etapa decisiva de mi formación, son responsables en buena medida de quién soy, de mis instintos culturales y sociales. Queríamos cambiar la sociedad, mejorarla y aunque no lo conseguimos la conciencia de que ese cambio era imprescindible nunca me ha abandonado.

Luego de aquella experiencia, que la viví sin entender bien lo que estaba pasando (¡Imagínate que pensaba que el régimen se vería precisado a cambiar por sí mismo!), me comporté en Cuba, hasta que me fui en 1995, bajo la inercia de aquellos años 80. A pesar de toda la miseria y la represión no me resignaba a ese repliegue táctico que muchos se vieron obligados a dar, incluso cuando ya tenía perfectamente clara la incapacidad de ese sistema para regenerarse. De esa época me queda el candor —o si prefieres, llámale testarudez— que me impulsa a armar un libro como El túnel al final de la luz. La esperanza de —a pesar de todo y del título del libro— ver la luz alguna vez. 

*Entrevista aparecida en Diario de Cuba

Cuestionario Jonathan Edax: Enrique Del Risco*



¿Qué libro arruinó para siempre tu capacidad de disfrutar literatura «ligera»?

No entiendo bien lo de literatura ligera. Si se refiere a la mala, comercial, el único best seller  que me he leído fue El código Da Vinci  y bastó para no volver a intentarlo. Cuando te has leído Las mil y una noches y el Decamerón con diez años es difícil conformarse luego con algo que pretenda ser entretenido y apenas pase de pretencioso y fofo.

¿Qué autor/a te gustaría invitar a cenar, solo para llevarle la contraria durante tres horas?

A Foucault, por querer convertir cualquier escuela en un Gulag. ¡Y mira que no soporto las escuelas! O a Cioran, un cascarrabias que sospecho divertido. Me habría encantado buscarle la lengua por tres horas. (De hecho, lo hago cada vez que puedo con José Abreu Felippe, gran novelista y cascarrabias de cuidado. ¡Y vaya si me divierto!)

¿Qué libro fingiste haber leído con más convicción?

Soy pésimo fingiendo.

¿Qué personaje literario matarías tú mismo?

Cualquier personaje cubano de Padura. Siento que les estaría haciendo un favor. Pero son tan poco creíbles que no sé si considerarlos personajes.

¿Qué libro «clásico» consideras un castigo de lectura y aun así lo defiendes en público?

Defendería Paradiso, supongo, que rara vez te enteras de lo que está pasando, pero a la que hay que leer si quieres enterarte de lo que ha pasado con la literatura cubana desde entonces. O la Ética de Baruch Spinoza, con sus continuas demostraciones geométricas. Cualquiera comprende que son grandes libros, aunque se dejen disfrutar solo a ratos, pero lo cierto es que no he sentido la necesidad de defenderlos públicamente.

¿Cuál es tu placer culpable literario, ese que escondes detrás de una falsa copia de Proust?

Leo por placer, no por culpa.

¿Qué libro tratas como objeto sagrado, pero cuya primera página sigue más virgen que tu Kindle nuevo?

Tengo una relación rara con los libros: solo considero sagrados los que manoseo. Y diré algo que sonará a herejía en este cuestionario: mi Kindle es más promiscuo que el Conde de Casanova.

¿Con qué autor intercambiarías vidas, aunque sea solo para tener una beca en la Sorbona?

Diría que la de Hemingway, que de fuera parece divertida y variada, pero luego recuerdo que termino suicidándome y se me pasa. Pero si pienso en decencia, elegancia y coraje intelectual me quedo con la de Albert Camus, con accidente final y todo y sin necesidad de Nobel.

¿Cuál es la librería que más dinero te ha robado con tu consentimiento?

La extinta Altamira, en Coral Gables. En cada visita me dejaba un pastón. En menor medida Laberinto en San Juan. Eso pensando en gastos por visitas. Pero si pienso en la acumulación a lo largo del tiempo sería Strand, la famosa librería de New York.

¿Qué libros has empezado más de tres veces sin pasar de la página 40?

Por el camino de Swann. He pasado de la 40 más de una vez, pero no lo he terminado. No es que renuncie a leerla, pero supongo que no me ha llegado el momento de disfrutarla como merece. En cambio, hay una novela de un paisano que no me ha dejado pasar de la página sesenta tres veces, pero, estando vivo el autor, prefiero callarme. Pero en ese caso sí me siento derrotado.

¿Qué frase en latín usas para sonar profundo, aunque ni sepas bien qué significa?

Evito sonar profundo. Con bastante éxito, por cierto.

¿A qué personaje literario querrías como terapeuta, sabiendo que te arruinaría emocionalmente?

Joseph K. obviamente. Un tipo así, tan maleable, pero que se cree durísimo debería entender a cualquiera. Y al mismo tiempo no te serviría de mucho que te entienda.

¿Cuál es la edición más absurda que compraste solo por estética?

No compro los libros por la carátula. Empiezo a sospechar que este cuestionario no se hizo para mí.

¿Qué género literario finges despreciar porque tus amigos intelectuales lo hacen?

Mis desprecios suelen ser auténticos, aunque no estén justificados. Nunca leí a Tolkien el rey de la fantasía heroica cuando todo el mundo lo leía. Supongo que no lo hice por puro esnobismo personal. Y ahora me parece demasiado tarde para meterme en ese mundo. Y lo lamento.

¿Por qué autor contemporáneo finges desinterés, pero desearías secretamente haber escrito sus libros?

Este cuestionario me ha hecho caer en cuenta de lo sanas que son mis relaciones literarias. De literatura solo hablo intensamente con mi mujer, bastante mejor lectora que yo y que la mayoría de la gente que conozco. Y en ese caso, ¿qué sentido tiene fingir frente a tu mujer? Y ya me gustaría que mis libros le gustaran tanto como los de Paul Auster que a mí solo me atrapan a ratos, sobre todo en las primeras páginas.

¿Cuántos libros tienes pendientes de leer y cuántos sigues comprando igual al mes?

Seguramente tengo muchos más libros pendientes que los que he leído. Ahora compro muy pocos libros. Apenas me caben en la casa, que no es pequeña. Pero pirateo una veintena de libros digitales al mes, si no más.

¿Qué escena literaria te hizo cerrar el libro y mirar al techo como si hubieras vivido algo?

Ahora no recuerdo ninguna. Las que sí recuerdo son escenas que te hicieron cambiar el modo en que miras el mundo. El tambor de hojalata  está lleno de escenas memorables, de las que te retuercen la percepción, empezando por la pesca de anguilas con una cabeza de caballo que termina repugnando tanto a la madre de Oskar que esta se enferma y muere. Los cuentos de Carver están llenos de escenas tremendas. Como aquella en que el narrador trata de explicarle a un ciego lo que es una catedral. O en la que unos padres encuentran consuelo por la muerte de su hijo con el repostero que le había hecho el pastel de cumpleaños. O el camarero presuntuoso que en medio de la agonía de Chéjov se queda pensando si sería conveniente recoger el corcho de la botella de champán que ha caído al piso. Y de los Nueve cuentos de Salinger te puedo referir un montón de escenas. A la edad a la que los leí era muy impresionable.

¿Qué libro regalarías solo para poner a prueba si alguien es digno de ti?

Conozco a unas cuantas personas que son mucho más dignos que yo y al mismo tiempo son perfectamente iletrados. ¿Para qué arruinar una buena amistad? Pero si se trata de iniciar a alguien en el evangelio de la lectura, le daría cualquier cosa de Borges o Pessoa. Le abren el apetito a cualquiera.

¿Cuál es el crimen literario más atroz? ¿Doblar las páginas, subrayar los libros, o no leer?

No leer y encima opinar.

¿Lees la solapa del autor antes de empezar un libro, o prefieres arruinarte la experiencia después?

Antes, pero solo a veces.

¿Qué biblioteca ficticia mereces según tu nivel de neurosis literaria?

Hubo una biblioteca real, la que le entregó Abraham Moritz Warburg a Ernst Cassirer que, en lugar de la distribución habitual, se clasificaba en cuatro secciones (Orientación, Imagen, Palabra, Acción). La mía se clasificaría en Libertad (o la falta profunda de ella, que es literariamente lo mismo como lo demuestra Archipiélago Gulag), Historia, Risa y Música (para melómanos como yo, de los que no saben leer música, pero la adoran).

¿Has robado un libro alguna vez? ¿Cuál(es)?

Unos cuantos, pero todos en la feria del libro de La Habana, en la época en que solo exhibían libros, no los vendían y uno se babeaba por llevárselos a casa. Uno de esos libros era de Emir Rodríguez Monegal, publicado por Monte Ávila Editores. Allí descubrí que había un escritor llamado Reinaldo Arenas.

¿Cuál es tu mayor logro como lector: sobrevivir a Ulises o terminar El Quijote?

No he sobrevivido al Ulises, pero El Quijote sí lo he leído varias veces y con gusto. Moby Dick es muy desigual, pero afuera estaba la pandemia y lo leí sin mayores dificultades.

¿Qué libro te habría gustado escribir solo para poder firmarlo y presumirlo?

Menos que uno, de Joseph Brodsky.

¿A qué edad te diste cuenta de que leer no te hacía mejor persona, solo más insoportable?

Todavía soy muy joven: sigo creyendo que a la gente como yo gente física y socialmente torpe pero intelectualmente curiosa— leer los mejora.

¿Qué personaje secundario merecía más protagonismo que el principal?

Todos los personajes secundarios de la saga de Sandokán  son más interesantes que el propio Sandokán, empezando por Yáñez de Gomera. Julia de 1984 es más sólida que Winston Smith. El cinismo de ella es bastante más creíble que la ingenuidad de él. Y, en La montaña mágica, Settembrini es más atractivo que Hans Castorp. De lejos. Muchas veces los protagonistas son personajes que hacen cosas o les pasan cosas para sostener la trama, pero esos acontecimientos no definen mejor su personalidad o esta simplemente nos resulta un poco repelente. Los personajes secundarios en cambio, se asoman a las páginas cuando quieren, tienen más libertad, por así decirlo, y para enamorarnos les basta con una frase o un gesto.

¿Cuántos marcapáginas posees, y cuántos usas realmente (más allá del ticket de lotería que, por supuesto, no ganaste)?

Tengo montones de marcapáginas, pero al final lo que más uso son pedazos de papel sanitario. Eso te da una idea de mis hábitos de lectura.

¿Qué autor te parece brillante, pero preferirías no tener cerca en una cena?

Son legión, aunque luego de intimar con ellos lectura mediante uno piense que, en condiciones ideales, podría intimar con ellos a un nivel muy personal, como solo lo hacen sus mejores amigos. Pero, puesto a escoger, no invitaría a León Tolstói, un tipo dado a pontificar y, encima, vegano. Para mí Ana Karenina es la novela más completa que existe (junto a Los hermanos Karamázov  y El Quijote), pero a la hora de comer no me gustaría tener cerca a alguien que me arruine la digestión. Tampoco Nabokov sería un gran compañero de cena, sospecho.

¿Qué frase usas para justificar que no terminas los libros que empiezas?

Creo que la dije antes: leo por placer, no para presumir.

Si tu vida fuera un libro, ¿en qué estante de la librería la encontraríamos: «drama innecesario», «ficción pretenciosa», o «ensayo sobre la decepción»?

Mi vida la pondría en el estante de literatura infantil, sin dudas. Al lado de Tom Sawyer, cuyo protagonista vivió en su infancia lo que yo he tratado de emular toda mi vida. Lo que no entiendo es por qué me empeño en escribir libros que pertenecen a un estante totalmente distinto.


*Aparecido en Bookish & Co.

lunes, 13 de enero de 2025

Enrisco, entre la libertad y el poder*


Por Jorge Fernández Era

Pérdida y recuperación de la inocencia es de esos libros que hacen cambiar la percepción de la literatura, el humor y la frontera que suele construirse entre ambos. Lo publicó en 1994 alguien que formó parte del movimiento humorístico surgido en los ochenta en las universidades cubanas. Hoy Enrique del Risco es el escritor que con más hondura e ironía analiza los entresijos de la política criolla en las últimas siete décadas. Así lo avalan, entre otros, su libro de artículos El comandante ya tiene quien le escriba (2003), el de memorias Nuestra hambre en La Habana, el de ensayos Historia y masoquismo (2023), así como las antologías El compañero que me atiende (2017) y otra en camino donde varios intelectuales ahondan en las influencias de la perestroika y la glasnost en el pensamiento cubano de finales del siglo XX.

¿Cómo funciona entre los humoristas el raro equilibrio entre ser gracioso y pesado?

Tú lo has dicho: es un equilibrio y los equilibrios siempre son complicados. No hay receta única ni permanente, pero para no caer en la pesadez hay que evitar los excesos y los lugares comunes. Hay que sorprender al espectador lo que te obliga a buscar la originalidad, incluso en los temas más manidos. Y sobre todo hay que respetar al público. Pensar que es tan inteligente o más que tú y tratarlo en consecuencia. Y saber usar la complicidad que tienes con tu público sin abusar de ella (el monólogo de El Bacán sobre Chipre es una demostración magistral de cómo usar esa complicidad). Siempre habrá público más tonto que uno, pero para ese no hacen falta los humoristas: se ríen con cualquier cosa.  

Después de tu icónico texto de hace más de treinta años "El humor entre la libertad y el poder", ¿quién de ellos tres ha cambiado? ¿Lo has hecho tú?

Lo de icónico no sé para quién pero algo han cambiado la libertad y el humor aunque el poder siga en el mismo sitio. El aquel texto decía que era parte de la lógica del humor enfrentarse al poder y arrebatarle espacios de libertad sin la cual el humor no puede existir. Por supuesto que tenía en mente, por una parte, a un poder totalitario como el cubano y, por otra, el humor que se ejerce en el espacio público. Porque en privado el humor nunca dejó de ser libre. (Recuerdo el primer chiste político que escuché: “¿Si choca el avión de Fidel con el avión de Raúl quién se salva? Respuesta: el pueblo”. Eso es bastante libre ¿no? Aunque el niño fidelista que yo era entonces no le agarrara la gracia de inmediato). Desde 1994, cuando apareció publicado el texto, el humor cubano ha conquistado amplios espacios de libertad. Y lo consiguió dentro del país, donde el poder ha tenido que resignarse a ver pasar por la televisión a Mentepollo o Pánfilo con su “Vivir del cuento”: posiblemente el momento más dulce del humor en su relación con el poder fue cuando Obama, el primer presidente norteamericano que visitaba Cuba en casi un siglo prefirió ir al set de “Vivir del cuento” antes que ir a rendirle pleitesía a Fidel Castro en Punto Cero, el centro del poder simbólico del totalitarismo cubano por entonces.

Ese poder también han tenido que resignarse a que tú sigas escribiendo, aunque hayas sufrido en carne propia su poco sentido del humor. Otros, supongo que con menos vocación de héroes, hemos preferido buscarnos la libertad por fuera de la isla (pienso en la legión de humoristas que llevamos décadas haciendo humor como Ramón Fernández Larrea, Pepe Pelayo, Alexis Valdés. El Pible, Garrincha o Lauzán a los que se han ido sumando una legión en los últimos años). Y lo mejor que hemos podido hacer es no usar libertad como disculpa para caer en la pesadez que es en definitiva tanto o más peligrosa para un humorista como el poder.

Encima ha ayudado mucho que la tecnología digital nos liberara en buena medida de la condena que separaba a los humoristas cubanos en adentro y afuera. Recuerdo hace ya un par de décadas al ver a Jorge Bacallao leyendo su texto sobre La Habana pensar en lo bueno que hubiera sido dejar constancia de todos los espectáculos que se hicieron en el Carlos Marx y en el Mella a fines de los ochenta y principios de los 90. O de las lecturas que hacíamos en la peña “Esperando por Gutenberg” Eduardo del Llano, Pedro Lorenzo y yo en La Madriguera. Esas posibilidades de la era digital han cambiado mucho las cosas; lo mismo acá podemos acceder a lo que hacen adentro por ejemplo en el espacio “La risa por delante” (donde por cierto, vi un monólogo de El Capitán 10 que me pareció muy bien pensado),  o a los cortos de Otto Ortiz, que a los magníficos espectáculos de la nueva versión de La Leña del Humor. Y desde allá también pueden mantenerse al tanto de lo que hacemos acá.

"El Comandante no tiene quien le escriba", y sin embargo tú lo haces.

Llevaba años sin escribir humor cuando retomé mi nombre de guerra como Enrisco para publicar columnas semanales en Cubaencuentro hacia el año 2000. En ese tiempo hacer el humor con la política cubana no era muy bien visto. En parte porque en el exilio se había impuesto un tono solemne para hablar de “la pobre Cuba mártir del castrocomunismo” y esas lindezas y en parte porque los humoristas salidos de Cuba desde los inicios de la Revolución se habían impuesto un “humorismo combativo” que es una contradicción en sí mismo. Tú te puedes burlar de una dictadura y de paso hacer que la gente le pierda parte del miedo o el respeto que inspira, pero de ahí a creerte que eres un “soldado de la risa” o cualquier otra metáfora bélica que se te ocurra va un salto peligrosísimo. El mundo del enfrentamiento bélico y las metáforas que engendra está lleno de rigidez y la rigidez solo le puede servir a un humorista para burlarse de ella.

De ahí que, el mayor mérito que tuvieron aquellas columnas mías de Cubaencuentro -de las que una parte fue a dar al libro El comandante ya tiene quien le escriba- junto a las cartas de Ramón Fernández Larrea y la irrupción apoteósica de Lauzán con su Guamá, fue cambiar la percepción que se tenía de que el humor político del exilio debía ser tan acartonado como el que se hacía en Cuba solo que cambiando al Tío Sam por Fidel. Porque si en algo estaban de acuerdo el castrismo y el anticastrismo era en que la política era asunto serio. Sin embargo, como dice Woody Allen la comedia es tragedia más tiempo y nosotros habíamos vivido demasiado tiempo en Cuba como para darnos cuenta de que por muy macabro que fuera el sistema en el fondo era una farsa.

Los que empezamos a hacer humor con la política en aquellos años queríamos ser libres no solo como personas sino también como humoristas y esa libertad creativa que buscábamos se reflejó en lo que hacíamos. En mi caso también ayudó que yo no esperé a salir de Cuba para hacer humor político. Al menos en lo que al humor se refiere, al salir de Cuba ya era libre. La diferencia fue que en Cuba a Fidel me refería como “presidente” y ya fuera le pude llamar “comandante”.

Es un axioma el que un chiste no puede ni debe explicarse. ¿Puede explicarse Cuba?

Desde el punto de vista de la geografía es facilísimo. Pero si con “Cuba” no te refieres solo al archipiélago mayor de las Antillas sino al régimen que impera en allí Aquello es una broma pesada (recuérdese que en 1959 Fidel Castro tuvo la ocurrencia de ofrecer “libertad con pan”), un mal chiste que solo consigue que se le tome en serio por la vileza local y la estupidez extranjera. O también viceversa.

*Publicadas primero en 14ymedio presento aquí la versión íntegra de las respuestas que le enviara a mi colega y amigo Jorge Fernández Era.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

Cultura, comida y poder: un adelanto en forma de entrevista

Como adelanto del libro Cultura, comida y poder de la investigadora Claudia González Marrero, ahí les va de adelanto la entrevista que me hizo su autora y que incluye en su libro.

 

Nuestra hambre en La Habana: Una conversación con Enrique del Risco sobre memoria nacional y cultura alimentaria

Claudia González Marrero

Investigadora, Food Monitor Program

EPITAFIO

Enrique del Risco Arrocha (La Habana, 1967) es uno de esos escritores que te muestra con humor lo que deberías considerar lamento, no sin antes invitarte a reflexiones a veces incómodas. Su experiencia como historiador le ha permitido revisitar, o rescatar, el pasado de la isla en Leve historia de Cuba (con Francisco García González, 2007). Como Doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Nueva York (NYU), donde es profesor actualmente, ha trabajado los vínculos entre la literatura y el poder, en obras como Los que van a escribir te saludan (2021). Sin embargo, la primera condición de Enrique, se podría decir, es la de cubano. Aunque sale de Cuba en 1995 y, tras un breve periplo en España, se asienta en Nueva Jersey desde 1997, la mayor parte de su obra, que abarca cuento, novela, ensayo, memorias, antologías, reflexiona sobre una Cuba de la que es parte importante; sobre todo si pensamos en una intelectualidad nacional allende fronteras. La escritura de Enrique marca siempre una pauta a analizar, entre lo institucional y lo individual, entre la dominación y lo humano, entre lo público y lo privado. En Nuestra hambre en La Habana (2022) Enrique vuelve a ubicarse en este balance, esta vez desde una perspectiva quizás inédita para muchos, pero desgarradoramente familiar para cualquier cubano que haya vivido la década de los noventa en Cuba.

Enrique, tu más reciente libro Nuestra hambre en La Habana es uno de los productos más esmerados que ha dado la narrativa testimonial respecto a la memoria de crisis alimentaria en nuestro país. No ubicas tu relato únicamente en la falta de comida, sino que repasas cada carencia tras la caída del campo socialista, y las contrastas desde la perspectiva de un hombre joven, recién graduado, entusiasta de la cultura. Pero también das la sensación de retratar un sentimiento colectivo, de replicarte en las vivencias de tus congéneres. ¿Cuánto hay en esta obra de experiencia personal y cuánto de imaginario popular? ¿Cómo fue su proceso de redacción?

Nuestra hambre en La Habana es estrictamente una obra de no ficción. Allí, como dices, relato mi experiencia personal como recién graduado empeñado en llevar una vida normal y hasta feliz en la medida de lo posible en medio de aquella crisis espantosa que fue paralizando el país. Si entra el imaginario popular en forma de chistes y rumores es porque creo que aquellos chistes y aquellos rumores captan el espíritu de la época de una manera que yo no lo podría hacer pero tengo el cuidado siempre de deslindar lo que experimentaba yo de primera mano de lo que me llegaba por diferentes vías. Nuestra hambre empezó por un artículo que me pidieron sobre la precariedad en Cuba y en cuanto terminé de escribirlo ya sabía que allí había material para un libro. Fue un libro relativamente fácil de construir a partir de dos líneas narrativas. De un lado mi experiencia personal como historiador del cementerio de La Habana, como profesor en una escuela totalmente disfuncional y como museólogo en un museo olvidado en la Habana Vieja. Esa línea tenía un sentido cronológico, ordenado. La otra línea narrativa es la del país: cómo se fue gestando la debacle y cómo a través de los años nos habían preparado para soportarla obedientemente y los diferentes aspectos en que afectó nuestra vida colectiva y nuestra percepción del régimen. Porque el hambre es apenas una sinécdoque de unas carencias bastante más profundas.

Durante toda la narración de Nuestra hambre… registras todo tipo de carencias y privaciones, materiales y simbólicas, a las que el cubano ha debido ‘rendirse’ o resistir. ¿Cuáles son las significantes y los límites de esa Hambre de la Cuba que viviste?

El hambre es eso que te decía antes: una sinécdoque del sistema que la engendra, de las carencias materiales, pero también de las espirituales y la más decisiva y tangible es la falta de libertad. El hambre es un subproducto del monopolio del Estado sobre los medios de producción y de su tremendísima ineficiencia. Y al mismo tiempo el hambre es parte del sistema represivo, de una eficiencia increíble, sobre todo si se compara con la ineptitud del sistema productivo. El régimen primero llevó a casi toda la sociedad a vivir en nivel de supervivencia pura y a eso se le llamó “igualdad”, “austeridad”, “sacrificios por un futuro mejor”. Luego al que se portaba muy bien, o sea, el que contribuía activamente al sistema, se le premiaba con algunos privilegios y al que se portaba mal, sin siquiera ser abiertamente opositor, se le marginaba sin que pudiera siquiera buscarse la vida por sí mismo pues el Estado se convirtió virtualmente en el único empleador del país.

En el campo, donde a los campesinos no se les podía amenazar con el hambre pues se bastaban a sí mismos para alimentarse, se les negaba el acceso a servicios como la electricidad y el agua corriente para, por ejemplo, obligarlos a integrarse a las cooperativas. O sea, para someterse al control del Estado. Y no hablo de los noventas. Eso ocurría ya en lo que le llamo el período clásico de la revolución allá por los setentas. En los años del primer congreso del partido comunista y la adopción de la constitución socialista. Recomiendo leer una suerte de diario que Juan Abreu escribió por aquellos días y que luego publicó con el título de A la sombra del mar. Impresionante.

Durante los noventa fueron tantos los productos contrahechos que el Estado impuso como alternativa a la escasez, que aún hoy conviven en el imaginario cubano, allí donde se encuentre, alimentos tabúes en forma de “comidas de pobres”. ¿Puedes hablarnos de algunos de estos alimentos, antes parte de la cocina cubana y luego relegados por el rechazo a esos tiempos? ¿Cómo los re-negociaste fuera de Cuba? Entonces ¿crees que Cuba, como territorio físico, ha perdido sus referencias culinarias, de lo que significan diferentes alimentos, sus formas de elaborarlos, los rituales alrededor de la comida?

El hambre es innegociable. Al menos el hambre de los 90. Los 80, esos a los que ahora se les ve con una aureola de abundancia fue mi época de las comidas de pobre: arroz, chícharo, huevos y no he renunciado a ninguno de ellos. Los 90 fue una caída a un nivel más bajo aun: el picadillo de cáscara de plátano, el bistec de cascos de toronja, un pescado inmundo llamado chicharro, la llamada pasta de oca y el siempre socorrido vaso de agua con azúcar. Confieso que desde entonces no he sentido ninguna necesidad de regresar a ellos. ¿Quién lo haría a menos que fuera un masoquista irredento?

Por otro lado de niño tuve mucha suerte pues mi abuela hija de canarios se desvelaba por mantener la mayor cantidad de referencias culinarias posibles: su arroz con pollo y sus moros con cristianos, sus platos preferidos de los domingos, eran sublimes. O aquellas ocasiones excepcionales en que aparecían unos cangrejos y toda la familia se ponía en función de preparar una harina con cangrejos, un plato explosivo que comíamos en el patio para evitar que al romper las muelas de cangrejo a golpes de maza la harina saltara por todo el comedor. Entre semana mi abuela se encargaba de regalarnos con platos como la sopa de plátano, la sopa de ajo, la de quimbombó, escabeches de pescado, bacalao a las vizcaína, pollo con papas, fricasé de guanajo. Cuando no pedía que le dieran falda en la carnicería en lugar de bistec, la salaba, la colgaba en la cocina y al mes estábamos comiendo tasajo, esa comida de piratas y esclavos que a mí me encanta. Ella era una verdadera conspiradora contra la monotonía culinaria del castrismo. El único día que no cocinaba era el de las madres cuando comprábamos una paella de mariscos que vendía exclusivamente ese día la cafetería de mi barrio, El Becerra.

Luego estaba mi abuela paterna, la camagüeyana, de platos más simples pero con la enjundia guajira de lo que cultivas y crías en el patio de su casa. Uno de los platos que mejor recuerdo por su rareza en el contexto cubano era el llamado queso de puerco que se elaboraba con todo lo de aprovechable que tenía la cabeza del puerco, sesos incluidos. Se hervía, luego se prensaba y se convertía en una especie de carne fría, en forma de queso. También dominaba un repertorio de repostería impresionante: desde las yemitas y las cremitas de leche hasta el llamado pan patato a base de diferentes viandas. Pero eso, ya te digo era un privilegio que no creo que abundara entre los cubanos en esos tiempos.

Encima, con la cruzada antirreligiosa se barrió con un calendario de festividades y tradiciones siempre asociados a algún tipo de comida. Casi todos los viví vicariamente a través de los cuentos de mi abuela materna que viniendo de una familia muy pobre y siendo ella misma razonablemente fidelista -si es que eso existe- no cesaba de contarme: me refiero a esos festines que a mí se me antojaban infinitos que uno se podía dar por unos cuantos centavos en una fonda china o en el famoso Mercado Único. O un “pan polaco” del que no cesaba de hablar y que supongo venía de alguna tradición judía. A muchos niños de mi generación ni los cuentos les llegaban y en los malhadados noventas había niños que crecían sin saber lo que era un sándwich o desconociendo el humildísimo gofio de harina tostada con que se mataban el hambre nuestros ancestros.

Comentas que en los noventa era recurrente la evasión a nombrar a Fidel, pero que esta no respondía a miedo sino a hastío, porque: “La conciencia colectiva de la nación concluyó que aquel nombre había sido mencionado demasiadas veces para añadir una más”. También relatas varias frases populares que nombraban productos barrocos como los “perros calientes sin tripa” o mecanismos de distribución normada como “los cosmonautas”, para nombrar huevos que desaparecían en cuenta regresiva. Este lenguaje críptico pervive hoy día en otras variantes ¿Cómo interpretas estas expresiones? ¿Crees que pueden ser consideradas expresiones con un trasfondo político?

Quiero hacer una distinción. De un lado estaba la imaginación popular y del otro la imaginación estatal que no se quedaba a la zaga y fue la que engendró denominaciones tales como “picadillo de soya”, “pasta de oca”, “picadillo texturizado”, “picadillo enriquecido”, “perro sin tripa”, “fricandel”, el “cerelac” y la más imaginativa de todas que fue llamarle “período especial en tiempos de paz” a lo que no era otra cosa que una crisis terrible. Compárese eso con “la Gran Depresión” que da una idea más clara de lo ocurrido en los treintas en medio mundo. El pueblo se defendía como podía, se resistía a ese bombardeo semántico con sus propias invenciones dando testimonio, a pesar de no rebelarse abiertamente, de su descontento, su inteligencia, su vitalidad. Y claro que tenían un trasfondo político, aunque fuera porque un sistema totalitario tiene la virtud de politizarlo todo y en medio de la imbecilización colectiva cualquier muestra de inteligencia es directa o indirectamente un acto de resistencia.

Hay un chiste que no incluyo en el libro y que acabo de recordar. Cuando la neuritis óptica se hizo epidémica y empezó a provocar ceguera en la gente el gobierno -sin aludir directamente al problema, porque a la hora de referirse a los desastres cubanos el gobierno es más discreto que Sherezada- empezó a repartir unas pastillitas amarillas de complejo vitamínico B. La gente le puso a las pastillas “la caperucita Roja” porque eran “Para verte mejor”. Pues Daniel Torres, el director de cine, me contó que a Carlos Lage se le ocurrió hacerle el chiste a Quintusabes porque le habrá parecido inocuo, supongo, y el asunto fue que por mucho que se lo explicó Quientusabes nunca entendió el chiste y Lage, amoscado desistió de explicárselo. No me consta si la anécdota es real o inventada, pero ahí tienes un buen resumen de las relaciones entre el humor popular y el poder.

En esta misma idea, ¿cuánto crees que ha estremecido el humor, en forma de lenguaje o de memes, al monolito de la narrativa institucional cubana? ¿Algunas diferencias sustanciales entre los noventa y los dos mil?

El humor no puede derrocar un poder que se asienta por la fuerza, no debe pedírsele tanto, pero puede erosionar el discurso del poder, hacerlo cada vez más ridículo, menos convincente. De ahí que el discurso del Poder en la actualidad se haya vuelto cada vez más cínico porque luego de tanta burla no se cree ni a sí mismo. Y una vez que el ejercicio del Poder se vuelve más descarnado al menos se va quebrando esa intimidad entre opresores y oprimidos que hace del totalitarismo un sistema tan perversamente eficaz. Pero el humor no solo ha cambiado la relación con el poder. La misma oposición se ha vuelto más desenfadada, menos hierática.

Afirmas que, en su precariedad, a los cubanos se les ha escamoteado incluso la posibilidad de denunciar el hambre frente a mayores hambrunas de la Historia: “Nuestra hambre era un hambre con baja autoestima. Lo sigue siendo. Todavía mucha gente no se atreve a llamarla por su nombre.” Ante hambrunas históricas como la del Holocausto “(…) debemos retroceder, humildes, reconociendo que nuestra hambreada condición no llegaba a esos extremos.” Como intelectual crítico al régimen cubano dentro de la academia norteamericana seguramente has debido tener encuentros con personas que desde sus posiciones ‘ajenas’ han relativizado o ‘romantizado’ las experiencias que relatas en tus memorias. ¿Puedes contarnos alguna anécdota y la reacción habitual del Enrique crítico, humorista e historiador a estas circunstancias?

La primera persona que me encontré en mi primer día en una universidad norteamericana, un estudiante graduado igual que yo en esos momentos, me preguntó si era “cubano o gusano” y mi respuesta no fue amable ni ingeniosa sino lo suficientemente disuasoria como para que no insistiera en esa vía. Desde entonces me propuse no entrar en debates sobre la cuestión cubana. Lo que hay en Cuba es una tiranía insoportable y eso es tan poco debatible como mi condición humana y la del resto de los cubanos. Tan poco debatible como lo era la injusticia de la esclavitud en el siglo XIX si se me permite la comparación. En cualquier intento de debate le preguntaba a mi interlocutor cuánto tiempo había vivido en Cuba y la respuesta en el mejor de los casos era dos semanas y a continuación les decía que yo había vivido en Cuba veintiocho años: si en dos semanas pretendía saber más sobre mi país que yo en 28 años me estaba diciendo estúpido y no aceptaba discutir con gente que me insultara. Luego parece que la voz se fue corriendo entre los colegas y desde hace mucho ninguno viene a tratar de convencerme de que aquello es ni siquiera regular. No obstante, el libro está dedicado precisamente a una colega mía, boricua por más señas, quien me dijo que estaba planificando un número sobre la precariedad para la revista del departamento y que pensaba que no podía hablar del asunto sin mencionar el caso cubano. Luego, el artículo resultante, se convirtió como dije antes, en el primer capítulo del libro. No ando por ahí predicando el evangelio de la maldad castrista pero si me preguntan y los veo genuinamente interesados, respondo. Pero desde el inicio, para evitarles a la gente de otras nacionalidades la tentación de asumirme tranquilamente dentro de su sistema de expectativas me presento diciendo “Soy cubano, pero nadie es perfecto”. Y entienden.

En Nuestra hambre… abordas un tema para mí esencial cuando hablamos de teoría totalitaria según Hannah Arendt: “Cuando la indigencia resulta lo bastante abrumadora como para aplastar el instinto de resistencia, se está a las puertas del sometimiento absoluto. (…) Es rara la vez que el hambre haya incitado al desacato, la sublevación. Sobre todo cuando el hambre se convierte en sistema, y la supervivencia, en el objetivo esencial de los sometidos”. Incluso sin llegar a esa hambre física que describes, en Geopolítica del hambre de Castro afirma: “El comer siempre lo mismo explica la pérdida de ambición, falta de iniciativa, tristeza de las poblaciones en situación de socio-segregación alimentaria.” ¿Qué conclusión saca el Enrique protagonista de tu texto? ¿Ha sido el hambre en Cuba un mecanismo premeditado de dominación; finalidad o efecto?

Primero debo decir que no creo que el hambre en los sistemas comunistas sea premeditada. Más bien el hambre es una consecuencia lógica de privar a la gente concreta de sus medios de producción y entregárselos al Estado que, además de torpe y chapucero, tiene menos interés en producir comida que en conservarse a sí mismo como sistema. Una vez producida el hambre de manera más o menos “natural” el Estado sí la sabe aprovechar muy bien para manipular con ella a la gente. La mejor muestra de ello es que ante las situaciones límites sus soluciones temporales consisten casi siempre en conceder un poquito de libertad económica para luego quitarla en cuanto la situación mejora. No es nada nuevo. De ese tipo de control ya sabían los incas cuando prohibían a sus súbditos crear recetas nuevas para que pudiera alcanzar la cantidad estricta de alimentos que le asignaban a cada comunidad.

Pero las tácticas de la escasez no solo se ejercen contra la población interna. Además esa población hambreada es usada como rehén para conseguir tanto concesiones políticas de los gobiernos extranjeros como remesas y mansedumbre en general por parte de la emigración.

Al relatar los pasajes de la crisis de los balseros afirmas: “Ante tal panorama, si algo hacía que mereciera la pena arriesgarse, si algo podía cambiar al menos el destino individual, era escapar de allí, un propósito al que se han consagrado generaciones de cubanos cuando todavía están en edad de soñar, de ejercer su esperanza.” Hoy día vemos una migración tan persistente y diría con mayor masividad que la de los noventa. Como joven intelectual que logró sus aspiraciones en el exilio, ¿cómo asumes la emigración en tu generación, y ahora?

Al margen de que hay gente que prácticamente nace con el impulso de irse de Cuba lo normal es que la emigración sea el plan B en la vida de cualquier persona. Yo mismo no me planteé irme hasta los noventas, ya graduado de la universidad. De otra manera no hubiera estudiado Historia de Cuba y en lugar de eso habría estudiado inglés u otra carrera con más visión de futuro. Pero cuando decidí irme, cuando descubrí que no tenía posibilidades de llevar una vida decente y que me cerraban todas las vías para hacer algo que me permitiera trabajar por mi propio país, ayudarlo de cualquier manera a sacarlo de la situación en que estaba, ya se había convertido en el plan A de buena parte de mi generación. La gente no daba explicaciones de por qué se iba sino por qué se quedaba.

Que treinta años después se repita la misma situación para las nuevas generaciones es una denuncia contra los que siguen dirigiendo el país de manera tan desastrosa. Y así se sigue privando al país de la gente más creativa y emprendedora de cada generación. En cuanto a mí si de algún éxito me siento orgulloso es de no haber dejado de hacer lo que me gusta y en lo que creo, con plena libertad. Y de haber creado un entorno de gente querida -empezando por mi familia- en el que sentirme a salvo del chantaje de la nostalgia.

En el libro relatas el descalabro de todas las normas establecidas debido a la crisis: el robo, los asaltos a los autobuses por divertimento, la falta de solidaridad. Con estas normas me refiero, según Hannah Arendt, a las reglas de comportamiento que frente a una crisis de estas dimensiones revela un colapso del sentido común, porque no se tienen a disposición otras categorías morales independientes de la experiencia autoritaria. Sin embargo, tu relato personal nos recuerda que algo que se debe defender a toda costa es la facultad personal del juicio. ¿Cuánto crees que las carencias prolongadas en el tiempo, las ramificaciones de esa Hambre en sentido general, han calado en el patrimonio, en la memoria y en la identidad nacional? ¿Cómo resguardar el juicio y la ética personal ante la precariedad extendida por generaciones?

Las carencias han calado muchísimo tanto a nivel material como espiritual: en la pérdida de tradiciones, de formas de convivencia, de la belleza elemental que se necesita para una vida digna pero también, y sobre todo, nos ha desacostumbrado a vivir en libertad, ha instalado una desconfianza y una mezquindad adicional en las relaciones entre los cubanos, la pérdida de un mínimo de cortesía que hace la vida más agradable. Al salir de Cuba me sorprendía que los desconocidos me saludaran al cruzarse conmigo en la escalera o en la calle. O para poner otro ejemplo cotidiano: en Cuba, cuando pasaban con una bandeja -en las extrañas situaciones en que eso sucedía- agarrabas con cuantas galletas o pasteles te cabían en las manos o si eras algún refresco observabas con cuidado antes de agarrar el vaso que tuviera algo más de líquido que los demás. El famoso hombre nuevo del Che Guevara resultó ser un chivato tremendamente miserable, alguien que le sirve a la perfección al Estado para mantenerse pero de quien nadie quiere ser amigo.

Por otro lado, la socialidad caribeña, como he podido comprobar en República Dominicana, Puerto Rico o en el Caribe colombiano es de una suavidad, largueza y espontaneidad envidiables pero el castrismo ha hecho de los cubanos unos seres ásperos, mezquinos y recelosos. Curarnos de eso será arduo y laborioso y debiéramos empezar desde ahora, donde quiera que estemos. Pero eso es lo que produce el totalitarismo por donde quiera que pasa. Lo asombroso -y eso quiero destacarlo- es la cantidad de gente joven decente y magnífica que sigue saliendo de Cuba pese a todo. El tipo de cosas que te devuelven la confianza en el ser humano.

Junto a la cuestión de la emigración creo que también nos hemos preguntado alguna vez por la sociedad que queda en la isla, sus formas de resistir, subvertir, y las consecuencias cada vez más aterradoras que estamos viendo luego del 11J. En tu libro afirmas: “Nada hacía más temible a ese entramado de vigilancia e intimidación que el hecho de que estuviera compuesto por gente. Cientos de miles. No robots a los que en algún momento se les puede desconectar o reprogramar, sino seres cuya capacidad operacional se multiplicaba ante el temor de que un cambio de régimen les hiciera perder sus privilegios. O desatara el rencor de sus víctimas. Digo «víctima» y ya me arrepiento. Si algo le cuesta producir a un régimen como el cubano (aparte de bienes de consumo), son víctimas puras (…) Resulta muy difícil apelar a la solidaridad entre víctimas cuando todos han sido un poco verdugos.” Entonces, ¿cómo podemos llamarnos, banalidad del mal o resistencia, víctimas o victimarios? ¿Cómo te imaginas un proceso de reconciliación nacional post-régimen?

Ese es el totalitarismo trabajando a plena capacidad. La ideología es el pretexto pero una coartada más persistente que lo que solemos reconocer. En la sociedad moderna, ante la pérdida de sistemas tradicionales que cohesionan la sociedad y le dan sentido como la religión, las estructuras familiares, etcétera, la ideología totalitaria es una tentación que no se debe despreciar. Lo vemos ahora mismo con los populismos de derecha o la ideología woke, de vocación totalitaria evidente. Luego está ese magnífico mecanismo de dominación que mezcla la esperanza, la envidia, la mezquindad y la violencia para crear un círculo vicioso en que casi todo el mundo es a la vez víctima y verdugo de otros. El mecanismo lo describe muy bien el cuentista Lino Novás Calvo en un cuento de 1932:

“Los celosos hablaban entonces en nombre de los esclavos y volvían a ser esclavos ellos mismos. Después si seguían eran ajusticiados y sus huesos se juntaban en aquella tierra con los de los otros. Otros esclavos pasaban entonces a su lugar, escogidos por Amiana o sus manfucas, por valientes o delatores. Estos eran los rebeldes de abajo, contra los de abajo. Al subir se cruzaban con los que bajaban. Esto sostenía a Amiana y le dio humos. Comenzó a sentir gusto en perseguir, como si se rascara un salpullido por dentro o se apretara un forúnculo. […] Las gentes de Amiana querían hacerse méritos con él y por eso inventaban complots y descubrían rebeldes donde no los había. Pero luego lo eran. Amiana los mandaba a los barracones y entonces se hacían resentidos y hablaban en nombre de los esclavos. Estos veían entonces la ocasión de dejar de serlo y delataban a los que venían de arriba, y así estos pasaban entonces al cementerio”.

El totalitarismo se alimenta de lo peor de nosotros mismos. La mejor manera de contrarrestarlo es ser lo mejor que podamos, pero sobre todo lo más generosos que podamos. Pero no hay que esperar a que se caiga el régimen, si es que alguna vez lo hace. Debemos empezar ahora mismo.

Tu libro pareciera una radiografía del malestar general de los años 90, pero también un inventario de cada aspecto o ejercicio en el que se ocupaban los cubanos como tú para resistir el infortunio. Si tuvieras que narrar el presente, signado por títulos tan abstractos como el del Periodo Especial en Tiempos de Paz: Coyuntura, Continuidad, que elementos crees deberías añadirle o sustraerle a tu texto original. En resumen, ¿cuánto dista la Cuba de tus memorias de la actual?

Decía el filósofo Richard Rorty -y yo no me canso de repetirlo- que aceptar el vocabulario heredado “es aceptar a otro la descripción de uno mismo, ejecutar un programa previamente preparado, escribir a lo máximo variaciones de poemas previamente escritos”. Por eso al inicio del libro propongo un cambio de vocabulario y empiezo por llamarle a la crisis de los noventa por su nombre real: Hambre. A las sucesivas crisis desde entonces les llamaría Hambre 2, Hambre 3. Porque en lo esencial el sistema no ha cambiado de naturaleza: las causas de las crisis son las mismas y los resultados son idénticos. Si algo ha cambiado es la gente: ahora es más descreída, mejor informada y si acaso más cínica. Excepto un grupo de gente increíblemente valiente, esperanzada y empeñada en cambiar el país el resto tiene claro que lo mejor que puede hacer con sus vidas es prepararse para marcharse en cuanto puedan.

Siento que la brecha que existe entre la Cuba de principios de los sesenta y la de los 80 es mayor que la que existe entre la de los noventa y la de ahora, aunque haya transcurrido más tiempo. Los noventa fueron un momento clave para lo que vino después. En ese momento comenzaron los fenómenos que ahora son la norma del país como el turismo y el jineterismo masivos, la fundación de la mafia hotelera de Estado, el cuentapropismo y el abandono de toda esperanza creíble de la utopía comunista. Luego han aparecido fenómenos que no alcancé a ver que van desde la exportación masiva de personal calificado, la sustitución de profesores por televisores, la introducción del internet o una circulación más fluida de la gente en ambas direcciones -en mi época la gente raramente usaba el pasaje de vuelta. También hay un mayor conocimiento desde afuera sobre lo que pasa adentro. Y a juzgar por lo que me cuentan los que salen y la facilidad con que nos comunicamos el meollo del régimen ha cambiado muy poco desde que me fui. Para decirlo de otro modo: puede haber ocurrido muchos cambios, pero las razones por las que me fui siguen intactas.

viernes, 28 de junio de 2024

Una revuelta sorda: entrevista a Jorge Brioso*



Jorge Brioso y yo llevamos media vida en los Estados Unidos. Llegamos por caminos distintos con un año de diferencia, él en 1996 y yo en 1997, pero vinimos a lo mismo. Nada de sueños americanos. Vinimos a descansar. A huir de la maldición de vivir tiempos interesantes en Cuba, a enterarnos de qué se aburrían en el primer mundo. A mi llegada a Estados Unidos, Brioso me repitió lo que ya le habían advertido: «Los yumas no son tan yumas». Traduzco, para los que no se educaron en los mitos de nuestra generación antiamericana y profundamente admiradora de todo lo norteamericano: los americanos no eran el epítome del swing, la desinhibición y la gozadera que suponíamos.

Además, la Yuma de nuestra realidad no se ha compadecido de nuestra necesidad de descanso histórico. Primero la sopa boba de los noventa fue revolcada por el estremecimiento que provocó el derribo de las Torres Gemelas. Luego el wokismo, el trumpismo, el asalto al Capitolio y las revueltas raciales y universitarias nos han abocado irremediablemente a vivir tiempos interesantes. Son varias las maneras con las que hemos intentado responder a nuestro estupor. Una de mis preferidas ha sido emprender un diálogo con mi viejo amigo.

No solo se trata de que Brioso posea la mente más brillante e inquisitiva que conozco y la mejor alimentada en cuestiones filosóficas. Al mismo tiempo, Brioso —profesor de Carleton College y autor de libros como La destrucción por el soneto. Sobre la poética de Nestor Díaz de VillegasEl privilegio de pensarLa lucidez confrontada: La filosofía política de Ortega en contrapuntoAl modo de Narciso. Especulaciones estéticas— posee las virtudes esenciales que le servían para sobrevivir en su natal Buenavista: sentido común, conocimiento directo de la realidad y nociones claras de sus fuerzas y sus límites.

Ahora comparto con ustedes un fragmento del extenso diálogo virtual con mi particular oráculo de Minneapolis sobre esta América que hemos ido haciendo nuestra a lo largo del último cuarto de siglo.

En una entrevista anterior hablábamos —además de la plaga que asolaba entonces el planeta y del sentido que tenía la poesía por entonces— de ira y revuelta a propósito de las revueltas raciales que se desataron en 2020 precisamente en Minneapolis, la ciudad en que vives, a raíz del asesinato de George Floyd. Ahora quiero retomar el hilo de la ira y la revuelta para referirme a una ira menos circunstancial y a una revuelta más sorda pero más sostenida: esas que suceden desde hace años en los campus universitarios y que se van extendiendo por el resto de la sociedad. Me refiero a la cultura woke, desvelada por la Justicia Social. Si antes dije sorda, solo es en comparación con movimientos estudiantiles anteriores, como aquellos de los años 60 que se expresaron a través de protestas públicas, tomas de universidades y otras manifestaciones más en consonancia con la idea tradicional de revuelta. En este caso, además de algunas protestas físicas puntuales, el malestar se verifica a través de las redes sociales y el ejercicio continuo de la cultura de la cancelación —con la cooperación entusiasta de las autoridades universitarias y el profesorado en buena parte de los casos—. En tu opinión, ¿responde este malestar a un repunte objetivo de los problemas sociales —incluida la desigualdad—, a una nueva manera de interpretar las cuestiones sociales —y una nueva conciencia de sus desigualdades— o se trata simplemente de la expresión política de la generación más mimada de la historia —como afirman Jonathan Haidt y Greg Lukianoff en su libro The Cuddling of the American Mind—, dominada por un rapto de neopuritanismo? Digámoslo de manera más elemental: ¿se trata de crisis generalizada, una sensibilidad especial o de mera y literal malacrianza?

Me gusta el término «revuelta sorda», aunque yo le añadiría el término táctil o digital, pues son revueltas que se producen a partir del constante textear o filmar —también esto producido gracias al dedo que aprieta un botón que permite grabar todo lo que se ve.

Malcriado es todo aquel que no se doblega ante la norma y la costumbre y las figuras que encarnan estos valores. La malcriadez se convierte en un factor político al menos desde que los jóvenes irrumpieron en el espacio público. Si le creemos a Stefan Zweig, esto empezó con su «generación de jóvenes [que] había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros». Pero incluso este gesto se podría retrotraer al Sapere Aude kantiano que definía la mayoría de edad en la capacidad de liberarse de cualquier guía, forma de tutelaje: «Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo». El joven sale de la minoría de edad, según esta definición de Kant, antes que sus propios padres, pues se atreve a renegar de todo el peso muerto de la tradición. Se podría afirmar, y aquí exagero un poco para que te diviertas, que en la modernidad solo arriban a la mayoría de edad los malcriados. Por lo tanto, no creo que ese sea el camino para explicar a los wokes.

Me interesa el woke como un nuevo tipo humano, quizás el último vástago de la modernidad y el primer espécimen de la era que se avecina. El woke no es moderno porque para ellos el tiempo de la revolución y del futuro se ha acabado. Los woke vuelven a atrincherarse en filiaciones y buscan en el pasado, entendido aquí no como la tradición sino como una infinita historia de opresiones y exclusiones, una nueva forma de vincularse. Del futuro solo esperan una gran catástrofe ecológica a la que aspiran poder detener regresando a formas de vida premodernas. Por otro lado, comparten con los modernos el hecho de que no aceptan que la necesidad sea entendida ni como las formas de convivencia que terminaron imponiéndose en la historia ni por las limitaciones orgánicas que nuestro cuerpo y realidad física imponen. Aspiran a lo posible pero lo posible, para ellos, ya no habita más en el futuro. Derrumban lo que el pasado consagra para ver si descubren en sus escombros una posibilidad inédita de sentido. Aspiran, y en esto son claramente premodernos, a un monoteísmo de los valores: unir lo bueno, lo bello, lo justo y lo verdadero. Pero creen, y en esos son herederos de la modernidad, que solo pueden reconstruir esas nociones a partir de lo que la tradición negó, descartó, silenció.

Me detendré solo en dos aspectos del ideario de este grupo: su noción de la equidad y de lo que llaman «lenguaje inclusivo».

Ya el propio Platón, en el libro VI de Las leyes, distingue entre la igualdad aritmética y la geométrica. La aritmética no reconoce jerarquías, es ciega, indiferente ante cualquier distinción de calidades. Igualdad que señala la idéntica cantidad, la uniforme distancia que se mantiene respecto a un paradigma o unidad de medida. Por ejemplo, la igualdad ante la ley propone un principio, al menos a nivel ideal, que señala la posición equivalente y la responsabilidad que todos deberían tener ante el aparato normativo del Estado. Para Platón, la igualdad absoluta es aritmética (aquella que define lo hermanado por la medida, el peso y el número) y es la que se usa para distribuir las magistraturas; pero hay otra, la que él cree mejor, que es la proporcional (la geométrica), mucho más difícil de discernir. Don de Zeus, el dios que mide la justicia, ya que otorga a cada uno lo apropiado según su naturaleza: «da mayores honras a los más virtuosos», «mientras que otorga a los que tienen lo contrario de la virtud y la educación lo conveniente cada uno de manera proporciona».

La igualdad geométrica es proporcional en el sentido que define tanto la correlación entre lo que no es igual como la igualdad entre los pares. Pongo un ejemplo más reciente. El antiguo régimen, tal como existía antes de la Revolución francesa, concebía tres Estados o Estamentos: la nobleza, el clero y el tercer estado o estado llano (el resto de la población). El rey, el soberano, el vicario de Dios en la Tierra, debía tratar a sus súbditos en condición de igualdad, lo que significaba tratarlos como igual con sus pares, los que pertenecían al mismo estamento, pero también reconociendo la jerarquía, la debida proporción, los privilegios que cada estamento poseía: reconocer el valor que tiene cada uno de los que poseen el mismo estatus, las diferencias en mérito que cada rango conlleva.

La Revolución americana, en su Declaración de Independencia, mezcla ambos principios. Reconoce la dignidad moral de todos en pie de igualdad por el simple hecho de ser humanos, «All the men are created equal», pero a la vez respeta el derecho, la libertad de cada cual a buscar su felicidad y bien vivir según sus propios méritos y posibilidades.

«All animals are equalbut some animals are more equal than others»podrían replicar los wokes con claros ecos orwellianos. Y este sería un reclamo legítimo contra una república que necesitó una guerra civil para abolir la esclavitud y que mantuvo la segregación racial hasta los años sesenta del siglo pasado. Valga la pena aclarar, además, que no hace falta pertenecer al grupo que pretende estar siempre alerta para notar esta contradicción. El propio Samuel Johnson, en fecha tan temprana como 1775, ya lo había señalado: «¿Cómo resulta posible que oigamos los gritos más fuertes por la libertad de aquellos que trafican con negros?».  No obstante, la postura de los wokes es mucho más radical. Alegan la existencia de un racismo y sexismo sistémicos que corroen todas las instituciones democráticas. Y como arma de combate contra este sistema de opresión continua proponen su noción de equidad. Esta noción mezcla de forma inédita las dos nociones de igualdad que delineé anteriormente.

Desde su postura se radicaliza el concepto de igualdad geométrica al tratar de encontrar una proporción para todo aquello que había vivido, hasta este momento, fuera de las normas, en los extramuros del sentido común. Se aspira a un concepto de igualdad proporcional que sea capaz de convertir a las excepciones en la única regla. Hay que apresurarse a aclarar que solo adquiere el estatus de excepción aquello que fue negado, descartado, expulsado por los sistemas normativos imperantes. Se acomodan todas las excentricidades —todo aquello que los parámetros de juicio valorativo que se habían impuesto entendían como déficit— pero se veta cualquier noción de mérito que se equipara siempre al privilegio. En este sentido, la equidad de los woke es aritmética, pues no reconoce ninguna diferencia de calidad, de excelencia, que no haya sido impuesta por un sistema de poder y sujeción. Su concepto de lenguaje inclusivo parte de su noción de equidad.

Los woke aspiran a monopolizar el lenguaje, y el marco valorativo que les es inherente, imponiendo nuevas formas de denominar las cosas. Lo radical del gesto que ellos emprenden es que se le pretende dar certificado de ciudadanía, de realidad, a lo que es simplemente una percepción subjetiva: se pretende convertir en norma lo que es solo idiosincrasia individual. Alguien se auto percibe de cierta manera y aunque no exista ningún dato —ni social, ni biológico— que lo corrobore se intenta imponer esa visión sobre la realidad. Eso es lo que se logra cuando se fuerza el cambio de lenguaje: se impone lo que se ha denominado como lenguaje «inclusivo».  En cuanto un grupo designa de cierta manera alguna cosa, incluso si esta es solo una autopercepción, lo designado empieza a adquirir realidad. El lenguaje le abre un espacio en el mundo a todo aquello que empieza a ser designado de forma similar por un grupo de personas.

Los que se rebelan contra los wokes se percatan, a su manera, de que lo que se ha secuestrado es el sentido común. Por eso se han disparado las teorías conspiratorias. Estos sienten que se les obliga a vivir en la ficción que han construido otros. No queda otra opción entonces que vivir en la intemperie de ese nuevo sentido común en el que no se reconocen. Al imponerle al lenguaje formas de percibir la realidad cuya única validación es una sensación, sin necesidad de ningún otro referente externo, los wokes ha convertido el lenguaje en una quimera. Esa es la conspiración de la que hablan los trumpistas. Y, al menos en eso, tienen razón.

Concuerdo con quien haya que hacerlo en que existe ahora mismo un secuestro del sentido común, pero este no ha sido reemplazado por otro. Luego de décadas hablándose de incorrección política ya nadie tiene idea de por dónde pasa la línea de lo correcto ahora mismo, pues la noción de incorrección política se está renovando a diario. La idea de que se trata de una conspiración me parece menos sostenible: las conspiraciones y sus respectivas teorías implican acuerdos secretos, una estructura más o menos delineada con sus líderes (a menos que le echemos a Soros la culpa de todo) y objetivos concretos que cumplir mientras. En el caso de la actitud woke (que excede los límites de una generación específica y que incluso de aquellos que uno consideraría wokes suele ser una actitud bastante intermitente, echándose una que otra siestecita en medio de su vigilia) no parece haber un acuerdo prefijado, ni líderes políticos o intelectuales más o menos consistentes ni objetivos concretos: fuera de dar la voz de alarma ante el descubrimiento de nuevas formas de opresión, de agresiones o microagresiones, esa actitud woke no parece buscar otra cosa que un estado de sitio digital permanente.

Al referirme a un nuevo tipo humano no hablo de un grupo social específico, ni de una generación, sino de un nuevo horizonte desde el que se produce sentido, desde el que se prescribe lo que se puede decir y, por extensión, pensar, hacer y desear. Es por eso que hablo de la producción de un nuevo sentido común: la configuración de los enunciados que pueden ser expresados en cierto momento histórico, la imposición de cierto vocabulario, y el veto de otros, y de las actitudes valorativas que le son inherentes a ciertas palabras. El filósofo español Higinio Marín, en una de las mejores definiciones que conozco al respecto, lo define como hábitos del corazón, siguiendo la bella expresión de Alexander Tocqueville: «cartografías de las relevancias vitales [que] dibujan los supuestos cordiales de la razón y del sentido que incluyen lo que se tiene por concebible y real». A ti y a mí nos parece insensato mucho de lo que ellos afirman porque estamos instalados en otro espacio vital y afectivo-valorativo, pero hay que reconocer que nuestra postura, al menos dentro de la universidad, que es nuestro espacio de trabajo, es cada vez más marginal e incluso anacrónica. Se podría argüir que la universidad es un espacio minoritario (aunque según las últimas estadísticas en los Estados Unidos, el 45% de la población se gradúa de la universidad), pero en ella se forman casi todos los que están a cargo de la educación sentimental de la ciudadanía. Un buen ejemplo de cuánto ha permeado a la sociedad en general estos nuevos parámetros respecto a lo que se puede decir, hacer, sentir, es que el reguetonero—  tomo el ejemplo de un género musical que no se caracteriza ni por su carácter reverencial ni por su corrección política— y músico más exitoso, Bad Bunny, no se atreve a desoírlos: la clave del éxito, y creo que esto es un signo muy importante, pasa por ahí. La industria editorial— incluidos los libros de textos que se utilizan para alfabetizar a la población— y el mercado del arte responden, para solo citar otros dos ejemplos, a estándares parecidos. Si algo define a un nuevo sentido común es la propuesta de un nuevo concepto de gusto; aquello respecto a lo cual se considera apropiado desear, fantasear. El sentido común define lo que una época entiende por cordura y lo que se afirma, piensa, desea fuera de este espacio adquiere el carácter de la quimera o el delirio; y ni lo uno ni lo otro, al menos en estos tiempos, se consideran marketeables. Yo creo que el sentido común que se está configurando delante de nuestros ojos todavía no es hegemónico, ninguno debería serlo en una sociedad que se considere democrática, pero reconozco que muchos no comparten mi postura.

Lo que siente una parte no despreciable de la población norteamericana es que se ha producido un rapto de las principales instituciones que constituyen el aparato normativo de un país: los medios de prensa, el sistema educativo, el propio sistema judicial e incluso las autoridades a cargo de la salud pública del país. Este rapto es lo que ellos definen como una conspiración. No obstante, la única forma de combatir esa conspiración es asociarse a una nueva conjura. Cuando se produce sentido al margen de las instituciones antes señaladas, se necesita conspirar, pues se hace fuera de los límites de lo que una sociedad legitima como lo público. No solo se trata, por tanto, de escapar de un lenguaje en el que no se reconocen, sino que están convencidos que la única forma de liberarse del mismo es producir sentido fuera de los espacios controlados por el Estado, que, desde el punto de vista de ellos, son casi todos. Los que conspiran, respiran juntos —viven, desean, piensan, actúan— pero lo hacen fuera de los espacios consagrados para ello. El trumpismo tiene la estructura de una conjura, de un complot. Lo que sucedió el 6 de enero es y no es una anomalía. Lo es, pues nunca desde que se instauró la República la propia población había asaltado uno de los centros simbólicos del poder. No lo es, pues este movimiento que no acepta que los aparatos normativos del Estado moldeen sus afectos, piensa que solo pueden tomar el poder por asalto: vía una rebelión que aspiraba a ser un golpe de Estado.

La del trumpismo también es una revuelta sorda, a pesar de toda la algarabía que la acompaña, pues vocifera desde espacios que quedan —respecto al nuevo sentido común que se está configurando— en las lindes de lo inteligible.

No debe olvidarse que hay una buena parte de la población que se siente atrapada entre esas dos revueltas, la radical y la conservadora, que se acusan mutuamente de intolerancia, de querer apropiarse de la plaza pública de discusión, de imponer sus normas y que de hecho están dejando menos espacio a los que no compartimos ni las aberraciones woke ni el reaccionarismo trumpiano, y nos aferramos a cierta idea de entendimiento, de cordura que ya empieza a parecer anticuada pero que consideramos no solo la esencia de una sociedad democrática, sino del entendimiento entre individuos, grupos o incluso sociedades diferentes, eso que define la RAE como «sentido común». O sea, la «capacidad de entender o juzgar de forma razonable», que es el tipo de definición que haría decir a Mark Twain que el sentido común es el menos común de los sentidos.

Por cierto, cuando Tocqueville analiza la sociedad norteamericana desde su punto de vista europeo, todo el tiempo está apelando a lo que entiende la RAE por «sentido común». Ensalza o critica lo que ocurre en la sociedad norteamericana, no en la medida en que se acerca al modelo de la sociedad de donde proviene —o la que podría considerarse de buen o mal gusto—, sino en los efectos positivos o negativos que estas diferencias causan en el desarrollo de la sociedad, una sociedad que aunque podría repugnar a su público europeo, también le podría parecer después de todo, razonable. A los que estamos en esa tierra de nadie, que no sé si somos o no mayoría, ¿no nos quedan otras opciones que sumarnos a una de esas dos revueltas o ver cómo ese espacio de sensatez desaparece bajo nuestros pies?

«Definible solo es lo que carece de historia», afirmaba Nietzsche con ese toque de desmesura y verdad que acompaña a sus grandes intuiciones. El sentido común posee, como muchos de los grandes conceptos de la filosofía moral y política, una historia tupida y enmarañada. Me llevaría demasiado espacio esclarecer aquí todos los matices que este concepto tiene en la tradición filosófica, así que utilizaré, para explicarme mejor, los dos ejemplos que señalas.

La definición que privilegia la RAE, y que Mark Twain parodia en la frase que citas, es conocida en la tradición como sensus communis naturae, concepto que alude tanto a la naturaleza racional de todos los humanos como al acuerdo que esto supone respecto a ciertos principios o verdades que se consideran auto evidentes y, por ende, aceptables por todos, al menos en potencia. El problema, y a eso es lo que alude Mark Twain, es que cuando tratamos de darle sentido a la realidad, no somos ni tan racionales ni nos ponemos tan fácilmente de acuerdo respecto a lo que se supone sea evidente. Thomas Paine, por ejemplo, tituló Common Sense al panfleto en el que abogaba por la independencia americana, a pesar de saber muy bien que las ideas que defiende allí, esas que define como constitutivas del sentido común, no «están lo suficientemente en boga para gozar del favor general». Estaba incluso convencido de que existían formas de gobierno, como la que sufría el pueblo inglés o las que eran impuestas a sus colonias, que vetan el acceso a ciertas verdades definidas por él como naturales. Así, solo a través de la guerra podría el pueblo americano liberarse de ese yugo, pletórico en perjuicios y obnubilación, que le impedía acceder «a la sencilla voz de la naturaleza y de la razón».

La propia ambigüedad inherente al concepto de sentido común se refleja en las afirmaciones que hace Jefferson respecto a la escritura de la Declaración de Independencia de 1776: «El objeto de la Declaración no era descubrir nuevos principios o nuevos argumentos, nunca antes pensados, ni incluso tratar de decir cosas que nunca antes habían sido expresadas, sino poner ante la humanidad el sentido común de los sujetos […] Intentaba ser una expresión de la mentalidad americana». Por un lado, al apelar al sentido común se rebaja el carácter revolucionario del documento. No se trata de pensar, ni expresar nada nuevo — romper radicalmente con lo ponderado y dicho por la tradición— sino de articular, de forma clara y definitiva, lo que ya estaba en la mente de todos. Sin embargo, lo que Jefferson define como «mentalidad americana» no existía de forma plena hasta la firma de este documento; existían las trece colonias, pero no había nación americana a la que le pudiera corresponder una mentalidad específica. Además, faltaba mucho camino por recorrer, incluso en la emergente nación americana, para alcanzar el pretendido consenso que Jefferson postula respecto a la idea más importante que portaba su documento: «All men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty and the pursuit of Happiness».

El concepto de sentido común que he defendido en estas páginas parte de la noción aristotélica de koinḕ aísthēsis —que se suele traducir al latín como sensus communis—: el lenguaje común de los sentidos, de la sensibilidad. Ahí se asume que cuando se dota de significado a la realidad no solo lo hacemos con la razón, sino que también participan del proceso nuestros sentidos, nuestras percepciones, nuestros afectos y pasiones; con los hábitos del corazón y con los del espíritu. Lo que una época entiende por cordura, y no otra cosa es el sentido común, implica tanto a la razón como a nuestra sensibilidad e imaginación. La locura es tanto la sinrazón como un desarreglo de los sentidos, las pasiones y de nuestra facultad imaginativa. Además, esta postura asume que la razón y los afectos se declinan de forma distintiva en los diferentes momentos históricos —la comprensión se produce siempre dentro de una tradición, desde los propios prejuicios (entendiendo esta última noción en el sentido reivindicativo que le otorga Gadamer y la hermenéutica al concepto)—. Se dota de sentido a la realidad con los pies hundidos en el fango de la historia.

Me explicaré con el otro ejemplo que citas. Lo que aspira a encontrar Tocqueville en los Estados Unidos de América es un nuevo sentido de lo común: la revolución democrática se ha realizado en el viejo continente a nivel material, sin que en las leyes, en las ideas y en las costumbres hubiera ocurrido el cambio necesario para hacer útil esta ruptura abrupta con el Antiguo Régimen. La revolución reventó el viejo sistema de creencias, pero no fue capaz de implantar uno nuevo. Tocqueville describe la quiebra del sentido común que percibe en Europa en los siguientes términos: «es como si en nuestros días se hubiera roto el lazo natural que une las opiniones a los gustos y los actos a las creencias. La simpatía que en todo tiempo se observó entre los sentimientos y las ideas parece destruida y se dirían abolidas todas las leyes de la analogía moral».

En la posibilidad mejor que Tocqueville descubre en los Estados Unidos se crea una síntesis entre la tradición y la innovación, entre «el genio religioso y el genio de la libertad» que cree imprescindible para poder construir el nuevo sistema de afectos, la sensibilidad compartida necesaria para vivir en este nuevo régimen político. Lo que busca en los Estados Unidos de América es un modelo civilizatorio que permita salvar a un gobierno y sociedad civil dominado por la igualdad de condiciones y predispuesto por ende al destino democrático de los dos grandes peligros que, según cree, acechan a esta nueva forma política: la tiranía de la mayoría o la anarquía.

Creo que el desvanecimiento del suelo en el que se sostenía el centro —«el middle o common ground»— tiene que ver con la crisis de los relatos fundacionales que nutrían la nación americana. Estos mitos dotaban al país con una religión civil que, aunque fuera interpretada en muchas ocasiones de forma diametralmente opuesta por los dos partidos políticos que se turnan el gobierno del país, proveía al menos a nivel formal un espacio común para potenciales acuerdos, por tenues que fueran, y disensos que respetaban, al menos, el derecho a la existencia de la fuerza política opositora. En un artículo clásico, Bertrand Russell reflexionaba sobre la debilidad de las democracias occidentales ante los totalitarismos, debido a sus carencias de grandes mitos. Los mitos encauzan las pasiones hacia un mismo destino, garantizan a las naciones el anhelo de un futuro en común. La única excepción que mencionaba el filósofo británico era los Estados Unidos de América. Pero, como ya se adelantó, vivimos en otro momento histórico. No me imagino a nadie hoy en día, en ninguno de los polos del espectro político, repitiendo la frase que incluye Whitman en su prefacio a la edición de 1855 a The Leave of Grass: «The Americans of all nations at any time upon the earth have probably the fullest poetical nature. The United States themselves are essentially the greatest poem».   Dos de los grandes mitos que cohesionaban la Unión Americana, el mito del país en el que casi todos pertenecen a la clase media, o al menos se perciben como tales, y el mito del individuo que se inventó a sí mismo y al hacerlo fundó la libertad moderna —la primera nación donde la ley es el único rey, para decirlo de nuevo con las palabras de Thomas Paine a quien ya he citado—, se han visto muy erosionados en los últimos años. El movimiento 1619, que le otorga al año en que se comienza la trata de esclavos el estatus de acontecimiento fundacional, y el slogan alrededor del cual se organizó Occupy Wall Street (el 99 por ciento contra el uno por cierto, el pueblo contra la oligarquía), son claros ejemplos de ello. El movimiento MAGA (Make America Great Again), por su parte, es una retrotopía—para usar el neologismo de Zigmunt Bauman— un intento reaccionario (en el sentido literal y metafórico de la palabra) de restituir una supuesta edad de oro perdida para que los grandes mitos de la nación americana vuelvan a hacerse realidad.

Hay momentos históricos, como el que vivimos ahora y atestigua la historia europea del siglo XX, en los que la búsqueda de un centro, independientemente de la cantidad de personas que aspiren a ello, tiene algo de quijotesco: tratar de construir un mundo donde ya no lo hay y con materiales, un sistema de creencias, que se consideran anacrónicos, obsoletos. El bombardeo a la línea de flotación que sostenía al centro se expande, además, desde otros frentes. Es muy probable que en este siglo Estados Unidos deje de ser la primera potencia económica mundial —hace ya un tiempo que ha dejado de ser la brújula moral de Occidente—, aunque seguirá por un buen tiempo siendo la primera potencia militar. Históricamente, siempre que la primera potencia militar y económica no coinciden, el conflicto se ha dirimido con la guerra. Serán guerras indirectas (proxy wars), como las que suelen tener las potencias que poseen arsenal nuclear. No obstante, el potencial impacto que tendría sobre la opinión pública norteamericana la pérdida de su protagonismo a nivel global podría ser devastador, pues le daría el tiro de gracia al mito quizás más arraigado en la nación americana: el rol mesiánico que América ha creído tener respecto al resto del mundo.

¿Será el trumpismo solo una anécdota en la historia política norteamericana o ha de rearticular un nuevo sujeto político que redefinirá al partido republicano y lo obligará a rediseñarse o escindirse en varias fuerzas políticas? ¿Logrará sobrevivir la primera república democrática de los tiempos modernos un segundo mandato de Donald Trump? ¿Podrá el partido demócrata interpelar a la población americana con nuevas nociones de comunalidad, como no se cansa de pedir en sus libros y artículos Mark Lilla, y dejar atrás las políticas de la diferencia inherentes a la agenda identitaria y la implosión de los aparatos normativos en miríadas de excepciones? Y otra de mayor alcance: ¿podría los Estados Unidos volver a reactivar las esperanzas de sus ciudadanos y cautivar su imaginación desde una percepción de su destino y su historia totalmente secular, asumiendo la crisis de sus mitos fundacionales?

Intentaré definir a nivel normativo —para recuperar el centro hay que restaurar el prestigio emotivo y conceptual de las normas, de la normalidad— qué significa ese centro o punto medio. Daré un salto en el tiempo, hacia la primera polis democrática, Atenas, y su primer gran legislador, Solón. Para Solón el centro o punto medio —es meson en mesoi— es el lugar donde se funda lo común, lo público. Hay que apresurarse a aclarar que este espacio no debe ser confundido, en ningún sentido, con una noción de neutralidad, que llevaría a no tomar partido por ninguno de los bandos enfrentados. Entre las leyes de Solón destaca una que Plutarco, en sus Vidas paralelas, califica como la más extraña y singular de todas: aquella que condena a la atimia, a la pérdida de los derechos políticos y civiles —participación en la asamblea, derecho a reclamo ante un jurado, poder ser elegido a una magistratura, etc.— a quienes se mantuvieran neutrales en una guerra civil.

Las facciones privatizan la ciudad, la escinden en intereses incompatibles. El medio o centro se construye para postular un espacio común, para alojar las partes que litigan. La stasis, la escisión de la comunidad política en diferentes facciones o bandos, conlleva la privatización del espacio público. El arconte se sitúa con su escudo, como dice el sabio ateniense en uno de sus poemas, en el medio de los ejércitos listos para la batalla. El centro nunca es un espacio cerrado, aunque sí queda limitado por los litigantes que lo circundan. El concepto que define este territorio, metaíkhmion, el espacio que se erige entre dos ejércitos en pugna, expone la labor del magistrado y las instituciones que pretenden instaurar un terreno público para dirimir los conflictos sin que se aspire, desde un consenso ficticio y artificial, a anularlos. Esto impide que las instituciones se cierren dentro de un sistema de creencias que se pretende inamovible o se diluyan en querellas, en disensos, y que nunca arriben a un punto de encuentro. El centro —el espacio desde el cual una sociedad articula lo que considera común— es el lugar imaginario a partir del cual se fundan las instituciones del Estado. En él se intentan encontrar los marcos normativos que permitan hacer inteligibles y compatibles los diferentes reclamos de justicia que nacen de la sociedad civil. Desde ese espacio o tierra de nadie, como tú lo defines en tu pregunta, del cual ninguno de los bandos se ha apropiado todavía, desde ese no man’s land, se funda lo común, lo público.


*Entrevista aparecida en El Estornudo