lunes, 22 de julio de 2019

Efecto dominó y la sensibilidad

No hace mucho, mientras comentaba la serie de HBO "Chernobil" me refería a la "normalidad totalitaria" y lo inalcanzable que le resulta a la mentalidad occidental. Exageraba, por supuesto. Porque siempre se pueden encontrar excepciones a esa norma. Obras en las que Occidente consigue acceso a una realidad que, aunque distante y opaca, no tendría que ser incomprensible si la tratara con sensibilidad similar a la que se dedica a sí mismo. Casos ejemplares pueden ser el documental "Habana: Arte nuevo de hacer ruinas" del alemán Florian Borchmeyer o el menos conocido "Efecto dominó" cortometraje del francés Gabriel Gauchet que les comparto a continuación:


Efecto Domino from Gabriel Gauchet on Vimeo.

martes, 16 de julio de 2019

De cuando la sangre casi llega al río (Hudson)*


Por Enrisco

Una vez iniciada la guerra por la independencia de Cuba en 1868 la situación entre la comunidad caribeña en Nueva York se tornó especialmente interesante. E interesante —como sabe cualquiera al que le han pedido que dé su opinión sobre algo horrendo, desde una pintura abstracta hasta un dulce de berenjena con tomillo— no quiere decir algo necesariamente bueno.

A los cubanos que atendían sus negocios en la ciudad o los exiliados de intentonas anteriores se le sumó gente muy variopinta ligada a la causa independentista: intelectuales, abogados, amas de casa, hacendados siquitrillados, tabaqueros perseguidos y salvadores de la patria diversos. Todos entusiastas y exaltados. Todos —decían— legítimos y únicos representantes de su sufrida patria. Uno daba un concierto para armar una expedición, otra recogía joyas para ayudar a huérfanos y viudas de la guerra, otra para comprarle una espada ceremonial a un general recién llegado al exilio y otros vendían bonos cuyo valor aumentaría el día que la patria fuera libre.

Y pasó lo que tenía que pasar. De la sospecha mutua sobre su patriótica pureza se pasó a las acusaciones, de ahí al insulto y enseguida firme compromiso de caerse a tiros en cuanto sonara el timbre anunciando el final de la guerra. Porque ¿para qué buscarse un enemigo en España si te lo podías encontrar en la acera de enfrente? Surgieron dos bandos: aldamistas contra quesadistas que eran como los Montescos y los Capuletos pero sin historia de amor intercalada. Los primeros seguían a Miguel Aldama, figura máxima de la burguesía habanera que, al huir de la isla, asumió la representación de la República en Armas cubana desde Nueva York. Contra estos se alzaban los seguidores de Manuel de Quesada, general del Ejército Libertador designado por su cuñado y presidente de la citada república en Armas, Carlos Manuel de Céspedes, representante de esta para promover expediciones armadas que reforzaran la insurgencia en Cuba. A dos cubanos con atribuciones similares les quedaba chiquita la ciudad más grande del continente una vez que decidieran acusarse de todo lo que les pasara por la cabeza. Empezando por traidores y aspirantes a tiranos: otra linda tradición cubana fundada en la isla de Manhattan y a la que hoy le hace honor la oposición de la isla.

Pueden imaginarse el resultado: el envío de las expediciones fue disminuyendo hasta que, tras el desdichado final del Virginius, se interrumpió del todo. Para entonces ya llevaba dos años en la ciudad Francisco Vicente Aguilera, vicepresidente de la República en Armas, a quien habían mandado para poner orden entre sus compatriotas. Más fácil era que lo hubieran mandado a pelear contra los españoles armado con el cuchillo de la mantequilla.

Pero por difícil que fuera su misión Aguilera intentó cumplirla. Incluso preparó varias expediciones pero nunca consiguió que llegaran a la isla. Ya hacía rato andaba apagado el entusiasmo norteamericano por la independencia cubana y el de muchos de sus compatriotas por financiar expediciones. Aguilera insistió en sus esfuerzos hasta que un cáncer en la garganta lo mató el 22 de febrero de 1877. Quien había sido uno de los hombres más ricos de su país murió pobrísimo en su apartamento del 223 West de la 30th Street entre séptima y octava avenidas. Sus funerales, en cambio, fueron de los más importantes celebrados en la ciudad: su cuerpo fue velado en la Governor’s Room del ayuntamiento de Nueva York (como antes habían hecho con el presidente Monroe) y ante él desfilaron millares de personas mientras las banderas de los edificios oficiales estaban izadas a media asta. Un año más tarde la guerra había concluido sin que Cuba consiguiera dejar de ser colonia española.    

Aparecido originalmente en Nuestra Voz.

sábado, 13 de julio de 2019

Entrevista

De una entrevista que me hiciera la poeta María Elena Cruz Varela para Radio Martí 
 
1.- ¿Cuál fue el detonante que te impulsó a marcharte de Cuba?
Fue la toma de conciencia de un par de cosas: que el de Cuba era un régimen criminal que no se detenía ante nada. Ni siquiera ante el asesinato de niños como ocurrió con el hundimiento del remolcador “13 de marzo”. Y que permanecer allí sin poder alzar la voz ante esos crímenes era humillante. La otra fue comprender -tras una larga serie de censuras y acosos- que profesionalmente tampoco había espacio para mí en ese país. Que ante la humillación cotidiana que suponía la vida en Cuba solo quedaban dos caminos: la marginación progresiva (ya yo trabajaba en el cementerio, así que el próximo paso sería la prisión) o la domesticación. Y a esa le tenía más miedo aún. Me fui de Cuba en 1995, cuando ni siquiera la rebeldía digital era inimaginable. Lo que me quedaba era salir a la calle a que me cogieran preso y entonces tuve una tercera epifanía: la de comprender que no tengo madera de héroe.

2.- ¿Qué esperabas encontrar del “otro lado”?
Libertad, en primer lugar. La famosa posibilidad de gritar de que hablaba Arenas. Y la de informarme. También esperaba un poco de comprensión, de solidaridad. Y la posibilidad de llevar una vida más o menos normal, sin lujos, pero en la que para comer, vestirme o viajar no tuviera que poner constantemente a prueba la decencia que se debe todo ser humano a sí mismo y a los demás.

3.- ¿Qué encontraste?
Casi todo lo que buscaba menos solidaridad. Había mucha más gente dispuesta a seguir creyendo en la bondad esencial del sistema cubano de lo que cabría esperar en un mundo con libre acceso a la información. Si he sentido algo de solidaridad y comprensión ha sido a título personal y eso me hace atesorar esos gestos con un agradecimiento muy especial.

4.- ¿Qué has aprendido durante el proceso?
Mucho, aunque no todo lo atribuyo al acto de salir de Cuba. Entre otras cosas he aprendido que hasta un ser tan inútil para las cosas prácticas como yo, puede sobrevivir en lugares perfectamente ajenos y disfrutarlo en el proceso. He aprendido lo que son los derechos, las leyes, la ciudadanía, la democracia, la tolerancia como una experiencia cotidiana. Como la vez que fui a una entrevista de trabajo y mi entrevistador resultó ser un admirador del castrismo. Me olvidé de que necesitaba ese trabajo para rebatirle sus argumentos a favor del régimen cubano. Pero al final, para mi sorpresa, el señor me otorgó el puesto: ese día aprendí más de lo que significan conceptos como tolerancia y democracia que lo que cualquier libro me hubiese tratado de explicar.
También he aprendido a querer lo mejor de mi país sin tener que asociarlo a lo peor. Que lo cubano no viene asociado por fuerza con la miseria, la escasez, la falta de libertad, de opciones, la mezquindad y la grosería. Vivir fuera de Cuba no solo me ha permitido tener acceso a una buena parte de la cultura cubana excluida sistemáticamente de la versión oficial. También me ha permitido a disfrutarla con calma, como si no fuera una suerte de condena sino una libre elección. Y esa sensación, por falsa que sea, (porque al final estamos condicionados a elegir lo que nos resulta más familiar) ha liberado mucho mi relación con la Cuba.

5.- ¿Qué es para ti la libertad?
La libertad para mí abarca todo un rango de posibilidades que va desde lo más sublime hasta algo tan pedestre como comprar un pasaje de avión o un six pack de cerveza. La minuciosa imposibilidad de escoger y vivir libremente que uno tenía que afrontar en Cuba ha hecho muy disfrutable todas las libertades grandes y pequeñas que me tomo en la vida. Desde elegir un político hasta lo que voy a leer. Libertad es la posibilidad de elegir sin miedo.

6.- ¿Las experiencias vividas han cambiado en ti el concepto Patria?  ¿Piensas a menudo en “Ella”?
No pienso en la Patria. Vivo en ella. La Patria son los amigos. Los cercanos y los lejanos con los que me mantengo en contacto permanente. He tenido la suerte de vivir en medio de una comunidad de amigos cubanos acá en Nueva Jersey, gente buena, sana y con muchas afinidades. Y de poder desarrollar con ellos una buena vida cubana asumiendo muchas de las cosas que nos proveen estas nuevas circunstancias desechando lo peor de la experiencia cubana. Y trabajo en Nueva York, el sitio donde se crearon buena parte de las señas esenciales de lo cubano, desde la bandera hasta las grabaciones del Trío Matamoros pasando por los “Versos sencillos” y “Cecilia Valdés”. Todo eso me ha hecho entender que patria no tiene que ser necesariamente la carnada que usan los canallas para engatusarnos, ni está anclada a un espacio concreto.
La patria es algo que podemos llevar a cuestas, o reinventárnosla donde vayamos. Algo que nos ata a ciertas circunstancias nacionales y nos obliga a no desentendernos de ellas pero al mismo tiempo puede liberarnos del fatalismo que supuestamente viene con nacer y crecer en un sitio determinado. Una noche el músico Boris Larramendi cantaba en el sótano de un bar de Madrid para un grupo de amigos y recuerdo que cuando entonó aquella vieja conga que dice “ahora que estamos en Cuba libre/ celebrando este carnaval/ qué bueno, qué bueno, qué bueno/ qué buena es la libertad” me dije: esta noche, este sótano es Cuba libre. Mi idea es que donde quiera que uno está puede ser Cuba Libre. Sobre todo libre. Pero sin aspavientos ni banderas. Relajado. Como si fuera algo natural.

viernes, 12 de julio de 2019

Archivo Felipe González, ahora online

En Clarín, diario argentino dan cuenta de la apertura para su consulta online del archivo del ex-presidente de gobierno español Felipe González, en el cual se encuentra entre otras su correspondencia con el dictador Fidel Castro:


Felipe González llegó al poder en España, al frente del Partido Socialista, en 1982, siete años después de la muerte del dictador Franco, y dejó el Gobierno en manos de la derecha de José María Aznar en 1996. En ese tiempo en que ejerció, casi siempre con mayoría absoluta, de presidente del Gobierno, el abogado andaluz que en la clandestinidad se llamó Isidoro, tejió una enorme red de contactos, con mandatarios extranjeros, con políticos españoles y con ciudadanos del común, que se registra en una correspondencia casi infinita que desde esta mañana se puede consultar en la web de su fundación. Entre esas cartas hay una manuscrita de Fidel Castro, que le rogaba a Felipe que no estuviera molesto con él por unas declaraciones que obviaban la prudencia. Él creía que el presidente español le habría perdonado aplicando una virtud de la gracia andaluza…




martes, 9 de julio de 2019

El crimen (casi) perfecto



En la mañana del 13 de julio de 1994 la radio cubana anunciaba con una celeridad extraña cuando de noticias importantes se trata: “Zozobró embarcación robada por elementos antisociales. En la madrugada de hoy, elementos antisociales sustrajeron por la fuerza una embarcación del puerto de La Habana con el fin de abandonar ilegalmente el país”. En los días siguientes la propaganda oficial se enfocó en los términos “robo”, “antisociales”, “naufragio”. A la semana del hundimiento del remolcador “Trece de Marzo” en un noticiero televisivo presentaron a uno de los sobrevivientes declarando que los únicos culpables del naufragio de la nave era eran él y los que lo acompañaron en la fuga al escapar en una embarcación demasiado vieja como para resistir la navegación en alta mar.

Ya para entonces radio Martí llevaba días difundiendo declaraciones de sobrevivientes que se habían comunicado por teléfono desde La Habana. Gracias a eso supimos que de las 72 personas que viajaban en el “Trece de Marzo” se habían ahogado treinta y siete, diez de las cuales eran niños entre seis meses y doce años de edad. Que los que huían no eran antisociales sino trabajadores del puerto. Que precisamente ellos en los meses previos se habían encargado de reparar y poner a punto la embarcación. Y que el remolcador había sido hundido intencionalmente por cuatro naves que estaban esperándolo a la salida de la bahía y tras perseguirlo embistieron al “Trece de Marzo” y les lanzaron chorros de agua para hundirlo.

La más detallada información oficial sobre el hundimiento del “Trece de Marzo” la dio Fidel Castro en persona. Ya el hecho era suficientemente escandaloso como para que no bastaran las versiones de los amanuenses de turno. En la suya Fidel presentaba a un grupo de obreros del puerto que en su afán por recuperar su instrumento de trabajo -el remolcador- chocan accidentalmente con el remolcador y lo hunden. No menciona los chorros de agua, reconocidos en una versión oficial anterior y justifica a los responsables directos del hundimiento diciendo: “El comportamiento de los obreros fue ejemplar porque trataron de que no les robaran su barco”. Descarta cualquier posibilidad de enjuiciarlos por la muerte de casi cuatro decenas de personas diciendo “¿Qué les vamos a decir ahora? ¿Que dejen que les roben los barcos, sus medios de trabajo? ¿Qué vamos a hacer con esos trabajadores que no querían que les robaran su barco, que hicieron un esfuerzo verdaderamente patriótico, pudiéramos decir, para que no les robaran el barco? ¿Qué les vamos a decir?”.  

Fidel Castro pudo desentenderse de los que hundieron el remolcador, cuestionar su decision de perseguirlo. Pudo incluso haber simulado un juicio y un castigo. Pero con ello habría anulado el objetivo principal del hundimiento del remolcador: advertirle a todos los cubanos de lo que les esperaba si insistían en escaparse de la isla.

La versión de Fidel Castro terminaba confirmando, aunque sea indirectamente, la de los sobrevivientes. Todo el que conozca el funcionamiento de Cuba sabe lo impensable que resulta que un grupo de trabajadores del Estado asuman la iniciativa de tomar cuatro barcos del Estado para perseguir otro en fuga. Que de ser sorprendidos durante el asedio al barco prófugo su mayor preocupación consistiría en demostrar que no intentaban escapar junto al remolcador.

Los detalles mencionados en todas las versiones, oficiales o no, hacen pensar que todo sucedió más o menos así: alertado de que un buen grupo de personas tenía un plan para escapar de la isla usando un remolcador del puerto de La Habana Fidel Castro en persona decide poner en marcha un plan. No se trataba de detener a las 72 personas mientras abordaban la embarcación. Ni luego, mientras salían de la bahía. Se trataba de hundirlos en alta mar con discreción suficiente como para que pareciera un accidente aunque no tanta sutileza como para que el resto de los cubanos no captaran la advertencia: A partir de entonces no habría contemplaciones con nadie ni se detendrían ni ante mujeres o niños.

Pero para llevar a cabo el plan no usarían a las tropas guardacostas, que serían la opción más lógica, sino a los trabajadores del puerto. Para que pareciera una acción de la clase obrera en defensa de los intereses. Fidel Castro tenía debilidad porque sus actos represivos parecieran iniciativa espontánea del pueblo. Ese mismo pueblo al que había privado de toda capacidad para tomar sus propias iniciativas políticas. Había empleado esa táctica incontables veces antes del hundimiento del remolcador y también después. Como al crear las llamadas Brigadas de Respuesta Rápida, supuesta organización popular espontánea destinada a reprimir a la oposición. O al usar un contingente de obreros de la construcción en labores represivas cuando en realidad disfrazaba a la policía secreta de constructores para repartir golpes a nombre del pueblo trabajador. Tal recurso puede parecer ridículo pero al menos para el que tenga suficientes deseos de creérselo, funciona.

Por eso quien quiera que haya organizado la operación (y algo de esa envergadura en aquellos días solo podía tener un nombre) debió hacer apostar los barcos en las afueras de la bahía. Para que todo ocurriera en alta mar, sin testigos ni sobrevivientes. Eso explica que no se detuvieran cuando las mujeres les mostraron que viajan con niños. O que no les bastara con embestir el barco o dispararle con cañones de agua y que incluso una vez hundido el remolcador los barcos atacantes dieran vueltas alrededor de los sobrevivientes para terminarlos de ahogar. De acuerdo con estos solo fueron rescatados por un barco guardacostas que apareció milagrosamente al aproximarse un barco mercante al lugar del hundimiento.

Un crimen perfecto. Al menos si en tu idea de la perfección encaja la muerte de casi cuarenta personas y, entre ellas, diez niños.