martes, 14 de abril de 2020

Víctor Batista (1933-2020)


De izquierda a derecha: Orestes Hurtado, Pío Serrano, un servidor, Víctor Batista y León de la Hoz en la librería Rafael Alberti, marzo de 2019.

Acaba de morir de coronavirus en La Habana Victor Batista Falla quien fue, para decirlo rápido una especie de Schindler cultural cubano. Quiero decir que en medio de ese interminable naufragio que ha sido el exilio cubano en las últimas seis décadas nadie como Víctor Batista dedicó su fortuna a fomentar la cultura cubana ya fuera ayudando personalmente a todo tipo de creadores o impulsando proyectos culturales cubanos tenían en común la elegancia, el buen gusto y generosidad intelectual de su mecenas: ya se tratara de las revistas Exilio, escandalar o de la editorial Colibrí. 

Hijo de banquero y con inclinaciones artísticas sospecho que su persistente mecenazgo era en parte un cálculo económico. Decidido a salvar lo que pudiera de lo que iba quedando del país se enfrascó en su empezar y terminar por su cultura. No porque los artistas fuesen mejores personas sino porque de alguna manera concentraban más aquella nación que intentó ayudar a salvar. Aquel trozo de tierra en que le había tocado nacer era -pensaría- igual a cualquier otro trozo de tierra a no ser por las especiales modulaciones que los nacidos allí le pudieran imprimir a su espíritu.

Se habla, al evocársele, de esos tres grandes proyectos: dos revistas y una editorial pero lo cierto es que nunca dejó de ayudar por cualquier vía a los hombres y mujeres de letras que encontrara a su alcance con elegancia y discreción, virtudes tan inusuales en nuestros predios. Decenas fueron los intelectuales cubanos auxiliados personalmente por Víctor que siendo ajeno a cualquier tipo de estrechez económica no ignoraba que no solo de poesía se vive. Cuando llegué a España en 1995 ya celebraba desayunos dominicales que ofrecía a todo el que quisiera asomarse. Si no me le acerqué entonces fue porque el único trabajo más o menos fijo que conseguí en aquel Madrid me ocupaba precisamente todos los domingos.

Con Víctor Batista y la vicedirectora de la editorial Colibrí Helen Díaz Arguelles en la Feria Internacional del Libro de Miami
Si alguna vez cruzamos palabras en mis años madrileños no lo recuerdo. Sí recuerdo hablar de aquellos años mucho tiempo después cuando me hizo el honor de incluir mi libro Elogio de la levedad en el magnífico catálogo de su editorial Colibrí. Fue en la Feria Internacional del Libro de Miami en que al enterarse de que había vivido en el Madrid de los 90s quiso saber por qué nunca me había asomado a los desayunos a que convidaba en algún café de la ciudad. Tuve que contarle de mi empleo dominical y espolvorearle la explicación con un relato fugaz de mis tribulaciones madrileñas. Ni más ni menos que el infortunio promedio de cualquier inmigrante cubano en la Europa de aquellos años. Víctor bajó la cabeza e hizo silencio. Culpable. Como si de pronto se sintiera responsable por no haberme evitado desventuras que ignoraba. A mí, que conocía su historial de generosidades me dio pena con él e intenté consolarlo explicándole que en aquellos días no tenía idea de mi existencia. Pero como al Schindler de la película Víctor le importaba menos su extenso historial de favores que el detalle de que se le hubiera quedado alguien sin socorrer. Y de eso me di cuenta justo al sorprenderle ese gesto de repentina y silente vergüenza.

Vi a Víctor por última vez hace un año, al final de mi presentación en Madrid de mi novela Turcos en la niebla junto a viejos y queridísimos amigos. Allí estaba al fondo de la librería sentado con la misma discreción y serenidad de siempre, con ese gesto tranquilo con el que apoyaba a cualquier compatriota como si se tratara al mismo tiempo de un deber y un placer. Como si fuera la encarnación de ese ideal al que concordamos llamar “caballero”.

viernes, 10 de abril de 2020

Nueva York va a (y viene de) la guerra*

Entrando 1898 la batalla decisiva de la guerra de Cuba se libraba en Nueva York: entre el Journal de William Randolph Hearst y el World de Joseph Pulitzer. A ver quién vendía más muertos: todos los días los despachaban por decenas a los neoyorquinos quienes no paraban de indignarse ante la pasividad de su gobierno. Y compraban más periódicos.
A Hearst le servía cualquier cosa. Si a una cubana sospechosa de llevar mensajes secretos a Nueva York la registraban discretamente unas damas en el barco el Journal la dibujaba desnuda y rodeada por tipos de aspecto siniestro: como en póster de película porno. Muda y en blanco y negro (la película, digo). Si un dentista cubano con ciudadanía norteamericana moría en una prisión en La Habana, el titular decía: “Norteamericano asesinado en prisión española”. Y así.
En enero de 1898 cubanos independentistas le proporcionaron al Journal una carta privada del embajador español en Washington donde afirmaba que el presidente McKinley era débil, populachero y politicastro. O sea, lo mismo que le dicen a Trump cada día. Públicamente. Hearst, tipo sensible, lo tituló “El peor insulto hecho a los Estados Unidos en toda su historia”.  Pero una carta privada no era suficiente para desencadenar una guerra… aunque sí para enviar a La Habana un acorazado a proteger los intereses norteamericanos, lo que en política norteamericana es el código para designar una expedición de pesca. De islas o de lo que se aparezca.
Días después de estar anclado frente a La Habana el acorazado Maine explotó matando a 261 tripulantes. Hearst no se puso a averiguar: el Journal afirmó “El acorazado Maine fue partido en dos por una máquina infernal secreta del enemigo”. Joseph Pulitzer, más medido, declaró que solo un loco creería que España había causado el hundimiento pero el titular de su periódico Fue: “Explosión del Maine causada por bomba o torpedo”. Descartando a los extraterrestres, no quedaban más sospechosos que los españoles.
Y Estados Unidos entró a la guerra que llamó “Hispano-Americana”. Como si los cubanos no llevaran tres años participando en aquella coproducción. Fue lo que John Hay, Secretario de Estado, llamó “una espléndida guerrita”. Para los norteamericanos. Para los españoles fue “el Desastre del 98”. En la batalla naval de Santiago de Cuba, celebrada el 3 de julio de 1898 la armada norteamericana hundió cinco buques españoles de seis y mató a 343 tripulantes mientras apenas tuvo que lamentar un muerto, un herido y algún que otro arañazo en el casco de sus buques a la hora de parquearlos. Lo que se dice una pelea de león a mono con el mono con coronavirus, si me permiten la contagiosa metáfora.  Dos días antes, los norteamericanos tuvieron la oportunidad de derramar su sangre en el combate más serio de la guerrita: el de la loma de San Juan donde murieron 144 norteamericanos y 114 españoles.
Al final de los 385 norteamericanos muertos en combate solo 12 provenían de Nueva York. Los fallecidos por enfermedades tropicales, en cambio, fueron miles. Es que los mosquitos cubanos eran mucho más mortíferos que las balas españolas. Afortunadamente, aquellas muertes de bala o fiebre amarilla no fueron en vano. La guerra tuvo consecuencias trascendentales como el famoso Cuba Libre, trago creado a partir de la Coca Cola de los invasores y el ron local.
Nueva York no salió ilesa de la guerra: a la esquina suroeste del Central Park le incrustaron un monumento a las víctimas del acorazado Maine donde todavía la gente coge sol y alimenta palomas. Y el barrio adyacente, famoso por su violencia, fue bautizado en honor a la batalla más sangrienta de la espléndida guerrita: San Juan Hill. Ahora esa zona ha cambiado de nombre y aspecto y la única violencia que se permite es el precio de sus alquileres, que no es poca cosa.
Tomado de Nuestra Voz