lunes, 16 de enero de 2023

Educación con asterisco*



Esta vez no voy a tratar una cuestión abstracta que afecta a la educación superior para luego sustanciarla con algún ejemplo concreto. Procederé en sentido contrario, tomando un evento ocurrido en mi propia universidad, NYU. Se trata del caso del profesor emérito de química orgánica Maitland Jones Jr., despedido en estos días tras una petición firmada por 82 de sus 350 estudiantes quejándose por las bajas notas recibidas.

No estoy aireando ninguna información confidencial. La noticia del despido del profesor fue publicada por The New York Times y debatida nacional e internacionalmente en los días siguientes. Y es que el suceso tenía los ingredientes para convertirse en carne de debate. Para empezar, no se trataba de un mal profesor, todo lo contrario. Maitland Jones Jr., enseñó en la exigente universidad de Princeton por más de cuatro décadas donde hizo aportes sustanciales tanto a la química orgánica como a su enseñanza. Es autor incluso de un conocido libro de texto que cuenta con cinco ediciones. Mirado desde cierto ángulo puede decirse que Jones fue despedido por ser demasiado exigente en su trabajo. Si a esto se le une el hecho que la causa directa de su expulsión fue una petición estudiantil estamos ante la típica situación periodística de “niño muerde perro”.

El vocero de NYU, John Beckman, al defender el despido dijo que no se trata solo de la petición estudiantil sino que además pesaron en este la alta tasa de abandono de sus clases, las malas evaluaciones que le hacían los estudiantes y las quejas sobre “su desdén, falta de respuesta, condescendencia y opacidad sobre la calificación”. “En resumen, fue contratado para enseñar y no tuvo éxito”, añadió el vocero.

El profesor Jones, por su parte, ha presentado una queja contra la escuela por despido injustificado. Según sus propias declaraciones le preocupa menos la rescisión de su contrato —pues ya a sus 84 años no tenía planes de seguir enseñando por mucho más tiempo— que el precedente que pueda sentar. Al profesor le “gustaría que se cambiaran las reglas en NYU. Para que esto no le pase a nadie más”. Loable empeño que —sospecho— no llegará a ningún sitio. Porque no se trata de un caso aislado ni de una sola universidad. Hablamos de otro paso en la alianza entre la universidad-corporación y los estudiantes-clientes. Apenas los estudiantes protestan por sus notas la administración corre a satisfacer sus demandas antes de que se corra la voz y los clientes opten por otra empresa más indulgente. Porque luego de pagar decenas de miles de dólares al año solo en matrícula los estudiantes se sienten con todo el derecho a ser exigentes con sus calificaciones mientras la administración se desvive en complacerlos.

No se trata aquí de añorar los viejos buenos tiempos en que los profesores regían sus clases como señores feudales, si es que alguna vez tal época existió (o si es que vale la pena añorarla). Se trata de preguntarnos una vez más el sentido que tiene la enseñanza universitaria en medio de la pertinaz pugna entre varios modelos a la vez: ya sea el de creación de élites intelectuales con acceso a un conocimiento superior o el de un servicio carísimo de expedición de autorizaciones para ejercer carreras más o menos bien recompensadas. Incidentes como el del profesor Maitland Jones Jr. en el cual los peticionarios recibieron bastante más de lo que pedían —y lo que recibieron fue la cabeza simbólica del profesor criticado— revelan cuán dispuestas están las administraciones universitarias a contentar a sus usuarios. En el affaire Jones pesó menos la competencia con que despachaba la mercancía (el conocimiento de química orgánica) que la amabilidad con que lo hacía. Acusaron al profesor de ser “condescending” o sea, de tratar a sus estudiantes con superioridad mientras la universidad practicó la otra acepción que conserva el vocablo “condescendiente” en español: esto es “acomodarse por bondad o conveniencia al gusto y voluntad de alguien”. 

Se supone que asignaturas como la que impartía Maitland Jones Jr. sean especialmente difíciles. Es la química orgánica, con su desalentadora complejidad, la que separa a aquellos estudiantes capaces de remontar una carrera tan exigente como la de medicina de los que no están preparados para los retos que esta propone. Sucede que, pese a los costos, la educación universitaria se masifica cada vez más —algo positivo y necesario en una sociedad cada vez más compleja— pero de los ajustes que se hagan a tal masificación depende que no haya un descenso importante en la calidad del aprendizaje. Seamos sinceros: en aras de tal masividad ¿realmente estamos dispuestos a ser atendidos por un médico que “resolvió” su curso de química orgánica firmando una petición contra su profesor? No lo sabremos porque al final el diploma de ese doctor estará escrito con la misma primorosa letra gótica con que se redactaron los otros y esperamos que esos pergaminos garabateados como por un monje copista nos garantice la calidad del profesional en cuestión.

El cuadro general ha sido empeorado —como casi todo— por los efectos de la pandemia. Reportes de todo el país reconocen que durante la crisis provocada por el coronavirus los estudiantes sufrieron una merma en su preparación respecto a años anteriores. Las universidades han intentado superar ese déficit con ayudas adicionales a la preparación. El propio profesor Jones declara haber pagado de su propio bolsillo más de 5 mil dólares en videos de conferencias explicando el contenido de su asignatura para que estuvieran accesibles a los estudiantes en todo momento. Pero al parecer no ha sido suficiente. La otra opción era ser más flexible con el nivel de exigencia de las clases y exámenes, algo a lo que Jones no parecía dispuesto. Si este episodio se trata de una circunstancia temporal debido a la pandemia o es una muestra más del declive que sufre la educación universitaria en medio de un nuevo modelo administrativo, solo el tiempo lo dirá. Esperemos, al menos, que a los diplomas de los estudiantes graduados en estos años no haya que añadirle un asterisco. Después de todo, ¿cómo se escribirá un asterisco en estilo gótico?


2 comentarios:

Miguel Iturralde dijo...

Deplorable. ¿Una espada de Damocles sobre las testas del profesorado? Saludos.

Anónimo dijo...

‘La creación de élites intelectuales con acceso a un conocimiento superior se ha desechado por el lucrativo servicio carísimo de expedición de “patentes de corso” para ejercer carreras más o menos bien recompensadas’.
“Beware of the Industrial Higher Education Complex”, que diría Eisenhower.