sábado, 2 de julio de 2011

Relatos de Kolimá

Los “Relatos de Kolimá”, la monumental colección de relatos del escritor ruso Varlam Shalámov, puede concebirse –entre otras cosas- como un tratado sobre la capacidad humana de soportar el dolor o sobre el sentido mismo de la condición humana en circunstancias extremas. Shalámov sabía de lo que hablaba. Había pasado dieciséis años en los peores campos de trabajo de la Siberia, campos que hacían parecer aquél que describía Solzhenitsyn en su novela “Un día en la vida de Iván Denísovich” un lugar de veraneo. No exagero. “Relatos de Kolimá” es una lectura reveladora como pocas porque al describir a seres humanos en condiciones mucho más allá de lo soportable nos hace sumergirnos en lo que queda cuando todo rastro de civilización y bondad ha sido vencido.

Quiero proponerles este fragmento en el que salvando la infinita distancia que había entre aquellos campos siberianos y la cotidianidad cubana se pueden sorprender ciertos rasgos comunes que marcan ambos mundos: la destrucción de la noción y el sentido del bien, la ridiculización de todo escrúpulo moral, el contagio de una ética, una estética y hasta un lenguaje delincuencial y el, a menudo, mezquino papel de los intelectuales. Salvando las infinitas distancia, insisto, háganse las traducciones apropiadas: "campo" por "Cuba", "mundo libre" por "afuera". [Los subrayados son, por supuesto, míos].


El jefe del campo es inmoral y cruel; el educador, falso; el médico inmoral; pero todo eso son minucias comparado con la fuerza corruptora del mundo del hampa. Porque los primeros, a pesar de todo, son hombres y, aunque sea de vez en cuando, algo humano asoma en ellos. En cambio, la gente del hampa no son personas.

La influencia de su moral sobre la vida en el campo es ilimitada y lo abarca todo. El campo de trabajo es una escuela negativa de la vida, negativa por entero y en todos los sentidos. Nadie sacará nunca del campo nada útil, ni el propio preso, ni sus jefes, ni los guardianes, ni los testigos involuntarios –ingenieros, geólogos, médicos- ni los superiores, ni los subordinados.

Cada minuto de la vida en el campo es un minuto envenenado.

Tantas son allí las cosas que el hombre no debe saber, que no debe ver, que si las ha visto, más le valdría morir.

Allí el preso aprende a odiar el trabajo, y no hay nada más que pueda aprender.

Allí se le enseña a adular, a mentir, a hacer pequeñas y grandes ruindades; allí se vuelve egoísta. Al regresar al mundo libre, descubre que no solo no ha crecido durante sus años en el campo, sino que sus inquietudes se han estrechado, se han vuelto míseras, groseras.

Las barreras morales se han desplazado hacia algún rincón apartado de su ser. […]

Un joven campesino caído en prisión ve que en este infierno sólo los delincuentes viven relativamente bien, que solo ellos cuentan, que los teme incluso la poderosa autoridad. Siempre andan vestidos y comidos y se ayudan los unos a los otros.

El campesino se pone a reflexionar. Y le empieza a parecer que la verdad de la vida en el campo está del lado del hampa y que solo imitándolos en su proceder conseguirá salvar de verdad el pellejo. Resulta que hay gente que puede vivir incluso en el mismo infierno. Y el campesino empieza a imitar a los hampones en su conducta, en sus actos. Asiente a cada una de sus palabras, está dispuesto a cumplir cualquiera de sus encargos y habla de ellos con miedo y veneración. Se apresura a adornar su léxico con palabrejas de su argot. Nadie, ninguna persona que haya estado en Kolimá, sea hombre o mujer, preso o libre, se ha podido desprender del argot del hampa.

Estas palabras son una droga, un veneno que penetra en el alma del hombre, y es justamente con el dominio del dialecto del hampa que empieza el acercamiento del bulto [preso no común] al mundo del crimen.

El intelectual recluso está oprimido por el campo. Todo lo que le era más querido ha sido pisoteado hasta convertirse en polvo; la civilización y la cultura se despegan de él en el plazo de tiempo más breve, un tiempo que se puede medir por semanas.

El puño y el palo son los argumentos de una discusión. Un culatazo, unos cuantos dientes rotos, los métodos de persuasión.

El intelectual se convierte en un cobarde, y su propio cerebro le apunta cómo justificar sus actos. Y puede convencerse de cualquier cosa, situarse en cualquiera de los bandos en disputa. El intelectual ve en el mundo del hampa a unos “maestros de la vida”, a unos luchadores a favor de los “derechos del pueblo”.

Un buen sopapo, un golpe, convierte al intelectual en el sumiso criado de cualquier Fulano o Mengano.

La persuasión física se trueca en persuasión moral.

El intelectual queda espantado para siempre. Su espíritu se ha quebrado. Y este miedo y esta alma quebrada los lleva consigo al regresar al mundo en libertad.

2 comentarios:

Miguel Iturralde dijo...

Ese es el fin. No te desaparecen físicamente como en el Chile de Pinochet o la Argentina de Videla, pero te hunden en el infierno. No pueden acusarlos concretamente de asesinos pero matan el espíritu, un crimen "subjetivo". Se trueca la escala de valores y se respeta al que merece repudio, y viceversa.

En la versión light caribeña, despojan al desfavorecido del sistema en un no-ente: cero libreta y oportunidades de acceder al trabajo, educación o vivienda, empujándolo a una existancia marginal.

Saludos.

Güicho dijo...

El Gulag era la Escuela en el Campo para adultos. Ni más ni menos.

Me pregunto cómo sería en comparación la Escuela al Campo de Pol Pot.