martes, 9 de diciembre de 2025

La Liga del Ibuprofén concluye su quinta temporada


 

El pasado domingo 9 de noviembre fue posiblemente el último partido de la Liga del Ibuprofen correspondiente a la temporada 2025. Ya son cinco temporadas desde que en el 2020 nos juntamos un grupo de amigos para darle algún uso a aquellos domingos sin salida de la pandemia. Por supuesto que no nos pasaba por la cabeza que cada semana del quinquenio siguiente la pasaríamos jugando aquella pelota manigüera siempre que el clima lo permita, entre marzo y noviembre.

Al año siguiente de iniciada la Liga tuvimos que interrumpirla porque el ayuntamiento había remozar el terreno donde jugábamos. Un año completo en blanco parecía bastar para cortar el impulso de la liga naciente pero no fue así. Con el nuevo terreno de yerba sintética, un sistema de absorción de agua que permite jugar casi inmediatamente después de un violento aguacero y mejoras y añadidos en equipamiento y reglas hacen el juego más atractivos tanto para los veteranos como para la gente nueva que se añade año tras año, una semana tras otra. Le hemos hecho tantos a las reglas que ya se puede hablar de otro deporte.

Hombres y mujeres, viejos y niños padeciendo cada dia del señor alternativamente la victoria y la derrota, el ponche y el jonrón pero sobre todo el agrado infinito de juntarnos ya fuera en un terreno llagado por los baches o ya acomodados a la tersura de la hierba plástica. Confirmando que ganar o perder -por mucho que nos importe- es bastante menos que el milagro de juntarnos, de recordarnos cuánto nos necesitamos, cuán preciosas pueden ser esas tres o cuatro horas semanales en que todos somos niños.

Y al final de cada juego no puede faltar el ritual de la foto colectiva de todos los que jugamos ese día o al menos los que quedan al final de la tarde. Y en lugar del "cheese" que se estila acá para fingir la sonrisa a la hora de tirar las fotos nos despedimos con un "Díaz Canel, singao!". Ojalá que la liga dure más que ese régimen que invocamos en nuestro grito de guerra.




lunes, 8 de diciembre de 2025

Un rey en Queens


El martes 2 de diciembre fuimos a ver el concierto de Pedro Luis Ferrer en Terraza 7, en Queens. Después de más de treinta años sin verlo no iba en busca de aquel cantautor que ponía a correr a los segurosos con sus conciertos. El único artista que se atrevía a decir en público lo que muchos pensábamos y un poco más allá, solo que con rima y ritmo y con una gracia infinita. Han pasado treinta años, el abuelo Paco está muerto y enterrado y aunque su dictadura sigue matando y avasallando de muchas maneras distintas ya ni la rima ni la gracia alcanzan para describir tanto horror.

En efecto, Pedro Luis era otro. Aquella imprescindible voz de resistencia se ha convertido en algo menos contingente pero mas esencial y profundo. Ahora le urge rescatar, preservar y reconstruir parte del legado cultural menos obvio. Sones, sonidos, salidos de sitios que él conoce como nadie porque les sabe su música. De “esencias” habla el músico más que de canciones siendo al mismo tiempo más abstracto y tremendamente preciso. En estos días escandaliza una nota reciente en el periódico español de El País preocupada por la supervivencia del manjuarí, un pez endémico que es a la vez una especie de fósil viviente. Le preocupa menos a ese periódico la supervivencia del cubano, especímen del que sobreviven aún en la isla unos nueve millones de ejemplares. La música que rescata Pedro Luis es menos antigua que el manjuarí y hará poco por salvar a esos millones de cubanos que sobreviven en la isla pero sirve para recordarnos algo de lo mejor que supieron hacer mientras vivían, cómo supieron rimar y ritmar sus alegrías y hasta sus tristezas.

Por dos horas cantaron y tocaron Pedro Luis y su hija Lena Ferrer quien lo acompaña con la marímbula, las claves y todo el repertorio cubano de percusión que suele perderse en formatos rítmicamente más fastuosos. Éramos no más de quince espectadores un martes por la noche en un rincón perdido de Queens y tocaron como si fuéramos cientos de personas en el Carnegie Hall: tal fue la seriedad y la entrega. Y con seriedad quiero decir la seriedad de Pedro Luis, esa que no le impide tomar una frase irrelevante como “tú estás toda tostada, toda tostada estás tú” y con esa alquimia cubana para exterminar las eses convertirla en ritmo puro: “Tu etá to totá, to totá etá tú”. O que recomienda a la bailadora de una conga tener la precaución de lavarse “la mandonga”. Juegos infantiles con el idioma que nos informan que Pedro Luis y la esencia popular que representa siguen vivos a pesar de todo.

Privilegio. No se me ocurre mejor palabra para resumir esas dos horas escuchar a Pedro Luis y Lena desgranando guarachas, sones montunos, nengones, congas y cuanto género en extinción se le ha ocurrido darle una sobrevida. Como los sones de güirón que ignoraba hasta esa noche. A veces las explicaciones sobraban, la música bastaba para hablar por el músico. (Extrañé, eso sí, el formidable contador de cuentos que era Pedro Luis en aquellos conciertos de los 80 y 90). Fue aquella una clase magistral en toda regla sobre la música campesina, tan amenazadas de extinción como el propio campo y los campesinos. Si algo no tuvo ese aliento de eternidad amenazada fue la canción extra que cantó al final del concierto. Un éxito de antaño, “Cubano 100%”, que ahora, cuando toda Cuba parece haberse ido suena -con ese reclamo por “los de adentro”- extrañamente anacrónica.

lunes, 17 de noviembre de 2025

Discurso a mis 58 años



Amigas, amigos y amigues
Queridas, queridos y querides:
A punto de cumplir 58 años me acerco a una edad que da que pensar sobre mi futuro fiestero. Porque cuando se hace ya tradición la cocinadera durante un día completo, la bailadera, la borrachera y la limpieza de pisos y calderos el día después llega la hora de preguntarse ¿Fiestas para qué? ¿Cumpleaños para qué?
Ciertamente no para celebrar una vida que, mírese por donde se mire, no justifica tanta recholata. Si algo quiero y me gusta celebrar es la mayor riqueza que he conseguido acumular durante todos estos años: la amistad de todos ustedes y el amor grande o pequeño que nos tenemos. De ahí que este discurso vaya a consistir principalmente en una larga lista de agradecimientos.
En primer lugar quiero agradecerle a mis padres traerme al mundo y perdonarles que siendo el mundo tan grande se les ocurriera desembarcarme en Cuba. A ellos también les agradezco todas las enseñanzas que me dieron aunque nunca las haya conseguido seguir.
a Armandito a quien entre las tantas cosas que le debo agradecer está el ejemplo y la demostración de que las fiestas son lo más sublime para el alma divertir, aunque uno se quede dormido en medio de ellas (y a Isabel, por supuesto, por soportarlo y soportarnos).
A los amigos que están lejos que se morirían por estar aquí aunque no tanto como para comprarse el pasaje.
A nuestro octosílabo-adicto Alexis Romay porque nadie sabe lo que es ser querido por un amigo si no ha sido querido por él.
A Pedrito el Bacalao porque sus cuidados esta casa ya no existiría y tendríamos que celebrar esta fiesta en una casa de campaña. Y a Mónica por su increíble dulzura y el valor de prolongar la arrebatada estirpe de los Cordovés.
Al Dany por su amistad y ritmo constantes y sus novias cambiantes.
A Jairo, Meyken, Magda, Guillermo y Oliver por resistirme semana tras semana en su casa, por todo el café que pacientemente me hacen, por todas las malacrianzas que me aguantan y que vienen a desquitarse una vez al año en mi cumpleaños.
A Reina, Juan Carlos y Mateo por su amor constante y su presencia intermitente. Y por sus camisas y jamones, claro.
A Ernesto por ese carácter que apacigua y equilibra todo y esas comidas que curan.
A Desireé por ser tan linda por dentro y por fuera y así y todo maltratarse haciendo crossfit para el cuerpo y el alma.
A los músicos, Frank, Hilaria, Arthur, Roberto tropa celestial sin los que la vida valdrían menos la pena y las fiestas no tendrían sentido.
A Rubén Claudia, Maikel y Alicia por compartir la responsabilidad de hacer fiestas en sus casas.
A los recién casados Loreta y Leslie y a sus niños Salomé y Sam, por ser la buena vibra personificada.
A Sandra y Douglas, porque desde que se mudaron a los bajos no he tenido que preocuparme por despertarlos con las fiestas pues ellos toman la precaución de estar en todas.
A todos los artistas Danay, William y el resto -eternas cigarras de la fábula- que le recuerdan con su talento a las hormigas que la vida está en otra parte.
A mi suegra por ser tan poco suegra y a Emérita por ser ejemplo de vitalidad y por comportarse como la suegra que me falta.
A Madelca y Jorge Ignacio por soportarme a mí y a mi ateísmo irredento.
A Amanda por su gracia, su energía contagiosa y su dicción avileña que no es contagiosa porque los habaneros no tenemos remedio.
A Yurien y Daniel, bayameses involuntarios que todo lo queman y todo lo dejan pero no se dejan rendir.
A Mairim, cuyo exilio a Elizabeth no le ha impedido estar mas cerca de nosotros mismos.
A Camila Lobón, las más arisca de todas, por su novio salvadoreño.
A Yasser por ocuparse de las imprescindibles pero insoportablemente aburridas.
A Vincent, Pancha, Asdrubal, Marian, y Vicente, Wanda y Frank por su aporte de cosmopolitismo a esta tribu.
A los veteranos de la travesía que vienen sabiendo que este es territorio libre de ICE.
A los que realizaron la increíble hazaña de cruzar el Hudson para llegar hasta aquí. Y a los que consiguieron parqueo.
A los amigos del peloteo por sostener la ficción de que todavía tengo algo que hacer en un terreno deportivo.
A los que me dejan huesos de pollo, vasitos plásticos y platos sucios en los libreros.
A los que me dejan las botellas de cerveza mojadas sobre el piano y han dejado una huella indeleble sobre este y hacen que me acuerde de ellos cada día, aunque no sepa sus nombres.
A los que aquí van a encontrar por primera vez el amor o el enemigo de toda la vida.
A los que se están preguntando por qué su nombre no aparece en esta lista. A los que me lo perdonarán y a los que no me lo perdonarán nunca.
Y en último lugar a mi familia.
A Ericuso que se apunta lo mismo a un velorio que han un fetecún. Hoy por suerte tocó fetecún.
Y a Lila y Eida porque toda la resistencia que han puesto a que siga celebrando cumpleaños no ha sido suficiente para que desista aunque cada año su resistencia se va haciendo más férrea, más difícil de superar.
Pero les confieso que ya se me va acabando la cuerda para superar la resistencia del ala femenina de la familia. Creo que los sesenta será un buen momento para cerrar el ciclo de celebraciones. Porque a partir de ahí -como dice Armandito- los cumpleaños más que celebrarse se conmemoran. Pero la cocinadera, la resistencia de la mujer, los huesos en el librero y la cerveza, limpiar las cazuelas y los pisos al día siguiente, todo eso tiene sentido rodeado por todos ustedes.
Sobre todo la resistencia de mi mujer.
Gracias de nuevo por venir.

sábado, 15 de noviembre de 2025

Armando Capiró (1948-2025)


Hubo un tiempo, el de mi infancia, en que la pelota no se llamaba Muñoz, Cheíto, Linares o Kindelán. El nombre completo de aquel deporte era Armando Capiró Laferté. Un left fielder de brazo incomparable que fue el primero en sobrepasar los 20 jonrones conectados en una temporada con 22. Esa marca en las breves temporadas cubanas vino a equivaler a los 60 jonrones de Babe Ruth en la MLB: para sobrepasarla debieron pasar años y cambiar del bate de madera al de aluminio.


Pero todo eso antecedió a mi experiencia de fanático. Cuando empecé a ver pelota Capiró atravesaba un profundo slump que lo acompañó hasta su temprano retiro. Daba igual. Su manera de pararse en home, extendiendo el brazo izquierdo hacia adelante con el bate en la mano como si estuviera calculando las dimensiones del terreno, del juego todo, como si anunciara de antemano su próximo jonrón. Poco importaba su mala racha porque su nombre seguía siendo el del mejor bateador de cada barrio, el del que más lejos bateaba la pelota, con más frecuencia. Todavía recuerdo ver a un muchachito en el terreno de béisbol de la escuela Valdés Rodríguez de El Vedado al que le llamaban Capiró como recuerdo la emoción que sentíamos de ver jugar a alguien que se mereciera tal sobrenombre.

La jugada que más le recuerdo no fue un jonrón sino un error de su portentoso brazo. Un error por exceso. Capiró lanzó tan fuerte la pelota que había recogido en un rincon del jardín izquierdo que esta pasó por encima de la cabeza del catcher Elnudys Poulot y chocó contra el muro que estaba unos cuantos metros detrás de este con fuerza suficiente como para regresar de rebote al home y que Poulot pudiera sacar al siguiente corridor.

Un mal día que cuesta trabajo precisar Capiró desapareció de los estadios. Nadie dio explicación alguna y corrieron en su lugar millares de rumores. El más persistente era que se había descubierto que el pelotero era homosexual, acusación lo bastante grave para expulsar a cualquiera de su puesto (a menos que fuera la presidencia del ICAIC). Fue entonces que tuvimos que acudir a otros nombres, otros ídolos.

No fue hasta muchos años después que en una entrevista el gran Capiró pudo dar su version: según él, su ex, despechada, había escrito una carta al Comité Central acusándolo de todo lo que se le ocurrió. Y en el Comité Central del Partido Comunista le hicieron suficiente caso a la señora como para terminar separándolo del béisbol. Cuba era un país donde la carrera de un pelotero no se decidía en el estadio Latinoamericano sino a un kilómetro de allí, en alguna oficina con aire acondicionado del Comité Central.

Da igual. Armando Capiró Laferté debe saberlo donde quiera que se lo haya llevado la muerte esta semana: los que lo vimos jugar nunca olvidaremos el momento en que con su bate medía a su oponente, al terreno, a la vida toda.

miércoles, 29 de octubre de 2025

Jack DeJohnette (1942-2025)



Decirle “leyenda del jazz” a Jack DeJohnette es rebajarlo. Leyenda se ha convertido en vocablo compasivo que se le concede a aquellos que no han llegado a ningún sitio pero se aferran a la vida el tiempo suficiente como para que a última hora le reservemos un lugar del olimpo de que se trate. DeJohnette era otra cosa y no solo por asociación aunque tocó con lo que más valía y brillaba desde su adolescencia hasta ahora mismo (desde Coltrane, Jackie Mclean, Stan Getz, Chet Baker, Miles Davis, Charles Lloyd, Keith Jarret, Bill Evans, Chick Corea hasta Gonzalito Rubalcaba). La lista de aquellos grandes músicos con los que colaboró es tan larga que se termina primero mencionando a los que no tocaron con él. No era un baterista estridente, de los que revientan los tambores para llevarse a las mujeres correspondientes al resto de la banda. Lo suyo era llevar el pulso de la música que ella demandara con sabiduría y tino perfectos. Fue así como se hizo el baterista más solicitado y respetado de su tiempo que es el mío.

La primera vez que lo vi fue justo en el primer concierto de jazz al que asistí en Nueva York, en el desaparecido The Bottom Line. Acompañaba al clarinetista Don Byron con Bill Frisell en la guitarra y Drew Gress en el bajo. La máxima estrella en aquel escenario era DeJohnette pero se cuidaba mucho de no ser otra cosa que quien se ocupaba de que la música avanzara con la cadencia necesaria, sin el menor tropiezo, como un buen padre que lleva de la mano a su niño en su primer paseo por el parque. La última fue en el Carnegie Hall, esta vez acompañando al inmenso pianista Keith Jarrett con Gary Peacock en el bajo. Su presencia allí no fue muy diferente que en mi primer concierto: tan discreta como decisiva. La pieza con que cerraron, el clásico de Billie Holiday “God Bless the Child” tenía, gracias al baterista, una vitalidad y una gracia que parecía acabada de componer.

Los dejo con una de las canciones que escuché en aquel primer concierto de 1999 creo. Una versión de “I follow the Sun” de The Beatles que la sutileza rítmica de DeJohnette convierte en uno de los danzones más bellos que se puedan escuchar. Como si estuviera haciendo un casting para la orquesta de Don Miguel Faílde y se ganara el puesto.



lunes, 27 de octubre de 2025

Discurso póstumo por la boda de Sandra y Douglas

 



En mi ya veterana aunque mal remunerada profesión como escritor de discursos el único remordimiento con el que cargaba mi conciencia es por uno que no había escrito. Debo confesar aquí  que durante más de un año mi consciencia ha cargado con el aplastante peso de no redactar unas líneas en contra del casamiento de Sandra y Douglas.

En mi descargo, recuerdo que durante la emotiva ceremonia que consagró la unión de ambos sentí la insatisfacción del deber incumplido. Ante el conmovedor y lacrimógeno espectáculo de ver a esos dos seres prometiéndose amor eterno me pregunté ¿Cómo no se me había ocurrido escribir un discurso que echara a perder tan sublime momento? ¿No intuía que Sandra y Douglas no iban a perdonármelo nunca?

Y es que a veces, o casi siempre, en la cercanía y la confianza está el peligro del descuido: mis inquilinos, mis más cercanos vecinos, los invitados en nuestra mesa una semana sí y la otra también si fueran un milímetro más cercanos ya no sabríamos dónde terminábamos nosotros y empezaban ellos.

Debo remontarme al momento en que conocí a Douglas, un hombre poseedor de un alma noble, un talento excepcional y una cabeza brillante una vez que la cabellera que la adornaba se decidió a abandonarla. Douglas era un hombre bueno y soñador a quien solo se le descomponía el carácter cuando se le mencionaba la palabra “estadística”, vaya usted a saber por qué.

A Douglas no le faltaba nada -sin contar la cabellera y una buena cuenta de ahorros, que como todos sabemos, es un estorbo para la creatividad de todo artista que se respete- a excepción de un alma que acompañara la suya en las alturas siderales de su espíritu. Alguien que supiera apreciar su talento artístico, su exquisita sensibilidad y su cocina, tan exquisita como sensibilidad, pero bastante más nutritiva. Y entonces apareció Sandra no menos sensible ni talentosa, tan etérea como Douglas, pero con un buen despachado fambeco que colabora con la fuerza de gravedad para asentar los pies en la tierra.

Sandra no era una desconocida para Douglas. Resulta que la niña Sandra tenía tremendo coco con el artista adolescente -hablo de Douglas- cuando este sacaba a pasear su ahora fallecida cabellera por las polvorientas calles de Fontanar. Sandra arrastró esa pasión media vida hasta que pudo cumplir su sueño de convertir a Douglas en su señor Titi. Fue así como transformaron mi triste sótano en un paraíso amoroso. Pero Sandra es mujer y, desde Eva, el paraíso nunca ha sido suficiente para las mujeres. Sandra quería casarse. Pero hay que entenderla. Tener a mano las artes joyeras de Mairim, las decorativas de Claudia y el patio de Rubén es una tentación muy difícil de resistir. Porque entre Claudia y Mairim se han jurado abolir la soltería en West New York y darle casamiento a los pocos concubinos que quedan. (¿Oyeron Armandito y Jairo?: Aclaro que no me refiero a que celebren nupcias entre ellos sino con sus respectivas concubinas Isabel y Meyken).

Así que Sandra y Douglas llevan casados más de un año sin que hayan tenido más que lamentar que la falta de un discurso mío en el día de su boda, dolor que espero haber remediado ahora mismo. Espero que, con el pago de esta deuda, la generosidad de Sandra disculpe al fin mi falta imperdonable y que las invitaciones a comer en los próximos seis meses sirvan para pagar los intereses.

¡Gloria eterna para señor y señora titi y su melao infinito!


viernes, 24 de octubre de 2025

Album 30 aniversario



En 1997, cuando pasábamos la entrevista de asilo en la embajada norteamericana en Madrid lo único que puso en duda nuestra interrogadora fue nuestro casamiento, ejecutado cuatro días antes de salir del país. Así lo cuento en “Siempre nos quedará Madrid”:


“En la embajada todo fue bien hasta que la entrevistadora ―una mujer de rasgos latinos y acento indeterminado― nos dijo que le llamaba la atención que nos hubiéramos casado tan sólo cuatro días antes de nuestra salida de Cuba. La única evidencia que teníamos contra la sospechosa fecha del matrimonio era nuestro álbum de fotos cubanas en el que aparecíamos en todos los avatares que habíamos atravesado en los últimos cinco años: con la melena de león africano (al cortármela había alcanzado para rellenar el cojín que Cleo ponía entre ella y la parrilla de la bicicleta); trasquilados los dos tras una epidemia de piojos que contrajimos en un hotel de provincias; rodeando casi siempre a recién casados porque en aquellos días era difícil conseguir una fotografía sin que hubiera una boda por medio. Y todas las fotos distintas entre sí en textura, colores y papel como si fuesen retratos hechos a mano por pintores diferentes. La distancia tecnológica entra cada una de las cámaras con que habían sido sacadas resumían la evolución de la fotografía desde fines del siglo XIX hasta la última década del siguiente, desde aquellas cámaras de cajón que ofrecían imágenes turbias a orillas del capitolio habanero hasta los aparatos más o menos sofisticados de amigos extranjeros. Un muestrario fuera del alcance de cualquier falsificación”.


Ahora sería mucho más fácil convencer a nuestra entrevistadora de 1997 con un teléfono a mano mostrándole este álbum. Y la verdad es que a aquella boda no le dimos mucha importancia ni siquiera los implicados directos. Apenas era un trámite más entre los muchos que tuvimos que hacer en los últimos meses en Cuba. Sabiendo que no nos darían permiso para salir estando casados no pasamos por el trámite del matrimonio hasta no recibir los respectivos de salida. Por eso la fecha y el aniversario nunca han sido relevantes para nosotros y lo calculamos por haber sido cuatro días antes de nuestra salida de Cuba. Esa fecha si la tenemos clarísima.