Téngase en cuenta de que hablo de una época [1995] anterior a los cibercafés y los locutorios telefónicos que hoy inundan Madrid. Anterior al correo electrónico como medio de comunicación accesible y rutinario. Hablo desde los tiempos en que todavía se escribían cartas en papel y se metían en un sobre y todos esos detalles que hoy parecen pertenecer al mismo mundo de los coches de caballos y los duelos con espadas. En cuanto a la correspondencia seguíamos siendo contemporáneos de D’Artagnan.
Si se le añade que a un cubano por ninguna razón se le ocurría usar el correo habitual para cartearse con la gente en su país puede explicarse que la comunicación con la familia y los amigos consumiera bastantes esfuerzos. Teníamos la sospecha –confirmada una y otra vez por la tradición oral- de que los empleados de los correos cubanos sistemáticamente saqueaban la correspondencia llegada del extranjero en busca de comentarios subversivos o cualquier variante de moneda libremente convertible. Si así ocurría habitualmente con las cartas o paquetes que circulaban dentro del país ¿qué podíamos esperar de paquetes llegados del extranjero?
Por eso siempre andábamos a la caza de información sobre personas que por una razón u otra viajaran a Cuba. Como ninguno de nuestros amigos se encontraba en situación financiera o legal para hacer el viaje casi siempre se trataba de españoles. Por lo general gente con uno o dos amigos comunes como únicos eslabones que nos vinculaban a ellos pero que a fuerza de servirnos de correo se iban convirtiendo casi en parte de la familia. A algunos nunca llegué a conocerlos cara a cara pero su nombre bastaba para disparar una cadena de asociaciones agradecidas. Podía ser que en cierta ocasión se beneficiaran con una estancia gratuita en casa de los receptores de los paquetes pero la gran mayoría lo hacía por pura caridad, por ser incapaces de negarse a aquella mirada que le pedía que llevara un paquete con la desesperación de quien busca un riñón para una hija enferma. Así de exagerados solíamos ser.
El contenido primordial de los paquetes era el dinero y las cartas. Cartas para tranquilizar a la familia, para disculparse de que el dinero no fuera suficiente, para pedir algo que se había quedado atrás en la huida o cierto documento vital para avanzar en la solicitud de una beca o en un matrimonio. El dinero servía para todo lo demás. Pero como siempre nos parecía poco intentábamos incluir en los paquetes cualquier cosa que pensáramos que fuera útil en Cuba o simplemente nos diera lástima botar. Porque éramos terriblemente sentimentales con aquello que nos parecía un despilfarro inadmisible de ese mundo próspero en el que estábamos viviendo. De no ser por ciertos escrúpulos habríamos cargado a nuestros correos franciscanos hasta con las sobras de la comida. […]
Teniendo en cuenta ese tortuoso sistema de comunicaciones al principio teníamos que conformarnos con que las noticias desde Cuba nos llegaran con bastante retraso y muy poca sistematicidad. Más de una semana demoré en enterarme de la muerte de mi abuelo.
Ya cuando eso se había inventado el teléfono pero dada nuestra situación económica –y cuando digo nuestra creo referirme a casi todos los compatriotas que habían llegado por aquellas fechas- comunicarse por aquél aparato constituía un lujo. Un lujo angula más que jamón ibérico si se entiende el símil gastronómico. La Telefónica todavía no conocía competencia en el ámbito de las comunicaciones y sus precios para las llamadas internacionales eran el de todo monopolio: abusivos como los impuestos en tiempos de Robin Hood. A esto hay que añadir que por la peculiar predisposición de mi gobierno natal hacia el tema de las comunicaciones las tarifas a Cuba eran sólo comparables con las de Nepal. Si se atenía uno a la lógica geográfica podía entender el costo de una llamada a un país incrustado en la India y China que tomaba a bien llamarse el Techo del Mundo. Colón, empujado por el viento, había empleado dos meses en llegar a Cuba en el siglo XV. No sé cuánto tiempo hubiera gastado el Almirante si se hubiese empeñado en llegar a Nepal pero estoy seguro que después del viaje habría estado de acuerdo que llamar a La Habana no debería costar lo mismo que a Katmandú. (Ahora consulto y veo que eso ha cambiado. En la actualidad llamar a Katmandú cuesta menos que a La Habana. No es barato pero el minuto cuesta diez céntimos menos. Pero soy injusto. Todavía hay unos cuantos sitios a los que llamar desde España es más caro que a Cuba: Islas Diego García, Islas Cook, Santa Elena, Eritrea, Timor Oriental, Kiribati, Samoa, Tuvalu, Niue, Islas Salomón, Papua Nueva Guinea, Wake, Sao Tomé y Príncipe, Nauru.) Media hora de conversación costaba el equivalente un día de trabajo en España, esa cosa elusiva (el trabajo quiero decir). Y créanme que media hora es muy poco tiempo cuando del otro lado de la línea desfila cada uno de los miembros de la familia que emplea su turno en discutir con el resto los minutos que le corresponden y en comentarte lo cara que te debe estar saliendo la llamada. Nada hace tan ineficaz la comunicación como el desespero.
Pero todo eso terminó con el truco del celular. La exposición a las tarifas nepalesas terminaron aguzando el ingenio patrio contra la hidra de la Telefónica. Como todo monstruo la compañía tenía su lado débil y ese eran ciertos teléfonos públicos. Alguien había descubierto que los teléfonos públicos no sólo servían para hacer llamadas sino también para recibirlas. Nuestro genio anónimo se habrá imaginado que si el teléfono público recibía una llamada normal también podría aceptar una a cobro revertido. La única dificultad era averiguar el número del teléfono en cuestión para que así la familia pudiera llamar desde Cuba con cargo a la misma Telefónica. El problema se resolvía llamando desde la cabina a un teléfono móvil, por aquellos días los únicos con identificador de llamadas. El que recibía la llamada en el móvil anotaba el número y a partir de entonces el teléfono quedaba listo para recibir llamadas infinitas en número y duración. Todo consistía en llamar a la familia en Cuba y darle el número y decirle que llamaran inmediatamente a cobro revertido. Como la operadora desde Cuba ignoraba que se trataba de un teléfono público establecía la conexión y esta sólo se interrumpía cuando a los interlocutores no les quedaba nada por decir o los del lado de acá tenían demasiado frío o los medios demasiado acalambrados para seguir parados junto a la cabina con el auricular pegado a la oreja.
Aquello fue el paraíso mientras duró. Las cien pesetas que se gastaban en la primera llamada eran amortizadas por la hora larga o dos horas que aguantaran la locuacidad o las coyunturas. Padres e hijos que no se hablaron mientras tenían oportunidad de hacerlo cara a cara ahora descubrían una nueva oportunidad en la vida. Tipos que llamaban a las novias para asegurarles que todo entre ellos seguía como antes, que nada amenazaba el profundo amor sentían y comentarles todas las cosas que habían visto durante la semana que les había recordado a ellas (excepto, claro, la chica con la que estaban saliendo en esos días). Un amigo se esforzaba en que los hijos de la que había sido su mujer antes de salir de Cuba no dejaran de recordarlo como el padre adoptivo que los había visto crecer. Teniendo en cuenta nuestra idiosincracia colectiva debo reconocer que fuimos disciplinados y sistemáticos. Sistemáticos porque manteníamos la fidelidad al método que habíamos elaborado. No se trataba de probar todos los teléfonos a la vez para no provocar una alarma general que obligara a la Telefónica a cortar el acceso de todos sus teléfonos públicos a la entrada de llamadas desde el extranjero. Se elegían teléfonos algo alejados de nuestras casas para que en caso de que descubrieran el timo las sospechas no recayeran sobre los cubanos que vivíamos a tres pasos de este. Una vez localizado un teléfono que funcionara se le exprimían todas las horas de conversación gratuita que llevaba adentro y lo desconectaban para entonces pasar al siguiente. Disciplinados porque durante un tiempo logramos que el secreto se mantuviera dentro de un círculo bastante reducido. Tampoco era que a aquellos en quienes confiábamos el número del teléfono de moda bajo la promesa de que no se lo dirían a nadie más la cumplieran. Por supuesto que sabíamos que no podrían mantener el secreto. Es casi imposible que alguien con problemas de autoestima se reserve información que pueda darle cierta importancia a los ojos de otros. Y los inmigrantes sin papeles son por definición gente con problemas de autoestima desesperados por recibir algún reconocimiento de la comunidad que empiezan a formar a su alrededor. Apenas se podía aspirar a que sólo transmitieran el número en cuestión sólo a su círculo más íntimo y en general fue así. Debo reconocer además que hasta donde sé nadie usó esa información para lucrar con ella. Todo se hizo en aras de la reunificación familiar.
Como siempre temimos la Telefónica terminó detectando la trampa e inutilizó todos sus teléfonos para recibir llamadas desde el exterior, -al menos a cobro revertido- pero eso no sucedió hasta tiempo después de nuestra salida de España. Aquella bacanal de llamadas gratuitas debe de haber durado -al menos en nuestro círculo- unos ocho meses.
Nota para la Telefónica:
Me queda claro que lo que cabo de describir constituye un delito, según las leyes españolas, acreedor de una buena multa o hasta del ingreso en prisión por una temporada a determinar por el juez correspondiente. Pese al tiempo transcurrido supongo que este delito no haya prescrito aún. De cualquier manera le recomiendo que se abstenga de llevarme ante los tribunales. No creo que sea una buena idea. Una vez frente a los señores magistrados y amparándome en las razones que ya he mencionado los convenceré que se trata de un delito pasional. Todo lo que hice no fue más que por amor a mi familia, exclamaré frente al estrado reclamando comprensión y misericordia. O mejor aún. Declararé que lo narrado no se trata de otra cosa que de esos trozos de ficción que de vez en cuando suelen insertarse en los más fieles recuentos de la realidad. Que nunca incurrí en los delitos antes descritos y que no se trata más que de una invención de este servidor utilizando historias comunicadas a mí por inmigrantes nepalíes. Que el cambio de nacionalidad tuvo como único objetivo protegerlos de vuestra furia. O llegado el caso afirmaré que estas memorias son una invención de cabo a rabo aunque ello rebaje mi credibilidad ante mis lectores. Dejémonos pues de dramatismos inútiles y cárguense los millones gastados en la comisión de estos amorosos delitos a la cuenta de la comunicación y el entendimiento entre los pueblos.
Si se le añade que a un cubano por ninguna razón se le ocurría usar el correo habitual para cartearse con la gente en su país puede explicarse que la comunicación con la familia y los amigos consumiera bastantes esfuerzos. Teníamos la sospecha –confirmada una y otra vez por la tradición oral- de que los empleados de los correos cubanos sistemáticamente saqueaban la correspondencia llegada del extranjero en busca de comentarios subversivos o cualquier variante de moneda libremente convertible. Si así ocurría habitualmente con las cartas o paquetes que circulaban dentro del país ¿qué podíamos esperar de paquetes llegados del extranjero?
Por eso siempre andábamos a la caza de información sobre personas que por una razón u otra viajaran a Cuba. Como ninguno de nuestros amigos se encontraba en situación financiera o legal para hacer el viaje casi siempre se trataba de españoles. Por lo general gente con uno o dos amigos comunes como únicos eslabones que nos vinculaban a ellos pero que a fuerza de servirnos de correo se iban convirtiendo casi en parte de la familia. A algunos nunca llegué a conocerlos cara a cara pero su nombre bastaba para disparar una cadena de asociaciones agradecidas. Podía ser que en cierta ocasión se beneficiaran con una estancia gratuita en casa de los receptores de los paquetes pero la gran mayoría lo hacía por pura caridad, por ser incapaces de negarse a aquella mirada que le pedía que llevara un paquete con la desesperación de quien busca un riñón para una hija enferma. Así de exagerados solíamos ser.
El contenido primordial de los paquetes era el dinero y las cartas. Cartas para tranquilizar a la familia, para disculparse de que el dinero no fuera suficiente, para pedir algo que se había quedado atrás en la huida o cierto documento vital para avanzar en la solicitud de una beca o en un matrimonio. El dinero servía para todo lo demás. Pero como siempre nos parecía poco intentábamos incluir en los paquetes cualquier cosa que pensáramos que fuera útil en Cuba o simplemente nos diera lástima botar. Porque éramos terriblemente sentimentales con aquello que nos parecía un despilfarro inadmisible de ese mundo próspero en el que estábamos viviendo. De no ser por ciertos escrúpulos habríamos cargado a nuestros correos franciscanos hasta con las sobras de la comida. […]
Teniendo en cuenta ese tortuoso sistema de comunicaciones al principio teníamos que conformarnos con que las noticias desde Cuba nos llegaran con bastante retraso y muy poca sistematicidad. Más de una semana demoré en enterarme de la muerte de mi abuelo.
Ya cuando eso se había inventado el teléfono pero dada nuestra situación económica –y cuando digo nuestra creo referirme a casi todos los compatriotas que habían llegado por aquellas fechas- comunicarse por aquél aparato constituía un lujo. Un lujo angula más que jamón ibérico si se entiende el símil gastronómico. La Telefónica todavía no conocía competencia en el ámbito de las comunicaciones y sus precios para las llamadas internacionales eran el de todo monopolio: abusivos como los impuestos en tiempos de Robin Hood. A esto hay que añadir que por la peculiar predisposición de mi gobierno natal hacia el tema de las comunicaciones las tarifas a Cuba eran sólo comparables con las de Nepal. Si se atenía uno a la lógica geográfica podía entender el costo de una llamada a un país incrustado en la India y China que tomaba a bien llamarse el Techo del Mundo. Colón, empujado por el viento, había empleado dos meses en llegar a Cuba en el siglo XV. No sé cuánto tiempo hubiera gastado el Almirante si se hubiese empeñado en llegar a Nepal pero estoy seguro que después del viaje habría estado de acuerdo que llamar a La Habana no debería costar lo mismo que a Katmandú. (Ahora consulto y veo que eso ha cambiado. En la actualidad llamar a Katmandú cuesta menos que a La Habana. No es barato pero el minuto cuesta diez céntimos menos. Pero soy injusto. Todavía hay unos cuantos sitios a los que llamar desde España es más caro que a Cuba: Islas Diego García, Islas Cook, Santa Elena, Eritrea, Timor Oriental, Kiribati, Samoa, Tuvalu, Niue, Islas Salomón, Papua Nueva Guinea, Wake, Sao Tomé y Príncipe, Nauru.) Media hora de conversación costaba el equivalente un día de trabajo en España, esa cosa elusiva (el trabajo quiero decir). Y créanme que media hora es muy poco tiempo cuando del otro lado de la línea desfila cada uno de los miembros de la familia que emplea su turno en discutir con el resto los minutos que le corresponden y en comentarte lo cara que te debe estar saliendo la llamada. Nada hace tan ineficaz la comunicación como el desespero.
Pero todo eso terminó con el truco del celular. La exposición a las tarifas nepalesas terminaron aguzando el ingenio patrio contra la hidra de la Telefónica. Como todo monstruo la compañía tenía su lado débil y ese eran ciertos teléfonos públicos. Alguien había descubierto que los teléfonos públicos no sólo servían para hacer llamadas sino también para recibirlas. Nuestro genio anónimo se habrá imaginado que si el teléfono público recibía una llamada normal también podría aceptar una a cobro revertido. La única dificultad era averiguar el número del teléfono en cuestión para que así la familia pudiera llamar desde Cuba con cargo a la misma Telefónica. El problema se resolvía llamando desde la cabina a un teléfono móvil, por aquellos días los únicos con identificador de llamadas. El que recibía la llamada en el móvil anotaba el número y a partir de entonces el teléfono quedaba listo para recibir llamadas infinitas en número y duración. Todo consistía en llamar a la familia en Cuba y darle el número y decirle que llamaran inmediatamente a cobro revertido. Como la operadora desde Cuba ignoraba que se trataba de un teléfono público establecía la conexión y esta sólo se interrumpía cuando a los interlocutores no les quedaba nada por decir o los del lado de acá tenían demasiado frío o los medios demasiado acalambrados para seguir parados junto a la cabina con el auricular pegado a la oreja.
Aquello fue el paraíso mientras duró. Las cien pesetas que se gastaban en la primera llamada eran amortizadas por la hora larga o dos horas que aguantaran la locuacidad o las coyunturas. Padres e hijos que no se hablaron mientras tenían oportunidad de hacerlo cara a cara ahora descubrían una nueva oportunidad en la vida. Tipos que llamaban a las novias para asegurarles que todo entre ellos seguía como antes, que nada amenazaba el profundo amor sentían y comentarles todas las cosas que habían visto durante la semana que les había recordado a ellas (excepto, claro, la chica con la que estaban saliendo en esos días). Un amigo se esforzaba en que los hijos de la que había sido su mujer antes de salir de Cuba no dejaran de recordarlo como el padre adoptivo que los había visto crecer. Teniendo en cuenta nuestra idiosincracia colectiva debo reconocer que fuimos disciplinados y sistemáticos. Sistemáticos porque manteníamos la fidelidad al método que habíamos elaborado. No se trataba de probar todos los teléfonos a la vez para no provocar una alarma general que obligara a la Telefónica a cortar el acceso de todos sus teléfonos públicos a la entrada de llamadas desde el extranjero. Se elegían teléfonos algo alejados de nuestras casas para que en caso de que descubrieran el timo las sospechas no recayeran sobre los cubanos que vivíamos a tres pasos de este. Una vez localizado un teléfono que funcionara se le exprimían todas las horas de conversación gratuita que llevaba adentro y lo desconectaban para entonces pasar al siguiente. Disciplinados porque durante un tiempo logramos que el secreto se mantuviera dentro de un círculo bastante reducido. Tampoco era que a aquellos en quienes confiábamos el número del teléfono de moda bajo la promesa de que no se lo dirían a nadie más la cumplieran. Por supuesto que sabíamos que no podrían mantener el secreto. Es casi imposible que alguien con problemas de autoestima se reserve información que pueda darle cierta importancia a los ojos de otros. Y los inmigrantes sin papeles son por definición gente con problemas de autoestima desesperados por recibir algún reconocimiento de la comunidad que empiezan a formar a su alrededor. Apenas se podía aspirar a que sólo transmitieran el número en cuestión sólo a su círculo más íntimo y en general fue así. Debo reconocer además que hasta donde sé nadie usó esa información para lucrar con ella. Todo se hizo en aras de la reunificación familiar.
Como siempre temimos la Telefónica terminó detectando la trampa e inutilizó todos sus teléfonos para recibir llamadas desde el exterior, -al menos a cobro revertido- pero eso no sucedió hasta tiempo después de nuestra salida de España. Aquella bacanal de llamadas gratuitas debe de haber durado -al menos en nuestro círculo- unos ocho meses.
Nota para la Telefónica:
Me queda claro que lo que cabo de describir constituye un delito, según las leyes españolas, acreedor de una buena multa o hasta del ingreso en prisión por una temporada a determinar por el juez correspondiente. Pese al tiempo transcurrido supongo que este delito no haya prescrito aún. De cualquier manera le recomiendo que se abstenga de llevarme ante los tribunales. No creo que sea una buena idea. Una vez frente a los señores magistrados y amparándome en las razones que ya he mencionado los convenceré que se trata de un delito pasional. Todo lo que hice no fue más que por amor a mi familia, exclamaré frente al estrado reclamando comprensión y misericordia. O mejor aún. Declararé que lo narrado no se trata de otra cosa que de esos trozos de ficción que de vez en cuando suelen insertarse en los más fieles recuentos de la realidad. Que nunca incurrí en los delitos antes descritos y que no se trata más que de una invención de este servidor utilizando historias comunicadas a mí por inmigrantes nepalíes. Que el cambio de nacionalidad tuvo como único objetivo protegerlos de vuestra furia. O llegado el caso afirmaré que estas memorias son una invención de cabo a rabo aunque ello rebaje mi credibilidad ante mis lectores. Dejémonos pues de dramatismos inútiles y cárguense los millones gastados en la comisión de estos amorosos delitos a la cuenta de la comunicación y el entendimiento entre los pueblos.
4 comentarios:
Chico como no se me ocurrio eso cuando estuve del 95 al 96 en Madrid. Gaste 500 pesetas al dia llamando a Cuba. Aquellas morocotas caian como mangos en ciclon dentro de la barriga golosa del telefono azul de Telefonica. En Mexico si habian claves para llamar gratis. Una vez que me dieron una la gaste para llamar a Espana! Cosas de la vida. El Espia.
Me gusta mucho esto:
"todos esos detalles que hoy parecen pertenecer al mismo mundo de los coches de caballos y los duelos con espadas. En cuanto a la correspondencia seguíamos siendo contemporáneos de D’Artagnan".
L
genial compadre
gracias
a los de Telefonica que les deN
Yo sólo recuerdo haber hablado desde la cabina que estaba en Palos de la Frontera. Recuerdo que había frio y nos entraba hambre y que cuando el último terminaba pues eramos muy solidarios y esperabamos al último que terminara de llamar, a veces y no siempre pues no teniamos las 100 pesetas del bocadillo, nos comiamos un bocadillo en aquel bar lleno de luces blancas que se mantenía abierto toda la noche. A las 5 de la mañana partiamos a dormir y recuerdo que subiamos a casa de Rubén a esperar que abriera el metro para colarnos jajajjaja Que bueno Del Risco, llevo con el libro 24 horas ya te contré se lo llevo a Cruzata en un par de semanas. Genial!!! como logras mezclar los sentimientos de tristeza, felicidad y de inocencia que los teniamos todos a flor de piel en esa época.
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