domingo, 31 de marzo de 2013

Semana Santa

Hace 18 años celebré mi primera Semana santa con un viaje a Cádiz, recuerdo que recogí en mi libro Siempre nos quedará Madrid:


Como la primavera, la Semana Santa era para nosotros una referencia cultural. Pero por razones distintas. Siglos atrás la celebración religiosa se había adaptado bastante bien a los trópicos, pero desapareció una vez que fue adoptado el ateísmo como religión estatal. Mi abuela, quien había renunciado a su catolicismo sin conflictos de conciencia, conservaba todavía cierta nostalgia ritual: mencionaba a Dios en situaciones estrictamente mundanas; atribuía la aparición y desaparición de las moscas de la mesa del comedor a las diferentes fases de la cuaresma; y el Viernes Santo trataba de cocinar pescado, algo no siempre posible en una isla rodeada de escasez por todas partes. La única celebración más o menos pública de la Semana Santa de la que tenía recuerdo era el goteo de personas que se escurrían de la iglesia de mi barrio el Domingo de Ramos con hojas verdeamarillas de palma en las manos y cara de preocupación profunda. Era difícil determinar si su agobio se debía a la certeza de que su Dios iba a sufrir una vez más la traición y el martirio o a que ellos mismos quedarían marcados como católicos reincidentes. Los niños nos burlábamos de aquella gente taciturna recogiendo hojas de cocotero e imitándolos en esa forma de caminar de quien lleva encima una cruz invisible, pero pesadísima. Lo hacíamos ―supongo― animados por la intuición de que el precepto de que debíamos respetar a las personas mayores no aplicaba en el caso de los asistentes a la iglesia. Yo al menos me equivoqué porque mi madre ―en aquellos días practicante de la religión de estado― rechazaba cualquier muestra de escarnio público por ser una manifestación de lo que clasificaba como “fascismo”. Ya había pasado mucho tiempo de eso. La fe religiosa me seguía siendo ajena, pero no menos que mi antiguo desdén ateo desde que en algún momento de mi juventud creí descubrir que se trataban de manifestaciones opuestas de la misma arrogancia.   
Aquel miércoles santo Cleo y yo no íbamos al encuentro de Dios y su pasión en un viaje de ocho horas de autocar. Era nuestra primera salida de Madrid en casi medio año. Íbamos al encuentro de Cádiz, la gemela de La Habana de que nos habían hablado, y al reencuentro con el mar. En el viaje ya habíamos asistido a una breve epifanía, a una parábola de la libertad. Ver de pronto detenerse el autocar y el chofer decir serio, pero sin rabia: “Por favor: el que está fumando un porro que lo apague. En este autocar está autorizado fumar tabaco, pero no porros”. Y con la misma poner en marcha el vehículo y seguir. Nada de amenazas en nombre de la policía sino la apelación a una simple norma de urbanidad. Veníamos de un país en el que atraparte con un simple cigarrillo de marihuana e ir a la cárcel eran uno y lo mismo. Así que presenciar la ausencia de drama con que se había resuelto el asunto lindaba en lo religioso. También lo fue nuestra llegada a Cádiz a través de un puente sazonado con el olor húmedo del salitre y el yodo. No es que fuera ―como suelen ser los isleños― un devoto del mar. Mi casa en Cuba se hallaba a un breve kilómetro de la costa y apenas me asomaba a ella. Y en cuanto al placer de bañarme en el mar, prefería alinearme en la misma categoría que los gatos. Pero en esos meses viviendo en Madrid, rodeado de tierra hasta donde alcanzara la vista, había descubierto el desasosiego que me producía la falta de mar. Como en el caso de la libertad me interesaba menos su uso que su existencia. Saber que estaba allí, al alcance de la mano, bastaba para apaciguarme.
Cádiz en efecto se parecía a la Habana Vieja. En términos arquitectónicos la única diferencia apreciable eran sus balcones encristalados para protegerlos de las tormentas que acarreaban arena desde el Sahara. Eso y el desmantelamiento de La Habana. Cádiz era la posibilidad de ser de La Habana en otra vida, una bastante mejor en la que el cemento y la pintura no eran sustancias ilícitas.
Las gemelas separadas por la Historia.
Recorrer Cádiz esa mañana fue como encontrarse treinta años después con la tía que se marchó a Miami y descubrir de golpe los efectos de las cremas y el aire acondicionado. Y romper a llorar por las arrugas de tu madre.
El parentesco no era sólo arquitectónico. Al llegar a Madrid me había tropezado con códigos tan distintos a los de Cuba que sólo me quedaba la opción de observar a los madrileños como si se tratara de una especie distinta e impredecible. De eso no fui consciente hasta mi llegada a Cádiz, justo cuando recuperé el poder de adivinar la clase de persona que me pasaba por al lado con sólo fijarme en su ropa, sus gestos, su modo de andar. Como si los abrigos de los madrileños tuvieran la función no sólo de protegerlos del frío sino de la comprensión ajena. Como si los gaditanos al exponer más el cuerpo también se destaparan el alma. Aquellas viejas teorías del efecto del clima sobre las diferentes sociedades que solía desechar como bobería meteorológica parecían cobrar algún sentido. 
Al encontrarnos con Mané fuimos a desayunar café con leche y churros en la plaza de las Flores, un sitio que ―como luego descubriría― era tan bueno para recibir el día como para despedirlo. Allí nos dimos cuenta de que no éramos los únicos convidados por Mané para pasar la Semana Santa. En el café se nos unió Alberto Lauro, un poeta cubano a quien Mané también había invitado a pasar aquellos días en Cádiz. Imagino que nuestro anfitrión supuso que bastaba que fuéramos cubanos y escritores para hacernos compatibles. En principio no me hizo mucha gracia la idea de compartir la hospitalidad de Mané con un desconocido. Pero mi embarazo duró el mismo tiempo que Alberto se mantuvo callado ―o sea, muy poco― porque desde que tomó el mando de la conversación resistirse a disfrutar su verborrea sólo tenía sentido si uno estaba muy resuelto a pasarla mal. Alberto era un poeta en la acepción más amable de la palabra. Alguien que podía empezar una historia diciendo: “Yo me fui de Cuba gracias a un estornudo” y luego contárnosla hasta convencernos de que sin aquél ataque de coriza no lo tendríamos frente a nosotros. Con sus historias como música de fondo visitamos Vejer de la Frontera y Sevilla. Vejer era (es) un pueblo de casas blancas elevado sobre la costa que hace pensar de inmediato en la jubilación como algo deseable, una zona de la vida amueblada con paseos tranquilos y puestas de sol. Desde allí vimos África o más bien una sombra en el borde del horizonte que nos dijeron que era África. Mané disfrutaba nuestro asombro ante esa versión local de la belleza tranquila y vieja que lo sorprende a uno en ciertos rincones del mundo. Se resistía en cambio a llevarnos a Sevilla porque la última vez que estuvo le habían vandalizado el coche por llevar matrícula de Cádiz. (Del localismo que detectaba en cada pueblo español entendí que sus lemas eran múltiples ―desde “Burgos libre” hasta “Andalucía independiente”― pero su pragmática era la misma: una inquina incansable contra la comarca más cercana cuando no la otra mitad de la ciudad. Me temo que quien no comprenda esa furia nunca entenderá a España). Finalmente convencimos a Mané para que nos llevara a Sevilla. Por suerte, esta vez su coche salió ileso mientras visitábamos la Plaza de España, el barrio de la Cruz y la catedral. Entre todos los asombros no hubo ninguno como el de ver los naranjos con sus frutos intactos con la única misión de embellecer las calles que desembocan en la catedral. Nuestra arrobo por aquellas naranjas era inversamente proporcional a la cantidad de segundos que habrían durado en las calles de La Habana. No es fácil dejar atrás el reflejo condicionado de la miseria.
Pero el centro de nuestro viaje eran las procesiones del Viernes Santo en Cádiz. Mané nos apostó a la salida de una iglesia junto a vecinos que sacaban las sillas a la acera como si ésta se hubiera convertido en parte de la casa. En el 2008 asistí a otra procesión en esas mismas calles para descubrir que aquella atmósfera familiar había dado paso a multitudes desesperadas por grabar un trozo del desfile en sus celulares. Aquella noche todo fue distinto. Era el contraste entre la gravedad del desfile y el relajo cariñoso con que los gaditanos trataban a Cristo y la Virgen María mientras marchaban al suplicio. Ese día me di cuenta que sin ser creyente mi idea de la liturgia católica estaba empapada de solemnidad. Aunque Su Palabra me fuera ajena, asumía que la presencia de Dios obligaba al silencio y al recogimiento. Esa noche, una mujer al cantarle a la Virgen que pasaba frente a su balcón la llamó “la madre del greñú”. El peludo de su canto era Cristo con todo y sus llagas y su muerte inminente. Desde las aceras le gritaban a los porteadores del paso sobre el que iba la imagen “que la meneen, que la meneen” como si se tratara de las nalgas de una bailarina encaramada en una carroza de carnaval. Esa noche mi idea del respeto religioso cambió para siempre entre fieles que preferían la confianza del amor a la reverencia. El greñú en aquella compañía debía sentirse como en casa. Entre tanta familiaridad valía la pena tomarse el trabajo de la resurrección. 

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Bueno, todo esto de la semana santa está muy bonito, pero ¿cuándo le vas a contestar?

Enrisco dijo...

a quien? que?

Inesita Correcalle dijo...

Magnífico,Enrisco! La anécdota del "greñú" y "que la meneen" son surrealistas, al menos para el que no conozca esa zona de España. En cuanto a "una inquina incansable contra la comarca más cercana cuando no la otra mitad de la ciudad" eso lo veíamos en Cuba como algo normal: cada fiesta que se daba en Guanabacoa, terminaba a piñazos (cuando no a puñaladas) en cuanto llegaba la gente de Regla, y viceversa. Los pobladores de Las Minas sentían un rechazo visceral hacia los de Campo Florido, y así a lo largo de la isla. Por supuesto, herencia de España. No recuerdo quién dijo que era más difícil poner de acuerdo a un grupo de españoles que llevar en fila 15 gatos a pie por carretera. Y en eso los cubanos no nos quedamos atrás.

Anónimo dijo...

Muy linda pagina.
Yo primero llegue a los Yumas y por eso los madrilenos me parecieron mas claritos que el agua.

Anónimo dijo...

Asere que buen post. Aunque se extrañan mucho tus articulos en Cubaencuentro. Piensas retomar la linea jodedoristica anytime soon?

Saludos,

Arnaldo

Anónimo dijo...

Hacia tiempo que no me reía tanto.
Eres un buen narrador, Muy bueno chico de verdad muy bueno. Creo que voy a comprar tu libro "Todavia....."

Enrisco dijo...

Anonimo: creo que exageras. si quieres algo comico leete esto: https://www.yoanislandia.com/estados-unidos/dos-lances-para-entender-la-racionalidad-plattista/#.UVs7PZOG3X4

Anónimo dijo...

Aprendi algo, siempre oi que la semana santa en Sevilla es la mejor, en cuanto a las saetas a la virgen, es legendarias de historias. Como no soy ni artista ni escritor no tengo esa sensibilidad, llegar a Madrid en 1971 no represento ningun trauma, la adore de inmediato, de Madrid al cielo. Y en cuanto a rivalidades, parece es natural : Yankees o Mets? No has oido la cumbia dedicada a Francisco el papa argentino? EL Papado lo reducen a una competencia de fubol: brasilero brasilero, Francisco, Messi y Maradona son mejor que Pele.

Enrisco dijo...

seguramente la de Sevilla es mejor. lo gaditanos defendian en cambio el caracter mas intimo y familiar de sus celebraciones, algo que de alguna forma asocian a la pureza del festejo. de todas maneras, como pude comprobar la ultima vez que estuve por alla ya tambien en Cadiz la Semana Santa se ha vuelto bastante turistica y tumultuosa.