"Gertrude Stein —en una entrevista que no pienso levantarme a consultar ahora— decía que el problema de los escritores americanos es que llegado cierto punto se obsesionan con el sexo y la muerte y no hablan de otra cosa. ¿Recuerdo bien? Me entra la duda, porque también recuerdo que dijo que el problema de los escritores americanos es que llegado cierto punto se ponen a escribir por dinero. Tal vez me confunda. O tal vez para la autora de La autobiografía de Alice Toklas los escritores americanos tuvieran más de un problema. Lo cierto es que la primera frase, la del sexo y la muerte, suele rondarme la cabeza. Creo que la razón es que no la entiendo. ¿Se puede escribir sobre otra cosa que el sexo y la muerte? Sí, se puede. Se puede escribir, por ejemplo, sobre la mala memoria. Se puede escribir sobre la vida de don Diego de Zama. O sobre el declive de las clases medias. Pero el caso es que (sin justificacíon, lo sé) donde Gertrude Stein dice americanos yo leo latinoamericanos. Y entonces tengo la vertiginosa impresión de que los escritores de este continente no han escrito nunca sobre el sexo ni sobre la muerte. Jamás, ni uno, ni una vez."
Gonzalo Garcés
Desde que leí ese párrafo pensé escribir sobre él. Meses después cuando alcancé a comentarlo en la presentación de un libro mío apenas si recordaba la penúltima frase y encima se la atribuí a Roberto Bolaño, atribución que, aunque falsa, a cualquiera le sonaría perfectamente aceptable. No se puede escribir “tengo la vertiginosa impresión de que los escritores de este continente no han escrito nunca sobre el sexo ni sobre la muerte” sin el muy deliberado deseo de escandalizar. Y lo consigue. Pero por algún motivo Garcés no explica esa impresión, sólo menciona ciertos acontecimientos reales que no se parecen a ningún libro latinoamericano. Yo, ante la opción fácil de sumarme al escándalo y enumerar, (como hace el propio Garcés) libros de por acá que traten sobre la muerte o el sexo prefiero justificar la frase, explicarla allí donde su autor no lo hizo. Su enormidad, su falsedad monstruosa tiene, por eso mismo, la apariencia de un secreto largamente guardado al que por fin se le ha puesto voz.
Porque tengo una impresión similar sobre la incapacidad de los latinoamericanos no sólo para representar el sexo y la muerte sino también sobre otras cosas que obsesionan a los escritores en otros lugares del mundo. Quizás no sea una impotencia absoluta de tocar algunos temas sino de enfrentarlos desde cierto ángulo, que sería el de lo estrictamente individual. Las palabras de los escritores latinoamericanos han sido casi siempre las palabras de la tribu, el modo de sumergirse en lo colectivo llámese familia, nación o la manera que elijamos para llamarle a un trozo variable del continente. De olvidarnos, en suma, de un yo infinitamente débil. O por tenerlo en cuenta buscar amparo en lo colectivo, allí donde todo toca a menos y recibir a cambio el alivio de sentirnos menos responsables de casi todo. En la lengua de la tribu la muerte o el sexo se tornan irrelevantes, pierden el peso de lo irremediable y se convierten en ritual, en acto aligerado por la repetición o el hastío. Algo que al diluirse en el yo colectivo termina no concerniéndole a nadie.
El Sur, el cuento de Borges que menciona Garcés para desmentir su atrevimiento, puede leerse como confirmación de la incapacidad latinoamericana para enfrentar la muerte como un hecho único o -como un boleto de avión o un salvoconducto- personal e intransferible. Juan Dahlmann escapa de la muerte accidental y justo cuando ha decidido vivir una vida distinta a la que se creía predestinado (la de la devoción a los libros y al pasado familiar) tropieza con aquella muerte heroica que ya no le atrae, una que –recién descubiertos los pequeños secretos de la vida real- se le hace absurda y, quizás por eso mismo, inevitable.
Quiero decir que la soledad es esa condición básica para pasar de un lenguaje mítico y tribal a la lengua desangelada pero universal del individuo. Que no nos dejemos engañar por algunos de los títulos más ilustres de la literatura del subcontinente –los Cien años de soledad de García Márquez, o El laberinto de la soledad de Paz-, con sus multitudinarias soledades, porque la verdadera, la del individuo, ha sido hasta no hace mucho un territorio casi virgen. Y es ese terreno desde el que se puede asumir el sexo y la muerte en toda su densidad y su peso. Incluso un mártir del sexo como Reinaldo Arenas no se le ocurrió nada mejor antes de morir que culpar de su muerte –un suicidio inducido por el SIDA- a su tirano particular, Fidel Castro, alguien a quien se le pudieran atribuir miles de muertes pero no la del escritor.
La soledad es común encontrársela en los descendientes de países de vuelta de los viejos vicios gregarios o en otros como Estados Unidos o Canadá que nunca tuvieron tiempo de pasar por el estado tribal y antes de que tuvieran tiempo de nada ya se habían dado de bruces con la alienación. Quiero decir que el dictamen de García Márquez sobre la soledad latinoamericana es falso excepto cuando se refiere a la de los conductores de pueblos, esos solitarios tan poco dados a la literatura. Ella aparece con alguna frecuencia en la poesía (Vallejo antes que Neruda) pero mucho menos en la prosa. José Martí en un momento de debilidad (o de fuerza suprema) confiesa tener dos patrias, Cuba y la noche, otro sobrenombre de la soledad.
Quizás lo raro no sean las alusiones latinoamericanas a la soledad sino el acomodamiento tranquilo a ella, a su costado lúcido y fecundo. Por eso es tan poco frecuente que un escritor de estas tierras diga como el contemporáneo Jorge Salcedo “Mi patria me desvela y me enfrenta a medio mundo, pero mis únicas heridas me las he infligido yo”. Sólo desde un gesto así, despojado de coartadas colectivas, se puede situar al individuo como centro de un universo y rearticular sus relaciones con este desde la mayor autonomía posible. Sólo desde la soledad puede asumirse la existencia como un asunto personal y no como algo sobre lo que hay que culpar al mundo. Una condición en la que obligarnos a equilibrar las circunstancias con el yo y hacer dolores y placeres finalmente nuestros. Por razones parecidas tampoco los escritores de este continente han escrito sobre la felicidad: cada vez que lo intentan les sale la historia de una revolución. Que sea real o ficticia es lo de menos siempre que incluya suficiente cantidad de gente con la que compartir tanta dicha insoportable .
5 comentarios:
Eso me hace pensar que Celestino antes del alba es más un libro de sexo y muerte que un libro sobre el sexo y la muerte. Y tal vez una novela como El rey de La Habana, por ejemplo, es más un libro sobre el sexo y la muerte que un libro de sexo y muerte.
De todas formas la hipótesis que reelaboras es demasiado fina como para ser completamente cierta, pero por eso mismo es perturbadora. La consideraré en el rubro de "literatura subversiva" de mi propio blog.
Gracias
Un abrazo
Molina
Cuando pueda escribiré algo sobre Inventario Secreto de la Habana, de Abilio Estévez, tú has fijado la pauta, veremos muerte, individuo y sexo. Siempre es muy grato para mí leerte y paladeo tu diferencia en este hemisferio virtual del blogueo, tú blogueas, él bloguea....
Molina, gracias por el comentario. la verdad es que no pretendo que sea cierta. me basta para que me sirva para pensar en cierto hecho diferencial de la literatura (y la existencia) latinoamericana. Arenas es el creador del revolucionario mas solo de la literatura, su Fray Servando Teresa de Mier y sin embargo ya ves como se refirio a su propia muerte. un tema muy discutible pero eso mismo, interesante.
Yo veo mucho de "redención", "resurrección" y cosas parecidas en toda la literatura latinoamericana. Es el sabor que me queda detrás, digo yo.
Hoy meditaré sobre el asunto. Daré a conocer al pueblo mi punto de vista en los próximos días. Ja ja.
Enrique,
Muchas gracias por este texto, el tema invita y el tiempo falta cuando una mujer acaricia, pero se hace el esfuerzo.
La exploración de un universo infinito está condenada de antemano a la impotencia, al desespero de sospechar que por mucho que hagamos nunca pasaremos de arañar una pátina. Eso es algo que olvidamos cuando intentamos convertir nuestros saberes en lo “que se debe saber”. Rara es la persona que logra resistir la tentación, en algún momento de su vida, de decirle a alguien que lea, que hay que leer, que hay que chocar con la letra de molde. Para poder decir eso, sin embargo, tenemos que poner a un lado un par de numeritos muy importantes.
En estos días se ha estado calculando que hay alrededor de 32 millones de libros publicados en la historia de la humanidad. A un ritmo de lectura de uno diario, durante setenta años, un ser humano sólo alcanzaría a leer a 25515 libros, una cifra que sólo representa el 0,08% del volumen total. Ese resultado final sería equivalente a querer saber lo que pasa en el interior de un recinto gigantesco, mirando a través de una ranura de menos de un milímetro. Todo el mundo defiende su ranura.
Con el sexo y la muerte la cosa se complica mucho más allá de lo imaginable, al ser estos ya no obras, sino ingredientes primarios de lo que se escribe. Por mucho que lo intentemos, por mucho que exista el esfuerzo y la determinación de incluir, y explorar hasta la saciedad esos dos temas de la existencia, siempre chocaremos con un universo de posibilidades tan grande, que cualquier exploración estará condenada de antemano a una deliciosa banalidad. Y hablando de delicias, aquí lo dejo.
Saludos
CRA
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