La noche del viernes Miami era futbolero. Socios que no ven ni el mundial ayer andaban entusiasmados viendo el juego México – Cuba. México, el equipo del “Sí se puede”, el que siempre clasifica por la CONCACAF a los mundiales, el equipo diseñado para caer heroicamente en octavos de finales (sólo ha pasado a cuartos las dos veces que fue anfitrión) en fin, el equipo con más derrotas en Copas del Mundo, contra Cuba, país que la última (y la única) vez que fue a un mundial Hitler todavía no había entrado en guerra con Polonia y que alguna vez se las arregló para perder con San Vicente y las Granadinas, un montón de islitas que juntas apenas dan para un campo de fútbol. Los cubanos empezaron ganando a México 1-0 y la euforia miamense fue general pero luego, recuperando nuestras más profundas tradiciones futboleras, Cuba perdió 2-1. Ganar es importante pero conservar las tradiciones nos fortalece aún más. La otra tradición que faltaría por honrar sería que algún jugador se quedara. (Hoy, mientras regañaba a mis niños en el subway un tipo se me acerca y me pregunta si soy cubano. A seguidas me dice que él también, que se había quedado en una competencia hacía años. Quiero saber en qué disciplina competía y me explica que en carreras para débiles visuales. Nunca se me había ocurrido que la epidemia de deserciones pudiera llegar a zonas tán recónditas del deporte revolucionario.)
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