martes, 5 de junio de 2007

Arsenio Rodríguez in memoriam

Es difícil imaginar cuando se piensa en la historia de la música popular cubana una figura más influyente que la de Arsenio Rodríguez [el artículo en español de wikipedia es muy pobre y contiene varios errores. En inglés está mucho mejor]. Si bien ninguna de sus más de doscientas composiciones no alcanzan la popularidad de piezas como “Lágrimas negras” de Matamoros o “Échale salsita” de Piñeiro decenas de canciones de aquél tresero conocido como “El Ciego Maravilloso” forman parte del repertorio habitual de músicos de todas partes del mundo. Por si esto fuera poco a él se debe el mayor salto en la evolución del son, el rey de los géneros populares cubanos: ese que va desde el septeto al conjunto, formato que incluía por primera vez el piano y la ampliación de la sección de metales a dos o más trompetas con el consiguiente enriquecimiento tímbrico y armónico. A eso hay que sumar el hecho de que en su conjunto se desarrollaron figuras fundamentales de la música cubana como son los casos de Miguelito Cuní, Félix Chapotín, Lilí Martínez, Chocolate Armenteros o Rubén González. La lista de sus aportes es de hecho mucho más extensa lo que hace todavía menos explicable el reconocimiento un tanto tímido recibido por Arsenio Rodríguez, timidez que se acerca a la injusticia si se lo compara con sus logros. Sin ir más lejos no he podido encontrar para ilustrar este comentario otro video más que este brevísimo que les presento. Junto a ello quiero incluir un kabiosile que le dedicó Ramón Fernández Larrea años atrás. “Kabiosile”, palabra afrocubana de origen yoruba que significa literalmente “Yo saludo a su Majestad” es el nombre que ha adoptado Fernández Larrea para una serie de homenajes poéticos a músicos cubanos entre los que para Ramón, un enamorado de la música cubana no podía faltar el de Arsenio.


Kabiosile: Arsenio Rodríguez
Por Ramón Fernández Larrea

Nos dijo que el mundo era imperfecto. Él, desde su dolida imperfección, construyó otro mundo posible con las manos. Un mundo que sólo se escucha. Un mundo de luces y sombras donde el cimbrear del tres alegre o agorero, saluda y estremece, plantea y pregunta, marca los límites del fuego y abre el sabor como una desolación que va a reverdecer. Sólo con sus manos, sólo con el ansia de luz que el mundo le negó.

Nos dijo que la soledad no era monstruosa. Que buscáramos momentos para que bailara el corazón, aunque estuviera solo, porque el goce estaba en el rapto, no en el desbordamiento. La fruta prohibida de la felicidad instantánea, esa manzana que robamos del cielo, con picardía, cuando nadie mira, lleva directamente al éxtasis. Lo dejó escrito en los muros de la eternidad con indeleble tinta de sueños, con la ferocidad del africano esclavo que le antecedió en la isla, dueño de nada, o tal vez dueño de fulgurantes momentos para arrebatarle al mundo lo negado: Ahora que mama no está aquí, dame un cachito pa´ huelé.

Todo fue un juego de espejos. El negro regordete que pulsaba el tres con una extraña sonrisa en la cara redonda, bajo las gafas ahumadas, estaba en realidad burlándose del mundo ingrato. Todavía, musicólogos y periodistas, dudan ante sus engañosas inscripciones de nacimiento. Dos fechas probables le vieron venir al mundo: el 13 de agosto de 1913 y el 30 de ese mismo mes, dos años antes, en 1911. ¿Se llamó realmente Ignacio Loyola Rodríguez o Ignacio Arsenio Travieso? Un solo dato tomo como verdad irrebatible: un hombre que haya nacido en un pueblo de nombre tan sonoro como Güira de Macurijes, tiene la misión de engrandecer los sonidos del hombre. No importa cómo se llame el personaje que invente para andar entre nosotros. No importa el santo y seña de los registros polvorientos, donde grises habitantes intentan organizar el mundo entre legados. Arsenio Rodríguez pudo llamarse Juan, o José María, o Ignacio a secas, siempre que venga detrás el inquieto relumbre de un tres tejiendo armonías como las luces de un árbol en navidad, y que nazca de la nada, cada vez que griten “¡Alambre dulce!”.

Nos enseñó que una vida es muchas vidas superpuestas, que hay que gozar el momento feliz en cada una de ellas, que la derrota es la más fácil de las muertes. Él, que volaba en la oscuridad de una magia que nos dejó como acertijo, y que habló de la vida como se habla de una mujer orgullosa que nos desdeña: Después que uno viva veinte desengaños, ¿qué importa uno más? Supo viajar con ilusión hasta el final, en un mundo que estaba hecho de infelicidades. Saltando entre las cuerdas dobles y viriles del tres, regresando sólo como un pájaro nocturno hasta sus trece años, cuando la patada de un caballo le envió a un pozo maldito, y le dejó un universo que sólo crece en las manos. Creo que buscó con ellas los caminos de los colores que recordaba, para que nos entraran misteriosos por el oído.

Para mí, gracias a él, hay un instante de plenitud, en que mi tierra se instala en el demoledor grito de mi sangre: sucede cuando Lilí Martínez se desliza por las teclas, siguiendo la queja feroz de Félix Chappottín en la trompeta burlona, y entra Arsenio terciando, con un agudo que complementa y pregunta, como si estuviera dándole pellizcos a la eternidad. Ah, el alambre dulce con que hilvana las estrofas, trucos aprendidos con el Sexteto Boston, en las madrugadas de delirio de los años treinta, en el bullicio de la Playa de Marianao y sus cuchitriles, donde los mejores músicos del mundo remataban la noche, sacándole los más plenos orgasmos. Y en el 34, con aquella escudería de matanceros irredentos que fuera el Sexteto Bellamar, imprimiéndole al son la sobriedad de su ciudad marina.

Nos puso otros acertijos en el camino, para que, levantando falsas huellas, encontráramos la ruta que le llevó a un júbilo de resignada sabiduría. Lo escucho en una de ellas, su pieza El caramelero, con la Orquesta Casino de la Playa, en 1938. Allí nacieron sus dos sobrenombres. Como un haz de luz inesperada, recordé la manera en que deambulaban los vendedores de caramelos y golosinas en La Habana de su época: sobre las pequeñas ruedas de un artefacto que remedaba un gran tablero, trenzaban unas cuerdas de fino alambre donde se endurecían al aire, colgando como los frutos, los jugosos pirulíes de reciente hechura. Así paseaban anunciando aquel aroma de azúcares profundos, y los cristalinos destellos que Arsenio adivinó en la cadencia y el olor: alambre más dulce no hay. La voz de Miguelito Valdés en ese reposado pregón, invita al tresero a sumarse a la pelea, y el Cieguito Maravilloso da una clase magistral de escasos 48 segundos, donde se concentran todos los puntos inevitables de la escala. Como una pincelada cargada de levitante intensidad, Arsenio solo, Arsenio Rodríguez en el ruedo, imagino que sonriente y seguro, abriéndose el pecho para que salgan a raudales las sangres profundas del azúcar convertidas en diamantes comestibles. Todo en 48 segundos. Comenzaba su leyenda.

1940 quedó para la isla como el año en que se hizo la primera Constitución de la República, inteligente y avanzada, la ley de un país nuevo. También nació el Conjunto de Arsenio Rodríguez, guerreros inmortales del son montuno, que iban a cantar a todos los barrios con la voz misma del barrio. Saint-Exuperi escribió que lo esencial es invisible para los ojos. Arsenio nos lo está diciendo siempre con sus pupilas llenas de penumbra, desde la esencia misma de una eternidad diaria. En el rabioso montuno de las esencias, no deja de construir la luz que me alimenta. Una isla que es un sonido lleno de países. Un sonido que es una historia que se repite. Y un hombre en el centro de toda la negrura, que sonríe con un esplendor amargo. El golpe del corazón de la vida. El paso de alguien que anuncia la golosina momentánea gritando: “¡Alambre dulce!”.

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