jueves, 12 de junio de 2014

El Castillo de las palabras

De izquierda a derecha: Armando Tejuca, Jesús Castillo y un servidor en la Víbora posiblemente en 1994.

Cuando un amigo muere –me recordaba alguien- se lleva consigo una modulación, una posibilidad del propio ser de uno. Quien me lo dijo –otro amigo cercanísimo apenas vio de pasada a Jesús Castillo, el amigo muerto de que hablábamos pero sabía de pérdidas: y  es que llegado a ese punto todos los grandes amigos son similares. Nos completan con parecida intensidad y su ausencia nos mutila en igual medida. Y para los que tuvimos la suerte de conocerlo sabemos que en pocos casos la pérdida de un amigo puede ser mejor definida como la extinción de un idioma privado. Cada expresión suya era una manera de sacar el lenguaje del sitio al que lo recluye la costumbre como si, más que medio de comunicación, fuese un juguete. Alguien –si se me permiten los ejemplos- quien convertía el acto sexual en “embarque de vianda para el interior” y sus romances, siempre intensos, en “la leve determinación del ser social”.

De profesión ingeniero civil dejó testimonio de su ingenio y su talento verbal en varias de las aventuras que compartimos o que emprendió por su cuenta: exposiciones como Tarequex 91, iniciador del proyecto Aquelarre cuando todavía funcionaba apenas como un periódico mural, 50% de la Agrupación 30 de Febrero entre otros de dimensiones casi clandestinas y de los que como evidencia queda apenas alguna que otra foto y su colaboración en el número inicial y único de la revista Aquelarre. De manera que los que no tuvieron la suerte de conocerlo tendrán que creerme: es uno de los tipos más simpáticos e ingeniosos que yo haya conocido (y no son pocos) pero también de los más leales.  

 Y es que ese sentido de la lealtad de Castillo, el Castle o Manolito para los parientes que preferían usar su segundo nombre, era una de las cosas más firmes con que se podía contar en un mundo donde todo ha cambiado demasiado.  En mi caso no se materializaba con más claridad que cada 20 de octubre en el que se cumplía un aniversario de mi salida de Cuba. Que se acordara religiosamente de ese día enviándome un mensaje y no, digamos, el día de mi cumpleaños era una manera de hacerme saber con la discreción y la elegancia solo al alcance de unos pocos, cuánto le dolía la separación, cuan imperdonable le seguía pareciendo y cómo a pesar de todo me seguía siendo presente. Porque en el fondo tras esa broma constante que era su vida –y que la llevó según me cuentan, hasta el final, cuando todo lo que lo rodeaba era doloroso- se ocultaba el profundo estoicismo de quien no puede renunciar a ciertos deberes, ni a la buena costumbre de cumplirlos con discreción.


Hace rato no me decidía a dedicarle estas palabras y quizás fue por puro rencor: ya sé que me van a faltar las suyas el próximo 20 de octubre. Lo demás –que como Shakespeare sabía, es lo más importante- es silencio.    


2 comentarios:

Garrincha dijo...

Bien hecho, Henry.
Bien hecho.

Armando Tejuca dijo...

Que bueno que hablaras de nuestro tremendo amigo. Nadie mejor que tu para hacerlo. Las palabras escritas al menos quedan. El trascendió en sus hijos que no lo olvidaran y en tantos amigos que lo queríamos como se quiere a un hermano, o hasta más. El tipo sin creer en Dios se fue directo al cielo. Uno de los pocos hombres que he conocido que sin ser un hinduista era espíritu puro. A veces hay seres así que sin estarlo pregonando y sin siquiera tener conciencia de su estado son lo que muchos miles quisieran ser, aliento y vida pura. Le voy a extrañar con toda su alma.

Que emoción ver aquí ese número (primer número y creo que único) de la revista Aquelarre. Gracias bro!