Injuriar a Miami es un arte que no por frecuentado deja de ser curioso. Es fácil ensañarse con su urbanismo discontinuo y lunar, su cultura casi clandestina, sus erupciones folklóricas de intolerancia pero no son razones suficientes para explicar tanta inquina. Sobre todo si se piensa que el mundo está cuajado de ciudades peor trazadas, más pobres culturalmente y en donde la intolerancia se cobra en muertos constantes y sonantes. Sorprende más aun cuando el desprecio lo ejercen los compatriotas si se piensa que Miami está más cerca del gusto individual de cada cubano que la propia Habana, ciudad en la que intervinieron a partes más o menos iguales la arquitectura y el gusto de españoles y norteamericanos dejándole a los nacionales el papel de herederos, imitadores o fabricantes de suburbios. (Quizás es por eso que, puestos a fabricar una ciudad, los cubanos optaron por la multiplicación de los suburbios antes de la erección de una urbe). Se habla de la mutación de cubanos en mayameses como si se tratara de la influencia perversa de los Everglades o el capitalismo, como si cada cubano no fuera un mayamés en potencia. Como si los mayameses no fuesen cubanos con más dinero y libertad. Como si los recién llegados no empezaran a cambiar incluso antes de conocer el dinero y la libertad. Como si rodeados de paisanos no les quedara otro remedio que explorar sus posibilidades sin influencias extrañas.
Ya sea que vivan en México, Santiago de Chile, Nueva York, Madrid, Barcelona, París, Estocolmo, La Habana o Caibarién cuando los cubanos comparten sus críticas a Miami con extranjeros vienen a decir lo mismo: “No se confundan. Yo no soy como ellos”. Eso siempre me recuerda una anécdota que contaba Malcolm X en su autobiografía. Mucho antes de convertirse en líder político, cuando era un buscavidas en Harlem fue citado para integrar el ejército norteamericano que peleaba en la Segunda Guerra Mundial y se fingió loco para eludir el servicio militar. Un loco escandaloso que le contaba a todo el que lo quisiera oír que se moría por unirse al ejército japonés. Fue así como uniformado como los chucheros de la época se apareció en la consulta del psiquiatra que debía determinar si estaba apto para ingresar al ejército:
La recepcionista allí era una enfermera negra. Recuerdo que estaba en sus veinte años de edad, y no lucía nada mal. Era una de esas “primeras negras”.
Los negros saben de lo que estoy hablando. En aquel entonces, los blancos durante la guerra tenían tanta necesidad de personal quecomenzaron a dejar que algunos negros dejaran sus cubos y fregonas y plumeros y usaran un lápiz, o sentarse en algún escritorio, o teneralgún título de veinticinco centavos. No se podía leer la prensa negra por las grandes fotos de esos engreídos “primeros negros”.
Alguien estaba dentro con el psiquiatra. Ni siquiera tuve que montar una escena para aquella muchacha negra; ella ya estaba harta de mí.
Cuando, por fin, se escuchó un timbre en su escritorio, ella no me hizo pasar, sino que entró ella misma. Yo sabía lo que estaba haciendo. Iba a dejar claro por adelantado lo que pensaba de mí. Este sigue siendo uno de los grandes problemas de los negros hoy. Muchos de losllamados "negros de clase alta" están tan ocupados tratando de convencer a los blancos de que son "diferentes de los otros" que no pueden ver que sólo están ayudando a que los blancos mantengan su baja opinión de todos los negros.
Pues eso.