Una de las cosas que más disfruté a mi llegada a Madrid en octubre de 1995 fueron sus bibliotecas. Ya desde la primera semana de nuestra llegada nos habíamos inscrito en el sistema de bibliotecas públicas de la ciudad. La peor biblioteca municipal de la ciudad tenía mejor servicio de préstamos que la Biblioteca Nacional de Cuba. Mejor que la del Centro Alejo Carpentier que llegó a ser en mis últimos años habaneros el sueño de todo lector que quiera leer algo más fresco que las ediciones cubanas de Tolstoi o Hemingway. La biblioteca se había levantado con el dinero del escritor en un antiguo caserón que había usado para ambientar una de sus novelas. La colección aunque cabía en un pequeño saloncito era altamente codiciada pero sólo los que tenían ciertas credenciales (periodistas, especialistas de alguna institución, escritores con carnet de tales) podían acceder a su reino. En un país que llevaba tres décadas sin importar libros y para leer literatura contemporánea uno debía ajustarse al criterio no necesariamente amplio de las editoriales cubanas aquella biblioteca era, si no un paraíso, al menos un oasis. Durante años un amigo me hizo el favor de sacarme algún libro que le pidiera. Así fue hasta que un día en un cine me robaron una carpeta que contenía “El arte de la novela” de Kundera que él me había conseguido. Mi amigo, un tipo ecuánime, no me estranguló cuando se lo dije aunque ya se veía expulsado del oasis de libros frescos. Por suerte al poco tiempo y gracias a una reestructuración de la biblioteca le renovaron el carnet a mi amigo sin preguntarle por el libro perdido. Y al poco tiempo yo mismo pude conseguirme un carnet.
Por eso encontrarme con bibliotecas municipales que cuando menos cuadruplicaban la colección de la “Alejo Carpentier” fue más o menos lo mismo que para Hansel y Gretel encontrarse con una casa de caramelo sin bruja dentro. A pesar de toda la ansiedad de tener a mi disposición tantos libros a la vez enseguida supe por donde empezar. No lo andaba buscando pero en cuanto lo vi en la biblioteca amplia y luminosa de la Puerta de Toledo decidí que sería ese el que me llevaría. “Los archivos literarios de la KGB” era el título y como puede deducirse se trataba de una investigación de los documentos que guardaba la policía secreta soviética sobre los escritores. Había bastante de masoquismo, de curiosidad malsana en mi elección, ese impulso por echarle un vistazo al que pudo haber sido mi expediente de haber nacido en otro lugar y otro tiempo. Como si con la lectura de aquél libro pudiera anticipar lo que vería cuando tuviera acceso a los expedientes literarios de la seguridad cubana. También podría haber estado el viejo deseo humano de engrandecer el papel que nos toca representar en el mundo aunque sea como víctima. La posibilidad de que mis enemigos no fueran sólo unos cuantos agentes desesperados por hacerle creer a sus jefes que estaban haciendo algo importante, funcionarios indecisos entre ser fanáticos o simplemente oportunistas, una amplia y tupida caterva de burócratas, intelectuales carcomidos de miedo y servilismo o incluso un dictador tropical con delirios universales. Ese libro, como otros antes, me daba la oportunidad de elegir como enemigo al totalitarismo, algo que ya desde su nombre suponía algo monstruoso y ubicuo. Y sumarle a los miles de muertos de mi dictadura las decenas de millones registrados en la cuenta del totalitarismo comunista. Para mí en aquellos días el muro de Berlín todavía estaba en proceso de derrumbe.
A través del libro pude comprobar que los policías cubanos compartían con sus colegas soviéticos el mismo celo y sana desconfianza por los hombres y mujeres de letras aunque la idea de los de la KGB sobre los límites de la crueldad y la impunidad fuera menos mezquina. Había casos de escritores cubanos presos y hasta algún fusilado pero ninguno que se acercara a la suerte de Isaac Babel al que detuvieron, torturaron y lo obligaron a acusar a un amigo que sin él saberlo ya estaba muerto para que luego lo fusilaran a él mismo. Por si la muerte fuera poco también consiguieron crearle problemas de conciencia. Pero en la comparación –me decía- tampoco debía ser injusto y debía considerar que los verdugos de mi país debían afrontar la desventaja de no tener a su disposición el frío de la Siberia.
Sin embargo, los casos que mencionaba el libro –aunque se propusiera como muestrario del horror más que como informe sistemático- de alguna manera decepcionaban mis expectativas. El contraste entre la cantidad total de condenados a trabajos forzados o a muerte y el relativo pequeño número de escritores que había entre ellos no parecía justificar la idea de que el totalitarismo ruso los tenía entre sus prioridades a la hora de machacarlos. Incluso en los momentos de represión más desenfrenada los escritores eran considerados con muchos más miramientos que los militares o los miembros del Politburó. A juzgar por los catálogos de las editoriales soviéticas la literatura había sufrido muchísimo pero los archivos literarios revelaban que los escritores habían sido tratados en cambio con extremo cuidado. Se les marginaba, se les cerraban todas las vías por las cuales difundir su obra, se les aislaba escrupulosamente de la sociedad o con cierta frecuencia se les empujaba al suicidio. Fusilados como Babel había pocos y casi siempre luego de poderlos complicar en una causa muy distinta a la de su escritura. En fin, nada parecido a la chambonada franquista de fusilar a Lorca. ¿Para qué matar a un poeta si se le puede dar un premio? Un poeta muerto es un escándalo pero sobornarlo o marginarlo es apenas cumplir con una vieja tradición. Que a una raza débil y despreciada durante siglos –a la que en recompensa se la abrumaba con veneraciones tardías- no se la exterminase en plena dictadura del proletariado podía ser considerado un paso de avance. Pero hay algo en mí que me impide detenerme demasiado tiempo en el horror y mi parte favorita del libro terminó siendo aquella en la que se reproducían las escenas de cómo sería el encuentro con Stalin en el cuál sería rehabilitado. Una noche sería arrancado de su cama para ser llevado a presencia de Stalin. Ante el georgiano aparecería el Bulgakov en payama y temblando. Al preguntarle por el motivo de su temblor diría que la premura en salir de la casa le había impedido ponerse los zapatos y se le habían congelado los pies. Stalin le exigía entonces a Yagoda, el jefe de la policía secreta en aquellos días que le cediera sus botas al escritor y luego de intentarse poner sin éxito unas botas que le quedaban obviamente pequeñas el dictador exclamaba: “¡Qué clase de pies tienes Yagoda!”. La rehabilitación soñada por Bulgakov nunca fue confirmada por la realidad pero al menos corrió mejor suerte que Yagoda, el de los pies pequeños. Mientras el jefe de la NKVD fue arrestado en 1937* y fusilado al siguiente año el escritor tuvo al menos la oportunidad de morir a causa de una enfermedad renal en 1940.
*De Yagoda se cuenta que estando en prisión cuando su interrogador le preguntó si creía en Dios este le dijo: “De Stalin no merezco otra cosa que gratitud por mis leales servicios; de Dios merezco el más severo castigo por haber violado sus mandamientos miles de veces. Ahora mire donde estoy y juzgue usted mismo: Dios existe o no...”
Por eso encontrarme con bibliotecas municipales que cuando menos cuadruplicaban la colección de la “Alejo Carpentier” fue más o menos lo mismo que para Hansel y Gretel encontrarse con una casa de caramelo sin bruja dentro. A pesar de toda la ansiedad de tener a mi disposición tantos libros a la vez enseguida supe por donde empezar. No lo andaba buscando pero en cuanto lo vi en la biblioteca amplia y luminosa de la Puerta de Toledo decidí que sería ese el que me llevaría. “Los archivos literarios de la KGB” era el título y como puede deducirse se trataba de una investigación de los documentos que guardaba la policía secreta soviética sobre los escritores. Había bastante de masoquismo, de curiosidad malsana en mi elección, ese impulso por echarle un vistazo al que pudo haber sido mi expediente de haber nacido en otro lugar y otro tiempo. Como si con la lectura de aquél libro pudiera anticipar lo que vería cuando tuviera acceso a los expedientes literarios de la seguridad cubana. También podría haber estado el viejo deseo humano de engrandecer el papel que nos toca representar en el mundo aunque sea como víctima. La posibilidad de que mis enemigos no fueran sólo unos cuantos agentes desesperados por hacerle creer a sus jefes que estaban haciendo algo importante, funcionarios indecisos entre ser fanáticos o simplemente oportunistas, una amplia y tupida caterva de burócratas, intelectuales carcomidos de miedo y servilismo o incluso un dictador tropical con delirios universales. Ese libro, como otros antes, me daba la oportunidad de elegir como enemigo al totalitarismo, algo que ya desde su nombre suponía algo monstruoso y ubicuo. Y sumarle a los miles de muertos de mi dictadura las decenas de millones registrados en la cuenta del totalitarismo comunista. Para mí en aquellos días el muro de Berlín todavía estaba en proceso de derrumbe.
A través del libro pude comprobar que los policías cubanos compartían con sus colegas soviéticos el mismo celo y sana desconfianza por los hombres y mujeres de letras aunque la idea de los de la KGB sobre los límites de la crueldad y la impunidad fuera menos mezquina. Había casos de escritores cubanos presos y hasta algún fusilado pero ninguno que se acercara a la suerte de Isaac Babel al que detuvieron, torturaron y lo obligaron a acusar a un amigo que sin él saberlo ya estaba muerto para que luego lo fusilaran a él mismo. Por si la muerte fuera poco también consiguieron crearle problemas de conciencia. Pero en la comparación –me decía- tampoco debía ser injusto y debía considerar que los verdugos de mi país debían afrontar la desventaja de no tener a su disposición el frío de la Siberia.
Sin embargo, los casos que mencionaba el libro –aunque se propusiera como muestrario del horror más que como informe sistemático- de alguna manera decepcionaban mis expectativas. El contraste entre la cantidad total de condenados a trabajos forzados o a muerte y el relativo pequeño número de escritores que había entre ellos no parecía justificar la idea de que el totalitarismo ruso los tenía entre sus prioridades a la hora de machacarlos. Incluso en los momentos de represión más desenfrenada los escritores eran considerados con muchos más miramientos que los militares o los miembros del Politburó. A juzgar por los catálogos de las editoriales soviéticas la literatura había sufrido muchísimo pero los archivos literarios revelaban que los escritores habían sido tratados en cambio con extremo cuidado. Se les marginaba, se les cerraban todas las vías por las cuales difundir su obra, se les aislaba escrupulosamente de la sociedad o con cierta frecuencia se les empujaba al suicidio. Fusilados como Babel había pocos y casi siempre luego de poderlos complicar en una causa muy distinta a la de su escritura. En fin, nada parecido a la chambonada franquista de fusilar a Lorca. ¿Para qué matar a un poeta si se le puede dar un premio? Un poeta muerto es un escándalo pero sobornarlo o marginarlo es apenas cumplir con una vieja tradición. Que a una raza débil y despreciada durante siglos –a la que en recompensa se la abrumaba con veneraciones tardías- no se la exterminase en plena dictadura del proletariado podía ser considerado un paso de avance. Pero hay algo en mí que me impide detenerme demasiado tiempo en el horror y mi parte favorita del libro terminó siendo aquella en la que se reproducían las escenas de cómo sería el encuentro con Stalin en el cuál sería rehabilitado. Una noche sería arrancado de su cama para ser llevado a presencia de Stalin. Ante el georgiano aparecería el Bulgakov en payama y temblando. Al preguntarle por el motivo de su temblor diría que la premura en salir de la casa le había impedido ponerse los zapatos y se le habían congelado los pies. Stalin le exigía entonces a Yagoda, el jefe de la policía secreta en aquellos días que le cediera sus botas al escritor y luego de intentarse poner sin éxito unas botas que le quedaban obviamente pequeñas el dictador exclamaba: “¡Qué clase de pies tienes Yagoda!”. La rehabilitación soñada por Bulgakov nunca fue confirmada por la realidad pero al menos corrió mejor suerte que Yagoda, el de los pies pequeños. Mientras el jefe de la NKVD fue arrestado en 1937* y fusilado al siguiente año el escritor tuvo al menos la oportunidad de morir a causa de una enfermedad renal en 1940.
*De Yagoda se cuenta que estando en prisión cuando su interrogador le preguntó si creía en Dios este le dijo: “De Stalin no merezco otra cosa que gratitud por mis leales servicios; de Dios merezco el más severo castigo por haber violado sus mandamientos miles de veces. Ahora mire donde estoy y juzgue usted mismo: Dios existe o no...”
3 comentarios:
Tambien tuve la oportunidad de leerlo!!!y es impresionante,pues me trajo a reflexionar cuantas cosas se habran hecho en cuba a lo largo de estos 50 anios.Espero que algun dia se publiquen y el mundo peda verlas,sobre todo los que tanto aman a la revolu cubana.
Sobre este tema es impactante la película alemana "La vida de los otros" o no sé si tendrá otra traducciòn. Trata sobre un agente de los servicios secretos de la antigua RDA que espía a un escritor y a su novia actriz... Es impresionante, pero, sobre todo, permite que no nos olvidemos, al momento de juzgar, que esos que escuchan, chivatean, informan, delatan, venden... son también, en un modo oscuro y torcido, víctimas del propio sistema que generan y que, finalmente, ayudan a destruir. Algo así como los virus y bacterias que inundan el ser humano para anaquilarlo sabiendo que, con su muerte, encontrarán la de ella... que en el caso de lkos esbirros, es la única manera de ser totalmnte libre del terror que, también, se los traga a ellos. Siempre es importante obviar los arquetipos de buenos y malos, porque... ya sabemos porqué.
No olviden el caso Padilla, que fue en la historia de estos 50 años, lo mas parecido a los procesos de Moscu en el 37, 38 y luego en los 50. Yo creo que ya para el 1971 en Cuba habia "asesoria" soviética en al "campo" de "hacer cantar" a los intelectuales y eso se sabra un dia de estos. Saludos Enrisco desde Montreal.
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