Mi camino hacia la música de Cachao tan tortuoso como el de Colón rumbo a América aunque un poco más largo. Estuve un cuarto de siglo sin saber de él hasta que un día se me apareció un amigo en el cementerio (donde como he contado en otro lado trabajé mis tres últimos años cubanos) con un video bajo el brazo. Se trataba, me contó en lo que parecía ser uno de sus muy raros raptos de entusiasmo, de un documental de un viejo músico cubano realizado por Andy García ("El que actuó en El Padrino, tercera parte, que es cubano y de Bejucal"). El problema en esos días era que no bastaba con tener un video sino en encontrar a alguien en un lugar no demasiado lejano que tuviera una cassetera donde verlo. Fuimos por fin hasta casa de un amigo de mi amigo justo para recibir la noticia de que se acababa de ocurrir un corte de electricidad. Ante la disyuntiva de esperar a que se restableciera el servicio eléctrico o o encontrar una videocassetera que funcionara con luz brillante optamos por lo primero. Ya cuando regresó "la luz" y comenzamos a ver el documental pendía sobre nosotros la amenaza de que a las seis habría que interrumpir la proyección porque para esa hora ya los niños habrían llegado de la escuela hambrientos de su tanda diaria de dibujos animados. Y allí estaba Cachao, llenando la pantalla del televisor con su cara de iguana feliz, semidormida al arrullo de su bajo. Lo acompañaban en la película la sabiduría feroz de Cabrera Infante y la alegría sabia de Paquito D'Rivera, la picaresca de Chocolate Armenteros o un Néstor Torres jovencísimo, impetuoso y genial con su flauta. Y todo era música. Hablaban o hacían música o la preparaban mañosamente para el próximo concierto. Y todo con una espontaneidad inédita para mí, esa misma que tan pobremente remedó Wim Wenders en su documental sobre Buenavista Social Club (título de un danzón cuyo autor es casualmente el propio Cachao) En aquella Buenavista espontáneo sólo lo fue Ibrahím Ferrer cuando a la vista de Manhattan exclamó: "Esto es vida… esto es vida"). Nada de recetas para la longevidad basadas en las bondades del caldo de pescuezos de pollo. Para Cachao sólo había música. Y hablaba de una visita al pueblo pinareño de Piloto en los años treinta donde habían ido a escuchar a un negro congo centenario tocar el tambor yuka ("un negro prieto, prieto con los ojos azules, porque los congos son así, prietos y de ojos azules, una cosa extrañísima" decía aquél mulato de ojos verdes). Y se hablaba de las famosas descargas de los años cincuenta de las que yo nunca había oído hablar con Barreto, el Negro Vivar o Masa Limpia el bongosero. "La de Masa Limpia es una historia triste. El hijo se mató" empezaba a decir y en el barullo de la conversación tan cubana nunca terminaba de contar aquella historia. Y se insistía en su condición de creador del mambo (con más precisión debieron decir "precursor") convencidos sus valedores de que la resurrección de un músico septuagenario debía ser acompañada por lo menos de un Génesis en toda regla. Y tocaban aquél danzón "Mambo" en un tempo mucho más acelerado de aquél para el que fuera concebido y más cerca al del famoso de Pérez Prado. Y ya llegaban los niños de la casa reclamando su ración de muñequitos y nosotros tratando de engatusar miserablemente a la impaciente audiencia de aquella sala con la presencia en la pantalla de Gloria Stefan y de Andy García ("El que actuó en El Padrino, tercera parte, que es cubano y de Bejucal"), las únicas figuras de las que aparecían en aquella película realmente conocidas en La Habana de aquellos días. Y el aire empezaba a cargarse de animadversión hacia esos intrusos que estaban provocando un motín en la casa mientras los intrusos se aferraban a su egoísmo y se empeñaban en llegar al final del documental con la misma terquedad y falta de sentido común de aquellos músicos del Titanic. Y a duras penas llegamos al final y a pesar de toda la furia que flotaba a nuestro alrededor nos fuimos de aquella casa como is hubiésemos cumplido con un imprescindible deber.
No fue la única vez que viera ese video. Unos años después ver aquél documental fue una suerte de ritual con que celebraba parte de la recién adquirida tradición del día de acción de gracias con mis nuevos parientes adoptivos. Juntos gente de diferentes generaciones disfrutábamos los pasillos de Chocolate Armenteros y Robert Duvall, los solos de Néstor Torres y Paquito, la filosa precisión de Cabrera Infante, el verbo lento y el bajo sagaz de Cachao, la tragedia infinita (por ignorada) de Masa Limpia. Ahora disfrutábamos de aquella película sin la amenaza de motín de aquella tarde habanera mientras esperábamos que se terminara de asar el pavo a la cubana que la dueña de la casa preparaba para nuestro notable ejército de veteranos de todo tipo de hambres. Acá llegué incluso a ver a Cachao en persona en un par de ocasiones. La primera en el S.O.B., acompañado de una orquesta muy similar a la del documental más el violinista uruguayo Federico Britos y el legendario flautista José Fajardo con quien Cachao había tocado hacía más de medio siglo en la orquesta de Arcaño. La segunda en el B.B. King en el que Cachao presentaba junto a su ahijado Andy García -el autor de aquel documental- la música de The Lost City la película que había dirigido con guión de Cabrera Infante, un proyecto que encontraba su redención justo en su banda sonora. Si la primera vez sólo había podido saludar a Cachao esta vez pude acceder, amigos mediante, a su camerino y escucharle una de esas historias que se guardaba en la manga para complacer a los curiosos: la de cómo escapó a la terrible trifulca en que había terminado una fiesta en el campo usando su contrabajo de pértiga para salta una cerca. Como si dijera: "¿quieres leyenda?; pues toma leyenda". Fue ese el inicio de un proyecto al que todavía no he renunciado: escribir un libro para niños sobre ese pequeño gran hombre. Luego lo llamé un par de veces a su casa en Miami para concertar una entrevista con la que reunir material para mi proyecto pero siempre lo encontraba saliendo o llegando de algún hospital y lo dejábamos para otra ocasión. Ni siquiera me atreví a preguntarle por el triste destino de Masa Limpia.
El otro día mi hijo de ocho años, desconsolado con la idea de que Dizzie Gillespie esté muerto, me dijo que iba a crear una máquina que devolviera a la vida a su músico favorito. Se trataba -según me explicó- de una pantalla donde aparecerían las imágenes del músico y en la que podría verlo y escucharlo cuando quisiera. Tuve que darle la mala o buena noticia de que esa máquina ya existe y se llama DVD y allí puede ver a sus músicos favoritos sin importar que no estén entre los vivos. Fue cuando le expliqué que Cachao, ese que ha estado escuchando desde que nació, había muerto. Y entonces fue él quien tuvo que decirme que no me pusiera triste. Que aunque había muerto todavía teníamos sus discos en la casa.
Nota muy al margen: En este reportaje sobre Cachao escúchese el arranque poético de un camarero del restaurante Versailles (minuto 4:30)