Demanda y oferta

La distancia que se extiende entre la aprobación de la constitución norteamericana y su Bill of Rights y el movimiento por los derechos civiles o el feminismo o el movimiento LGTB es un buen punto de partida para explicar la sensibilidad diversa que existe en la academia o en la prensa hacia las libertades públicas y los derechos de las minorías. La democracia, por antigua y asentada, se le hace a los medios o la academia norteamericanos un tema un tanto obsoleto mientras que la defensa de minorías raciales, las mujeres o los homosexuales gozan de un estable entusiasmo. Se da el caso entonces de que una dictadura le puede parecer aceptable a muchos siempre que garantice el derecho al aborto, no presente objeciones mayores al matrimonio homosexual y al menos verbalmente se proclame antirracista. El régimen cubano ha sabido explotar este desajuste en la sensibilidad norteamericana y occidental que parece escapársele que resulta falso cualquier respeto a las llamadas minorías si no está enmarcado en un más amplio reconocimiento de los derechos humanos. Que cualquier concesión a cada uno de los grupos se realiza a costa de confiscarle, “nacionalizarle” la voz con que debería hacer sus reclamos.

No sería honesto por tanto tratar de representar al castrismo con la misma actitud que el apartheid en relación a las llamadas minorías. Si, por ejemplo, el régimen cubano es racista no es porque conscientemente le reserve un peor destino a los negros que a los cubanos blancos sino porque una vez “nacionalizada” la causa del antirracismo a nombre del Estado cubano los negros (como el resto de los cubanos, por cierto) se han visto privados de una voz propia para airear sus problemas específicos. Es racista el gobierno cubano no porque promulgue leyes para asegurar su marginación sino porque le parece que los negros deberían conformarse con su situación actual y porque le deben estar especialmente agradecidos a lo que la Revolución hizo por ellos. En el asunto de las razas el castrismo siempre ha sido pragmático pero no puede evitar ser paternalista hasta la ofensa. El racismo cubano –que existe en abundancia luego de décadas de negarlo- es política de estado menos por una ideología de segregación en la que no está interesado en especial sino por un desprecio inconsciente pero perseverante que se manifiesta del modo más dramático al determinar cuál es la raza sacrificable. "Una cosa es que la Revolución los haya hecho personas -parecen decir los ventrílocuos de dicha Revolución- y otra muy distinta que se lo crean de verdad". El fusilamiento de tres jóvenes negros hace diez años para dar un “escarmiento” o la muerte de Orlando Zapata hace tres años son los ejemplos más notables en ese sentido.

La evidencia más clara sobre cómo se perciben los negros y mestizos con respecto a su propia raza es el escaso por ciento de estos que se reconocen como tales en los censos de población que se realizan en la isla: sólo un diez por ciento acepta ser negro y alrededor de un 25% mestizo. Lo que no debe perderse de vista, no importa lo que exijan las leyes de oferta y demanda informativa de los medios o la academia norteamericana, es que el actual racismo en Cuba no es un rezago del pasado sino el subproducto de décadas de silenciamiento de toda una sociedad y que bien poco vale que se le reconozcan ciertos privilegios a determinados grupos si la sociedad en su conjunto es, en materia derechos, casi perfectamente esclava.        

[La imagen está tomada curiosamente de la entrada de wikipedia a Demografía de Cuba, sección "Composición racial". La señora de la foto -posiblemente una de esas figurantes que ha distribuido Eusebio Leal por su Habana Vieja- responde al exótico título de "Doña Paulina"]