lunes, 12 de agosto de 2013

Eternos retornos

El análisis de los antecedentes históricos o el estudio de las especificidades culturales nacionales para explicar la implantación del totalitarismo comunista en cualquier país choca con la terca evidencia de que unos a otros -a pesar de las profundas diferencias históricas y culturales- repiten los más mínimos detalles sin siquiera pretenderlo, simplemente porque así lo exige la naturaleza del régimen. Véase si no esta descripción de Nadiezhda Mandelstam del proceso de formación de ese estilo cínico que conforma la “nueva ética” del sistema.

Cada capitulación tenía por premisa que lo “viejo” debía ceder plaza a lo “nuevo”, y el que se aferrara a lo “viejo” quedaría con un palmo de narices. Esta concepción era fruto de la teoría del progreso y también del determinismo histórico de la nueva religión. Los capituladores socavaban todos los viejos conceptos, por el mero hecho de que eran viejos y, por consiguiente, habían caducado. Para la inmensa mayoría de los neófitos no existía ningún valor ni verdad ni ley, a excepción de los que se necesitaban en aquel entonces y que para mayor comodidad se calificaban como “de clase”. La moral cristiana se identificaba fácilmente con la moral burguesa y juntamente con ella el antiguo precepto: “No matarás”. Todo parecía una ficción. ¿La libertad? ¿Y dónde la habéis visto? Jamás hubo ni habrá libertad. El arte y tanto más la literatura no hacían sino cumplir el encargo de su clase y de aquí se deducía claramente que el escritor debía ponerse, con pleno conocimiento de causa, al servicio del nuevo cliente. Desaparecieron del lenguaje numerosas palabras como “honor”, “conciencia”, etc. no resultaba tan difícil desacreditar tales conceptos cuando se conoce la forma de hacerlo.
Un hecho característico de aquellos años es que todo se manipulaba en su forma más pura, es decir, absolutamente abstracta, sin tener ninguna cuenta de su naturaleza social, humana y terrenal. De ese modo resultaba más fácil acabar con ellos: no hay nada más fácil, por ejemplo, que demostrar que en ninguna parte del mundo existe la libertad de prensa y declarar a continuación que en vez de consolarse con los sucedáneos con que se consuelan los míseros liberales, más vale renunciar con valerosa sinceridad a todo intento de libertad. Estos esquemas resultaban convincentes porque las mentes inmaduras n conocían en aquel entonces los matices de los conceptos ni de las definiciones.

No menos asombroso es el parecido de la nostalgia actual de muchos intelectuales cubanos por la década de los sesenta –a la que llaman ¡Dios nos ampare! “década prodigiosa”- con la de sus pares soviéticos por los años veintes.

Actualmente mucha gente quisiera unir la década de los años veinte con el día de hoy y resucitar la unidad voluntaria que existía en aquellos días. Los hombres de aquella década hoy en vida tratan de inculcar con todas sus fuerzas a las nuevas generaciones que en aquel entonces existió un inusitado florecimiento -"¡la ciencia, la literatura, el teatro!”- y que si todo hubiese seguido por el camino marcado, nos habríamos encumbrado ya a las más altas cimas de la vida. (…) Todos aquellos que tenían treinta años en la década de los veinte siguen invocando el retorno a esa época, invitan a emprender de nuevo, “sin tolerar ninguna desviación”, el camino que se iniciaba entonces. Dicho de otro modo, no admiten su responsabilidad por lo ocurrido después. Pero ¿es cierto eso? Fueron precisamente los hombres de la década del veinte los que destruyeron los valores y hallaron fórmulas que aún hoy son imprescindibles: un Estado joven, una experiencia nunca vista, no se puede hacer una tortilla sin cascar los huevos. Cada ejecución se justificaba diciendo que se esta construyendo un mundo donde no habría violencia y todos los sacrificios serían pocos para esa “nueva sociedad” sin precedentes. Nadie se percató de que el fin comenzaba a justificar los medios y luego, como siempre ocurre en estos casos, había desaparecido gradualmente. Y fueron precisamente esos hombres de la década de los veinte los que empezaron a separar cuidadosamente a las ovejas de los machos cabríos, a los “nuestros” de los “otros”, a los partidarios de lo “nuevo” de aquellos que no habían olvidado aún las reglas más elementales de la convivencia.

[Los énfasis son míos]

3 comentarios:

Realpolitik dijo...

El problema es que cuando se causa o propicia algo tan desastroso, tan malo, tan perverso como el totalitarismo comunista, los responsables solamente tienen dos opciones: justificarse o racionalizar su culpa de alguna forma, la que sea, o suicidarse. Por eso se sigue hablando de la "revolución traicionada," cuando dicha revolución siempre fue dirigida a crear un sistema totalitario. Por supuesto hubo mentira, y mucha, pero la cosa estaba viciada de origen, por no decir podrida.

LECTOR707 dijo...

Efectivamente, yo pasé en las UMAP tres años de esa “década prodigiosa” de que hablan.

Anónimo dijo...

Claro que los ideales de los intelectuales de la epoca, Frank Pais, Jose Antonio Echeverria, Abel Santamaria, Eddy Chibas, por nombrar los mas representativos, y conveniente muertos antes de Enero 1959, fueron traicionados, desde la Sierra fusilaron implantando el terror Raul y Guevara. Hay muchos parecidos con otras revoluciones y Fidel Castro cherry picked las mas propias de su agenda, estudio a Mussolini y a Hitler, ampliamente documentado. Un vago que nunca trabajo, un ganster que se paseaba con pistola violando la Universidad. Desgraciadamente, cuando se descubra todo, va a ser un personaje muy estudiado por su maldad y depravacion hacia la tierra donde nacio.