miércoles, 11 de marzo de 2009

Un gesto sin importancia

Hace unos días escribí en Encuentro en la Red sobre el nuevo proceso de quejas y sugerencias abierto por el régimen cubano. Por supuesto que mi sana desconfianza viene de mi experiencia personal. No hay nada que se atreva a decir la gente o que no se atreva a decir que ellos no sepan. Se trata como otras veces de un proceso de catarsis muy limitada, de crear la impresión de que les interesa contar con la opinión de la gente. Recuerdo que cuando el llamamiento al Cuarto Congreso del Partido yo estaba trabajando en el Cementerio de Colón. Ya yo no me creía nada (había creído un montón de cosas durante demasiado tiempo pero hasta yo tengo mis límites) pero por no quedarme callado por aquello de que tragarse las cosas hace daño al sistema cardiovascular me solté a hablar de la libertad de expresión, del muy triste papel que jugaba la prensa en Cuba etc. Se deben imaginar cómo debió haber caído eso en aquella reunión. Aparte de los sepultureros, a los que no les interesaba nada de nada, la mayor parte de la plantilla la constituían los queridos CVP’s que eran, creo que en su totalidad, miembros del Partido. En cuanto terminé de hablar sentí un rumor que un negro de la Alabama de 1930 hubiera reconocido enseguida como ese que precede a un linchamiento. Sin embargo, antes que ninguno de aquellos miembros del Comité de Vigilancia y Protección dijera nada más o menos inteligible el administrador del cementerio se paró y dijo que mi preocupación ya había sido debatida en diversas ocasiones al más alto nivel y que el partido y el gobierno estaba consciente de esa situación. Entonces se sentó y se quedó mirándome fijamente como diciendo: “Cabrón, te acabo de salvar la vida así que mejor te quedas callado el resto de la reunión porque la próxima vez no te va a salvar nadie”. Nunca tuve oportunidad de agradecérselo en Cuba pues implicaba una complicidad que dada su posición como administrador nunca admitiría. Años después en Nueva York me lo encontré dueño de una dulcería pequeña y acogedora de la octava avenida y aceptó mi agradecimiento con la sonrisa del que no le puede dar mayor importancia a un asunto ya demasiado antiguo y que había despachado apenas con un gesto instintivo: el instinto de supervivencia pero de esa supervivencia colectiva que llamaría solidaridad sino fuera porque la palabra de tan maltratada ya significa bien poco.

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