Murió Roberto Friol, poeta e investigador. Su muerte me ha sorprendido como puede asombrar la aparición de un fantasma y es que hacía mucho tiempo que lo suponía muerto. Tuvo entre otros méritos el de inspirar un magnífico poema de Juan Carlos Flores: “Oración por Roberto Friol”*. Yo lo conocí de pasada cuando, estudiante universitario, coincidí con él en la Biblioteca Nacional durante una de aquellas “prácticas de producción”. Un hombre callado. Más no se podía decir de él. Luego, años después, en mis tiempos de empleado del Cementerio Cristóbal Colón, decidí que un siglo ya era bastante para que los restos del novelista Cirilo Villaverde reposaran en la tumba de la familia de su esposa sin una lápida que lo señalara. Ya con la lápida en camino –la búsqueda de ese trozo de mármol en 1994 merece cuento aparte- me dirigí a Friol como la principal autoridad que había en el país sobre el novelista. Se sabía que desde hacía años trabajaba en un libro sobre el autor de Cecilia Valdés, el proyecto más ambicioso sobre un escritor al que se recurre a cada rato pero al que apenas se le ha dedicado alguna que otra colección de artículos breves y superficiales. Decidí aparecerme en su casa a pedirle que inaugurara la colocación de la lápida aunque Antonio José Ponte me había aconsejado no hacerlo: "Friol no quiere saber nada de nadie".
El viejo poeta me invitó a entrar en su apartamento pero apenas me dejó hablar. De nada valió que le dijese que no venía a nombre del gobierno o la UNEAC. Que la colocación de la lápida era algo que hacía por mi cuenta, sin el menor contacto con la oficialidad cultural. En la breve excursión por su apartamento me mostró el techo del que a cada rato goteaba un trozo de concreto. La noche anterior, sin ir más lejos. “Cualquier noche un pedazo de esos me va a matar”, dijo. También me enseñó el colchón derrengado donde apenas podía acomodarse la hermana con la que vivía; el sillón donde el viejo poeta dormía cada noche, sentado, como si velara a un muerto. Luego me llevó hasta el balcón: allí había una bolsa plástica transparente repleta de papeles amarillentos y rotos. “Ese era mi libro sobre Cirilo Villaverde”. Lo había destruido como última declaración de rebeldía contra el mismo sistema que lo tenía viviendo en ese agujero sin siquiera una cama para dormir. Donde acaso un pedazo de techo le haría el favor de interrumpirle la contemplación de su miseria. Me mostró la destrucción de su esfuerzo acumulado durante años para explicarme del modo más contundente que no participaría en ningún acto público, estuviera organizado por el gobierno o fuese una iniciativa maniguera como la mía. No tenía sentido insistir y me despedí como quien ofrece sus condolencias.
Varios años después supe que Friol empezaba a ser reconocido oficialmente. Que había recibido, de aquellas mismas autoridades de las que nada quería saber, algún premio nacional. Y que por gestiones de su viejo amigo Cintio Vitier le habían dado un apartamento que, supongo, contenía una cama donde al fin podía reposar sus achaques sin miedo a ser aplastado por el techo. Luego no supe nada más y en ese silencio debe haberse colado la impresión de que ya había leído la noticia de su muerte, esa que ahora me sabe a redundancia. Aunque sospecho que su verdadera muerte ocurrió el día que destruyó la que, se decía, era la obra de su vida. Que el que me abrió la puerta de su apartamento aquel día ya era un fantasma. Decepcionado y rabioso pero fantasma al fin.
*“Oración por Roberto Friol”
Roberto Friol era un poeta muy menor.
Su llama me aseguran, es la de un fósforo.
En una antología de poetas menores (los del 50, en Cuba) no aparece.
Si alguno presentara su candidatura a esa piñata, el Nobel, lo tomarían por loco.
Si un niño le regalara una flor, como a Casal
lo tomarían por niño, eso en el mejor de los casos.
Estoy seguro que en torno a él no revolotean
las muchachas, las noctílocas, las buscadoras de.
En su vejez sin fama ha de estar solo
o lo que es lo mismo ha de estar náufrago cloqueante
y le abrasará la sed, a él, amolador que repartió
cuál mano le alcanzará la copa, la para aciervados labios.
Yo lo he leído en las noches, y en el atardecer cianótico
cuando el país es una gota de sangre en mi mantel.
Su palabra me dijo el resplandor de la estrella de Cristo
que había olvidado y está ahí como él dice
brillando sobre el polvo, matando sobre el polvo,
pedernal o brújula o resaca con que frotarse el pecho.
No soy cristiano, ni burro, ni bueno
pero algo se podrá hacer con esa luz
a la hora de construir una casa.
Alzo sus libros a la altura de un monte, en el estante del alma
y eso es más que suficiente para que Friol
se iguale a Homero, a Dante, a Shakespeare, a Friol.
Juan Carlos Flores (1962), de Los pájaros escritos (1994).
P.D.: El Granma, conciso y esencial resume así su biografía:
El viejo poeta me invitó a entrar en su apartamento pero apenas me dejó hablar. De nada valió que le dijese que no venía a nombre del gobierno o la UNEAC. Que la colocación de la lápida era algo que hacía por mi cuenta, sin el menor contacto con la oficialidad cultural. En la breve excursión por su apartamento me mostró el techo del que a cada rato goteaba un trozo de concreto. La noche anterior, sin ir más lejos. “Cualquier noche un pedazo de esos me va a matar”, dijo. También me enseñó el colchón derrengado donde apenas podía acomodarse la hermana con la que vivía; el sillón donde el viejo poeta dormía cada noche, sentado, como si velara a un muerto. Luego me llevó hasta el balcón: allí había una bolsa plástica transparente repleta de papeles amarillentos y rotos. “Ese era mi libro sobre Cirilo Villaverde”. Lo había destruido como última declaración de rebeldía contra el mismo sistema que lo tenía viviendo en ese agujero sin siquiera una cama para dormir. Donde acaso un pedazo de techo le haría el favor de interrumpirle la contemplación de su miseria. Me mostró la destrucción de su esfuerzo acumulado durante años para explicarme del modo más contundente que no participaría en ningún acto público, estuviera organizado por el gobierno o fuese una iniciativa maniguera como la mía. No tenía sentido insistir y me despedí como quien ofrece sus condolencias.
Varios años después supe que Friol empezaba a ser reconocido oficialmente. Que había recibido, de aquellas mismas autoridades de las que nada quería saber, algún premio nacional. Y que por gestiones de su viejo amigo Cintio Vitier le habían dado un apartamento que, supongo, contenía una cama donde al fin podía reposar sus achaques sin miedo a ser aplastado por el techo. Luego no supe nada más y en ese silencio debe haberse colado la impresión de que ya había leído la noticia de su muerte, esa que ahora me sabe a redundancia. Aunque sospecho que su verdadera muerte ocurrió el día que destruyó la que, se decía, era la obra de su vida. Que el que me abrió la puerta de su apartamento aquel día ya era un fantasma. Decepcionado y rabioso pero fantasma al fin.
*“Oración por Roberto Friol”
Roberto Friol era un poeta muy menor.
Su llama me aseguran, es la de un fósforo.
En una antología de poetas menores (los del 50, en Cuba) no aparece.
Si alguno presentara su candidatura a esa piñata, el Nobel, lo tomarían por loco.
Si un niño le regalara una flor, como a Casal
lo tomarían por niño, eso en el mejor de los casos.
Estoy seguro que en torno a él no revolotean
las muchachas, las noctílocas, las buscadoras de.
En su vejez sin fama ha de estar solo
o lo que es lo mismo ha de estar náufrago cloqueante
y le abrasará la sed, a él, amolador que repartió
cuál mano le alcanzará la copa, la para aciervados labios.
Yo lo he leído en las noches, y en el atardecer cianótico
cuando el país es una gota de sangre en mi mantel.
Su palabra me dijo el resplandor de la estrella de Cristo
que había olvidado y está ahí como él dice
brillando sobre el polvo, matando sobre el polvo,
pedernal o brújula o resaca con que frotarse el pecho.
No soy cristiano, ni burro, ni bueno
pero algo se podrá hacer con esa luz
a la hora de construir una casa.
Alzo sus libros a la altura de un monte, en el estante del alma
y eso es más que suficiente para que Friol
se iguale a Homero, a Dante, a Shakespeare, a Friol.
Juan Carlos Flores (1962), de Los pájaros escritos (1994).
P.D.: El Granma, conciso y esencial resume así su biografía:
Friol quiso ser médico, pero los recursos de una familia negra y pobre no daban para ello. Con gran espíritu de superación se hizo maestro normalista. Al triunfo de la Revolución participó en la preparación metodológica de la Campaña de Alfabetización y luego consagró su vida a la catalogación y la investigación en la Biblioteca Nacional José Martí, donde compartió faenas y recibió el estímulo de Fina García Marruz, Eliseo Diego y Cintio Vitier.
1 comentario:
Cada cual grita "jama" a su manera. Pánfilo tenía más estilo.
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