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No por falta de tiempo quiero dejar de hablar del caso de Honduras. De más está decir lo poco que me simpatiza el depuesto presidente Zelaya. Un seguidor más del modelo que tanto arraigo ha tomado en América Latina en estos días: populismo feroz, reforma constitucional y (deseada) perpetuación en el poder. A esto Zelaya le añadía dos aportes curiosos: su procedencia de las filas de un partido tradicional y un sombrero que solía ocupar tres cuartos de la foto que le tiraran, incluso si era de cuerpo entero. Todo eso es ahora mismo es irrelevante. Los demócratas de América y del mundo no deben mirar para otro lado aunque el derrocado sea alguien para quien la democracia era más bien un engorro. No es honesto ni conveniente refugiarse en tecnicismos para demostrar que no se trata de un golpe de estado. Aunque no sea una junta militar la que ahora gobierne Honduras admitir los procedimientos que lo llevaron al poder es retroceder a lo peor de la historia latinoamericana so pretexto de conjurar otro peligro. La concesiones morales en cuestiones democráticas terminan pagándose muy caro. Defendamos la democracia sea en Honduras o en Irán, no sólo cuando se elija al partido que más nos gusta. A Zelaya que lo defiendan sus compinches. Y hablando de estos llama la atención que aquellos que esgrimen el principio de no intervención en los asuntos internos. La doctrina Estrada que tanto se esgrime para hacer aceptable el status quo cubano es convenientemente olvidada ahora por la Chávez Boys que se reúnen una y otra vez para decir qué hacer con un gobierno extranjero sin que se les ocurra mencionar la palabra soberanía, esa que usualmente les resulta tan cara.