Me despierto con la horrible noticia que ese tremendo músico y amigo Alberto Pichardo ha muerto. Con él, entre otras muchas cosas trabajé disfrazado de pitufo en los supermercados madrileños, nos colábamos en los conciertos y trataba de verlo cada vez que pasaba por Madrid. De esos amigos limpios y leales que te regala la vida en los peores momentos. Aparece con su apellido en "Siempre nos quedará Madrid":
"No recuerdo bien cómo conocí a Pichardo. Un músico. Había sido miembro de una orquesta sinfónica de provincias hasta que a alguien se le ocurrió sacarla de gira. “¿Qué es un cuarteto? ―preguntaba retóricamente un famoso humorista argentino por aquellos días― “Una orquesta sinfónica cubana después de una gira por Europa”. Eso fue lo que ocurrió con la sinfónica de Pichardo: en su primera gira por Europa se convirtió en una orquesta de cámara. Pichardo fue de los que no regresó. Se había enamorado de una miembro de la orquesta que posiblemente tocara el cello o el fagot y pensaron que juntos la fuga se les haría más leve. Cuando lo conocí ya aquel pacto cimarrón se había deshecho y Pichardo andaba solo con la misma desesperación de todos los que deciden lanzarse en solitario a la carrera de inmigrante. Un día en lugar de preguntarme si sabía dónde encontrar trabajo vino a ofrecerme uno. De pitufo. (Para los que no frecuenten el mundo de los dibujos animados y los cómics les informo que los Pitufos eran unos duendes azules muy populares en la programación infantil en aquellos días. The Smurfs les llaman en inglés). Al parecer alguien había tenido la feliz idea de hacer un disco con canciones cantadas por los pitufos. Un disco compuesto por las piezas tecno más populares en aquellos días (y con populares en este caso quiero significar “insufribles”) acompañada por las voces poco agradables de los personajillos. Entre convencer a un duendecillo azul que entrara en un estudio o grabar a seres humanos más o menos normales y luego reproducir la grabación a mayor velocidad para obtener la voz estrangulada y chirriante típica de los duendes sospecho que optaron por esto último. De ese esfuerzo mancomunado de espíritu emprendedor y tecnología salió el disco de “Los Pitufos Makineros” que se suponía destinado a hacer las delicias de la grey infantil, como suelen decir en los programas dedicados a ese sector. Pero los discos no se venden solos así que las mismas leyes dictaminaban que para que los compradores asociaran aquellas vocecillas cantando bakalao con la imagen de los pitufos se requería que un par de adultos disfrazados de duendes azules pasaran un par de horas bailando junto a los estantes donde se exhibían los discos.
Al fin había encontrado un empleo al alcance de mis habilidades. Eso y que lo pagaran a dos mil pesetas la hora ―el doble de lo que ganaba repartiendo propaganda― hizo que aceptara de inmediato la oferta que me hacía Pichardo. Quienes nos contrataron eran un cubano ya mayor y su pareja, un español que se ganaba la vida haciendo vestuario para teatro. El cubano nos llevaba en su coche junto con los disfraces y una vez llegados al centro comercial en cuestión nos metíamos dentro del traje enterizo y afelpado que nos llegaba hasta el cuello. Luego con la cabeza del duende que nos cubríamos la nuestra. Guiándonos por lo poco que veíamos a través de la boca del duende avanzábamos hasta el estante donde se exhibían los discos. El trabajo era sencillo: bailar al compás de la música que promocionábamos y acercarnos a los niños a saludarlos. Sobre esto último aprendimos algo muy pronto. Si se trataba de un niño menor de dos años era mejor que lo dejáramos tranquilo porque en caso de acercarnos ponía cara de terror y no dejaba de gritar y llorar hasta que lo sacaban de allí. Aparte del miedo de los más pequeños, las únicas dos incomodidades de ese trabajo eran moverse y respirar. El traje era lo suficientemente holgado como para que los movimientos más enérgicos que hiciéramos dentro de él se tradujesen al exterior como temblores muy difíciles de confundir con un paso de baile. Y lo bastante hermético como para sudar como si estuviéramos paleando carbón en las calderas del Titanic. Así y todo, el encargado del negocio estaba bastante satisfecho con nuestra actuación. Después de la primera hora regresábamos a la trastienda del centro comercial a refrescarnos antes de acometer la segunda sesión. Raro espectáculo debió ser el de aquellos pitufos decapitados con cabezas humanas asomadas por el cuello para beber con desespero una lata de Cruzcampo"