jueves, 22 de diciembre de 2016

Últimas páginas

Texto aparecido hoy en Diario de Cuba

Últimas páginas del diario del Comandante en Jefe Fidel Castro

Me morí.
No se puede culpar a nadie. Es absolutamente mía la responsabilidad.
Alguna vez lo dije. Si la Revolución fuera destruida sería por causa nuestra. Después de más de seiscientos atentados fracasados de la CIA contra mi persona fue mi propio corazón el que dejó de funcionar. Por voluntad propia. Y sin mi consentimiento, debo decir. Pero no es este momento de culpar a nadie aunque siempre haya abrigado sospechas contra él. Temí que por debilidades propias de su naturaleza inconscientemente actuaría de acuerdo con el enemigo. La ya conocida generosidad de nuestra Revolución me impidió actuar por anticipado temiendo que cualquier acción preventiva pudiera poner en peligro una vida que no me pertenecía solo a mí sino a todo un pueblo. Aprovechando un descuido mío mi corazón se detuvo y la circulación de la sangre, descrita hace siglos por el científico Miguel Servet, español como mi padre, se interrumpió y mi organismo todo dejó de funcionar. Mi conciencia, en cambio, ha sobrevivido. He ahí una ardua tarea que deberá resolver el materialismo dialéctico.
Así que estaba muerto pero nadie quiso asumir la inmensa responsabilidad de darse por enterado. Ni siquiera se atrevieron a cubrirme la cara con una sábana que es lo que se hace en las películas producidas por el imperialismo, un imperialismo que se regodea innecesariamente en la muerte y la violencia. Ese mismo imperialismo del que más temprano que tarde veremos pasar su cadáver. Pero gracias a que no me cubrieron con una sábana pude seguir atentamente todo lo que ocurría en la pantalla del televisor (Tampoco se atrevieron a apagarlo por temor, supongo, a que yo no estuviera muerto y que, al despertar, me enfureciera por haberme perdido alguna noticia. Como esta de mi muerte. No sería la primera vez). Y sí, pude ver a mi hermano anunciando mi fallecimiento. No lo hizo mal, debo reconocerlo. Realizó la tarea con una sobriedad extraña en él. Y aunque reconozco que yo lo hubiera hecho mejor, lo felicito. Ciertamente yo le habría impreso mayor solemnidad al anuncio pero no se puede estar en todo.
Al hacerse pública la estremecedora noticia de mi fallecimiento el primero en llamar fue el presidente venezolano Nicolás Maduro. Aunque se le explicó varias veces que la noticia era real y no una maniobra para confundir al enemigo insistió en ponerse al habla conmigo. Cuando ya no quedó otro remedio Raúl hizo traer a una espiritista –recomendada por Abel Prieto, un joven valioso- para que nos pusiera en contacto ultrasensorial al querido presidente venezolano y a mí. Gracias a esto Maduro me felicitó y me deseó suerte en mi nueva etapa que él llamó eterna pero a la que prefiero referirme en términos menos dramáticos. No obstante, la insistencia de Maduro nos fue útil al permitirnos dirigir cada detalle de las complejas operaciones que se requirieron para mis exequias.
Lo primero que hubo que decidir fue qué hacer con mi cuerpo. Compañeros especialistas explicaron que había pasado demasiado tiempo desde la traición de mi víscera pretendidamente más importante. De modo que ya serían impracticables los procedimientos taxidérmicos que me permitirían conservar una cercanía física con mi pueblo. Hice saber que no lo pensaran más. De no estar de cuerpo presente ante mi pueblo prefería que me cremaran. Así evitaría el lento y humillante proceso de la descomposición del cuerpo. En eso intervino mi querido Hugo Chávez quien me felicitó por la audaz iniciativa que habíamos tenido Maduro y yo de reunirnos con él. Fue difícil explicarle a Chávez que Maduro seguía vivo. Pero más difícil fue explicárselo a Maduro quien al escuchar la voz de Chávez tuvo una confusión que tardamos horas en aclararle: él, Raúl y el imperialismo seguían vivos y Chávez y yo, muertos. Y Stalin. Y Napoleón. Cuando preguntó por Cristo decidimos cambiar de conversación.
No quiero aburrirlos con detalles. Porque no voy a engañarme: sé que estas páginas serán leídas por miles de millones de personas en busca de inspiración y por tanto no deben contener detalles intrascendentes. Debo resignarme a que nada en mi vida es privado (excepto mi vida privada, que es secreta). De común acuerdo los especialistas y el difunto, decidimos proceder de inmediato a la cremación. El propio difunto ordenó, ante la mirada incrédula de la compañera espiritista, que aplicaran al cadáver la máxima temperatura posible. El fallecido estaba dispuesto a tolerar esa incomodidad con resignación, como mismo estuvo dispuesto a tolerar las peores pruebas mientras vivía. Y así fue. En medio de aquellas asfixiantes temperaturas me comportaba estoicamente cuando escuché la voz de mi querido Hugo Chávez advertirme que eso apenas era el comienzo. Pero, antes que le pudiera preguntar a qué se refería, Maduro le gritó a Chávez que la iguana que tenía de mascota en Miraflores lo miraba fijamente mientras le decía que tenía mucho calor. “Yo creo que el Comandante Fidel ha encarnado en la iguana” concluyó. Le tuve que pedir a la espiritista que cortara por completo la comunicación con Maduro para poder concentrarme en el duro trayecto que tenía por delante.
Porque todavía me quedaba por recorrer todo el país a bordo de un arcón rodante tirado por un jeep militar soviético. A todos les debía quedar claro que, aunque mi cuerpo hubiera sido reducido a cenizas, mi espíritu seguía en pie de guerra. Había perdido la batalla biológica mas no la guerra espiritual. Sólo lamento que la isla no fuera más larga para haber dilatado algo más el viaje hasta mi última morada. Y que la capital no hubiese estado en el cabo de San Antonio y darle a nuestra provincia más occidental la misma oportunidad de despedirme que al resto del país. Ya en las inmediaciones del cuartel Moncada, lugar de tanta trascendencia para la Historia patria y universal, el motor del jeep soviético, testigo de mis batallas contra los elementos, se detuvo. Como antes lo había hecho mi corazón. Tal parecía que lo sobrecogiera la significación del momento. Hubiese querido lanzarme desde el jeep como antes lo había hecho desde un tanque en las arenas de Playa Girón. Ser yo quien empujara el vehículo detenido, en lugar de esos soldados tan poco marciales que me acompañaban. Sin embargo comprendí, con la claridad de quien redescubre su lugar en este mundo, que mi misión en ese momento era mantenerme sereno al pie de mis cenizas. Que debía empezar a acostumbrarme a que mi pueblo aprendiera a arreglárselas sin mí.
“Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz” dijo el Héroe Nacional junto al cual, humildemente, di orden de guardar mis restos. Porque a eso recuerda la enorme piedra que hicimos bajar desde la Sierra Maestra para acoger mis cenizas: a un grano de maíz. Solo que en esa mole de roca sedimentaria no caben uno sino millones de granos de maíz.
Saquen ustedes sus propias conclusiones.
Chávez tenía razón. Acá el calor es infernal, muy al contrario de la edulcorada descripción que del paraíso nos dieron en escuelas regidas por jesuitas o hermanos de La Salle. Pero no pienso permanecer aquí por mucho tiempo. Mi espíritu inquieto y rebelde no lo soportaría. Trataré de reencarnar lo más pronto posible aunque quizás no lo haga en un ser humano. La escasa aptitud para la longevidad que posee la raza humana me ha resultado decepcionante. Quizás reencarne entonces en un galápago como el que vi en el patio del palacio de Miraflores. Mi única preocupación es cuán difícil le sería a una tortuga de tales dimensiones lanzarse desde lo alto de un tanque de guerra.
Porque me temo que alguna guerra habrá.

Y muertos, muchos muertos. Parece algo inevitable en el destino de ciertos ejemplares superiores, dicho sea esto con toda la humildad del mundo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Desternillante, excelente, lo disfruté como enano con zapatos grandes.
Fernando Fernández

Teresa Dovalpage dijo...

¡Buenísimo! Me siento mejor por estar en Internet la Noche Buena :-)
abrazote