lunes, 5 de diciembre de 2016

Sátira o muerte (valga la redundancia)

Con el discurso que les pongo a continuación abrí el evento que la revista Viceversa organizó en Cooper Union el pasado 15 de octubre. La propia revista publicó hace unos días la versión en inglés.


 Sátira o muerte (valga la redundancia)
[Debo empezar este discurso con una disculpa que es a su vez una fe de erratas. Resulta que pensé que este evento tendría lugar en el viejo edificio de Cooper Union, un edificio superpoblado de fantasmas en lugar de este otro, flamante y desfantasmado. De manera que corrijan mentalmente la alusión a los fantasmas que haré al inicio de mi discurso ya sea transportándose imaginariamente a aquel edificio o asumiendo que los fantasmas instalados allá han decidido cruzar la calle para acompañarnos esta tarde].
Y ahora pasaré a leer discurso el real con comienzo totalmente inapropiado:
Señoras y señores, compañeros y compañeras, público y pública en general:
Es difícil para mí, devoto de la historia, hablar en un recinto tan cargado de ella, un edificio donde todavía deben flotar los espíritus de Lincoln, de Grant, de Teddy Roosevelt. O de Barack Obama, que seguirá vivo por un buen tiempo pero que hace rato se imagina flotando en la eternidad. Pero más difícil aún resulta para cualquier devoto de la risa hablar aquí, en el lugar donde primero se presentó al público neoyorquino el santo patrón de los humoristas modernos, Samuel Clemens, más conocido por el sobrenombre de Mark Twain. Y temo que no sea fácil pronunciar un discurso acompañado por el espíritu del creador de Tom Sawyer y descubridor de que el sentido común es el menos común de los sentidos. Todo se complica más si el tema de mi discurso debe ser la sátira política en América Latina. Repito: Sátira. Política. América Latina. Porque en nuestro continente siempre se vive bajo la sensación de que no importa cuánto prospere la sátira política esta será una especie en permanente peligro de extinción. Igual que los osos pandas en China por falta de brotes frescos de bambú. Y no es que en Nuestra América escasee el material de que se nutre la sátira. Todo lo contrario. Del Río Bravo a la Patagonia siempre han abundado los políticos corruptos, las autocracias de derecha, las de izquierda y las que son ambidiestras según se presente la ocasión. (Les recuerdo que en este edificio todavía debe revolotear el eco de los discursos del difunto Hugo Chávez reencarnado en el pajarito de Maduro y el espíritu vivo de Evo Morales, ese gran calumniador de los pollos). Esta América Nuestra es un continente donde los trenes y aviones aspiran a tener tanta regularidad como los escándalos políticos, un continente donde los presidentes pueden ser tan idiotas que dan ganas de reír, o tan listos que dan ganas de llorar; un continente donde los parlamentos están tan atestados de impresentables de toda clase que envidiamos la ocurrencia de Calígula de nombrar a su caballo como senador. En Nuestra América la presidencia es usada como botín personal al punto de confundir el erario público con un cajero automático. Allí a los gobernantes no les basta con vaciar las arcas del país en su beneficio sino que luego terminan pasándole el cargo a su hermano, a su mujer o al más bruto de sus choferes. Ante tal abundancia de fresco retoño de bambú para la sátira, cabría preguntarse ¿por qué no ha producido más y mejor sátira política? ¿Por qué un continente con una historia tan animada por dictaduras, juntas militares y genocidios, un continente creador de engendros tan originales como la narco-guerrilla y el secuestro exprés, un continente que ha estado a la cabeza de la producción de golpes de estado no sea asimismo el campeón mundial indiscutible de sátira política?
Admitamos que si la sátira política latinoamericana no goza de un prestigio aun mayor no es por falta de materia prima. Más bien se trata de falta de estímulo. O para decirlo con más precisión, se trata de la abundancia de estímulos negativos. Tanta inestabilidad política y tanta demagogia para encubrir el abuso de poder hacen de la sátira una de las profesiones más desprotegidas del continente. Mientras en el mundo occidental los creadores de sátira están amparados por el derecho a ejercer la libertad de expresión, en nuestros países la libertad de expresión también existe solo que suele estar reservada a quien está en el poder en ese momento y a los que lo apoyan. Debo recordarles que acá en los Estados Unidos hay un día al año en que el presidente debe burlarse de sí mismo para entretener a la prensa. O que cada año se le otorga a un humorista el premio Mark Twain y se le ofrece un homenaje en presencia de sus colegas y hasta del mismo presidente. En cambio en nuestros países los mejores humoristas se sienten afortunados el año en que no se ha cursado una orden de detención contra ellos. Eso me recuerda una entrevista que alguna vez le hicieran a ese pequeño gran escritor que fue Augusto Monterroso. Este creador ocasional de sátiras políticas y exiliado permanente al preguntársele por qué los escritores latinoamericanos debían enfrentar la política de manera distinta a otros intelectuales como Bertrand Russel, respondió que “En Inglaterra y en Estados Unidos las ideas de Russel podían ser perseguidas, pero no sus testículos”. Y en cambio, añadió Monterroso, en Latinoamérica “la policía no persigue esas ideas, no le importan ni las entiende: persigue sus testículos y hará todo lo posible por arrancárselos”.
En el caso de los humoristas latinoamericanos no se trata de meras suposiciones. Latinoamérica cuenta con un humorista mártir, el colombiano Jaime Garzón, asesinado en 1999 por fuerzas paramilitares en aparente contubernio con miembros de las fuerzas armadas de su país. Y la lista de humoristas encarcelados, perseguidos o empujados al destierro es mucho más larga que la de políticos juzgados por los crímenes que dichos humoristas se han atrevido a denunciar. Pero no se trata solo de la violencia que se ejerce sobre ellos. Al fin y al cabo, el peligro podría crear una aureola heroica sobre el humorista y el riesgo inminente podría servir como invitación a valorar su trabajo. Sin embargo resulta que la sátira por lo general no se ve en Nuestra América como un trabajo. O mucho menos como un arte. La sátira se ve como una pésima manía que debe curarse a palos o, si acaso, tolerarse de mala gana.
Aquel que ande en busca de fama o fortuna hace mal dedicándose a la sátira, pues ni se paga bien ni se aprecia como se debe. En sociedades como las latinoamericanas, donde las jerarquías resultan tan forzadas y artificiales, la risa política se verá siempre como insulto imperdonable. Ese poder inflado y fofo se obliga a retóricas y poses ceremoniosas y siente como una amenaza mortal que no se lo tome en serio. En ese aspecto la oposición tampoco resulta muy diferente a los que ejercen el poder. Para la oposición la única sátira que merece existir es aquella dirigida a su rival y ni siquiera así le da muestras de aprecio. En parte porque su mayor aspiración es algún día ejercer la misma autoridad falsa e inflada que critica, lucir ella misma los atributos del poder. En parte porque incluso la oposición más desinteresada considera que cualquier burla de un poder al cual resisten -muchas veces con heroísmo- rebajará el valor de su propia resistencia.  
Y lo que ocurre con la política en Nuestra América a su vez se reproduce en el plano de las jerarquías culturales, jerarquías tan forzadas y frágiles que no puede esperarse que en ella encuentren espacio los bufones y los sátiros. Si las más elevadas voces poéticas malviven o malmueren en nuestros países, ¿qué pueden esperar los que se dedican a asuntos bastante menos serios que describir un atardecer? En América Latina se vive bajo la impresión de que el equilibrio de la república de las artes es tan delicado como el de la otra república y solo se conservará en pie si sus habitantes no se menean demasiado. Pero, me pregunto, ¿qué es la sátira sino el remeneo furioso de las rutinas del espíritu?
Por otra parte, y a diferencia de los científicos, a los creadores de sátiras no les queda siquiera el consuelo de justificar su vida en la búsqueda de una verdad porque la verdad de la que habla la sátira hasta el cansancio no hay que buscarla ya que está a la vista de todos. Y esa verdad no es otra que la absoluta desnudez del rey. Mientras sus aduladores exaltan el rico terciopelo que cubre el cuerpo del poder, lo elegante de sus costuras o lo sofisticado del diseño (o mientras los opositores cuestionan lo impropio de usar las arcas del reino para costear el traje), la sátira insiste una y otra vez en lo que todos ven y no se atreven a mencionar: que pese a lo que se diga el rey nos está restregando en la cara sus partes privadas ya vueltas groseramente públicas.
Todo lo anterior quizás explique que a pesar de que la cultura hispanoamericana hunda sus raíces en satiristas tan notables como Cervantes y Quevedo sean relativamente pocos los escritores y artistas reconocidos que se dediquen de manera sostenida a la sátira política. Se comprende que sea así. Si es cierto que no hay mucho dinero en ese negocio tampoco hay demasiadas posibilidades de gloriosa trascendencia. Porque al contrario del vino, la sátira política no mejora con el tiempo, sino más bien envejece rápido y mal, como mismo le ocurre a los alcohólicos. Y cuando no envejece puede resultar más peligrosa que cuando se produjo, y en ese caso es preferible no andar cerca. (Llega ahora ese momento de todos los discursos en que todas las abstracciones previas se convierten en algo personal: como el recuerdo de aquella vez, a inicios de los 90, en que me propuse con un par de amigos crear una exposición sobre un caricaturista cubano de los años 30, el gran Eduardo Abela y su más famosa creación, El Bobo. La falsa ingenuidad con que el Bobo se burlaba del dictador de turno de los años treinta resultaba todavía más incómoda para los censores del dictador de turno sesenta años después. Caricaturas como aquella en que el camarero encaraba al Bobo para que le dijera por qué cada vez que le preguntaba “qué quería” le respondía que “nada”.  A la inquietud del camarero el Bobo respondía con otra pregunta: “¿Entonces aquí no se va a poder decir nada?”. Pues caricaturas como aquella a los censores de los noventa les resultaban más actuales, o sea, más peligrosas e intolerables que a los que sesenta años atrás habían permitido su publicación. Fue una suerte que por esa vez los censores la emprendieran contra la exposición y no contra nuestros testículos).
Con todo lo anterior no intento descalificar la sátira política latinoamericana, sino justo lo contrario: trato de aquilatar el justo mérito de sus creadores en las dificilísimas circunstancias en las que tienen que trabajar. Porque no solo se trata de la violencia directa o solapada que deben soportar desde el poder sino también la suspicacia de la oposición, el desdén del mundo intelectual o la incertidumbre propia. No es extraño entonces que la más profusa producción satírica venga del mundo audiovisual, ese que le es más cercano a los que menos supersticiones culturales tienen. Desde la caricatura, los chistes y las canciones populares hasta los programas de televisión y los canales de Youtube. Desde los magníficos y seminales grabados del mexicano José Guadalupe Posada, las publicaciones históricas como la brasileña Topaze, la chilena La Chiva, la argentina Caras y Caretas, la cubana La Política Cómica hasta las canciones filosóficas del argentino Facundo Cabral, las cultas y juguetonas de Les Luthiers, el dibujo punzante y relajado de sus compatriotas Quino y Roberto Fontanarrosa y quien quiera que haya hecho aquella en que alguien señalaba a un cura diciendo “Ese fue de los que no se calló ante los crímenes de la dictadura”. “¿Y qué decía?” preguntaba su interlocutor. “Decía: ‘Por algo será’”. También reconozco mi parcialidad hacia la sátira enloquecida de las canciones y las obras teatrales de Leo Masliah, hacia el humor tan poco hospitalario de la publicación chilena The Clinic o los poemas del venezolano Aquiles Nazoa que hace mucho han devenido género oral. Ahí están los caricaturistas Pedro Molina y Manuel Guillén de Nicaragua, Kemchs y Naranjo, de México o los cubanos Osmani Simanca, Eduardo Abela (nieto), Boligán, Ares y Ajubel que se hacen con los premios de cuanto concurso de sátira internacional en que participan. O el ecuatoriano Bonil que tiene como rival en los tribunales y en el humor al gobierno de su país, un gobierno que es autor de una de las constituciones más cómicas del mundo. Y en televisión -o esa televisión de bolsillo que es youtube- confieso mi debilidad absoluta por el argentino Diego Capusotto, por los venezolanos de “La isla presidencial” o los brasileños de Porta dos fundos.
Frente a la producción audiovisual la sátira escrita resulta comparativamente pobre aunque con una dignísima representación. Pienso en el venezolano Miguel Otero Silva y en su compatriota Otrova Gomas, autor de libros como “El hombre más malo del mundo” y de la frase “La opinión pública no es más que la opinión privada convertida en epidemia”. Pienso en el mexicano Jorge Ibargüengoitia y en los argentinos Copi y (de nuevo) Fontanarrosa, que además de dibujar también escribía. No debo olvidar al colombiano Daniel Samper, uno de los humoristas más capaces del continente, para quien el destino no tuvo ocurrencia más cruel que convertirle al hermano en presidente del país. Sin embargo confieso que si se trata de la sátira escrita me tienta la de aquellos que incurrieron en el género ocasionalmente, pero con una sutileza rara en la profesión. Pienso en las sátiras bananeras del ya mencionado Monterroso en su “Mr. Taylor” o el García Márquez de “Blacamán el bueno, vendedor de milagros” o de ciertos momentos de “El otoño del patriarca”. Pienso en el Julio Cortázar de “Con legítimo orgullo”, en el Juan José Arreola de “El prodigioso miligramo” y “El guardagujas”, en el Virgilio Piñera de “Los siervos” y “Otra vez Luis XIV” o en el Vargas Llosa de “Pantaleón y las visitadoras”.
Pero si se habla de sátira política me tendrán que permitir acá un ataque de chovinismo. No debe olvidarse que Cuba en sus ciento catorce años de nación independiente ha tenido proporcionalmente más años de dictadura que cualquier otro país latinoamericano. Se puede decir que la historia cubana de los últimos dos siglos es la de una larga autocracia salpicada por pequeños recesos democráticos. En cualquier esquina del continente un cubano puede proclamarse perito en distopías, profeta de totalitarismos, gurú de armagedones sociales. Así, sin quererlo nos hemos convertidos en expertos de lo que pueden hacer las ideologías y rencores sociales con un pueblo distraído de sus deberes ciudadanos. O sea, con casi cualquier pueblo. (Y es que el daño demoledor y unánime que produce la implantación de ciertos regímenes abre las entendederas del humor como bien lo saben los venezolanos que han dado el salto evolutivo de aquel programa televisivo titulado “Bienvenidos” a “La isla presidencial”, a caricaturistas como Rayma o al “El Chiguire bipolar”). En referencia a Cuba ya mencionaba a Eduardo Abela que iluminó con su chispa la noche machadista pero también podría hablar del cubano –boricua Pablo de la Torriente Brau quien en esta misma ciudad –a donde vino en busca de refugio de la siguiente autocracia- escribiera una de las burlas más salvajes que se conozcan en nuestro idioma en contra de la guerra. Pero tenía que ser la más dilatada y perfecta de las dictaduras latinoamericanas, esa que hoy aceptamos como parte del paisaje continental, como los Andes o el Amazonas, la que haya engendrado uno de los más serios contingentes de artistas satíricos que se conozca al sur del Río Bravo. Se puede mencionar a esos campeones del disimulo satírico que fueron publicaciones como Zigzag, El Sable, El Pitirre, DDT, La Hiena Triste, Aquelarre, el radial Programa de Ramón, el malogrado Marcos Behemaras o al maestro de la sátira escrita Héctor Zumbado, muerto hace muy poco. Pero ese disimulo no les valió de mucho cuando todas las publicaciones fueron suprimidas y el maestro Zumbado sufrió un muy extraño accidente que anuló para siempre su capacidad para hablar o escribir con coherencia. Está también ese potente movimiento teatral que se compuso por grupos como la Seña del Humor, la Leña del Humor, Sala-manca, Nos-Y-Otros, Onondivepa, los Hepáticos, Lengua Viva, La Piña del Humor, Pagola la Paga, Honoris Causa y un largo etcétera que incursionaron con más o menos insistencia y bastante fortuna en la sátira y han dejado una extensa y popular descendencia en el teatro y la televisión de la isla en personajes como Mentepollo, el Bacán o Pánfilo. (No es casual que uno de los fantasmas que pueblan esta sala, Barack Obama, durante su ya famosa visita a La Habana prefiriera reunirse con el humorista Pánfilo en lugar de con otro anciano bastante menos simpático).
Sin embargo es en la a veces desolada libertad del exilio donde la sátira cubana ha dado lo mejor de sí. Desde aquellas caricaturas políticas de Prohías creador de la todavía famosa serie de Spy vs Spy y el humor antropológico de ese contador de historias que fue Guillermo Álvarez Guedes a las cartas de Ramón Fernández Larrea a próceres de diversa ralea, a las exquisitas viñetas literarias de Fermín Gabor, las caricaturas de Omar Santana, de Pong, de Varela cuando era Varela, y de Garrincha que no deja de ser Garrincha. O al indescriptible proyecto Guamá creado por ese genio que responde al nombre de Alen Lauzán y de quien Garrincha acaba de proclamar “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo dibuja Lauzán”. O también puedo referirme a buena parte de los humoristas mencionados en el párrafo anterior que han puesto la mayor cantidad de agua salada de por medio para seguir creando: sin patria pero sin compañero que lo atienda.
Cualquiera que escuche tanta alabanza a los humoristas cubanos pensará: “Sí, mucha sátira pero la dictadura sigue intacta”. Como si el deber de la sátira fuera derrocar gobiernos. No, nunca lo ha sido. No tengo noticias de caricatura que provocara la caída de un gobierno en alguna parte del mundo. Si así ocurrió fue por pura distracción, accidente puro. Porque la función de la sátira no es esa. Debe recordarse a Borges, quien tantas veces se equivocó en política (y tantas veces acertó) cuando dijo que “las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez... Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor”. Y el primer deber del artista satírico, agregaría yo.
Aquellos eran otros tiempos, claro. Ahora se comprende que no siempre hay que apelar a la violencia para arribar al poder o mantenerse en él. No hay por qué exterminar pueblos enteros si se pueden masacrar sus neuronas. Las técnicas de control social han cambiado aunque la idiotez sea la misma. En cualquier caso el deber de la sátira seguirá siendo el de combatir esas tristes monotonías que nos exigen que abdiquemos nuestras obligaciones como seres pensantes. Esas monotonías que se empeñan en derrocar para siempre el sentido común para que aceptemos que dos más dos es igual a cinco. O que la redención eterna se alcanza con la llegada de determinado político al poder. Antes hablaba de la simple y ardua tarea de la sátira política de denunciar la desnudez del poder. Pero incluso esa, por decisiva  que parezca no es la única ni la más importante. Más importante aún es defendernos de la estupidez y del sin sentido que inevitablemente generan las pasiones políticas. Y más ahora cuando comprobamos que ningún rincón de este universo –no importa cuán civilizado y democrático se pretenda- puede sentirse a salvo del imperio de la idiotez. De nada vale que ataquemos lo que nos parece injusto y ridículo sin al mismo tiempo defender y conservar al menos común de los sentidos, ese que nos permite comprobar a cada rato quiénes somos en realidad y quiénes debemos intentar ser. Ese sentido común que nos hace entendernos por encima de nuestras inevitables diferencias. Ese sentido común que nos recuerda que nuestra clasificación como homo sapiens quizás sea exagerada pero nunca deberá dejar de ser un anhelo legítimo.

Muchas gracias.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno.gracias.coincido en casi todo.sobre todo en los elogios a lauzan.que lastima que su obra sobre la realidad cubana no este quedando impresa.

Anónimo dijo...

es siempre tanto un placer leerte!
humano, intelectural, profundo, auténtico, conmovedor.
si además de mi, hay otros dos que también sienten asi, ya valió la pena. al menos para mi :-)

muchas gracias