lunes, 20 de enero de 2020

Publicidad*


No, éste no es el capítulo destinado a emitir anuncios, el momento que usted aprovecha para ir a orinar o para buscar cualquier chuchería en el refrigerador o en la despensa. Aquí se habla del medio más elemental y barato de que se vale la mercadotecnia: darle un paquete de volantes a alguien que los distribuirá a los peatones, los echará en los buzones del barrio o por debajo de las puertas. Porque en algún momento empecé a alternar los ocasionales trabajos como ayudante del Tigre con la repartición de volantes. Conseguí ese empleo gracias a Silvia, en la academia de computación donde trabajaba. En aquella época estaban de moda las academias y la competencia entre ellas se dirimía en el frente de la publicidad. Las que apenas podían permitirse una docena de profesores acudían a la distribución de impresos a la entrada de institutos de enseñanza media y universidades. Por lo general  era sólo una hora al día, de ocho a nueve de la mañana en el horario de entrada de los estudiantes. Pagaban mil pesetas la hora. Si la repartición era más de una vez el mismo día en el mismo sitio el precio de la hora bajaba a las setecientas cincuenta pesetas.

Lo peor del trabajo era el frío y el deseo de los estudiantes, condensado en miradas y gestos, de que te evaporaras en el acto. Con el frío no había otra opción que abrigarse bien y dar saltitos a cada rato para que no se te congelaran los pies. Con las malas miradas –más bien escasas― no había mucho que hacer. En general, los estudiantes eran bastante educados. Tomaban su papelito y seguían camino e incluso con cierta frecuencia llegaban a mascullar las gracias. Una buena parte echaba los volantes en el cesto más cercano aunque a algunos no les alcanzaba la paciencia para llegar hasta él y los soltaban a medio camino. En realidad nada de eso me incomodaba mucho. Lo único desagradable que llegaban a hacer era tomar el volante en la mano, estrujarlo con furia frente a ti y luego arrojarlo a tus pies. Todo sin decir una palabra. Por suerte eran muy pocos los que se tomaban tanta molestia en aquellos intercambios mudos de gente amodorrada a primera hora del día. Lo que me fastidiaba era tanto esfuerzo en demostrarle su desprecio a gente que ―con tanto derroche de papel― sólo le hacía daño a los árboles. Puede que lo hicieran en un arranque de conciencia ecológica. Nunca me quedó claro. 

No era un mal trabajo después de todo y no requería de ninguna habilidad especial. Sólo la de llegar a tiempo y aguantar la hora correspondiente en el lugar que nos asignaran. Gracias a ese empleo conocí buena parte de los alrededores de Madrid y sus respectivos centros de enseñanza: un instituto de economía en Vicálvaro, varias facultades de la Complutense, la Universidad Autónoma de Madrid y algunos sitios más que no recuerdo. Si se exceptúa una conferencia que di en la Complutense sobre literatura a los estudiantes de Ana, ese fue todo mi contacto con el mundo educativo durante mi estancia en España.

Lo mejor del trabajo era la compañía. La academia nos enviaba en parejas a repartir volantes. Casi siempre íbamos Ricardo y yo, pero prefería hablar con los que repartían volantes por otras academias. Se trataba de aquellos mismos que, según las leyes de la competencia, debíamos derrotar en el campo de la publicidad de infantería, pero con quienes, una vez llegados al frente, enseguida pasábamos a confraternizar. Por lo general eran españoles y duraban poco. Ganar mil o mil quinientas pesetas al día no era atractivo para nadie por alta que estuviese la tasa de desempleo. El único que permaneció repartiendo volantes todo el tiempo que estuve era un español que rozaba los cincuenta. Era el factótum de una academia rival y no le pagaban por horas. Ésa era una de las tantas obligaciones que requería su empleo. Y fue una suerte porque era un tipo de conversación fluida y repleta de detalles interesantes. Una suerte de erudito de la cotidianidad española. Hablábamos de músicos, futbolistas y otras celebridades locales, de costumbres españolas, historia reciente o del origen de alguna frase que estuviese de moda. Por él me enteré de las letras alternativas al himno de España una vez anulado el texto original compuesto por José María Pemán en tiempos de Franco. O de las ocurrencias del entrenador de fútbol Helenio Herrera, el autor de la célebre frase “con diez se juega mejor”. O del origen de ciertas costumbres que ni siquiera habían adquirido el rango de tradición. Por él tuve acceso a mucha de esa trivia que los libros suelen desdeñar, pero que es decisiva para comprender la vida de un país e irla asumiendo con cierta conciencia.

Yo tenía muy poco que ofrecerle. Cuando me preguntaba por alguna tradición cubana equivalente a las de España, muchas veces tenía que confesarle que había sido reemplazada por algún ritual diseñado por el gobierno. Al principio se esforzaba por entender cómo era la vida en mi país, pero la minuciosa retahíla de miserias que componían la rutina cubana lo abrumaba y enseguida cambiábamos de conversación. La miseria suele ser aburrida incluso si se conoce de segunda mano. Sin embargo, siempre nos buscábamos para continuar nuestro palique sobre cualquier pequeñez que se me ocurriera preguntarle y él respondía con gusto y detalle. Con las intermitencias a que obligaba el curso escolar, la repartición de volantes fue el trabajo más constante que tuve entre semanas hasta que comenzó mi aventura como editor de una revista en noviembre de 1996.

*Capítulo del libro Siempre nos quedará Madrid. El volante que ilustra el texto es uno de los que repartía en aquella época y que acabo de encontrar.

1 comentario:

EL BOBO DE LA YUCA dijo...

La ironía es que el volante pretendía captar interesados en diseño gráfico aunque el diseño del propio volante es de llorar.