Texto de la presentación que hiciera de "Siempre nos
quedará Madrid" el escritor Orestes Hurtado en la Fundación Hispano Cubana
el 8 de julio del 2013:
Enrique Del Risco Arrocha. Habanero del 67. Año designado en Cuba como el del Vietnam heroico y en que a la par que se crea el Instituto del libro Cuba se retira de todas las convenciones internacionales de derechos de autor. Jean François Revel en su cuarteto de características de toda sociedad totalitaria marca estos: 1. ignorancia voluntaria de los hechos, 2. capacidad para vivir inmersos en la contradicción respecto a sus propios principios. 3. negativa a analizar sus propios fracasos y 4. rechazo al progreso. Este hecho del gremio de los libros corrobora varios de ellos. Es el año del premio Casa a Dos viejos Pánicos, de Celestino antes del alba, de De donde son los cantantes (en Francia) y (después de premio, batalla editorial y otros cuentos) de Tres Tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante. También es el año en que el departamento de filosofía de Universidad de La Habana lanza Pensamiento Crítico. Impulsada por Jesús Díaz, quien fuera 28 años después, también el fundador junto a Pío Serrano, Felipe Lázaro y Annabelle Rodríguez, de Encuentro de la Cultura Cubana, en cuya redacción (en el 96 o cerca) nos enzarzamos Enrique y yo en habladurías interminables y más bien herméticas.
Dejo atrás el 67 y el 96 y me concentro en lo habanero. Y lo voy a hacer desde un recuerdo casi infantil. Coleccioné, entre otras minucias, cromos de jugadores de baseball de las Grandes Ligas. Las que llamamos cariñosamente postalitas. Heredé una colección y la tripliqué encontrando por el Vedado una caterva de coleccionistas como yo. Visité patios, solares y portales raros. Llevaba el puñado que estaba dispuesto a intercambiar y mi ávido contrincante (que podía ser de cualquier edad y condición mental) me ofrecía el suyo. Así observé una fauna altamente curiosa. La de los coleccionistas , la de los tipos que anotaban en libretas y libretas unas interminables listas, que a veces eran estadísticas de baseball o partidas de ajedrez o todo lo que sabían del río Limpopo. Esa estirpe de freakis habaneros.
No me refiero a la tribu urbana de los rockeros. Que tiene toda mi simpatía por su altivez, resistencia y sus corrosivas humoradas, de la que son dignísimos representantes actuales los punkies de Porno para Ricardo. Me refiero a los freaks, a los fenómenos, a tipos estrafalarios que en La Habana, en rincones destartalados de La Habana han coleccionado en papeles astrosos los vestigios de una vida diversa, heterogénea, llena de sucesos, de nombres, de cifras y proezas de otro tiempo y casi de otro mundo. Ellos, los coleccionistas de datos me impresionaron, me comunicaron una obsesión y una alegría: se podían coleccionar las historias, se podían salvar de la aplanadora. Creo que Enrique sabe a qué tipo de habanero me refiero. De qué obsesión y de qué alegría hablo, que suceden en un pueblo muy novelero, con escasa memoria y con una ética más bien resbalosa. Los que escribimos coleccionamos datos de unas vidas (reales o imaginadas, nosotros o unos conocidos que iban en el vagón de delante y a los que sólo vimos unos segundos).
Enrique clasifica, ordena las historias de su primer exilio y de los destinos y argumentos que entonces conoció. Un escritor de variados recursos e itinerarios. Que atraviesa en libros como Obras Encogidas o Pérdida y recuperación de la inocencia por la prosa aséptica, cercana al apólogo o la fábula, a Arreola con Mrozek y que ofrecía una sarcástica imagen del dogma y de la heroicidad revolucionaria (para usar un concepto de Ichikawa). Un escritor que atraviesa el bosque de la Historia en reescrituras y ensayos entendidos como narraciones . La Historia como un cuento que debe ser contado con todos los venenos que inocula y con al menos un antídoto eficaz, el humor, la risa inteligente, la electricidad transitando por la columna vertebral del idioma. Ese es el escritor de Leve Historia de Cuba (perpetrado a cuatro manos con Francisco García) y el ensayista de Elogio de la levedad. Condición la leve, que es la del olvidadizo taíno, pero que es también la del que no quiere que le sea interrumpido el ritmo, lo narrado.
Un escritor, que en sus libros mayores de cuentos (Lágrimas de cocodrilo y ¿Qué pensarán de nosotros en Japón?), las situaciones humanas, los hechos y sus consecuencias, cuentan con un habilísimo cronista al que no importan género o tema sino que todos los elementos de la narración ocupen por sí mismos su sitio en la orquesta y se entone compleja cantata de razones. No tengo dudas de que algunas de estas narraciones tienen cabida en la más selecta antología del cuento en español hoy.
Creo que fue Auden el que ante la más veraz versión de la realidad que podía dar una autobiografía, oponía las ventajas del biógrafo. Según Auden, el biógrafo, que soy yo en esta tarde, percibe mejor “la cultura de un hombre y la influencia, en su vida, de los presupuestos que da por sentados”. En la obra de Enrique Del Risco se pasean Twain y Swift, Vonnegut y Carver, Miguel de Marcos y Paquito d´Rivera. Pero no son importantes los nombres, sí las actitudes, las tradiciones narrativas que se invocan.
Enrique Del Risco (como Alfonso Reyes exiliado en el Madrid modernista) encuentra aquí las amplitudes de idioma y bibliotecas que le hacen escribir sus más densos alcances. Asimila en un periquete los oficios de espía y embalsamador con los que el escritor debe saber disfrazarse. Siempre nos quedará Madrid son unas memorias divertidas y tristonas a un tiempo, precisamente enrisquianas y generacionalmente de todos nosotros.
Cuando leí el libro atravesé por varios estados contrapuestos. Primero me decía:
¡este buen hombre está hablando de mí, de mí mismo mismamente! Después pasé por la etapa: este buen hombre ha narrado algo que también pude haber armado yo como libro. ¡Vaya, se adelantó! ¡Cómo son los seguidores de los Yankees! Más tarde llegué a la plácida orilla de entender que todo eso era verdad, pero que me alegraba tanto de que hubieran sido escritas estas memorias de un tiempo grato en resonancias por quien mejor lo iba a hacer. Alguien que ante el hábito del escritor cubano de novelar el yo (de Hombres sin mujer a La Habana para un infante difunto) pretende la prosa de aprendizaje de las latitudes exiliadas por un yo abundoso en crisis y aventuras (lo que un tipo, que bien sabía lo que decía, como Schwob, veía en la base de toda novela). No hay contradicción. Las crisis y las aventuras de Siempre nos quedará Madrid son la espigada selección de unos derroteros seguidos en sus significados, en su diálogo con lo que ha sido siempre el exilio.
Enrique quiere hacernos creer que ensayó un manual de autoayuda para náufragos en esta península. Le creo sólo las intenciones sarcásticas de darnos una suerte de arte de vivir. El género mayor, la zona de la escritura que para el sabio importa. Ese más relevante género para el filósofo. Schopenhauer al inicio del capítulo II del suyo: “Que lo que uno es contribuye más a nuestra felicidad que lo que uno tiene y que lo que uno representa lo conocemos ya más o menos de una forma general”. El autor de Siempre nos quedará Madrid trata aquí con lo que uno es, con las vicisitudes de un grupo humano en condiciones de desamparo, de límites próximos, de ética que resetea contenidos castristas por otros casi franquistas. En condiciones de cambio, reciclaje o caducidad. Para todos nosotros es un gran acontecimiento ético que se hayan narrado nuestros avatares del primer exilio. Es un libro, es un estribillo, es una intensidad recorrida, una Cuba con la consistencia de la brisa, un Madrid en la madrugada.
Con sorna preguntaba Cabrera Infante si una historia que uno escribiese sin inspiración en lo real se podía convertir en la biografía de alguien que desconocía el escritor. Este libro, Siempre nos quedará Madrid, supondrá para unos cuantos que desconocen la historia de Cleo y Enrique en España la certeza de que ésa es su biografía (hecho a hecho). Enrique Del Risco, su blog, sus polémicas, su activismo, su obra suele tener eco, lectores, una caterva de amigos que acompañamos con gesto admirativo tan proteica y decente labor.
Las raíces arquetípicas del narrador, que bien supo ver Benjamin, estaban en el viejo sabio que lo ha oído todo y ha permanecido inmóvil regurgitando las historias mientras el tiempo y hasta el cadáver de su enemigo desfila frente a su puerta. En el viejo sabio detenido y en el viajero, quien va a lo desconocido y arranca la flor mística, tal vez papiroflexia barata que trajo en el bolsillo, y que en la tribu es acogida como mito o ejemplo. ¿Quién reúne esas dos mitades sino el exiliado? El que olvida lo que trae y desembarca con inmensas ganas de saber donde no le esperan. El exiliado como narrador absoluto.
Anota Roberto Calasso cómo lo más ajeno a veces nos da la clave, nos descifra el mapa. Relata una leyenda tomada de Martin Buber: la historia del Rabí Eisik de Cracovia. Que insistentemente tiene el sueño de que un tesoro fabuloso le espera en Praga junto a un castillo y un puente. Tras noches y noches en que se repite el sueño, por fin se decide a iniciar el esforzado viaje a Praga desde Cracovia. Llega y comprueba el paisaje soñado. Ahí está el castillo y el puente. Pero no sabe dónde buscar y se queda dando vueltas, vigilando. Ante un personaje desaliñado que no se aparta del sitio y del que no se sabe sus intenciones, pues interviene la guardia del castillo. El capitán sospechando, se le acerca y pregunta qué le hace estar deambulando por allí. Eisik, sumiso, le cuenta de su sueño y que le ha traído hasta el castillo y el puente. El capitán suelta una carcajada y le menciona que él también ha tenido un sueño: en él descubría un gran tesoro detrás de la estufa, en casa de un tal Eisik, en Cracovia. El Rabí calla y regresa a su hogar. Ahí, detrás de la estufa, le esperaba un tesoro.
¿Cuál es la moraleja más rápida? El tesoro está casi siempre cerca y no lo hallamos casi nunca. ¿Cuál es la que propone Calasso? La solución al enigma, la explicación del mapa del tesoro suele darla un extranjero, que además ignora que nos está iluminando. Sepan que no he dejado de hablar del prodigioso repertorio de encuentros que es la obra de Enrique Del Risco. Sepan que no he dejado de agradecer el mapa del tesoro que para unos cuantos atentos lectores significa Siempre nos quedará Madrid.
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