Con la publicación de “El Imperio
Oblómov” (Sevilla, 2014) la laboriosa carrera de Carlos Alberto Aguilera (La
Habana, 1970) entra en un nuevo territorio, el de la novela. Empeñado hasta ahora
en formas más o menos breves –poesía, relato, nouvelle, teatro- el terso y
denso sistema Aguilera pasa a otra dimensión, a otras exigencias. Y no debe ser
fácil, supone uno, aplicar ese sistema Aguilera (que supone ante todo un
rechazo radical de los lugares comunes de la narrativa, de la lengua y por
tanto, una total impredictibilidad de la escritura) durante las doscientas
treinta y tres páginas que constituyen el libro. Pueden no parecer muchas páginas
pero cuando uno de los escritores más distintivos y minuciosos de la lengua se
decide a construir un imperio la cosa se pone inevitablemente seria.
De un tiempo a esta parte a los
escritores cubanos suele definírseles de acuerdo a un diagrama en el que su
perfil se dibuja de acuerdo a la tensión que se establece respecto a dos ejes:
el eje Lezama y el eje Piñera. Pero ese sistema, que funciona para muchos, en
el caso de Aguilera resulta completamente ineficaz. Si para definir un
unicornio quizás nos pudiéramos valer de un caballo y un rinoceronte tales
referencias se vuelven bastante ineficaces a la hora de definir a un delfín. Y
Aguilera es, en este caso, el delfín. Tal vez, si hemos de buscar un ejemplar
en el corralito cubano que vagamente nos recuerde el espécimen que aquí se está
tratando de describir, lo más cercano sería Lorenzo García Vega con su
escritura entrecortada e infatigablemente rebelde. Y fuera del corralito Thomas
Bernhard con su rabia malamente contenida y su imposibilidad narrativa. (Si
insisto en referirme a la cubanía de Aguilera no es con ánimo de encadenarlo al
sitio del que parte su ficha biográfica sino porque su propio cuidado en evitar
los modos, los temas, los tics discursivos que habitualmente se asocian a lo
cubano hace aflorar con nitidez lo más esencial de la cubanía, una suerte de
sintaxis nacional, incluso hasta como virtud).
De lo que se trata aquí es de construir
un imperio. Y de deconstruirlo. Pero Aguilera para ello no se vale, como podía
ser previsible, de una descripción (o una narración) analógica. No trata de describir
su Imperio Oblómov como si estuviera hablando de otra cosa. Ni siquiera intenta
hacerle un corte longitudinal a dicho imperio para que lo entendamos a lo largo
de su estructura sino que lo corta en lascas y las separa unas de otras para
que no se vayan a contaminar de sentido. Para que valgan y se entiendan por lo
que son y no por lo que pretenden ser. Y lo que nos deja “El Imperio Oblómov”
es la convicción de que todos los imperios, todo poder excesivo, no son más que
una retahíla de obsesiones, mutilaciones, complejos y, por supuesto, de grandes
dosis de violencia porque como se dice en algún sitio del libro “la violencia
siempre genera futuro”. Este imperio es
Un imperio donde incluso lo muerto fuese en sí una construcción de vida. Un imperio donde el dolor no fuese más una experiencia desagradable, reumática, sanguinolenta, con garras y pezuñas encarnadas, que hubiese que esconder por debilidad o conflictos estéticos en alguna parte. Donde lo que hubieras hecho antes: lo que habías hecho, lo que te habían hecho, lo que nunca harías, ya no tuviese ninguna importancia.
Como el imperio que describe este es un
libro desolador e inimitable en su tarea de desnudar la Historia de sus
promesas y dejarla en su realidad esencial: la de dolor y frustración
incrustados en el Tiempo pero un Tiempo que no se deja sobornar por el sentido
o incluso la dirección (del pasado al futuro pasando por el presente). El
Tiempo de “El Imperio Oblómov”, con sus repeticiones obsesivas, con su despiste
constante al referirse a la otra Historia, esa que no sin sorna llamaremos “real”,
se parece más a la eternidad salvo que en esta eternidad la gente efectivamente
muere incluso de una manera más tangible de la que vive. (A esto obedece en no
poca medida la dura y seca comicidad del libro). Donde otros repletarían las
páginas con guiñitos, puyas personales o colectivas, alusiones locales o cierto
tremendismo universalista “El Imperio Oblómov” opta con la aplicación sin
descanso de la ilógica narrativa que conforma el libro sin apelar a ninguna
muleta externa para hacerlo andar. Y es aquí donde se revela, de paso, –y esto
no es poca cosa- el buen gusto y el buen carácter del autor. Y cuando digo “buen
carácter” pienso en la definición que daba su dilecto Thomas Bernhard: “entiendo
por buen carácter, sencillamente, un carácter insobornable”.
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