Para M. y J.
Primero vinieron
por los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista.
Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío.
Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante.
Luego vinieron por mí, pero para entonces ya no quedaba nadie que dijera nada.
Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío.
Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante.
Luego vinieron por mí, pero para entonces ya no quedaba nadie que dijera nada.
Estas palabras del pastor luterano Martin Niemöller
–erróneamente atribuidas a Bertold Brecht con cierta frecuencia- relatan una
secuencia demasiado conocida a costa de repetirse. El orden –o la categoría- de
los perseguidos no altera el resultado: la pérdida de derechos de un grupo abre
el camino para que los pierdan todos. Los católicos en Cuba, quienes estuvieron
a la cabeza de la secuencia local de inquisiciones, quienes vieron cómo muchos
de los indiferentes y soberbios ante su sufrimiento caían en oleadas sucesivas,
saben muy bien de esto. Por eso se les atraganta a muchos el llamado de su
cardenal a perdonar a sus perseguidores de ayer. No será por falta de
generosidad o exceso de rencor. Es que se trata de perdonar a quienes no sólo
no se arrepienten de haber reprimido por sistema durante medio siglo sino que
lo vuelven a hacer con renovada aplicación. a muchos católicos les basta la
sospecha de que en nombre del perdón cristiano los quieran hacer cómplices de
nuevas persecuciones para no querer mirar a otro lado cuando hacen sufrir a
otros el mismo escarnio que no hace tanto soportaban ellos mismos.
“Se abren nuevos caminos para nuestra
Iglesia” les dicen y no les basta porque saben que mientras haya perseguidos
nadie puede escapar a la amenaza o la complicidad. Se les hace extraña tanta
insistencia en el perdón a los verdugos sobre todo cuando su Iglesia se refiere
a las víctimas de hoy con tanto desprecio. El perdón, ese deber que como
católicos a nadie deben negarle, solo alcanza su sentido último en el amor de
Dios a toda la humanidad y a través de este amor, en la reconciliación de la
humanidad consigo misma. El perdón, se dicen, no puede convertirse en aval para
que los que reprimen nieguen el sentido mismo del sacrificio amoroso de su
Dios. Podrán perdonar pero no ponerse de parte de quienes se dedican a
perseguir inocentes como ahora les pide su cardenal. Por algo están convencidos
de que ser católico no debe consistir en ser incondicional de Torquemada sino discípulo de
Cristo.