martes, 29 de noviembre de 2016

¿Celebraciones para qué?

¿Celebraciones para qué?
“¿Por qué celebrar la muerte de una persona?” se preguntan los que insisten en considerar a Fidel Castro como un ser humano, con sus defectos y virtudes. Y en algo llevarán razón: nunca debería ser más firme nuestra idea de humanidad que frente a ese enemigo común que es la muerte. Pero, ¿qué hacemos con los monstruos que continua y sistemáticamente hicieron todo lo posible por distanciarse de nuestra común idea de humanidad, por destruirla? ¿Qué hacer con los que son negación de todo lo bueno que nos une? ¿Con los más cumplidores representantes de la muerte? Esos que con tal de salirse con la suya no se detienen ante ciertas convenciones mínimas que nos impiden asesinar fría y conscientemente a un amigo, a alguien a quien le debemos la vida o a una decena de niños. En ese sentido, el recién finado Fidel Castro merece integrar con pleno derecho la galería de monstruos que encabezan Hitler, Stalin y Mao aunque sea en el estante menos prominente de los Kim Il Sung, Mussolini, Francisco Franco, Polt Pot, Saddam Hussein o Gaddafi. De otro modo ¿Cómo quedaría nuestra idea de humanidad y de justicia si observamos la misma reacción taciturna a la muerte de un genocida que ante la de un oscuro maestro de escuela?
No puedo hablar por todos pero sospecho nos aferramos a ese festejo rabioso, a esa tan necesaria catarsis a sabiendas que es todo lo que podremos celebrar como cubanos en mucho tiempo. Reconocemos que no es una ocasión especialmente festiva que el causante directo o indirecto de miles de muertes en todo el mundo, de la destrucción de un par de países y millones de familias haya muerto tranquilamente en su cama, sin ser enjuiciado ni pasar más sobresaltos que los que le reservó su marchito cuerpo. Tampoco que falleciera después de que el régimen que engendrara ajustara los detalles que permitirán su supervivencia por unos cuantos años. Porque por mucho que se hable del inicio de una nueva era poco puede preverse más allá que el traspaso del poder dentro de la misma familia que ha controlado el país por casi seis décadas. Los tan comentados cambios seguirán pues al paso milimétrico y receloso que han tenido hasta ahora en un país cuyo funcionamiento está hecho a la medida ruin de un gobierno empeñado en controlarlo todo.
Pero aun así queda algo que celebrar. Sobre todo si se piensa que son pocos los cubanos que recuerden un solo día en que la existencia del finado no inundara cada resquicio de sus vidas, cada instante. Dedicado como estuvo a acumular y conservar más poder que ningún otro ser a este lado del meridiano de Greenwich sus potestades siempre tuvieron un peso abrumador y brutal tanto para los que le oponían cualquier resistencia como para los que lo endiosaban. Por convicción, interés o miedo los maestros, la televisión, la radio, la prensa, la familia, los músicos, los escritores, los artistas insistían en que la Revolución de la que fue alma y guía máximo era lo mejor que le había pasado a aquella tierra. Todo se lo debíamos a él, desde los conocimientos hasta la salud, desde los alimentos hasta las medallas olímpicas. (Nadie intentó decirnos que aquello que el gobierno distribuía parcamente entre nosotros salía del bolsillo de nuestros padres). Su extensa sobrevida tras su recaída física en el 2006 trajo, junto con el grotesco espectáculo de su decrepitud, la sospecha de que nunca moriría. O que su muerte demoraría lo suficiente como para que al producirse no nos importara. Pasaron diez años en los que siguió muriendo gente buena mientras aquel ser de maldad indescriptible se aferraba a la vida como antes se había aferrado al poder. Ha muerto cuando poco o nada incide en los destinos reales del país o en los planes de sucesión familiar y sin embargo su desaparición física no deja de tener un profundo significado simbólico y psicológico. El ente sobrehumano que hizo construir a su imagen y semejanza ha sufrido el tropiezo irrevocable de no ser, además de omnipotente, eterno. De no pasar la prueba máxima de toda pretensión inhumana. (Eso me hace recordar la última escena de “Moloch” la película de Alexander Sokurov en la que Hitler le anuncia a su amante que se dispone a una nueva conquista, la de la muerte. Eva Braun, sin embargo, no se deja impresionar y le responde risueña: “Adi, cómo puedes decir eso? La muerte es la muerte. Nadie puede conquistarla”).
De manera que más que festejar la muerte del tirano de lo que se trata es de la celebración –aliviada- de nuestra propia sobrevivencia. Nuestro modo de comprobar a qué sabe la vida sin aquel que la contaminaba aunque fuera sólo con su aliento. Pero no la celebramos solos. Lo hacemos en nombre de los que no alcanzaron a llegar a ese momento y de los que pensaron que no llegarían y sin embargo lo han conseguido. O de los que en la isla, por precaución o por miedo puro, no se atreven a hacerlo. O incluso de los que en estos días se sienten genuinamente acongojados porque nunca han podido imaginarse la vida más allá de los límites mezquinos que les impusieron al nacer, como mismo muchos esclavos se estremecían de tristeza ante la muerte del amo.  Los que que hoy mismo les prohiben el alcohol, la música y los "buenos días". Visto así no es poco lo que hay que celebrar en nuestra condición de cimarrones sobrevivientes. Ser cimarrones no nos hace buenos pero nos ha hecho libres y parte de nuestra libertad reside en escoger de qué alegrarnos. Sin miedo. Y de paso cumplir con el deber mínimo de recordarle a la humanidad cuánto dolor causó ese que muchos celebran como héroe.
Lo que debería preguntarse el resto de la humanidad no es por qué los exiliados cubanos celebramos la muerte de Fidel Castro sino por qué ella misma no se apresuró a condenar a quien le negaba sistemáticamente a sus compatriotas su libertad, su condición de humanos.

Preguntarse por qué aún hoy sigue sin condenarlo.  

5 comentarios:

Unknown dijo...

Yo personalmente me había hecho el propósito de no alegrarme por la muerte del redictador y máximo culpable, sin embargo en determinado momento sentí un alivio semejante al que se siente cuando de momento se deja de padecer un dolor físico y
me di cuenta del dolor encapsulado por el tiempo que llevamos millones por lo que vimos sufrir a padres, al amigo, a nostros mismos, por la miseria que nos provocó a todos por por la destrucción de la familia, por condenar a un país a emigrar por su obseción y megalomanía... por eso, quienes celebraron y exteriorizaron sus sentimientos están en la misma que los que sentimos ese alivio reparador.

Anónimo dijo...

Exacto! Yo no "celebro" la muerte como tal, si acaso hubiera preferido que teminara como Caucescu. Pero celebro por los que no pudieron verlo, por mi madre que no le dio tiempo de ver ese final, a pesar de ser mucho mas joven que ese monstruo. Por los que se ahogaron en el estrecho de la Florida, y sobre todo por los cubanos de Cuba que quieren celebrar pero no pueden, por todos ellos, el exilio "celebra"

Unknown dijo...

Pues yo si lo celebré y tal como dice Enrisco, celebré mi supervivencia, que se lo lleve la deidad que decida (ahora estarán en un pleno celestial viendo quien se encarga de tan pesada tarea) y lo ponga en una islita, tambien celestial, solito con sus discursos, que deberá leérselos el mismo frente a un espejo hasta el fin de la eternidad. Yo por mi parte voy cumpliendo la promesa que me hizo hacerle un tío mío, muy cubano, conocedor de los entresijos de la "revolution", no morirme antes de los hijos de putas, ya van algunos.

Realpolitik dijo...

De cierta manera, todo lo que se diga sobra. A estas alturas, el que no ve las cosas como son es porque no quiere, no le conviene o no puede, y si no puede es un anormal. Aunque siempre vale proclamar la verdad, se cansa uno de ser la proverbial vox clamantis in deserto, sabiendo perfectamente que el principal problema no es la ignorancia ni la confusión sino la indiferencia, la hipocresía y la hijeputez. Eso es lo que hay y lo que siempre hubo desde el principio del desastre.

Se ha criticado bastante el ditirambo al difunto de Justin Trudeau, que por supuesto lo merece, pero he acabado por alegrarme que se le fuera tanto la mano. El chiquillo es un comemierda equivocado que da franca pena, o sea, no se puede tomar en serio, pero ha dicho lo mismo que muchos otros de mayor peso—lo que pasa es que fue más abierto y habló más claro, y la claridad viene bien y hasta se agradece. Miren lo que dijo Obama, un refrito insulso y cobarde de "la historia me absolverá," que me ofendió mucho más que las sandeces infantiles del Justin.

Repito, en resumen de cuentas, no hay nada que decir que ya todo el mundo (o casi todo) no sepa, aunque lo ignore, lo niegue o se haga el sueco.

Anónimo dijo...

El consuelo que me queda...
-Tan preocupado siempre por la imagen de invencibilidad, se vio en el espejo convertido en un anciano enclenque y repulsivo, y sabe Dios las dolencias físicas...
-Hablando de Dios, no le perdonó que le pusiera y quitara gente del camino, como cuando le puso a Gorbachov y después le quito a Hugo Chávez.
-Vio por casi ocho años a Barack Obama en la casa blanca, ganando la aprobación de su propio pueblo y del mundo entero, incluidos la mayoría de los cubanos.
-No vivió para disfrutar mucho del triunfo de Donald Trump. Seguro se sintió desconsolado, "ay, si esto se me hubiera dado a mi...!!!"
-Otras muchas cosas que estoy segura de que tiene que haber y que espero lo hayan mortificado bastante.